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Cualquier experto jugador de póquer te dirá que el secreto de un buen farol es que tú mismo te lo creas. Con eso en mente, cuando tuve que interrogar al último testigo, ya me lo creía todo. Sentía una profunda, aunque fraudulenta pena. Tenía todo lo necesario para convencer al jurado.

—Por favor, vea este documento —dije introduciendo una nota de dolor en mi voz enronquecida. Hice un ademán de desconsuelo en dirección al banquillo de los testigos y pasé el papel a Frankie Costello, un robusto director de fábrica con un bigote fino como un lápiz.

—¿Quiere que lo lea? —preguntó Costello.

¿Qué otra cosa podría haber querido? ¿Que hiciera avioncitos de papel?

—Sí, léalo, por favor.

Costello se agachó sobre el documento y lancé una mirada al jurado a través de mi imaginario velo de dolor. Unos pocos me la devolvieron con creciente simpatía. La semana anterior se había pospuesto el juicio por el fallecimiento de la madre de uno de los letrados, pero al jurado no se le había comunicado de cuál de los abogados. Se trataba de la madre del titular de la defensa, no la mía, pero no era cuestión de rasgarse las vestiduras, ¿de acuerdo? Si me pasan un as ganador, yo lo uso.

—Ya he terminado —dijo Costello tras leer la primera página.

—Por favor, vea también los apéndices, señor.

—¿Los apéndices? —preguntó con la misma incertidumbre de un estudiante ante un cuestionario sobre preferencias vocacionales.

—Sí, señor. —Me apoyé con todo mi peso sobre el borde del banquillo de los testigos y bajé la mirada echando un suspiro de pesar. Estaba totalmente vestida de luto: vestido negro, zapatos negros, el cabello negro atado con una cinta negra de gro. Tenía la mirada cansada tras semanas de mal dormir debido al juicio; el tiempo se me había escurrido por entre los dedos con manicura hasta que alguien había decidido largarse al otro mundo.

—Deme un minuto —dijo Costello pasando un dedo regordete sobre un gráfico.

—Tómese todo el tiempo que necesite, señor.

Se puso a estudiar el gráfico y la sala guardó silencio. El único sonido era el matraqueo letal del vetusto aire acondicionado, un endeble rival para el estío de Filadelfia. Se esforzaba por refrescar la gran sala victoriana, la más ornada del ayuntamiento. Estaba rodeada por un friso rosado de mármol, y sus altos techos, pintados de azul verdoso con las molduras doradas. El jurado se encontraba en el interior de una zona rodeada por unas barandillas de caoba; les eché otra mirada. La vieja y la mujer embarazada de la primera fila estaban conmigo totalmente. Pero no logré desentrañar la cara del ingeniero que se había pasado la mañana mirándome. ¿Estaba a favor o en contra?

—Ya está —dijo Costello, y me pasó rápidamente los documentos como si le hubiese ofendido, como diciendo: «No necesitamos trucos baratos».

—Gracias —le dije de verdad. Fue un error por su parte no quedarse con los documentos en la mano. Veréis por qué—. Señor Costello, ¿usted ha tenido oportunidad de leer la Prueba Conjunta 121?

—Sí.

—Esta no es la primera vez que ve estos documentos, ¿verdad? —Mi voz resonó en la sala casi desierta. No había espectadores en los bancos, ni siquiera los mendigos ambulantes. En la biblioteca pública hacía más fresco y este juicio era aburrido hasta para mí.

—Sí, los he visto antes —dijo Costello.

—Usted mismo preparó el memorándum, ¿no es así?

—Sí. —Costello cambió de posición y se puso frente a su abogado, George W. Vandivoort IV, el tipo de cuello duro ante la mesa de la defensa. Vandivoort llevaba un traje ojo de perdiz, gafas con montura de asta y una expresión vivaz. No manifestaba en absoluto el dolor de un hombre que acababa de enterrar a su madre, lo que me venía de perlas. Yo había ensayado suficiente dolor para los dos.

—Señor Costello, ¿envió usted la Prueba 121 a Bob Brown, director de operaciones de Norfolk Paper con copia para el señor Saltzman?

Costello no contestó de inmediato; estaba en inferioridad de condiciones sin los documentos delante de él. ¿Quién puede recordar lo que acaba de leer? Nadie salvo un varón italiano.

—Creo que sí —dijo lentamente.

—Y envió una copia sin remitente al señor Rizzo. ¿Es correcto?

Trató de recordar.

—Sí.

—A fin sólo de aclarar las cosas, una copia sin remitente es la que se envía sin identificar quién lo hace. ¿Es así? —Era un detalle sin importancia procesal, pero los jurados detestan esa clase de documentos.

—Así es. Es un procedimiento habitual con los señores Rizzo, Dell'Orefice y Facelli.

