PATRICIA

Me levanté demasiado pronto y no quise despertar a Sara. Me puse el chándal y abandoné el cuarto sigilosamente vertiendo una última mirada hacia el interior. Ella permanecía tumbada boca abajo con su piel de ámbar rompiendo el blanco impoluto de la cama. Seguí con los ojos la línea de su espalda, los hoyuelos a la altura de los riñones, la curva sinuosa de sus glúteos. Tuve que respirar profundamente para relajar la emoción que se aferraba a mi garganta y, cerrando la puerta, me dirigí a la escalera más próxima. Necesitaba caminar un poco. Atravesé la entrada principal del edificio y de inmediato me asaltó el aire cargado de esencias alterándome todavía más la sangre; era el aroma inconfundible de Bracciano. Los pies me llevaron hasta la parte más alejada de la villa, desde donde disponía de las mejores vistas del lago, que, a esas horas, ofrecía el magnífico espectáculo de una lámina azul de aguas tranquilas. Sentada sobre el murete de piedra que delimitaba la propiedad, al borde del precipicio, dejé escapar los pensamientos largo tiempo ocultos. ¿Cómo podían haber ocurrido esos encuentros furtivos sin traspasar mi piel?, me pregunté. Aquel allanamiento de mi cuerpo había sido como una mancha de aceite derramada sobre agua, perpetrado sin pervertir la conciencia, sin dañar aparentemente mis sentimientos por Sara. Me esforzaba en recordar alguna imagen, un tacto, una caricia, pero era inútil: mi memoria estaba vacía de toda huella. Tan solo era consciente de las heridas que mis ausencias y los signos externos de mis encuentros habían infligido en su confianza. Ella siempre se había debatido entre el hechizo que yo le provocaba y la necesidad de obedecer a su vocación. Por ahora sabía que había ganado la batalla, pero no estaba segura de mantener ese equilibrio. Tenía el presentimiento de que, más tarde o más temprano, se alejaría de mi lado lanzándose de nuevo a los brazos de África, y eso era algo que me negaba a asumir. Yo siempre fui una mujer libre, ávida de experiencias, y nunca permití que nadie me amarrase como Sara lo hacía. Solo ella había conseguido hacer claudicar todas mis defensas. Me centré en la superficie del lago, que ya refulgía como metal pulido. Había tomado la decisión menos dolorosa por el momento: disfrutar sin pensar, sin calcular el tiempo, sin temer la partida… Me levanté y conduje otra vez mis pasos hacia el edificio principal. Tenía que arreglarme para la boda.