19

El único sonido en la sala de exhibición era el murmullo discreto del aire acondicionado y el chorro ocasional del aerosol de un obrero que limpiaba los cristales. Los últimos rayos de sol del crepúsculo traspasaba las ventanas con parteluces en derredor del recinto. La entrada, flanqueada por reproducciones de mesas Chippendale, se abría a cinco flamantes Jaguar, recién salidos de fabrica, de distintos colores. Cada coche refulgía bajo sus propias luces de señalización, como recién nacidos en una clínica multirracial.

—Nadie me dijo nada de esto —dijo el perplejo vendedor. Su chaqueta azul era parecida a la de Sal y sus zapatos con hebilla eran casi idénticos. ¿Sé lo que hago o no?—. Me tendrían que haber avisado.

—Ayer enviamos el fax —dije con autoridad—. Me puede llamar señorita Jamesway. —Tenía el cabello peinado hacia atrás y las gafas puestas por si me reconocía de los periódicos—. Y su nombre es señor...

—Henry.

—Pues bien, Henry...

—No, señor Henry. Es apellido —me corrigió—. No recuerdo el fax.

—Qué extraño. La oficina central me dijo que se encargarían de todo.

—¿La oficina central? ¿Quiere decir Detroit o Mahwah?

—Mahwah. —Sonaba más divertido.

—Entonces tendría que haber llegado directamente de Jim Farnsworth, el director general.

—Así es. Jim dijo que su asistente lo haría.

—Pero no lo recibimos. —El señor Henry se pasó los dedos por el pelo castaño, que estaba bien peinado y ligeramente perfumado, como el de un mimado perrito de aguas.

—No importa. Ya estamos aquí. No queremos dejar esperando al señor Livemore, ¿verdad? —Y señalé a tío Sal, que estaba al lado de un brillante Rose Bronze Van den Plas XJ12. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho delgado y miraba el interior color crema del coche de un modo de lo más británico posible, tal como yo le había indicado. Le había ordenado que no abriese la boca porque su acento inglés habría resultado un cruce entre Cocodrilo Dundee y Batman.

—¿El señor Livemore? No recuerdo el nombre.

—Porque rara vez abandona Coventry. Es el director de operaciones en Brown's Lañe y detesta viajar.

—¿Director de operaciones, dice? Es entrado en años para ese cargo, ¿no?

—Sí, pero se le ve la experiencia. Pongamos manos a la obra. Sólo tardaremos unos minutos.

—Pero no se ajusta a nuestras normas. Aquí tenemos normas, nuestros canales de mando...

Me lo acerqué y susurré:

—Se trata de mi trabajo. Deme una oportunidad, por favor. Yo se la retribuiré.

Movió el espeso bigote negro; tenía los ojos azules con el mismo brillo que el XJS delante de nosotros. Zafiro denominan a ese color, con el interior crema. Seis cilindros y 66.200 dólares de esplendor. Pero como yo fingía ayudar a fabricar esas bellezas, no se me caía la baba en la sala de exhibición.

—Esto no me gusta nada, señorita Jamesway.

—Por favor, necesito este trabajo. Soy una madre soltera que trata de ganarse la vida.

Se ablandó.

—Oh, está bien. ¿Dónde trabaja, señorita Jamesway? ¿En Gran Bretaña o Estados Unidos?

—Voy y vengo. —Entre verdad y mentira—. Tal como le dije, el señor Livemore ha estado muy preocupado con la calidad de la pintura en estos últimos años. ¿Ha recibido alguna queja sobre la pintura negra?

—¿El esmalte exterior? No, que recuerde. La mayoría de nuestros clientes están muy satisfechos. Y nos son muy leales.

—¿Ha tenido alguna queja sobre desconchones? ¿En especial en las puertas? ¿En los modelos negros?

Pensó unos segundos.

—No.

Por el rabillo del ojo, vi que Sal pasaba un dedo por el costado pulido de un Kingfisher Blue XJ12 Coupé. Su yema grasienta dejó un rastro como de una babosa sobre la superficie virgen del auto.

—Al señor Livemore le gustaría localizar a los propietarios de los Jaguar negros de la zona. Quiere tomar contacto con ellos para ver si están tan satisfechos del coche como quisiera la empresa. ¿Tiene el listado?

Parpadeó.

—No per se, no. Tenemos una lista de los coches vendidos, pero no por color. Vendemos muchos coches negros, como usted sabe. Es uno de los colores más populares después del verde British Racing.

