MEL

Desvié la vista de aquellas molduras ricamente trabajadas en cuanto sentí la presencia de las dos amigas a mi espalda. No escaparon a mi percepción los ojos enrojecidos de ambas. Despacio, comenzamos a movernos hacia la sala siguiente y me fui aproximando con discreción a Patricia para susurrarle por lo bajo.

—¿Todo bien?

Haciendo un gran esfuerzo, dejó aflorar media sonrisa sin responder a mi pregunta y alzó de inmediato la vista hacia el techo; supuse que intentaba no echarse a llorar. Decidí no inmiscuirme y volví despacio al lado de Carla. Algún tiempo más tarde nos encontrábamos ya a punto de salir del castillo para iniciar el regreso a Villa Landi. Claudia y Nicoletta se despidieron de nosotros agradeciéndonos la visita a su tierra. Esta vez la joven tan solo se permitió demorarse un poco más de lo usual en cada uno de los besos que rozaron mis mejillas. Miré a Carla, pero estaba entretenida hablando con la hermana de Marcello, por lo que no pudo ser testigo de la última maldad de la sobrinita. El matrimonio encargado de la finca nos preparó una cena ligera adivinando el festín que Silverio nos había servido durante la comida. Álex y Marcello rehusaron amablemente, despidiéndose de nosotros con sonrisas cargadas de significado. Pensaban encerrarse en la intimidad de su habitación junto a una botella de champán y una bandeja de jugosos fresones. Nada más regresar del castillo, Patricia y Sara se retiraron a su habitación; imaginé que todavía tenían cosas que resolver. Carla y yo nos quedamos junto a Iván y Fran para dar de cenar a Alejandra; ellos eran los únicos que parecían haber vuelto con hambre de la excursión. La pequeña apenas podía cenar, ya que el sueño y el cansancio estaban haciendo mella en ella, así que también nosotras nos marchamos a los pocos minutos sin probar nada de la mesa. Mientras Carla acostaba a la niña, me acerqué a ver cómo estaba Eva y le llevé un plato con unas cuantas cosas de las que nos habían preparado. Escuché sus pasos y no tardó en responder a mi llamada a la puerta.

—¿Cómo estás? —le pregunté una vez dentro de la habitación, observando su cara más relajada.

—Mejor, he dormido un poco.

—Echa un vistazo a lo que te he traído. Deberías tomar algo antes de acostarte.

—Déjalo ahí, ya veremos —respondió señalando una mesita auxiliar.

—Eva, ¿qué te pasa con Patricia? No me irás a decir que te has enamorado…

Ella guardó silencio y se volvió hacia el balcón.

—Eva… —insistí.

—No lo sé, Mel. Ella es lo único a lo que he podido agarrarme para sobrevivir. No es que esté enamorada, para mí el amor solo tiene un nombre: María. Lo de Patricia es… como una adicción, una droga; su cuerpo me reclama, no puedo evitarlo.

—¡Por Dios, Eva!, mira hacia otro lado, tienes que controlarte. Creo que ya tienen bastantes problemas.

—No creas que no lo he intentado. ¡Necesito salir de aquí, Mel, alejarme de ella!

—Nos queda solo mañana, después volveremos a casa —le dije intentando animarla.

—Un día entero jugando a Gran Hermano; será estupendo, justo lo que necesito —soltó con sarcasmo.

—No te preocupes, no te voy a dejar sola ni un minuto, pero tú ayúdame un poco y no te pongas ciega de alcohol, que te vuelves incontrolable.

—¿Y qué otra salida tengo?, ¿tú qué harías? —contraatacó, mirándome a los ojos.

—No lo sé, imagino que lo llevaría mucho peor —contesté con sinceridad.

Eva guardó silencio unos segundos.

—¿Qué planes hay para mañana?, porque creo que voy a quedarme en la villa.

—No hemos hablado de eso; imagino que iremos a Bracciano a comer y a ver el pueblo, pero no creo que debas quedarte, Eva. Todos se preocuparían.

—¡Joder, Mel, sabes que no puedo!

—Descansa esta noche y tómatelo con calma; piensa que te vendrá bien distraerte y no quedarte aquí encerrada. Además, te prometo que no te dejaré acercarte a ella. Carla y yo seremos tus escoltas —dije bromeando para levantarle el ánimo—. Por lo menos dime que lo pensarás.

—Lo pensaré —repitió como una autómata.

—Come algo, te sentará bien. Yo voy a acostarme, ha sido un día muy intenso. Mañana vendré a por ti para ir a desayunar.

—¿Quieres la camiseta? —preguntó señalando hacia la almohada.

—Quédatela un tiempo, te irá bien —dije guiñándole un ojo.

Me acerqué a ella, le cogí ambas mejillas y posé un rápido beso en sus labios.

—Descansa —me despedí.

Mientras bajaba por la escalera, no podía dejar de pensar con angustia en el nuevo reto que me esperaba en la habitación: superar el trauma de la noche pasada y volver a ver a Carla como antes.