16
Salí de la ducha y contesté al teléfono chorreando porque podía haber sido una llamada del hospital. No lo era.
—Soy Jake —dijo una voz.
—¿Quién?
—Tobin, ¿recuerdas? Tu socio.
—Oh, sí, el de la coleta.
Se rió.
—He oído decir que me necesitas.
—¿Por qué? Yo tengo mi propia coleta.
—Estás a punto de tener una audiencia preliminar, ¿no es así?
Ay, Dios, no podía haber algo más ajeno a mis pensamientos en ese momento. Me sequé la cara con la toalla.
—Supongo que sí.
—¿Te resulta un homicidio?
—Me suena familiar.
—¿Asesinato en primer grado? ¿Causar intencionadamente la muerte de otro ser humano? ¿Y eres un águila para eso?
—¿Habría alguna diferencia?
—Para ti tal vez no. Los periódicos te han llamado una superabogada. Una criminalista experimentada. Saben mucho, ¿no te parece?
—Memoricé el Código Penal en el hospital.
—¿Estudiaste? ¿Para un caso de homicidio? Puede ser.
—¿Para qué me llamas, Tobin? Tengo cosas que hacer. —Seguía chorreando sobre la alfombra, pero maldita sea si le iba a decir que me había pescado en la ducha.
—La audiencia preliminar es el viernes —dijo.
—¿Qué? ¡Eso es mañana! ¡Pensé que tenía diez días!
—No, la sesión se celebra entre tres y diez días. Están presionando porque piensan que tienen un buen caso entre manos. Con el alboroto de la prensa, están metiendo presión...
—Espera un minuto. ¿Cómo sabes la fecha de la audiencia?
—La citación.
—¿Te llegó una citación?
Se hizo una pausa del otro lado de la línea, pero se oyó un leve crujido.
—Mack me pidió que vigilara tu escritorio, ¿de acuerdo? Dijo que podías necesitar una mano.
—¿Has leído mi correspondencia?
—Trataba de ayudar.
—No necesito ayuda. Y no abras mi correspondencia. Para eso tengo una secretaria.
—Oh, ¿es eso? Me lo preguntaba. —Volvió a oírse un crujido.
—¿Qué haces?
—Tomo el desayuno.
—Cruje.
—A tu salud. Tengo tostadas, una taza de café y una caja de galletas Goober, pero sólo si soy bueno. Y soy bueno. Por eso me necesitas.
—Estoy segura. Ahora tengo que irme. —Miré el contestador automático y vi que tenía encendida la luz verde. De haber oído los mensajes posiblemente me habría enterado de la citación, pero cuando volví del hospital me sentía demasiado cansada.
—Pregúntame lo que quieras. Debes de tener preguntas que hacer.
—Tobin, mira, tengo mucho que hacer en este momento. Mi padre está entre la vida y la muerte.
—Lo siento —dijo entre bocado y bocado—. Mira, si tienes que hacerle compañía a tu padre, puedo hacer por ti la audiencia preliminar. Te reemplazo, pero sigues siendo la abogada jefe.
—No, pediré que la prorroguen.
—No debes hacerlo.
—¿Por qué no?
—Les das tiempo. Tiempo para ensayar con la testigo, tiempo para obtener los resultados del laboratorio.
—¿Resultados del laboratorio? —Tenía la cabeza llena de enfermedades y órganos debido al hospital.
—Analizan la sangre, los cabellos, muestras de fibras. Ahora mismo están haciendo todo eso. En un antro como Radnor, que no es Filadelfia, no tienen laboratorio propio. Localmente, pueden hacer algunas comparaciones de huellas digitales, pero lo demás lo tienen que enviar afuera.
—¿Desde cuándo sabes tanto?
—¿Yo? He devuelto cientos de sociópatas a una sociedad amante de la paz.
—Yo también he estado frente a un jurado, Tobin. Hago dinero. Mucho dinero.
—Lo sé, superabogada. Trabajas demasiado.
—No me eches un sermón.
—No quería echarte ningún sermón. De hecho, te admiro.
—¿Inventas esta mierda sobre la marcha?
—Lo digo en serio. Sé lo difícil que es tratar tantos casos como tú haces. Reconozco tus méritos.