Por encima del hombro, vi que Sal abría la larga puerta de un convertible rojo Flamenco XJS con un color café en el interior. El ruido como «ca-chunk» resonó con fuerza ya que las únicas alfombras que había en el lugar eran unos cuadrados bajo cada neumático Pirelli. «Ca-chunk, ca-chunk, ca-chunk.» La puerta del convertible se cerraba suavemente cada vez, pero Sal hacía muecas de coronel nazi.

El vendedor pescó la expresión de Sal.

—Es muy meticuloso, ¿verdad?

—En su trabajo, debe serlo —dije queriendo retorcerle el cuello nervudo a Sal.

—Tal vez sea mejor que llame al jefe. Está en el dentista, pero tiene un receptor de llamadas.

—No, no querrá molestar a su jefe. ¿Sabe lo que me haría el señor Livemore si yo lo llamara al dentista? —Eché una mirada a Sal, que tomaba asiento en el interior del convertible. Su cuerpo raquítico desapareció en el mullido asiento de cuero—. Terminemos de una vez, ¿eh? Antes de que el señor Livemore empiece a probar los ceniceros.

—¡Los ceniceros están bien!

—¿Y el sistema eléctrico? —Las ventanillas automáticas del coche de Fiske se atascaban constantemente y las cerraduras de las puertas actuaban a su aire.

—La parte eléctrica ha mejorado desde que pusimos controles de calidad con Ford.

—Eh, míreme. Soy yo, no una periodista de Autoweek -dije, y él parpadeó—. Mire, sabemos lo popular que es el negro. Por eso estamos tan preocupados en Inglaterra por que la pintura del modelo negro se agriete y se desprenda.

—¿También se desprende? —Se puso lívido.

—Señor Henry, dado el alcance del problema, tal como yo lo entiendo, en esta agencia se han vendido cientos de Jaguar negros.

—¿Cientos? Miles sería más exacto, incluyendo los de alquiler. —Se llevó ambas manos hasta el nudo de la corbata—. Desprenderse, ¿de verdad? Tendría que haberlo sabido.

—Sucede en muy pocos modelos, pero el señor Livemore quiere que controlemos la situación. Es cuestión de defender la calidad de la marca. ¿No está de acuerdo?

—Sin la menor duda.

—Y ésta es la única agencia Jaguar en toda el área de Filadelfia, ¿verdad? Hay una en Cherry Hill, Nueva Jersey y ninguna en Delaware —dije moviendo un dedo arriba y abajo.

—Sí —contestó distraído por Sal, que había descubierto el prístino cinturón de seguridad y lo estiraba y dejaba ir una y otra vez. Volvía solo con un ruido de alta calidad y el vendedor se estremecía cada vez como si se tratase del disparo de un rifle.

—¿Puedo echarle un vistazo a la lista de coches vendidos o alquilados en los últimos tres años, digamos? —Entonces tendría una lista de todos los que poseyeran un Jaguar negro en la zona. Quizás uno de ellos tenía una buena razón para hacer que Fiske pareciera culpable—. Yo misma buscaré los de color negro.

—Nos llevaría una inmensa cantidad de tiempo. Es una lista de muchísimos nombres.

—Tengo un ayudante. En Mahwah. El asistente del señor Farnsworth.

El señor Henry movió lentamente la cabeza.

—Lo mejor será que llame al director. —Y se encaminó a un escritorio detrás de una mampara de vidrio antes de que pudiera detenerle.

Mierda.

—¡Señor Livemore! —llamé a Sal—. Venga aquí, por favor. Estamos por llamar al director.

Sal me miró desde el asiento del coche; sus ojos apenas llegaban al reposacabezas y entonces empezó a salir del auto.

—¡Venga aquí, señor Livemore! —dije presa de pánico. Se me apareció la imagen de Rita esposada ante el Comité Deontológico del Colegio de Abogados de Pensilvania y llegué en un santiamén al escritorio del señor Henry cuando éste se aprestaba a coger el teléfono.

—¡Estoy perplejo! —aulló una voz británica detrás de mí. Era Sal. Su rostro parecía un semáforo en rojo y su semblante ceñudo daba miedo—. ¡Así es como estoy! ¡Perplejo! ¡Deje ese teléfono!

El señor Henry se quedó de una pieza y cortó el teléfono.

