13
Casi comprendí la coartada de Fiske porque conduje durante la siguiente hora con el capó descubierto y el cuaderno de dibujo en el asiento de atrás. El aire caliente del verano hacía volar mis cabellos y me derretía el maquillaje de la cara, pero no me importaba el aspecto que tuviera. Ni siquiera me importaba adónde iba. Lo único que hacía era conducir. Rápido. Muy rápido.
Fue un milagro que no me pusieran una multa por exceso de velocidad, pero hay razones para no destrozar el coche ni matarme. En primer lugar, nunca le haría algo semejante a mi coche. Segundo, no soy de ese tipo de mujeres que se tragan la furia, el prototipo de las suicidas. Soy bastante hábil en proyectarla hacia fuera y considerarme una mejora con respecto a esa mística femenina pasada de moda consistente en ingerir barbitúricos. Después de todo, no quería matarme; quería matar a Paul.
Durante los primeros cincuenta kilómetros lo consideré en serio. Cómo asesinar a alguien, cómo librarse del castigo. Se podría pensar que el hecho de haber acabado de examinar una macabra escena de crimen me pondría en contra de pensamientos homicidas, pero todo lo contrario. Si otra gente lo hace, tú también puedes. Como mentir en la declaración de la renta.
Tardé otros cincuenta kilómetros en superar el estadio agudo de criminalidad, pero pocos kilómetros más tarde vi que sólo me quedaba gasolina como para regresar a casa. Aparqué detrás del Cherokee de Paul ensuciándole con grava la brillante carrocería. Apagué el motor, cogí el cuaderno y cerré el coche de un portazo. Sólo me arrepentí de esto último. Nunca doy un portazo al coche. Lo cuido. Me enfurecí tanto que cuando traspasé la puerta de entrada a casa, la cerré de tal portazo que temblaron las ventanas de cada lado y Paul bajó corriendo las escaleras hasta el recibidor.
—¡Rita! —exclamó. Su expresión de alarma reflejaba el aspecto estrafalario que debía de tener con el rostro brillante, el lápiz de los ojos corrido y los cabellos desordenados.
—¿Qué te pasa, Paul? ¿No te parezco la mujer con la que quieres casarte? —Hice unos pasos de modelo y no me salieron nada mal.
—Tienes... buen aspecto.
Lo miré de arriba abajo con sus pantalones planchados, la camisa negra de rayón y la corbata de seda estampada.
—Tú también. ¿Algo para mí?
—Estuve en casa de mis padres. Llegó la policía y registró la casa, los armarios, hasta el garaje. Tardamos toda la tarde en volver a poner las cosas en su sitio. También se llevaron el coche de papá. ¿Dónde has estado?
Blandí el cuaderno en la mano.
—Dime, ¿te resulta familiar?
—No lo entiendo.
—Pues tal vez no lo puedas reconocer. Estabas durmiendo, por lo que recuerdo. Debías de estar agotado.
—Rita, ¿te sientes bien?
—¿Por qué? ¿No tengo buen aspecto?
—Pues, pareces un poco...
—¿Demente? —dije histéricamente.
—No, pero...
—¡Bú!
Dio un paso atrás.
—No lo estoy. Quiero decir loca. Puedo haber conducido un poco de prisa y puedo haber hecho algo contra la ley en un caso de homicidio, pero no estoy nada loca. —Sostuve en alto el cuaderno como la estatua de la Libertad —. Pensé que me estabas engañando y no estaba loca. Pensé que me contagiaste un virus y no estaba loca. —Avancé hacia él con el cuaderno en alto—. Señoría, ¿podría acercarse el testigo?
—Cariño...
—No me digas cariño —dije; es algo que siempre había querido decirle. Entonces hice puntería y le arrojé el cuaderno directamente a la cara. Pegó un grito y levantó los brazos para protegerse. Tenía tan buenos reflejos que el cuaderno le rebotó en los dedos y dio contra una de sus amadas acuarelas haciéndola caer al suelo. Miró el cuadro y luego se volvió hacia mí con rabia.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, evidentemente furioso y con severidad en la voz.
