18
Tras la audiencia preliminar, nos reagrupamos en el estudio de Fiske. Era amplio, con estanterías del suelo al techo y una escalera de biblioteca con ruedas para bajar un ejemplar de Milton en caso de emergencia. Fiske mantenía el aire acondicionado a toda marcha para que las primeras ediciones no se humedecieran ni criaran moho en la penumbra de aquella habitación. La única luz provenía de dos ventanas estrechas, con arco y vidrios emplomados. Hacían un bonito efecto si a uno le gustaba el Alto Medioevo, pero como yo descendía de los siervos nunca me había sentido cómoda allí. En especial hoy, cuando me preguntaba qué hacía yo en este castillo lleno de corrientes de aire en compañía de un asesino.
Pese a mi vinculación con los demás jugadores, desconfiaba de ellos. De Fiske, a quien acaso intentaban echarle el muerto encima, nunca mejor dicho. De Kate, quien conducía un Jaguar negro idéntico con casi la misma matrícula y que estaba furiosa con Patricia por haberse querellado contra su marido. Y de mi propio amadísimo, que se había acostado con Patricia y se había llevado lo único que podía probar que la conocía. ¿La había matado Paul? ¿Podía ser? ¿Podía haber sido cualquiera de ellos?
Era casi imposible de creer. Hacía años que los conocía y jamás podía haber soñado siquiera que uno de ellos fuera capaz de semejante brutalidad. Y Paul, jamás. Aun así, había muchas preguntas sin respuesta y cualquier abogado hubiera pensado lo mismo. De modo que dejé a un lado mis sentimientos personales, puse cara de póquer y estudié las cartas. En este caso, todas las cartas tenían dos caras. Y no era ninguna coincidencia. Empecé mi partida con una apuesta valiente:
—Creo que alguien intenta echarle el muerto a Fiske —dije—. ¿Alguna idea? ¿Alguna sospecha o sugerencia?
—Ninguna. No tengo un solo enemigo en el mundo —dijo Fiske. Estaba sentado en la cabecera de una larga mesa con seis juegos de ajedrez de madera en distintas etapas del juego. Al lado de cada tablero había una pila de tarjetas postales. Fiske parecía mirar el tablero más próximo, aunque sin mucha concentración.
—¿Un juez sin enemigos? ¿No haces acaso un enemigo en cada juicio? ¿El perdedor?
—Realmente, no. Hace casi veinte años que estoy en el estrado y llevo mi juzgado imparcialmente. Todos los litigantes civiles lo saben.
—¿Y los penales? ¿Los casos con sentencia? Dictas sentencias en casos de drogas, ¿verdad? Son competencia federal.
—Los casos orientativos, por supuesto. No damos abasto.
—¿No se ha perturbado especialmente alguno de los que hayas sentenciado últimamente? ¿Alguien que te haya gritado o amenazado?
Sacudió la cabeza.
—No, que recuerde. Lo he pensado y repensado, y nada.
—¿Y alguien de la asociación de la magistratura o de tu viejo bufete? ¿Antiguos odios, rencores? ¿Alguien del mismo distrito?
—¿Mis colegas? ¿Jueces? No, no. —Tocó el rey blanco, luego lo volvió a colocar en el mismo sitio—. A mí me preocupa un motociclista. —Parpadeó y supe que no estaba pensando en AF8 o RC7.
—De acuerdo. Veré si lo puedo encontrar.
Levantó la mirada del tablero.
—¿Cómo?
—Investigando. Tengo algunas ideas.
Kate inclinó el torso hacia delante en su sillón con un cigarrillo humeante en una mano y un cenicero Waterford en la otra. Al parecer, había vuelto a fumar.
—¿Crees realmente que a Fiske le quieren acusar con falsedades, Bita? ¿Que todo ha sido un acto intencionado? A mí me parece la opción más improbable.
—¿Por qué? —le preguntó Fiske—. De otra manera, ¿cómo puede aparecer un Jaguar con mi matrícula en ese lugar?
Ella se encogió de hombros.
—Ciertamente, ¿cómo? Yo puedo pensar en muchas razones aparte de que alguien te haya tendido una trampa, cariño. Tal vez la señora Mateer no vio bien la matrícula. Simplemente pudo haberse equivocado.
