MARÍA

Abrí los ojos, pasándome una y otra vez la yema de los dedos por los párpados pesados, pero la imagen borrosa que mis pupilas intentaban captar no terminaba de desempañarse; me sentía como si acabara de emerger de un sueño profundo y oscuro y no consiguiera despertarme del todo. Probé a centrar la vista en algo pero tenía la sensación de estar nadando en un fluido lechoso, como si el aire entorno a mí se hubiera vuelto viscoso como mercurio. De hecho, el surtido de colores que mi cerebro traducía se limitaba a una gama de grises. Sin embargo me sorprendí al descubrir que no estaba asustada, tan solo sentía curiosidad por averiguar qué lugar era aquel. Era consciente de mí misma, pero advertí que algo raro sucedía con mi cuerpo físico aunque no sabía a ciencia cierta de qué se trataba; podía desplazarme sin dificultad, es más, parecía inusualmente liviana, me movía con demasiada rapidez por aquel espacio extraño. Cuando pude adaptar la mirada al entorno traté de averiguar hasta dónde se extendía el desierto plomizo que me rodeaba. Sin embargo, por más que me alejara en una u otra dirección, creía encontrarme en un área inhóspita a pesar de que la sensación era totalmente la contraria.

Tenía la sospecha de que no estaba deshabitada en absoluto. Todo ello me llevó a recordar cierto libro de ciencia ficción de mi niñez en el que los personajes vivían en un planeta ingrávido, lejano a la Tierra, en donde cada movimiento se veía correspondido por un resultado exponencial; el simple desplazamiento de un pie provocaba un salto difícil de controlar. Aquello me estaba resultando inverosímil. No obstante, aunque la percepción espacial era inmensa, tampoco disponía de las referencias necesarias para calibrar con precisión ni la distancia alcanzada ni la trayectoria seguida. De forma inesperada, durante uno de mis recorridos experimentales descubrí la existencia de una frontera material dentro de aquel escenario; creí haber encontrado la puerta que había estado buscando con ansia y que me permitiría escapar del sueño surrealista que se extendía por doquier. Ante mí, careciendo de límites físicos abarcables con los ojos, se alzaba un muro de una sustancia más densa que la viscosidad circundante, a modo de pantalla de plasma monstruosa formada por células vivas que parecían retorcerse, ondear como un mar vertical de plata oscura. Extendí una mano insegura hacia aquella pared y me sorprendí al atravesarla sin dificultad. El miembro desapareció de mi vista hasta el codo, sobresaltándome al percibir la diferencia de temperatura al otro lado de aquella barrera. Tras ese muro hacía calor. Retiré el brazo de forma instintiva observándolo con detenimiento, pero no conseguí descubrir nada extraño tras aquella incursión irresponsable en lo desconocido. Envalentonada ante el resultado, fui introduciendo poco a poco la cabeza en la masa aparentemente opaca. Cuando la hube sumergido hasta el cuello, una imagen sorprendente apareció ante mis ojos: el paisaje borroso de tonos grises dio paso a una claridad absoluta llena de matices de color. Una habitación amplia cubría mi campo de visión. Estaba en mi estudio. Su luminosidad se abría ante mí permitiéndome el reencuentro con todo lo que me era conocido. Recorrí con la vista la decena de cuadros todavía sin enmarcar, apoyados verticalmente unos sobre otros contra dos de los muros, el gran escritorio donde ideaba mis bocetos, los recipientes de pintura esparcidos por distintos puntos de la habitación y, al fondo, el lienzo blanco con algunos trazos iniciados que ocupaba casi toda la extensión de la pared. Era el último cuadro en el que estaba trabajando. Un pálpito angustioso me asaltó y tuve la necesidad imperiosa de saber dónde estaba Eva. No dudé ni un segundo en separarme por completo del plasma y comenzar una búsqueda ansiosa por todas partes pasando de una a otra estancia con la total y extraña sensación de ir flotando. Me detuve instintivamente ante el sofá inmenso de tonos ocre cubierto de almohadones y centré mi atención en la pared frente a él. El paisaje que tantas veces había mirado, la imagen de la playa desnuda que presidía nuestro salón, parecía saludarme desde el muro diciéndome: «Estás en casa». El horizonte del cielo se fundía en el azul profundo de un mar que quería aproximarse al observador para lamer una pequeña franja de arena blanquecina a sus pies. Eva adoraba aquel cuadro, uno de los primeros que pinté cuando comenzamos nuestra relación. Bajé la vista hasta la mesa de té junto al sofá, fijándome en la línea sinuosa dibujada por el pequeño rastrillo sobre el diminuto jardín zen colocado a un lado. Estaba tan ilusionada al reconocer todos aquellos pequeños detalles familiares que no me había dado cuenta de que ella estaba allí. Hasta aquel momento creí estar todavía inmersa en un sueño, pero, como un destello, todo se hizo claro en mi cabeza. Eva estaba sentada en el suelo abrazando algo contra su pecho. Grité pero ni siquiera me oyó, concentrada en mecer mi cuerpo, acunándolo mientras repetía «no» como una autómata con los ojos fijos en la pared. El horror me envolvió e intenté absurdamente hablar con ella, tocarla, hacerle comprender que estaba ahí, pero no conseguí siquiera que apartara la vista del muro que continuaba mirando de manera obsesiva. Sentí que debía explicarle lo que había ocurrido, contarle que aún estaba a su lado, despedirme. No había podido decirle adiós, pensé, y entonces fui consciente de que la música que tantas veces me había acompañado mientras pintaba, aquella música inoportunamente romántica, continuaba sonando por toda la casa.

