30
La luz del sol se afanaba por traspasar las ventanas de vidrio emplomado en la biblioteca de Fiske. Sonaban unos violines clásicos en el aparato de CD. El aire acondicionado me producía estremecimientos de frío en mis pies con sandalias. Y cuando pensé que aquello era el acabose, mi cliente quiso jugar al ajedrez. ¿Quién dijo que los abogados lo tienen fácil?
Hice mi primera jugada empujando un blanco peón de madera dos casillas.
—Ya está.
—No —dijo Fiske.
—¿No?
—No. —Pasó una mano por encima del tablero, cogió el peón y volvió a ponerlo delante de mi caballo.
—¿No puedo mover mis propias piezas?
—Ésa no es la apertura que quieres, querida. ¿Recuerdas lo que te dije de dominar el centro del tablero?
No.
—Sí.
—Es como jugar al squash. Hay que dominar la T.
—Los italianos no juegan al squash, que significa calabaza. Se la comen con un poco de orégano y aceite de oliva.
Sonrió, hoy muy tranquilo, con una camisa polo y un suéter blanco de algodón.
—Juegas al tenis, ¿no?
—No, trabajo. Mucho.
Volvió a sonreír.
—Pero has visto jugar al tenis. A Paul, por ejemplo. Paul es un excelente jugador de tenis.
Hmmm. De repente sospeché cuáles eran sus intenciones, por qué me había pedido que fuera. Y no era para que moviera peones de una casilla a la otra. O quizá, sí.
—A diferencia de otros jugadores, Paul sabe por instinto cuándo quedarse en el fondo de la pista y cuándo subir a volear. Tiene una ventaja natural en su físico y lo aprovecha. Cuando sube a la red, se convierte en una auténtica amenaza. ¿Sabes por qué?
¿Porque es una bendición del Señor?
—No, ¿por qué?
—Porque comprende el poder de saber dónde estar. Domina la pista. Tiene reflejos rápidos y seguros y nada se le pasa por alto. De hecho, se pone en medio de la pista. Así. —Fiske puso una mano sobre el tablero, volvió a coger el peón delante de mi rey y lo colocó dos casillas por delante—. ¿Ves lo que hago?
Más o menos.
—Sí.
—Ahora has tomado una posición de dominio con respecto al resto del tablero. Estás confirmando el dominio. Al ser blancas, has cogido ventaja y la explotas. De hecho, has subido a la red.
—Ay, siento picazón por todas partes.
Fiske se recostó en su alta silla de cuero.
—¿Sabes por qué no moví el peón de la reina?
—¿Y si te dijera que me importa una mierda?
—Te lo diría de cualquier manera.
—Lo sabía. —Me reí. Fiske no era realmente un mal tipo; sólo se trataba de su educación. Había tenido una familia estable, una mansión de piedra y solvencia cuando lo que de verdad necesitaba era una carnicería y un taburete de vinilo.
—No toqué el peón de la reina porque hubiera dejado descubierto a tu rey y sería vulnerable a cualquier ataque. Demasiado riesgo sin razón alguna.
Aplaudí.
—Exactamente. —Sonrió, pero de inmediato se puso serio—. Sabes, Rita, corriste un riesgo, demasiado riesgo, en esa jugada tuya en el ayuntamiento. Jamás tendría que haber dado mi beneplácito.
Pero lo hiciste.
—No tuviste otra opción —dije, y no quise hacer ningún otro comentario.
—Te lo agradezco. Gracias, si todavía no te lo he dicho.
—Lo has hecho, pero no lo hice por ti. Lo hice por mí. Tenía una buena razón.
Guardó silencio un momento.
—Eso es lo que dijo Paul, sabes, cuando le reñí por haber ido tras de ti en el ayuntamiento. Me dijo que no podía quedarse de brazos cruzados mientras te hacían daño. Mi hijo es de esa clase de hombres, Rita.
Sentí un aguijón de culpa.
—Agradezco lo que hizo.
—Sé que sí. Pero también sé que se ha ido de casa. Me contó que teníais problemas. La tensión del juicio, lo exigente de vuestras carreras.
Pensé que Paul no le había contado lo de Patricia. Sabia decisión.
—¿Es eso lo que dijo?
Asintió.
—Quiere volver a casa contigo, Rita.
—Lo sé. —Paul dejaba mensajes cada día en el contestador automático, pero yo no le devolvía las llamadas.
—Está muy enamorado de ti.
—También lo sé.
—Habéis invertido mucho en esta relación, mucho tiempo. Sois copropietarios de la casa, habéis vivido una vida juntos.
¿No había oído antes este mensaje?
—Como tú y Kate.
—Sí, como Kate y yo. Aunque siento muchísimo lo sucedido con Patricia, tengo la suerte de tener a Kate. Somos felices juntos.
Recordé los platos franceses de Kate y las figuras, una frente a la otra, en las paredes de la cocina.
—Y quieres que vuelva con Paul.
—Así es. Pese a lo que haya hecho, sea el que sea el motivo de vuestro desacuerdo, hay un hecho que no se puede negar y que ciertamente no ha de perderse de vista. Se jugó la vida por ti, Rita. Se puso en peligro por ti.
Ay.
—Entonces, ¿lo he de aceptar debido a mi sentimiento de culpabilidad?
—Naturalmente que no. Pero el quid de la cuestión es el siguiente: ¿cuántos hombres harían algo semejante?
Pensé en Tobin y me hice la misma pregunta.
—¿Paul te ha planteado este asunto?
—No, de hecho, sería más exacto decir que yo se lo he planteado a él.
—¿Qué quieres decir?
—Ahora te toca jugar a ti, Rita —me respondió Fiske, y miró por encima de mi hombro. Me di media vuelta.
Allí, en la puerta abierta y con una expresión de sorpresa en el rostro, estaba Paul.