—Recoge esa mierda de cuaderno y míralo. El capítulo uno eres tú durmiendo desnudo. Capítulo dos eres tú durmiendo desnudo. Capítulo tres también eres tú durmiendo desnudo, por tanto no se puede decir que haya un argumento. ¿Acaso no detestas la ficción literaria?
No contestó y recogió el cuaderno de nuestra pretenciosa alfombra.
—Ayudaría si te hubieses levantado y hecho algo, Paul. Servir un café, preparar un trago. Acariciarle la oreja, limpiarle los pinceles. Tendrías que haberlo hecho, de ese modo ahora no tendría este virus de mierda.
Abrió el cuaderno y luego pasó las páginas, una a una.
—Ahora, pedazo de mierda, tienes un minuto para decirme por qué me hiciste esto. Luego puedes coger tus cosas y largarte.
No me podía mirar a los ojos.
—Cuarenta segundos. —Por Dios, me sentía tan bien como cuando pescas a tu amante in fraganti con otra—. Treinta segundos.
—Puedo explicarlo —dijo en voz baja aún mirando el cuaderno.
—Yo también. Eres un pedazo de mierda. Un montón de mierda, una mierda guapísima, pero mierda al fin y al cabo.
—Eso no ayuda en nada, Rita.
—¡Al carajo! ¡No estoy tratando de ayudar! —Me quité la chaqueta y la arrojé al suelo. No puedo explicarme por qué lo hice salvo que no tenía otra cosa en las manos para arrojar. Paul contempló mi iracundo striptease con una especie de horrorizada confusión, luego levantó una mano.
—Basta —dijo—. Basta ya.
—¿En nombre del amor?
—Tuve una aventura.
—¡Vaya descubrimiento, Sherlock! Puede ser que no haya visto El Mikado, pero soy más inteligente de lo que aparento.
—No es lo que quiero decir.
Me puse a caminar de un lado a otro, dando vueltas.
—De acuerdo, a veces tenía que hacerte un retrato. Muchos retratos. El color podría haber ayudado, pero yo te reconocí de inmediato. Y me dije a mí misma, yo conozco a ese tipo. Es el que me dice una y otra vez que me case con él. Eso es lo que querías, ¿verdad? ¿Un compromiso? ¡Déjame en paz!
—¿Quieres escucharme o insultarme?
—¡Quiero insultarte, hijo de puta! —Lo escupía mientras chillaba y no me importó nada si no resultaba atractiva—. ¡Y cuando termine de insultarte, quiero que hagas las maletas!
—Dijiste que me escucharías.
—¡Tenías diez segundos y la has cagado! —Empecé a irme de la habitación, pero Paul me agarró un brazo por detrás.
—Rita, espera.
—¡No me toques! —Me liberé el brazo—. ¡Ni se te ocurra! —Me temblaba todo el cuerpo.
—¿Quieres saber por qué sucedió?
—Tendrías que estar de rodillas, rogándome. Deberías suplicarme diciendo lo que lo lamentas y besándome los pies. —Sentí que la voz se me ponía ronca—. Suplicando y diciendo que lo sientes.
Suspiró y dio un paso atrás.
Yo también suspiré, pero no sólo porque parecía torpe y estúpida. No quería actuar de forma torpe o estúpida o indefensa. Una víctima. Me sequé los ojos. Nos quedamos un momento en silencio.
—¿Por qué no te sientas? —dijo él.
—¿Por qué no te callas?
—Te traeré un poco de agua. —Paul fue a la cocina, donde oí que abría el armario y llenaba un vaso. Para cuando regresó con el vaso en la mano, el cuerpo me había dejado de temblar—. Aquí tienes —dijo, pero sólo le contesté con una mirada de furia, de modo que puso el vaso sobre la mesa del comedor y se sentó en la otra punta—. ¿Puedo explicarme ahora?