—¡Cómo se atreve usted! —rugió Sal. Se puso erguido y rígido; sus hombros huesudos se colocaron en posición de firmes. Hasta su acento se hizo más inglés, sonaba como Pierce Brosnan en Remington Steele. Me quedé atónita. Lo mismo el señor Henry.

—¿Cómo... me atrevo? —preguntó incierto el vendedor—. Llamaba a mi director.

Sal le echó una mirada llena de ira.

—¡Es un escándalo! Usted, buen hombre, usted está a cargo de esto, ¿no es así?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué, como dicen los americanos, trata de pasarle el mochuelo a otro?

—No era mi intención, señor.

—¿Tiene la información que requiere mi cliente?

¿Cliente?

El señor Henry asintió.

—Pero necesito una autorización para dar el listado.

—¡Yo le estoy dando la autorización!

—Quiero decir de mi propia dirección...

—Yo soy su dirección, buen hombre. Yo soy la dirección de su dirección.

El señor Henry apareció confundido y descubrió rápidamente que tío Sal era una persona confusa para tener cerca.

—Tardaré al menos un día en conseguir esa información.

—¡Una eternidad! —bramó Sal convirtiéndose ahora en un Rex Harrison cualquiera.

—Y el director tendrá que dar la aprobación.

Mierda. Tendría que haberlo pensado. No podía conseguir los documentos de este modo, pero podía tenerlos con un mandato judicial ahora que sabía que existían. Era hora de plegar velas.

—Señor Livemore, tal vez podemos esperar a tener la autorización. La podríamos tener hoy o mañana. Luego volveremos.

—¡Dios santo! ¿Cómo puede usted decir algo así? ¡Y mire el escritorio de este hombre! ¡Es abdominal!

¿Qué ha dicho?

—¡Esto es de escándalo! —Sal revolvió inexplicablemente los papeles del señor Henry y aumentó el desorden del escritorio. Pensé que intentaba crear un momento de confusión como si estuviera por llegar alguien peligroso, pero me dije que había visto demasiadas películas de guerra—. ¡Una burla!

—Por favor, señor Livemore —gimió el señor Henry contemplando horrorizado cómo volaban sus papeles hasta que lo último que quedó sobre el escritorio fue una grapa-dora negra y una vieja taza de té—. ¡Por favor, señor!

—¿Qué clase de orden es éste? ¿Qué deben pensar los clientes cuando entran aquí? ¡Catástrofe! ¡Caos! En suma, usted tiene un horrendo desorden.

Sal se estaba volviendo Mary Poppins, pero yo no tenía tiempo para mirar. Me intrigaba la grapadora del vendedor que apretaba un montón de formularios rellenados con lápiz. El espacio para el nombre y apellido del cliente, la dirección, la profesión estaban en blanco. Sobre la pila había tarjetas de negocios. Cuando el señor Henry se agachó para recoger los papeles, leí el formulario. Encima decía con letras pretenciosas: «Prueba de conducción».

—Normalmente está más ordenado —decía en son de disculpa el señor Henry con las manos llenas de papeles.

—¡Eso espero! —dijo Sal—. En Inglaterra lo tenemos todo limpio y en orden. Las cabinas de teléfono son rojas, ¿lo sabía usted? Y tienen cristales. ¡Cristales limpios!

El señor Henry asintió con la cabeza.

—Las vi en un anuncio publicitario.

Sin la menor duda era el mismo anuncio que había visto Sal. El polifacético señor Livemore se metamorfoseaba peligrosamente, abandonando el territorio de Alistair Cooke y entrando en la zona de Irwin Corey. Convenía que nos fuéramos antes de que nos quitase la máscara, pero los formularios me atraían demasiado.

—¿Es éste el listado de las pruebas de conducir? —pregunté.

El señor Henry asintió.

—¿Acompaña usted a los clientes en las pruebas de conducción?

—Normalmente no. La mayoría de nuestros clientes prueban el coche a solas.

—¿Qué? —explotó Sal—. ¿Usted da al cliente uno de nuestros Jaguar? ¿Permite que se vayan conduciendo? ¿Como si no valieran nada?

El señor Henry dio muestras de que empezaba a preguntarse cosas. Si leía los periódicos, podía ponerse en onda en cualquier momento.

—Prestamos el coche. No es necesario que yo acompañe a nuestra clientela. Pero les pedimos el carnet de conducir.

Al vendedor se le cayeron dos papeles de las manos.

—¿Hace una copia del permiso de conducir?