Eso era incluso mejor; sonaba como a la Mafia. Eché una mirada a un miembro negro del jurado que fruncía el entrecejo. Vivía en el sureste de la ciudad, casi en la frontera con el barrio italiano y sin duda había sufrido algunas vejaciones de sus vecinos. Su ceño fruncido me indicó que tenía seis miembros del jurado a mi favor. Pero ¿y el ingeniero? Traté de parecer aún más triste.

De improviso, un carraspeo autoritario resonó en el estrado del juez.

—Señorita Morrone, no me gusta lo que está haciendo —me comunicó el muy honorable Gordon H. Kroungold, un avispado demócrata que ascendió a su cargo tras una carrera en la magistratura donde nadie soñaría siquiera con utilizar la muerte de alguien en beneficio propio. Al menos, no en la sala del juicio—. No me gusta nada lo que usted está haciendo.

—Procedo lo más rápido que puedo, Señoría —dije echando una mirada inocente al estrado, cuya altura era muy superior a la mía por haber sido construido en un tiempo en que se creía que a los jueces les correspondían pedestales.

—No me refiero a eso, señorita Morrone. —El juez Kroungold se alisó un mechón de pelo rizado con una mano. Cada mañana se humedecía el cabello, pero para cuando declaraba el segundo testigo, los rizos volvían a aparecer—. Tengo un problema con su conducta, abogada.

Mantén la calma. Tu pobre madre no quiere ni puede enterarse de nada.

—Mucho me temo que no le entiendo, Señoría.

Al juez Kroungold se le encendieron los ojos castaños.

—Acérquese al estrado, señorita Morrone. Usted también, señor Vandivoort.

—Por supuesto, Señoría —dijo Vandivoort poniéndose de pie y abalanzándose hacia delante. La muerte de su madre le había puesto tal agilidad en los pies que casi llega antes que yo al estrado. La herencia, sin duda.

—Señorita Morrone, ¿qué diablos cree que está haciendo? —preguntó el juez Kroungold, estirándose sobre su escritorio—. ¿Qué comedia es ésta?

Trágame, tierra.

—¿Cómo dice?

—No actúe como si no supiera de qué estoy hablando.

—¿Señoría?

—Por favor. —El juez Kroungold buscó con la vista al taquígrafo de la sala y le hizo un gesto con irritación—. Wesley, quiero que esto conste en acta.

El taquígrafo de la sala, un negro viejo con una extraña piel grisácea, cogió el trípode móvil de su máquina y se nos acercó. La consulta de un juez con los abogados queda fuera del alcance auditivo del jurado, pero no de los funcionarios de la sala. La palabra expulsión me pasó fugazmente por la mente, pero la hice desaparecer en un tris.

—Señorita Morrone —dijo el juez Kroungold—, dígame con sus propias palabras, para que figure en acta, que no veo lo que estoy viendo.

—No entiendo a qué se refiere, Señoría. ¿Qué es lo que está viendo?

—No, no, señorita Morrone. Dígame exactamente lo que está haciendo. —El juez Kroungold se me acercó tanto que recibí una fina llovizna de saliva judicial—. Usted me lo dice y de inmediato.

—Estoy interrogando al último testigo, Señoría.

Los labios de color hígado del juez Kroungold formaron una línea recta.

—Eso es lo que parece. Pero permítame decirle que su aspecto de hoy es de gran cansancio, señorita Morrone. Está muy cansada. Hasta se podría decir que parece deprimida.

Yo no sabía que a él le importasen esas cosas.

—Señoría, estoy cansada. Ha sido un largo juicio y he trabajado sola. No tengo los socios que tiene el señor Vandivoort en el bufete Webster & Dunne —dije en voz lo bastante alta como para que lo oyera el jurado.

El juez Kroungold miró en dirección del jurado y luego se dirigió a mí.

—Baje la voz, abogada, ahora mismo.

Siempre se gana algo y algo se pierde.

—Sí, señor.

—Jamás habría esperado ver una cosa por el estilo en mi sala. ¡Pero, por Dios, si hasta se ha vestido de luto!

—Yo también lo he notado —añadió Vandivoort, que empezaba a caer en la cuenta.

—Señoría, he usado muchas veces este vestido en la sala.

—No en este juicio —me replicó el juez. Literalmente—. Y nada de maquillaje. La semana pasada tenía los labios pintados, pero hoy no. ¿Qué le ha pasado a su lápiz de labios rojo? ¿Demasiado brillante?

Era el momento de encararlo.

—Señoría, ¿por qué discutimos sobre mi ropa y mi maquillaje en la sala? ¿Suele usted hacerles comentarios de esta naturaleza a los letrados varones?

El juez parpadeó; luego aguzó la mirada.

—Usted sabe perfectamente bien que yo no estaba haciendo... comentarios.

—Con todos los respetos, Señoría. Sus comentarios me parecen fuera de lugar. Me opongo a ellos y al cariz que está tomando esta consulta por considerarla un desgraciado ejemplo de prejuicio sexual.