Era casi convincente.
—¿Tratas de hacerte el santo después de haber abierto mi correspondencia?
—No te puedo engañar, ¿eh? Por cierto, me hablaron del truco que te sacaste de la manga la semana pasada en el tribunal. —Se rió—. Te podría contar muchas historias.
Quizás fuera verdad, pero yo sería la última en admitirlo. Volví a oír el crujido de celofán.
—¿Qué estás comiendo?
—Las galletas. Yo no sé lo que comes tú. ¿Por qué hablas como una maestra?
—Porque tú actúas como un niño. Ahora tengo que dejarte.
—¿Quieres que asista a la audiencia? Me sentaré en la segunda silla. Subordinado a ti de modo que no te sientas amenazada.
—No me siento amenazada.
—Seguro que sí.
—No te creas tan imprescindible.
Se rió.
—Será tu funeral. Mi único consejo es que machaques a la testigo. No puede haberlo visto todo con tanta claridad. Podrías instalar todo un campo de fútbol entre la casa principal y el cottage.
—Lo sé. ¿Y tú cómo lo sabes?
—Estuve allí. Por fuera. No pude entrar. Había un letrero que decía ESCENA DEL CRIMEN. PROHIBIDO PASAR. Tenían un guardia apostado; me vigiló todo el tiempo. Son una verdadera molestia, no hacen nada...
—¿Por qué fuiste al cottage?
—Soy un buen chico a quien le gusta ayudar. Tú quieres mis consejos; el truco es sólo escuchar lo que dicen en la audiencia. La situación es difícil y no vas a ganar.
—¿A eso llamas ayuda?
—Presta atención y toma notas. Interroga sobre cualquier cosa de que te enteres, pero no intentes atacar. Sólo hazles saber que estás allí. Que estás preparando tus golpes.
—Ahora, ¿quién habla como un maestro?
—Puedes ser una verdadera bruja, ¿lo sabes?
—Eso dicen.
Se rió.
—Mujeres. Son de temer.
—¿Qué?
—Haz lo que quieras. Vuelve cuando hayas madurado, nena. Mientras tanto, NLC.
—¿Qué significa?
—¿NLC? Es un término artístico en derecho penal. Lo debes de haber oído ahora que te ocupas de casos criminales.
—Ilumíname.
—No la cagues.
Santo cielo. Colgué el teléfono.
Luego, de pie, con la bata puesta ante el armario, pensé que hoy no era necesario que me pusiera un traje. Casi no tenía qué ponerme.
«Trabajas demasiado.»Tobin lo había dicho de forma positiva, pero mi padre no. Y tampoco Paul, quien me había sermoneado al respecto más veces de las que yo quería recordar. Miré el espacio de Paul en el armario que había estado lleno de chaquetas deportivas y de camisas. Estaba vacío. Se lo había llevado todo, anticipando sin duda una larga ausencia. Mejor. Di un golpe a una de sus perchas, que salió disparada, rechinando.
Me pregunté qué más se había llevado y miré en su escritorio. Su cepillo de jabalí había desaparecido así como el peine de concha de tortuga y la foto de los dos en el marco de plata. Era la de las Bermudas, la que usó Patricia en el garaje. Recordé el boceto con una vaga intranquilidad. ¿También se lo habría llevado Paul?
Me puse una blusa y unos pantalones cortos mientras fisgaba por sus cajones. Sólo había unos calcetines de deporte y un par de bermudas. Bajé descalza a la planta baja y la escalera crujía en la casa vacía y silenciosa. El cuaderno no estaba en el recibidor donde yo lo había arrojado ni en la sala ni en el comedor. Fui a la cocina y revisé hasta el cubo de la basura, pero no encontré nada. Subí al despacho de Paul, pero ni rastro del cuaderno. Se lo había llevado.
¿Por qué?
Me pasé una mano por el pelo enmarañado y húmedo. El cuaderno era el único eslabón entre Paul y Patricia.
¿Y qué? ¿En qué estaba pensando?
Dejé a un lado los interrogantes y terminé de vestirme a toda prisa. Entonces cogí el portafolios y me dispuse a hacer lo único que sabía hacer de verdad, aparte de jugar al póquer.
Trabajar.