Desde aquel instante tuve claro mi objetivo y centré toda mi energía en comunicarme con Eva, tenía que decirle tantas cosas… Necesitaba desesperadamente darle un último beso, volver a amarla, insuflarle la fuerza que precisaba y, después, enseñarle a vivir sin mí.

Al cabo de un tiempo fui consciente de estar experimentando algunos avances fruto de mis esfuerzos para contactar con ella, aunque no era nada fácil en mi situación. Durante el transcurso de mis incursiones averigüé que podía manipular la energía, influir en la materia de alguna forma para crear cambios ligeramente perceptibles, podía mandar pequeños mensajes. Cuando me di cuenta de que Eva no podía oírme, perdida dentro de su propio dolor, me acerqué hasta casa de Mel y encontré el milagro que había estado buscando: Alejandra. Aquella diminuta maravilla me veía y me escuchaba. Sin embargo era demasiado pequeña y no quería acabar asustándola. Pensé en comunicarme con ella solo cuando fuese indispensable. A partir de aquel momento invertí todos mis esfuerzos en conseguir que Eva supiera que estaba allí, que no la había abandonado. Había velado sus sueños, respirado junto a su oído, sentido su desesperación. Y al fin, tras mucho probar, creí haber hallado el camino para llegar hasta ella. Decidí concentrarme en algo que estaba dando resultados: acabar de pintar mi último cuadro. Eva se estaba percatando de que algo ocurría, aunque creo que mis aproximaciones habían conseguido perturbarla más que otra cosa; cada vez que me acercaba sentía su pavor. No obstante era la única forma de hacerle saber que permanecía con ella. Además no dejaba de dar vueltas en mi cabeza una idea obsesiva mucho más difícil de ejecutar, algo que debía poner en práctica para descubrir de una vez por todas si era capaz de cumplir mi objetivo. Justo en aquel momento tenía delante la oportunidad de oro que había estado aguardando: acababa de sonar el timbre de la puerta exterior de nuestra casa. Aún la consideraba nuestra casa, no podía evitarlo, ya que de alguna forma continuaba viviendo entre sus paredes con Eva, la mujer de mi vida. Una ola de excitación me sacudió cuando comprobé quién acababa de llegar. Pensé que sería perfecto, tenía que serlo.

—Hola —dijo Patricia con suavidad en cuanto Eva abrió la puerta.

—Hola —contestó Eva lacónicamente, haciéndose a un lado para dejarla pasar.

La recién llegada se internó silenciosa en la casa; parecía encontrarse incómoda ante aquella situación.

Imaginé que se sentía en la obligación de hacerle una visita, pero una vez allí no sabía muy bien qué decir. Eva y ella eran compañeras de trabajo y en los últimos dos años habíamos tenido una relación un poco más estrecha, ya que se había incorporado a nuestro grupo de amigos junto a Sara; pero por mucha que fuera la confianza comprendí que era una circunstancia difícil. En cuanto Eva cerró, vi cómo Patricia apretaba su brazo en un gesto inseguro que pretendía ser afable.

—¿Cómo estás? —preguntó con cautela.

Se volvió hacia ella sin contestar, su mirada opaca y ojerosa lo decía todo. Me desgarraba verla así, debía de estar sufriendo muchísimo.

—¿Quieres beber algo? Yo sí —dijo dirigiéndose a la cocina sin esperar respuesta.

Patricia la seguía de cerca sin hablar, observándola mientras ponía hielo en dos vasos y sacaba del mueble bar la botella de whisky. Miré a Eva con atención: me daba la impresión de que había envejecido varios años. Algunas arrugas nuevas parecían surcar su frente y el contorno de sus ojos y también había bajado de peso. Ella era de constitución delgada, pero siempre tuvo un aspecto esbelto y fibroso. En aquel momento constaté con pesadumbre que la carne parecía haber menguado bajo la camiseta negra quela cubría. Contemplé con ternura cómo depositaba los vasos y la botella en la mesa de té, la forma en que se sentaba desganadamente en el sofá comenzando a servir el líquido con lentitud, tomándose su tiempo, como si no hubiera nada más importante para ella que esa ceremonia. Acomodándose a su lado, Patricia aceptó la bebida que le acababa de ofrecer permitiéndose un trago largo para calmar, presumí, su propio nerviosismo.