—Tú no conoces a la señora Mateer, ¿verdad, Kate? —pregunté, pero me contestó que no con la cabeza.
—Además —continuó diciendo Kate—, estaba a una gran distancia y con la tormenta, todo estaba gris y oscuro. Tal vez la leyó incorrectamente.
—Mamá, se puede leer una matrícula en medio de la tormenta —dijo Paul. Estaba delante de la ventana; el sol dibujaba su silueta y resultaba difícil verle la cara—. ¿Letras amarillas sobre un fondo azul, como las matrículas de Pensilvania? Son fáciles de leer.
—Entonces acaso las recuerde mal. —Kate echó una bocanada de humo hacia el techo—. ¿Cuántas veces has pensado que recordabas un número y te has equivocado? Yo siempre confundo los números de teléfono.
Fiske sacudió la cabeza.
—Cariño, es más probable un error con un número de matrícula cualquiera que con una matrícula especial que no lleva sólo números.
—Oh, a mí nunca me han gustado estas placas especiales. Pero te emperraste... —Echó la ceniza del cigarrillo en un lado del grueso borde del cenicero.
Respiré profundamente y dije lo más obvio con el mayor tacto posible.
—Kate, sólo hay un número de diferencia en tu matrícula. Y por supuesto no fuiste tú.
Kate se rió de improviso con un hipo de humo.
—¿Estás diciendo que...?
—Por supuesto que no era el coche de Kate —afirmó Fiske.
Paul se encaró a su padre. Ojalá hubiera podido ver su expresión.
—Rita no ha sugerido que se tratase del coche de mamá.
Por supuesto que sí.
—Por supuesto que no —exclamé.
—Confieso que carezco de coartada —dijo Kate con tono divertido—. Cuando le dije a la policía que me había pasado la tarde en el jardín, me miraron como si me hubiera vuelto loca.
Fiske sonrió.
—No saben el tiempo que te pasas en el maldito jardín. Ni el dinero que cuesta. —Habló con tono frívolo. Si sospechaba de ella, no lo demostró.
—Eso me recuerda algo —dijo Kate—. Ese día fui a Waterloo Gardens a comprar una manguera nueva. Una para remojar. Pagué setenta y cinco dólares, pero no guardé el recibo ni recuerdo qué empleado me atendió. De cualquier modo, ¿me libraré de la acusación?
Encontré la mirada fría de Kate a través de la cortina de humo del cigarrillo.
—De ninguna manera. Una persona que gasta tanto dinero en una manguera debe estar entre rejas. Vete directamente a la cárcel y no lleves demasiado dinero.
Los tres se rieron, aliviados, y yo enmendé mis malos modales de haber llamado asesina a la Reina.
—Será mejor que sea una buena manguera —dijo Fiske—. Una manguera de primera.
—La madre de todas las mangueras —añadió Paul, con una sonrisa de circunstancias.
Kate apagó el cigarrillo y posó el cenicero sobre el borde de la mesa.
—No me echéis la culpa, muchachos. Sabéis que no puedo salir de Waterloo por menos de cincuenta dólares. Tengo que volver mañana a reemplazar los geranios que me pisotearon los periodistas. ¿Todavía están allí? —le preguntó a Paul.
Él miró por la ventana.
—¿Los geranios o los periodistas?
Kate sonrió.
—Los periodistas.
—Por supuesto. —Paul empujó las cortinas, pero eran fijas como las de los hoteles—. Los periodistas jamás se irán y los geranios jamás volverán.
Kate movió la cabeza.
—La policía fisgonea por toda la casa; los periodistas destruyen el jardín. El teléfono suena constantemente y salimos en todos los diarios de la ciudad. ¿Cuándo recuperaremos nuestra vida de siempre?
Fiske le echó una mirada llena de culpa.
—Lo lamento, cariño. Ay, todo esto...
—Oh, cielos —dijo ella—, no es culpa tuya.
Me dispuse a irme; Paul se movió y me miró. Tenía los ojos con ojeras tras las gafas. No había dormido bien.
—¿Vas a casa?