Me desplomé en otra silla. Entre nosotros, había una extensión de caoba, un jarrón de cristal con rosas blancas y las ruinas de nuestra vida en común.
—No me pidas permiso. No lo hiciste antes.
Asintió con la cabeza.
—La aventura ha terminado.
—Por supuesto que sí. Ella ha muerto.
—Se acabó hace tiempo. Duró unos seis meses.
Se me retorció el estómago.
—De modo que tu padre se acostaba con ella al mismo tiempo. ¡Es una asquerosidad! ¡Repugnante!
—Yo no sabía lo suyo. Rompí con ella en cuanto me enteré.
Muy correcto.
—¿Lo sabe tu padre?
—No, nunca se enteró. Para ella no era más que un juego.
—¿Lo era también para ti?
Reprimió lo que estaba a punto de decirme, luego desvió la mirada.
—Yo no era nada feliz.
Me dolió que lo dijera en voz alta.
—No me lo dijiste, cretino.
Parpadeó.
—No lo supe hasta que esto pasó. No sabía por qué empezó o por qué terminó hasta que todo hubo pasado. Luego ella quiso que volviera a su lado, me dijo que lo sentía, que había acabado con él. Fue entonces cuando presentó la querella.
—¿Por acoso sexual?
—Quería demostrarme que él no le importaba. Que me amaba. Y que yo volvería.
Dios santo.
—¿Por qué no me lo contaste? Habría hecho polvo su acusación.
—¿Contártelo? ¿Como abogada de mi padre o como mi amante?
Touché. Bebí un sorbo de agua.
—Entonces, ¿cómo empezó?
—La conocí en una exposición al aire libre. Quería saber algo de diseño y entonces hablamos. Luego me llamó. Simplemente sucedió. Estuvo mal. Tendría que haberte dicho que no era feliz.
—Pero te faltaron cojones.
Me echó una mirada severa.
—No, entonces no lo sabía. Lo sé ahora. Y te lo digo ahora.
—Sólo porque lo averiguaste.
—Porque quiero resolver el problema. Veamos lo que nos queda. Yo puedo hacerlo, Rita. ¿Puedes tú?
Vete a la mierda. Quise arrojarle el vaso a la cara, pero hice algo mejor.
—Ella tenía otros amantes, Paul. Todo un regimiento.
—Lo sé. Ya te lo he dicho, todo era un juego para ella. Tenía adicción. Se excitaba. Era autodestructiva...
—Cuánta mierda. No habrías roto con ella de no haberte enterado de lo de tu padre.
Echó el cuerpo adelante.
—Cuando descubrí lo de mi padre fue cuando finalmente la comprendí. Supe de verdad quién era y lo que realmente estaba pasando. Cuando se acabó la fantasía, lo que quedó era una mujer muy vacía y muy destruida. Y te quise y te deseé a ti.
Pues, muy bien.
—¿Cómo averiguaste lo de tu padre?
—Vi una foto de nuestro viaje a Bermudas. Mira, Rita, lo siento —dijo rascándose la cabeza con un gesto típico de Fiske—. Juro que no lo lamentarás. Sé por qué sucedió. Yo no tenía bastante de ti, de tu tiempo. Necesitamos estar más tiempo juntos.
—¿Acaso tendría que comprarte una moto?
Me miró como si me hubiera vuelto loca.
—Mira, siempre vas de prisa, siempre en el despacho. Y luego, el póquer. Pase lo que pase, siempre vas a alguna parte.
—¿Ahora me echas la culpa? Asume un poco tu responsabilidad. ¿Me engañaste porque juego al póquer? ¿Porque trabajo como una burra? ¡No tengo la culpa de que anduvieses de aventuras!
—No se trata de culpas, Rita.