Supe que aquel era el momento, mi oportunidad. Patricia aparentaba estar más relajada. Me coloqué acorta distancia sobre su cabeza, concentré mis sentidos como cada vez que atravesaba la pared de plasma, respiré hondo y entré. Al principio me sentí un poco extraña, hacía calor, me costaba centrar la vista y todo movimiento resultaba complicado, como si estuviera a los mandos de un Boeing. Aquel cuerpo era muy distinto al mío. Me miré las manos, tan grandes y fuertes, y decidí maniobrar los músculos que ahora me pertenecían, ya que su consciencia parecía haberse replegado sin oponer ninguna resistencia a mi incursión. La curiosidad me hizo observar con atención aquellos dedos ajenos mientras dejaba el vaso sobre la mesa con sumo cuidado, y me di cuenta de que podía controlar los movimientos de mi armazón sin demasiada dificultad. Bueno, debería hacerlo rápido, pensé, ya que no sabía cuántos minutos podría permanecer en ese estado. Me armé de valor y me volví hacia mi pareja.

—Hola, pastelito.

Eva, que se encontraba a la sazón con el vaso entre los labios llevando una buena parte del líquido ambarino a su garganta, dio un salto poniéndose en pie, provocando con aquel movimiento brusco que se derramara la mitad del contenido sobre su pecho. La noté realmente alterada, a medio camino entre el terror y la ira.

—¿Qué has dicho? —preguntó con los ojos entornados, que se habían convertido en dos rayas negras refulgentes. Ignoró por completo su camiseta empapada.

—No te asustes, cariño, soy yo. No sé de cuánto tiempo dispongo, pero tengo que contarte algo.

—¿A qué estás jugando? —soltó furiosa. Sabía que en su mente aún estaría resonando aquella palabra: «pastelito». Solo yo la llamaba así; era nuestro apelativo cariñoso en la intimidad y nadie lo conocía salvo nosotras dos. Se hubiera muerto de vergüenza si alguien más se hubiese enterado de que me dirigía a ella de aquella forma.

—Sé que no es fácil de creer, mi amor, pero soy yo, María. Mírame a los ojos, por favor. Me encontrarás allí, en el fondo.

Eva dio unos pasos hacia atrás trastabillando hasta apoyar su espalda en la pared.

—¡Lárgate de aquí, Patricia! ¿A qué has venido, a joderme más? —bramó.

—Escúchame un segundo, cariño. El hombre que me disparó me dijo que tú le habías arrebatado lo que era suyo y que él iba a hacer lo mismo contigo.

—Vete, por favor —dijo arrastrando las palabras. Contemplé sus puños apretados y cómo el vello comenzaba a erizársele en los brazos mientras me miraba sin pestañear.

Tenía que hacer algo. Pasé como un rayo a su lado y me dirigí hacia el pasillo.

—Ven conmigo, te voy a hacer un retrato robot, seguro que sabes de quién estoy hablando —le dije sin darle opción a protestar. Me interné en el estudio y saqué de un cajón mi cuaderno de dibujo y un carboncillo.

Me siguió aprensiva guardando cierta distancia. Percibí su cara de estupefacción al observar que quien ella consideraba que era Patricia había abierto el cajón preciso sin la menor duda y se había sentado en el suelo a dibujar como tantas veces me había visto hacer a mí. En aquel momento comencé a esbozar una cara en la hoja con la habilidad y rapidez que tenía por costumbre. Me resultó curioso constatar quehacer un bosquejo utilizando unos dedos que no eran los míos no me suponía ninguna dificultad.

—¿Cómo sabes…? —empezó a preguntar Eva.

La voz se le quebró al fijarse en la seguridad de mis trazos con el carboncillo y, sobre todo, al contemplar el rostro que iba apareciendo como por arte de magia en el fondo blanco. Daba la impresión de que su mente no podía creer lo que veía. Se inclinó sobre el papel como atraída por un imán, arrancándolo de mis manos. En aquel instante, mientras observaba de cerca el retrato, escuché la expresión que se escapó de su boca sin pasar por el cerebro consciente.

—¡Hijo de puta!