¿A casa? Entonces aún no había dicho nada a sus padres.
—No, quiero pasar por el hospital. Luego tengo trabajo.
—¿Como qué? Quizás pueda ayudarte. He pensado mucho sobre esto, sobre los diferentes enfoques que le puedes dar. Enfoques lógicos para investigar el crimen.
Recogí la cartera y el portafolios, muy consciente de que Fiske y Kate observaban este intercambio.
—Lo tengo bajo control, Paul.
—Pero Rita, es como la arquitectura. Yo estudio las pruebas, las pistas y trato de averiguar qué causó el problema. La gotera, la grieta, lo que sea. Es un razonamiento de detective. ¿Recuerdas el aparcamiento subterráneo? Te puedo ayudar.
Vete a la mierda.
—Te lo agradezco, pero...
—Creo que Rita sabe lo que está haciendo —interrumpió Fiske. Supuse que intentaba apoyarme, pero me quedó la duda de por qué quería que trabajara a solas.
—No sugiero que no sepa lo que hace —dijo Paul—, pero me he quitado de encima todas mis obligaciones para tener tiempo libre y ayudarla a descubrir quién está detrás de todo esto. ¿Acaso dos cabezas no son mejor que una?
No cuando lo que quiero es rompértela.
—No estoy de acuerdo. Si necesito ayuda, tengo a los investigadores del bufete.
—Entonces, puedo empezar mi propia investigación y luego compararemos nuestras notas.
¿Pretendía ayudarme para controlar lo que yo descubriese? ¿Para alejarme de ciertas pistas?
—Paul, no creo que necesitemos una especie de investigación paralela.
—Creo que Paul tiene algo de razón, Rita —dijo Kate—. A mí me parece sensato. Tal vez te pueda ayudar. Al menos, sabes que puedes confiar en él.
¿Qué digo ahora?
—Tengo que irme.
—Entonces está arreglado —sentenció Paul—. Hablaremos esta noche.
¿Esta noche? Toqueteé la nota de Tobin en el bolsillo de mi chaqueta. Me la había entregado en mano después de la audiencia cuando yo trataba de escaparme de la prensa.
¡Estuviste estupenda!
¿Cenamos en el Sonoma a las 7?
Saturado de grasa, hasta entonces,
JAKE
Recordé la escena fuera del juzgado después de la audiencia. Los periodistas me habían acribillado a preguntas, muchas de ellas sobre el misterioso motociclista. Yo había practicado mi «sin comentarios» a izquierda y derecha y estaba a punto de llegar al coche cuando Stan Julicher salió de la multitud, su rostro impregnado de furia ética, como un ángel justiciero.
—Usted sabe y yo sé que el juez lo hizo —dijo.
—Está equivocado, Julicher —le contesté.
—Me defrauda —me había dicho antes de que yo entrara en el coche; me sentí un poco intranquila.
—Estaré en casa a las seis, ¿de acuerdo? —me decía Paul en aquel momento.
—A las siete, pues. —Para entonces yo estaré cenando con otro hombre y tú te puedes sentar en el porche y contener la maldita respiración. Ya he cambiado las cerraduras—. Y ahora recuerdo, Paul, ¿podrías traer el cuaderno de dibujo que tenías ayer?
—¿Cuaderno de dibujo? —dijo Fiske—. ¿Vuelves a dibujar, hijo?
Rápidamente Paul hizo un gesto negativo.
—Lo tiré, Rita. No sabía que lo querías. ¿A las siete entonces? —Y sonrió.
Todos lo hicieron salvo yo.
Mi padre dormitaba plácidamente en su nueva habitación del hospital. Lo habían sacado de cuidados intensivos y colocado en una habitación privada a instancias mías. Pensé que necesitaría estar solo para descansar, pero comprobé que no lo estaba porque Sal, Cam y Herman estaban jugando a las cartas en la mesilla, encima de su estómago. No se veía dinero en efectivo, pero yo sabía que en esos casos Herman llevaba las cuentas en la cabeza.
Por un segundo, quise integrarme en la partida, pero recordé que estaba trabajando. Tenía que construir el caso de la defensa y necesitaba la ayuda de las únicas personas en las que realmente podía confiar en este mundo. Dejé que terminaran la mano y luego les expliqué los pasos que quería dar en la investigación. Entonces abrí el turno de preguntas. Tendría que haberlo adivinado.