El juez abrió tanto la boca que le pude ver los puentes.

—¿Qué? ¡Yo no tengo prejuicios contra usted! De hecho, me cuidé muy mucho de que los miembros del jurado no se enteraran de quién era madre la señora que murió para evitar una simpatía improcedente por la defensa. Y usted, señorita Morrone, le está dando al jurado la impresión errónea y totalmente falsa de que la difunta era su madre y no la del señor Vandivoort.

—¿Qué?-exclamé tratando de sonar lo más perpleja posible. En un microsegundo, medio litro de adrenalina se abalanzó por mi sistema sanguíneo y mis nervios recibieron la descarga resultante que los hizo saltar y vibrar como las cuerdas de una guitarra eléctrica. Había de resultar creíble—. ¡Señoría, yo jamás haría algo semejante! No podría ni imaginármelo. ¿Quién puede adivinar lo que piensa un jurado y mucho menos intentar controlarlo?

Al juez Kroungold le brillaron los ojos.

—¿De verdad? Entonces, usted no tendrá ningún reparo a que sugiera a los miembros del jurado que la muerta pertenecía a la familia del señor Vandivoort y no a la suya.

Mierda. ¿El también se echaba un farol? Este jueguecito me podía costar la licencia para jugar a las cartas, quiero decir, para practicar la abogacía.

—Ninguno, Señoría. Yo presentaría mis objeciones a cualquier intento de desviar las simpatías del jurado a favor del letrado varón, a quien está usted favoreciendo claramente. De hecho, presentaría una petición para que le recusasen a usted de inmediato sobre la base de su parcialidad por el letrado de la defensa.

Al juez se le subió la sangre a la cabeza.

—¿Recusarme a mí por parcialidad? ¿En el último día del juicio?

Aumenté la apuesta.

—Sí, señor. Hasta hoy no estaba segura, pero ahora su sexismo es muy evidente para mí.

—¡Mi sexismo! —Prácticamente se le atragantó la palabra ya que se consideraba un liberal con el debido respeto a las mujeres. Como Bill Clinton.

—¿Me está negando la petición, Señoría?

—¡Naturalmente que sí! Es algo absurdo, frívolo. Perdería en la apelación —me contestó el juez Kroungold, pero pareció flaquear un poquitín.

Vi la fisura y me lancé al ataque. Poseía una justa indignación y una madre muerta. Yo creía.

—Con el debido respeto, Señoría, no estoy de acuerdo. Esta consulta está interrumpiendo mi interrogatorio a un testigo de importancia capital. Cada segundo que paso aquí va en perjuicio de la causa de mi cliente. Si pudiera proseguir, acaso podría olvidarme de este desagradable incidente. Al fin y al cabo, el señor Vandivoort no presentó objeciones a mis preguntas.

Kroungold se dirigió a Vandivoort.

—Señor Vandivoort, ¿tiene usted alguna objeción?

Miré a Vandivoort directamente a los ojos.

—¿Puedes creer, George, que yo fuera capaz de hacer algo tan horrible? —La partida es tuya si eres capaz de llamarme mentirosa a la cara. En plena sala y constando en acta.

Vandivoort miró al juez; luego me miró a mí y finalmente al juez.

—Pues... no tengo ninguna objeción —dijo aflojando como solía hacerlo mi tío Sal. Vandivoort era demasiado caballero; ése era su problema. La biología está en el destino, no en las cartas.

—Entonces, ¿podemos proseguir, Señoría?

—Espere un momento, aún no he terminado con usted, señorita Morrone. Quédese aquí. —Y dijo ceñudo a Vandivoort—: Puede tomar asiento.

¿De qué se trataba ahora? No era lo habitual.

El juez Kroungold le hizo una señal a Wesley apenas se retiró Vandivoort. Wesley recibió el mensaje, dejó de teclear e hizo sonar los nudillos.

¿Qué pasa?

El juez Kroungold se inclinó sobre el estrado.

—He leído sobre usted en los periódicos, señorita Morrone, de modo que no puedo decir que su actuación me haya sorprendido. Pero se lo advierto. Haga todas las triquiñuelas que quiera. Pueden funcionar en este caso, pero no lo harán en el caso Sullivan.

Me dio un sobresalto como si me estuviera echando un maleficio, pero ahora no podía pensar en el caso Sullivan.

—Entonces, ¿puedo proseguir, señor?

—Por supuesto, señorita Morrone —dijo en voz alta el juez Kroungold—. Primero las damas. —Se enderezó e hizo una seña a Wesley para que continuara con el acta.

—Muchas gracias, Señoría —dije, y me volví hacia el jurado. Pero no antes de recordar cómo me sentía y de secarme una lágrima de mis ojos.

Justo cuando capté un brillo tras las gafas del ingeniero.

El ganador se lo lleva todo.