Sujetaba el dibujo sin poder levantar los ojos de aquella cara y vi cómo sus dedos se iban crispando en torno a él. En ese momento me vino a la cabeza la historia que me contó sobre un individuo que había acudido a firmar el acuerdo de divorcio junto a su abogado. La mujer era clienta de Eva y no había querido denunciarle por los malos tratos a los que fue sometida con asiduidad. De hecho ella me dijo que, durante sus anteriores visitas, no podía evitar maldecir para sus adentros cada vez que vislumbraba los cardenales mal maquillados en su cara. Tan solo quería perder a ese personaje de vista. Eva acabó consiguiendo un trato favorable para su clienta, ya que el abogado de la otra parte convenció al marido de que el acuerdo era la única salida para librarse de un juicio vergonzoso y, probablemente, de la cárcel. Aquel era uno más de los casos de divorcio que habían pasado por el bufete durante el transcurso de sus años de trabajo. Pero en esos instantes, viéndola contemplar el retrato entre sus manos agarrotadas, tuve claro que Eva sabía que había sido él. Me había contado la aversión que sintió cuando vio por primera vez sus ojos, de un azul acerado por el odio, dirigidos hacia ella. Yo tenía grabada en mi retina la cara de aquel bestia de pie ante mi puerta, sus arcos superciliares prominentes y la cuadrada mandíbula fuertemente apretada. El traje caro y los ademanes pausados, fríos en extremo, ofrecían un escalofriante contraste con la mirada de demente que vi al apuntarme al pecho con su arma. Él me condujo, paso a paso, hacia el salón en el que formuló su sentencia final; el salón donde recibí el impacto que hizo arder mi pecho un segundo antes de que todo se volviera negro.

Su imagen miraba de nuevo a Eva desde el papel reproducida por la mano de Patricia a la perfección, hasta en sus arrugas más sutiles.

—¿Qué coño está pasando aquí? —preguntó apoyada en la pared, aspirando trabajosamente para dejar entrar el aire en sus pulmones.

—Lo conoces, ¿verdad, cariño?

—¿Quién eres…? —dijo emitiendo un sonido áspero mientras dejaba caer el dibujo al suelo.

Eva no paraba de observar mi boca, la boca de Patricia, pronunciando aquellas palabras. Yo estaba segura de que reconocía mi forma de hablar; casi podía distinguir mi voz, pero la volvía loca el hecho de que aquellos labios no fueran los míos, aunque esbozaran mi sonrisa.

—Escúchame. Era necesario que utilizara el cuerpo de Patricia para comunicarme contigo y hacerte saber que estoy aquí a tu lado, cada día… —susurré lo más dulcemente que pude. Me levanté del suelo y avancé despacio hacia ella, que seguía aterrorizada contra la pared del pasillo.

—Ven, mira en el fondo de mis ojos.

A Eva no le quedaban fuerzas para hablar, permanecía colgada de mis pupilas, que se encontraban a escasos centímetros de las suyas. A medida que escrutaba mi cara, su mirada me descubría el primer atisbo de certeza que nacía en su interior. Empezaba a reconocer que era yo quien la llamaba con todo el amor del mundo desde el interior de Patricia.

—Pastelito…

Sentí cómo contenía el aliento. Los labios de Patricia, hasta ahora ajenos, se humedecieron para rozarlos suyos y la lengua desconocida se sumergió en su boca y la recorrió como solo yo sabía hacerlo. Un profundo gemido salió de la garganta de Eva cuando las grandes manos comenzaron a recorrer su cintura bajo la camiseta mojada por el whisky. Acaricié su carne caliente, paseé la yema de los pulgares por su piel con una lentitud mortificante hasta alcanzar sus sensibles pezones, que respondieron al instante encabritándose como locos. Sabía bien lo que le gustaba… Dejó escapar un quejido y me apartó con fuerza de su cuerpo tembloroso. Yo era consciente de que mi presencia imposible la había enervado hasta el límite y que una parte de ella se sentía culpable de sentirse atraída por el cuerpo de Patricia. Su mente debía de estar librando una batalla terrible.

—No me hagas esto… —dijo en medio de un sollozo.

La conocía tanto que tenía claro que el deseo y las dudas la estaban devorando.

—Cariño, lo siento, necesitaba tanto volver a tocarte… Aunque sé que es demasiado pronto para que lo puedas asimilar.

—Vete, por favor —me dijo con un hilo de voz y los ojos arrasados por las lágrimas.

—Tranquila, no te haré sufrir más. Ahora voy a salir de este cuerpo, amor mío. No tengo ni idea de si Patricia es consciente de todo esto, ni de si recordará algo cuando me vaya, pero no quisiera causarle ningún perjuicio, así que, por favor, compórtate como si no hubiese pasado nada. Hazlo por ella. Te prometo que volveré a visitarte de esta forma las veces que haga falta para que te acostumbres a mí y no me tengas miedo. Recuerda que no voy a dejarte sola, pastelito, te quiero.