—Hago una copia Xerox; al cabo de una semana la tiro.

Hmmm.

—¿Hay un tiempo límite para las pruebas de conducir?

—¡Espero que sí! —interrumpió Sal—. ¡Espero que sí por su propio bien! Debo de informar sobre esto a mis posteriores.

Trágame tierra.

El señor Henry miró a Sal, luego a mí.

—Pues, normalmente no. Confiamos en nuestros clientes. A algunos, nuestro director les permite tener el coche toda una tarde.

—¡Un abuso! —dijo Sal, y yo le eché una mirada de alerta.

—¿Cuánto tiempo guarda los formularios?

—¡Espero que los tire de inmediato! ¡Y en orden! ¡A la basura! —dijo el teniente general Sal.

—De hecho, conservo los míos seis meses —dijo el señor Henry.

—¡Es una atrocidad! ¡Un desorden! ¡Democracia! En suma, usted termina teniendo un lamentable caos.

El señor Henry se volvió hacia mí pidiendo socorro.

—Algunos no compran de inmediato y yo guardo sus señas. Tengo un buen listado de posibles clientes. Nadie con quien yo haya tratado jamás se quejó de la pintura, si es eso lo que usted quiere saber.

No exactamente. Lo que me preguntaba es si era posible que alguien cometiera un crimen durante una prueba de conducción. La casa de Patricia sólo estaba a quince minutos de aquí.

—¿Permite a los clientes probar cualquier modelo que deseen, señor Henry?

—Si el que quieren está disponible, sí. Por lo general, les prestamos un coche de muestra. Nuestro modelo más popular, el coupé XJS.

—¿Está en negro?

—Sí.

Bingo. Salvo que el modelo de Fiske era un Sovereign y también el de Kate.

—¿Les permite probar un Sovereign?

—¿El Daimler? No, normalmente no lo tenemos a mano. Son escasos. Pero por fuera son iguales al XJS.

Oh, oh, el premio gordo.

—¡Pues yo diría! —bramó Sal—. ¡Yo diría! —Estaba a punto de volver a hablar en nombre del Imperio Británico, pero le hice la señal de callarse cuando el señor Henry se agachó a recoger más papeles.

—Sí, señorita Jamesway —dijo sin comprender—. ¿Qué es?

Te podías pasar la mano por la garganta y Sal creería que te referías a collares.

—Señor Livemore, creo que es hora de irnos. Podemos continuar nuestra investigación en Mahwah.

—Ma... ¿qué? —dijo Sal más parecido a Ringo Starr que a cualquier otro.

Señalé con un dedo la salida con las Chippendale y le di la máxima prisa. Sal asintió y levantó una mano haciendo el signo de victoria como cualquier muchacho recién llegado de la Segunda Guerra Mundial.

Ay, Dios mío.

El señor Henry y yo lo miramos en total silencio.

Más tarde, volvimos a la ciudad en el convertible con la capota bajada; el sol estaba tan bajo en el horizonte que se reflejaba en los espejos exteriores del coche. Yo escribía en mi imaginación una orden judicial para que la agencia de coches entregase los archivos de ventas y de pruebas de conducción, pero Sal quería las críticas más recientes sobre su actuación.

—¿Estuve bien? —me preguntaba una y otra vez.

—Hasta que te pasaste de rosca.

—¿Qué? —El viento removía su fino pelo gris; la nuez de Adán le sobresalía como un mascarón de proa—. ¿Y eso qué significa?

—Significa que estuviste fantástico. Fantástico.

Puso una sonrisa tan ancha que el sol dio en el borde de plata de sus dientes postizos.

—Fue como si estuviera en las películas. Fue como si fuera una estrella de cine.

—Y sin duda lo eras.

—¡Fui como Cary Grant o alguien así!

Si aún estuviera con vida.

—Así es.

—¿Te gustó lo que hice en su escritorio?

—Me encantó lo que hiciste en su escritorio.

—¿Te gustó cuando le dije que estaba perplejo?

—Estuviste formidable cuando le dijiste que estabas perplejo.

—Iba a llamar por teléfono y yo no lo dejé.

—Así fue. No sé qué habría hecho sin ti. —En realidad, era verdad—. Te lo digo muy en serio.

Sal entrecerró los ojos contra el viento.

—¿Por qué tuvimos que irnos?

—Porque ya habíamos averiguado lo que queríamos.

—Oh.

—¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo, pero pareció desinflarse en el asientocomo un niño después de haber abierto todos los regalos de cumpleaños.

—Te divertiste, ¿eh?

Asintió.

—Está bien divertirse, tío Sal.

No dijo nada pero siguió torciendo la vista mientras el viento le hacía revolotear los cabellos.

—¿Qué haces para divertirte, tío?

Pensó un momento que me pareció largo.

—Me gusta la música.

—¿Qué clase de música? ¿Eres un amante del rap o qué?

—No, no. —Ni siquiera sonrió.

—Entonces, ¿qué?

—Las grandes bandas, Glenn Miller, Tommy Dorsey. Como en el viejo Club 950.

—¿Qué es el Club 950, tío?

—En la radio. Por las tardes.

—¿A esta hora?

—Sí —dijo sin mirar el reloj—. Ya no tienen a Ed Hurst, pero tienen la música.

Busqué en la radio hasta que sintonicé la emisora. Hasta yo reconocí la canción Sing, Sing, Sing.

—Es Benny Goodman, ¿verdad?

—Sí.

—Me gusta esta canción.

—A tu madre también le gustaba.

Sorpresa, lo inesperado.

—¿Le gustaba la música? —Yo no tenía ni idea.

—Le encantaba.

—¿De verdad?

Asintió con la cabeza.

—¿Qué otras cosas le gustaban?

—Bailar. Nunca estaba quieta. A tu madre le gustaba salir.

Supongo.

—Por eso se fue, ¿o no?

Volvió a asentir.

—¿Adónde?

—A cualquier parte. Le gustaba la acción.

—¿La acción?

—Y la atención.

Lo consideré. Una rubia canadiense entre oscuros italianos carniceros, tenderos y panaderos era como un diamante deslumbrante sobre una pila de carbón. Una joven mujer a la que le gustaba salir, casada con un hombre que lo único que le gustaba era permanecer allí, sin moverse.

—No encajaba realmente, ¿o sí?

—Nada.

—No se hubiera quedado nunca, ¿eh?

—No por mucho tiempo. Vito fue el único que no lo sospechó.

Me dolió. Por mi padre, luego por mí.

—¿Piensas que soy como ella?

—No, tienes el cabello oscuro.

No era el superpsicólogo. Los Morrone no eran conocidos por su capacidad de introspección.

—Quiero decir su personalidad, no su aspecto.

—No.

—¿Ni siquiera un poquito? —Casi me llevo por delante a un Saab por mirarlo, pero la única reacción de Sal fue sacudir la cabeza.

—¿Tío Sal?

—¿Podrías subir el volumen de la radio, Rita?

Lancé una carcajada.

—¿Eso significa que es el fin de la conversación, tío?

Asintió, luego sonrió.

—También era una tía lista. —Llegamos de improviso al fin de la autopista. Entramos en la avenida City Line, luego en el Schuylkill Expressway y giré en la rampa. Pensé en presionarlo un poco más sobre ese tema, pero lo dejé en paz. Era la conversación más larga que había tenido jamás sobre mi madre y, de algún modo, era suficiente. Más palabras no me aclararían mucho más ni las cosas serían diferentes. Dependía de mí si quería profundizar por mi cuenta.

—La radio, Rita —volvió a pedir Sal.

—Lo siento —y subí el volumen de la música. El clarinete y las trompas resonaban al viento mientras Benny Goodman llegaba al coro y nosotros llegábamos a una calle desierta. A esta hora, el tráfico iba en la dirección opuesta—. Al menos, puedes oír el final de la canción, ¿eh?

—Sí, me gusta el final. —El viento era ahora más fuerte pues había aumentado la velocidad. Apreté el botón para cerrar las ventanillas. Sal buscó en sus bolsillos y encontró las gafas que yo le había comprado de regalo. Se las puso muy contento.

—Tienes muy buena pinta —grité por encima de la batería.

—Sabes, Rita, me gusta bastante esto de ser abogado —me replicó a gritos—. Tal vez podremos hacer más investigaciones.

¿Cómo mentir y falsear y perpetrar fraudes?

—Lo que tú digas, señor Livemore.

Guardó silencio.

—Rita.

—¿Qué?

—¿Puedes hacer que esta chatarra vaya más rápido?

Sonreí. Al tío Sal también le gustaba salir. Como a todo el mundo, al menos, un poco.

—Agárrate fuerte, guapo. Allá vamos.

Y lo hizo.

Sing, Sing, Sing.