—¡Eso es lo que dice la gente que tiene la culpa! —Sentí que se me nublaban los ojos, una especie de locura que me tapaba la vista y no vi nada más. Me puse de pie—. ¿Me has engañado y es culpa mía? ¿Estás loco? ¿Estás loco, hijo de la gran puta?
Se frotó la frente.
—No entiendes nada.
—Por supuesto que no. Te acostabas con ella y vivías conmigo al mismo tiempo. Estábamos prácticamente comprometidos...
—¡Prácticamente! Ese es todo el problema. ¡Estar comprometidos o no!
—¡Gracias a Dios que no me casé contigo! ¡Gracias a Dios que no cometí ese gravísimo error! Ahora, haz tus maletas.
Puso cara como si le hubiera abofeteado.
—No lo dices en serio.
—Claro que lo digo en serio. Volveré dentro de dos horas. No estés aquí cuando regrese. Deja las llaves sobre la mesa. —Me di media vuelta y salí del comedor.
—Rita, Rita, espera. Escúchame —dijo, pero yo seguí caminando. Un paso tras otro hasta salir de la casa.
Me temblaron un poco las rodillas cuando estuve afuera, pero seguí caminando por el césped y no me caí ni me puse a llorar. El corazón era un nudo apretado en medio de mi pecho. Fui hasta el coche, subí y me cuidé de no dar un portazo. Puse la primera y conduje respetando los límites de velocidad hasta la avenida Lancaster. Y no conduje sin rumbo fijo. Sabía exactamente adonde me dirigía.
En el camino, hice una llamada a Fiske, a quien ni siquiera había contado lo de la escena del crimen por lo preocupada que me tenían mis asuntos personales. Le conté brevemente lo que había visto, pero me callé sobre los encuentros eróticos de Patricia con un regimiento o con su propio hijo. No tenía por qué saberlo. Y menos a través de mí.
Me pregunté cómo reaccionaría mi padre ante las noticias, pero supuse que lo haría bien si no le explicaba la parte de los cuernos. Y si le contaba lo del virus, cogería su cuchillo más grande y destriparía a aquel sujeto. Me reí hasta que pensé en lo que dijo Paul. De que yo no estaba nunca en casa.
Dirigí el coche hacia la ciudad y por primera vez me di cuenta de que extrañamente yo no tenía amigos de mi edad. Ni amigas mujeres, ni amigos entre los socios del bufete. Solíamos tener citas para almuerzos, pero luego se interponía una declaración o un juicio. No dejaba que nadie se me acercara. Me di cuenta de que iba demasiado rápido y bajé la velocidad.
Llegué al Market, pero la calle Ocho estaba cerrada a una manzana de la tienda de mi padre. Se había producido un atasco de tráfico. Resonó una sirena en las inmediaciones y un policía con camisa azul de Filadelfia dirigía a los conductores enfadados hacia la calle Christian. Ni se me ocurrió hacerle caso. Tardaría unos veinte minutos más en llegar a la carnicería y otros veinte en conseguir aparcamiento. ¿Cómo habría podido ponerme a llorar sobre el hombro de mi padre para la hora de la cena?
Detuve el coche al lado del policía y abrí la ventanilla.
—¿No puedo pasar a la calle Nueve, agente?
Me dijo que no con la cabeza e hizo un gesto para que prosiguiera mi camino.
—Esta noche, no. Circule, señora.
—Pero llegaré tarde si cojo el desvío.
—No puede pasar. Hubo un atraco a mano armada y el asaltante se escapó. ¿Quiere tropezarse con él?
—¿Un atraco dónde?
—Señora...
Sentí que se me aceleraba el pulso.
—¿En la Novena? Mi padre tiene una carnicería en la Nueve.
Me miró.
—¿Cuál?
—Morrone. La pequeñita.
Se quedó estupefacto.
—Aparque, cariño —dijo en voz baja, e hizo señas para que pasasen los demás coches.