5
Desdeñé la pila de papeles amarillos de mi escritorio, el montón de cartas que debía firmar y la correspondencia de esa mañana aún dispuesta en tres montones. El interrogatorio preliminar de Patricia me había llevado todo el día y aún tenía que hacer un millón de cosas, pero la prioridad de mi trabajo era llamar a mi juez favorito, nombrado por el presidente, ese juez mentiroso, falso y fraudulento que me había metido en este lío con sus manipulaciones. Todo el mundo odia a los abogados, pero no se dan cuenta de que los jueces no son más que abogados promocionados. Pensadlo.
—Rita, ¿cómo estás? —dijo Fiske con calma cuando contestó la llamada.
Enfurecida.
—Bien. Escucha, tenemos que hablar.
—¿Fue todo bien?
—Una pelea a puñetazos.
—¿Qué sucedió?
—Su abogado es un canalla y ella, una mentirosa. Toda la querella es una porquería.
—Te lo había dicho. La querella no tiene pies ni cabeza.
¿Cómo decirlo con respeto?
—No exactamente. No me lo contaste todo, Fiske. —En otras palabras, me mentiste como un cerdo.
—¿Qué quieres decir?
¿Por dónde empezar?
—Patricia declaró sobre las flores que le enviaste. Eran geranios.
—¿Oh?
—Por tanto, sé la verdad.
Hizo una pausa.
—Ya veo.
Casi lancé una carcajada. Así era cómo reaccionaba un respetable americano blanco y protestante ante una noticia que podía haber provocado un terremoto entre italianos.
—No puedo asumir la defensa en este caso sin saber la verdad.
—Ésa no es una alternativa.
—Tú eres juez, Fiske. La verdad debe ser cuanto menos una alternativa. —Se hizo el silencio al otro lado del teléfono—. Lo lamento —dije sin sentirlo.
—Entendido. Pero esa defensa es insostenible, Rita. Cualquier victoria conseguida de ese modo sería pírrica. Tengo que considerar una reputación, una carrera judicial y un matrimonio. —Su voz parecía tensa, pero más honesta de lo que él había sido. Finalmente, se sinceraba conmigo.
—Entonces, mi consejo es negociar un acuerdo. Ella lo aceptaría; no tiene estómago suficiente para aguantar el juicio. Hasta se puso a llorar durante el interrogatorio.
—¿De verdad?
Dame una oportunidad.
—Lleguemos a un acuerdo. Apostaría algo a que Julicher me llama mañana con una oferta y si no lo hace, lo llamaré y tantearé el terreno. No puede estar completamente seguro de que no probaremos que ha habido una simple aventura amorosa. Y si lo hacemos, pierde el caso. Y sus honorarios.
—No, nada de acuerdos. Ni pensarlo. Equivale a admitirlo todo.
Me froté la frente.
—No, no es así. Tú no admitirías nada. Harías que el caso y la chica desaparecieran.
—No.
—Me estás poniendo en una situación insostenible, Fiske. No hay otra solución.
—No estoy de acuerdo. Ya encontraré yo la solución.
Canalla.
—Mira, necesitamos discutirlo más tarde y personalmente. —De modo que pueda darte un garrotazo en la cabeza.
—Ah, por cierto, Kate y yo vamos a cenar fuera esta noche. A Samuel's. Creo que Paul vendrá con nosotros, pero tú no, ¿verdad?
—Verdad. —Tenía algo mejor que hacer. Con lo frenética que estaba, rascarme el culo me vendría mucho mejor.
—Pues bien, entonces. Estaré en casa a las diez. Tú y yo podemos tener una charla en mi estudio.
¿Una charla?
—Muy bien.
—Hasta entonces —dijo, y colgó.
Paul, que me llamó de inmediato, parecía más preocupado por Fiske que el mismo Fiske. Me telefoneó desde su coche, que él denominaba su despacho virtual.
—Están crucificando a mi padre en público, ¿lo sabes? —dijo enfadado—. Lo acabo de oír por la radio. Están tratando de conseguir las transcripciones de la audiencia preliminar.
—No te preocupes. Están bajo llave. —Era difícil hacerlo con un juez protegiendo a otro—. No podrán.
—¿Qué dijo ella? ¿Cómo justifica lo que está haciendo?
No podía hablar de esto con él. Aún no, quizá nunca.
—No lo justifica en realidad. ¿Cómo ha ido el trabajo en el aparcamiento?
—¿Quieres hablar de un aparcamiento subterráneo en un día como éste? ¿Acaso su declaración no tuvo importancia?