—¿Por qué tengo que ponerme esta ropa? —farfulló Sal. Tenía puesto un par de pantalones grises de lanilla y una chaqueta azul de franela—. ¿Por qué no puedo usar ropa normal?
—Tío Sal, me he gastado una fortuna en esta ropa. Te estoy vistiendo mejor de lo que te has vestido en toda tu vida. Incluso puedes quedártela cuando hayamos terminado.
—No tengo dónde ir con esta ropa tan de lujosa.
—Entonces, tírala. Quémala. Úsala para envolver las costillas de cerdo.
—No me gustan los zapatos. Parecen raros.
—¿Unos Cole-Hans con hebilla? ¿Qué tienen que no te gusten?
—Me gusta más la ropa de Herman. A él le diste las botas.
Herman, sentado a su lado, refunfuñó.
—¿Piensas que voy a ponerme botas de vaquero? ¿Parecerme a esos goyim con los sombreros téjanos? Lo hago por Rita. Porque ella me lo ha pedido.
—No son botas de vaquero —dije—. Son botas negras, nada más, Herman.
—Entonces, ¿puedo cambiarle a Herman los zapatos por las botas? —rogó Sal—. No tengo nada contra las botas negras.
—Hasta me estoy poniendo esta chaqueta de cuero. Todo por Rita —dijo Herman rivalizando con cualquier católico por el martirio—. ¿Por qué no puedes seguir la corriente como yo, Sal?
Cam se rió.
—Herman, ¿hace cuánto que conoces a Sal Morrone? ¿Cuarenta, cincuenta años?
—Sólo treinta.
—Pues bien, treinta. Entonces sabes que Sal siempre tiene que encontrar algo de qué quejarse.
Tío Sal ignoró a ambos.
—¿Entonces puedo cambiar con Cam?
—No —le dije con firmeza.
—Pero tendré calor con la chaqueta.
—Lleva aire acondicionado.
Sal señaló las botas marrones de trabajo que yo había llevado para Cam.
—¿Podría usar las de Cam? Me gustan esas cosas.
No bromees. Ya quería ponerse el mismo calzado.
—Sal —dijo Cam—, ¿qué mosca te ha picado? Es como si fuera una obra de teatro o algo así. Yo necesito las botas, tengo que ir vestido según el papel que me toca. Tengo que hacer mi papel.
—Ha nacido una estrella —anunció Herman.
Sal se puso la chaqueta azul.
—Tengo una idea. ¿No puede Cam hacer el papel de Herman y Herman el de Cam y cambiamos todos los papeles?
Cam gruñó.
—Me está confundiendo.
—Se está confundiendo a sí mismo —le corrigió Herman—. Es una persona confusa. Una persona confusa a la que hay que aguantar.
Me froté la frente. La fiesta no salía tal como yo había esperado. Recuérdame que jamás tenga un bebé. O un viejo.
—Mira, tío Sal. Todos tienen que adaptarse al plan. ¡Nada de cambios ni de intercambios!
—Bueno, bueno. No tienes por qué gritar.
—Ella no gritaba —dijo Cam.
Sí, lo había hecho.
—Ahora, a vestirse. Tenemos que ponernos en marcha.
—¿Vestirse? ¿Dónde?
—En el lavabo.
—¿En el lavabo? ¿Aquí? —Sal echó una nerviosa mirada a la puerta; siempre parecía nervioso. Debo de haber estado demente cuando pensé que podía contar con él. Nadie jamás había confiado en Sal para nada. Yo no tenía idea de lo que hacía todo el santo día, salvo jugar a las cartas y ver viejas películas en la televisión. Mi padre siempre se había ocupado de todo.
—Tú puedes hacerlo, Sal. Tú y yo —dije sin creer una sola palabra.
—No lo sé.
—Yo sí lo sé.
Sal cogió la chaqueta y desapareció en el lavabo con la ropa. Decidí esperar para decirle qué acento debía fingir. Crecer ya es bastante duro como para no hacerlo en etapas.