—Sí, pero cuéntame lo que pasó. También tenemos nuestra propia vida, ¿verdad? —Ja, ja.
—La sal atravesó el asfalto del pavimento encima del garaje y dañó la membrana de abajo. Por eso había grietas.
—Entonces, tenías razón.
—Suele suceder. Dame los titulares, Rita. ¿Cómo fue el interrogatorio? —Se oyó una interferencia, lo que me dio una idea.
—No podemos hablar ahora por el teléfono del coche. No es seguro. Cualquiera puede estar escuchando.
—Es verdad. Diablos. Hablé con mamá y está muy preocupada.
Apuesto a que sí. ¿Cómo llaman a una mujer cuando le ponen los cuernos? ¿Cornuda? ¿O tiene tan poca importancia que no existe la palabra?
—Había reporteros delante de la casa —decía Paul—. Pisotearon el jardín y ella está descompuesta de ira.
Tiene problemas mucho mayores que las begonias.
—¿Por dónde andas?
—Haciendo recados. ¿A qué hora te veo? ¿A las siete? ¿En el restaurante? —Hizo sonar la bocina—. ¡Pasa de una vez, desgraciado!
—No voy a la cena. Es martes, ¿recuerdas? Noche de póquer.
—¿Qué? ¿Esta noche juegas a las cartas?
Ya estamos.
—Estaré en casa de tus padres a las diez.
—¡No puedo creer que vayas a jugar a las cartas! A papá le han llamado de los periódicos, incluso de la Associated Press. Ha estallado un escándalo, Rita.
No hay mejor momento para jugar a las cartas que cuando se ha armado una revolución. Aclara la cabeza.
—Te veré en casa.
—¡Rita, es una cuestión de prioridades! ¡Mierda! —dijo, pero no supe si a mí o al tráfico—. ¿Aún estás enfadada por lo de anoche? Porque si lo estás, podemos hablar de ello. Quiero hablar de ello.
Yo no.
—Esta mañana estabas muy callada.
—Me siento bien. Tengo que irme.
—Muy bien, de acuerdo —dijo sin convicción, ofendido.
Que así sea. Corté la conversación y no le contesté a su último mensaje, «Te amo».
No supe qué decirle.
Los cinco, mi padre, el tío Sal, Herman Meyer, Cam Lopo y yo, nos sentamos en derredor de la mesa de fórmica de la cocina calurosa y llena de cosas de mi padre, esperando que hubiera quorum. Siete es el número óptimo para una partida de póquer, pero nunca lo lográbamos. La media de edad de nuestro grupo era de setenta y dos años, de modo que siempre alguno de los jugadores estaba en el hospital. Aun así, la partida de los martes era sagrada. La próstata era lo único que podía ponerle fin para siempre.
—¿Y dónde está? Siempre llega tarde —dijo Herman. Era un carnicero judío, corpulento, de largo y rizado pelo canoso y rebosante de buena salud pese a sus sesenta y nueve años. Le chiflaba el póquer y hasta coleccionaba fichas. Como de costumbre, quería empezar inmediatamente—. ¿Qué le pasa a ese chico? ¿No puede ser puntual?
Herman se refería a David Moscow, un joven creativo de publicidad que pronto llegaría. David era homosexual, pero los viejos ya habían superado la edad en que eso importaba algo. Lo único que les molestaba era que David llegase tarde.
—Ya vendrá —dije barajando las cartas—. Dadle tiempo.
Mi padre, en la cabecera de la mesa, jugueteaba con las fichas.
—¿Qué importa si David llega un poco tarde? Mickey tampoco ha llegado.
Herman frunció el entrecejo.
—Mickey tenía que ir al médico; me dijo que se le haría tarde. Pero este chico siempre llega tarde y nunca nos lo dice.
—Entonces es lo mismo que si nos lo dijera, ¿no te parece? —dijo mi padre. Su botella marrón de cerveza sudaba por los lados—. Es lo mismo.
Herman sacudió la cabeza.
—No, no es lo mismo. Si quiere participar, debe venir a tiempo. ¿Qué le cuesta? Si vive a una manzana.
—Calma, Herman —dijo Cam sentado a su lado—. Está lloviendo. Todo el mundo llega tarde cuando llueve. No le des más vueltas —Cam había perdido un brazo en un accidente de trabajo y nunca decía nada que lo pudiera intranquilizar. A los setenta años, era alto, delgado y tenía la piel llena de acné juvenil. Aun así, una omnipresente sonrisa redimía su rostro de clase obrera y él proclamaba con mucho orgullo que aún tenía todos los dientes.
—No puedo —dijo Herman—. Ese chico no tiene sentido de la responsabilidad. Si trabajara para mí, lo pondría de patitas en la calle.
Cam se recostó en la silla.
—¿Esta semana fuiste a esa tienda a por las fichas de póquer?
Herman asintió.
—Sí, pero no todas eran fichas de póquer. Algunas eran de casino, otras de otros juegos. Algunas eran para marcar. Había de todas clases.
Cam sonrió.
—Oh, ya veo. Muy complicadas.
—Sí, pero para contestar a tu pregunta, conseguí unas buenas fichas. —Herman se encaminó a la puerta dejando ver la ficha de casino que tenía pintada sobre la casaca de rabino. Era una ficha gris que decía CLUB BINGO en alegres letras rojas. Una vez le pregunté si eso no era un sacrilegio y me contestó que dependía de la religión a la que perteneciera uno—. Y ahora, ¿dónde se ha metido ese chico?
—No es culpa de David si llega tarde —dijo el tío Sal—. Le hacen trabajar de más porque es joven. Abusan. —Sal era más bajo que mi padre y más frágil, con idénticos bifocales. Tenía los antebrazos delgados; los codos salían de las mangas cortas de su camisa como protuberancias calizas y tenía un cuello tan correoso como el de un pollo viejo. Sal no se había casado; era como un hermano menor permanente.
—¿Qué fichas compraste? —preguntó Cam.
—Conseguí unas muy buenas. Una de nácar, otra púrpura muy hermosa y compré una nueva de marfil tallado.
—¿Con una barca?
—No, con una flor de lis en el medio.
—¿Flor de qué? —preguntó Sal.
Herman entrecerró los ojos.
—Como un diseño, Sal. Un diseño francés. Es de 1870, como tú.
Mi padre se rió.
—¿Cuánto pagaste por la ficha francesa, Herman?
—No es asunto tuyo.
Mi padre sonrió.
—Sabes que te están robando como a un ciego, lo sabes. —Las fichas de plástico con las que había estado jugueteando se cayeron al suelo con un ruido que me hizo recordar la infancia, cuando me iba a dormir en el pequeño dormitorio del fondo. No me dejaron participar oficialmente en el juego hasta que cumplí los trece años y tenía que pagar ese derecho trayéndoles embutidos y cerveza.
—Son una inversión —dijo Herman—. Son antiguas.
—Bah, sólo están usadas.
Arrojé a mi padre una carta que voló sobre la mesa.
—Papá, juega limpio. Él tiene un hobby. ¿Tienes tú un hobby?
—Sí, leo las necrológicas. Ese es mi hobby. Bebo café; ese es otro hobby. ¿Oíste lo de Lou, señorita Bocazas?
—¿Lou qué?
—Terrazi, de la calle Daly. Tuvo un ataque al corazón en plena cena. Muerto antes de que se le cayera la cabeza sobre los espaguetis.
—Eres todo un poeta, papá.
Cam sacudió la cabeza.
—¿En serio? —dijo Herman—. ¿Eh, Lou?
Tío Sal se pasó un pañuelo de papel por la frente huesuda.
—Aquí hace calor. Las cartas se van a poner pringosas. Detesto las cartas pringosas.
—Esta noche todo el mundo se queja —dijo mi padre.
Cam se levantó y cogió una caja de papel de envolver del cajón. No es que quisiera envolver nada; usaba la caja para apoyar las cartas sobre la mesa.
—Basta ya de quejas. Estáis poniendo nervioso a Vito.
Sal bajó la mirada examinándose los dedos artríticos.
—Yo no me quejo. Sólo digo que tendríamos que comprar un aparato de aire acondicionado.
Herman se rascó el estómago a través de la camiseta.
—¿Aire acondicionado para Vito Morrone? Tendría que gastar dinero.
—Ja, yo gasto dinero. Gasto mucho dinero, pero no me gustan esos aparatos. Tendré tiempo suficiente para tener frío cuando haya estirado la pata.
—Es la humedad —dijo en voz baja el tío Sal—. La humedad es lo que pone pringosas las cartas.
Mi padre le lanzó una mirada irritada.
—Es porque las ventanas están cerradas. No tenemos ventilación. De vez en cuando, el aire circula. Basta de quejas, Sal.
—Yo sólo decía que había humedad. Eso es todo.
Cam tomó asiento.
—No os peleéis más. Estamos bien sin aire acondicionado. No hace tanto calor, así que cambiad de tema. ¿Cómo te va el negocio de la carne, Herm?
—Una mierda. No podía estar peor. Antes había cuatrocientos carniceros kosher en esta ciudad. Ahora no hay más de un puñado. Sólo un puñado.
—Hay que hacer más judíos —comentó Cam.
Herman se rió.
—No me mires a mí. Yo hice mi parte. —Tenía tres hijas a las que adoraba. La del medio, Mindy, era la que le había pintado la ficha de casino en la casaca. Yo la había conocido cuando nació su hijo y luego en el juicio por la custodia de esa misma criatura. Era una morena mona, inteligente y lo bastante avispada como para hacerse con el abogado de su marido y ganar el juicio.
—¿Cómo están Mindy y el bebé? —le pregunté.
—Bien, bien de verdad. Y está haciendo un buen dinero como taquígrafa en los juzgados. Un buen dinero, Rita.
—Fantástico. Dile que me envíe más tarjetas con sus señas.
Ahora, ¿a qué vamos a jugar? ¿A siete cartas? ¿Nada de alto y bajo?
Herman y Cam asintieron, pero mi padre dijo:
—Eso es lo único a que os gusta jugar.
—Queréllate contra mí. Mindy copiará las transcripciones.
—A siete cartas —dijo Cam. Era el mejor jugador de la mesa; le gustaba decir que nos podía ganar a todos con una mano atada a la espalda—. Si mi Rita quiere siete cartas, así será. Jugaremos a siete cartas.
—Gracias, guapo.
La partida de siete cartas era mi juego favorito. Se muestran cuatro cartas, tres se juegan sin verlas. Era más difícil que sin saber cuál era ninguna de las cartas. La imaginación, la especulación y el miedo se lanzaban a llenar los vacíos; había que mantener a raya las ilusiones y la realidad. Si había perdido el control de ciertas cosas lejos de esta mesa, aquí me sentía en mi casa, con el muñón de Cam, las fichas de Herman y las quejas de Sal. Me alegré de haber venido.
Alguien llamó a la puerta de abajo.
—Es David —dijo el tío Sal.
—No, creo que es Santa Claus —dijo mi padre, que se levantó y bajó las escaleras.
Herman gruñó.
—Déjale que espere bajo la lluvia. Yo no voy a pasar por esto cada semana.
—Abusan de él —repitió Sal.
En unos segundos, pude oír que mi padre subía las crujientes escaleras acompañado por David, luego un ruido cuando David dejó su paraguas en el paragüero al lado de la puerta. Yo sabía que a mi padre le gustaría rescatar a David de la lluvia. Recordé cuando hacía lo mismo conmigo de pequeña. Me desabrochaba las botas rojas de plástico quitando las presillas elásticas de alrededor de los botones, luego me quitaba los calcetines húmedos. Los ponía sobre el radiador en la sala, donde se secaban con la planta de algodón arqueada y un pespunte en el medio como un espinazo.
—Perdonad que llegue tarde —dijo David cuando entró en la habitación con un polo mojado y una chaqueta deportiva sin formas. Me miró sorprendido—. ¿Qué haces aquí, Rita?
—Esperando para daros unos buenos puntapiés.
Cam se rió.
— Ja-dijo mi padre—, tengo el culo de un bebé.
Pero David seguía mirándome.
—Pensé que con todo ese lío estarías...
—Me tomé la noche libre.
—Acabo de escuchar en las noticias sobre esa mujer, la de la acusación.
—Toma asiento, chico —dijo Herman—. Estoy a la espera de que te den el patadón.
—¿Qué has oído? —pregunté—. ¿Qué era una girls cout, una estrella primorosa o...
—¿No lo sabes? —David cogió la silla de vinilo.
—¿Saber qué?
—Ha muerto.
—¿Muerto? —exclamé, estupefacta.
—La asesinaron. Lo he oído por la radio del coche.
—¿Patricia Sullivan asesinada?
David se secó la frente empapada.
—Dicen que le rebanaron el cuello. La encontraron en su casa.
Parecía imposible. Patricia, ¿muerta? La mirada de mi padre se cruzó con la mía. Parecía preocupado, lo cual me preocupó a mí casi tanto como lo que acababa de oír.
—Tengo que irme —dije sintiendo una mano cálida sobre la mía.
Era Cam.
—¿Estás bien, Rita?
Le tendría que haber contestado, pero por segunda vez en el mismo día no supe qué decir.