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Cambié de postura sobre el banquillo que había sido mi pescante en la carnicería desde que era niña. Un material grisáceo salía por una rasgadura del almohadón de vinilo verde y dejaba al descubierto la punta de una varilla de acero. No sabía qué me incomodaba más, si la varilla o el tratamiento de silencio a que me sometía mi padre. Francamente la varilla era preferible.

—Oh, papá, ¿no te has alegrado por mí? —pregunté.

¡Paaff! Las gruesas molduras metálicas de sus gafas le resbalaron por la nariz. Le sobresalía el pelo gris por la camisa desabrochada de su blanco uniforme. Tenía la calva con una constelación de puntos violáceos, como un planetario.

—El jurado deliberó una sola hora. Una hora, eso no es nada.

¡Paaff! Ningún cordero se merecía semejante trato. Tampoco la carne.

—Papá, si no me diriges la palabra, me voy a casa de mi amigo, que al menos me habla.

Carraspeó.

—No me gusta lo que hiciste en el juicio. Está mal.

—¿Por qué no? Gané, ¿no es así?

—¡Yo no te crié de esa manera! —Blandió su cuchilla agitándola en mi dirección, pero yo permanecí impertérrita.

Me había acostumbrado a las amenazas de mi padre con toda clase de cuchillos, rebanadoras y punzones. Cualquier cosa. Había tenido a un centímetro de mi nariz todo un muestrario de armas carniceras. Resultan un buen entrenamiento para los juicios.

—¿Cómo me criaste?

—Para que fueras una buena chica.

—Las buenas chicas son pésimas abogadas, papá.

—Ya... —Reanudó el trabajo echando una mirada de soslayo mientras colocaba las chuletas sobre un bloque de madera. El centro cóncavo estaba oscurecido con sangre y tenía marcas de cuchillo por toda la superficie—. Ya —repitió, pero no hizo más comentarios. ¡Paaff!

Desfallecían mis aires de triunfo. Crucé las piernas sobre el vestido del delito, olí los olores con especias de la tienda y observé el lento tráfico a través de las letras de neón del letrero CARNICERÍA MORRONE con el brillante cerdito naranja. La tienda de mi padre estaba en el Market, el barrio italiano, un distrito de tiendas y puestos al aire libre que vendían cangrejos, calamares frescos y aves junto con detergentes, mangueras y esponjas. Los coches reptaban por la calle Nueve, navegando entre la basura y los puestos de venta como urbanos Escilas y Caribdis.

—Podrían limpiar un poco la calle —dije en voz alta sin dirigirme expresamente a mi padre—. Recoger la basura, ¿no te parece?

¡Paaff!

En la cuneta, se amontonaban las cajas de madera y de cartón; en las cajas sonreían las manzanas; las naranjas de California tenían un aspecto inequívocamente casquivano. Pero últimamente las fotos de frutas eran lo único sonriente en aquel barrio. Alguien había incendiado el restaurante de Palumbo dejándolo reducido a cenizas, lo que había conmovido el buen corazón del vecindario, y la semana pasada, alguien había robado a punta de pistola la joyería vietnamita. La tienda de mi padre no había sido objeto de ningún ataque. Él creía que los ladrones le respetaban; yo pensaba que sabían que no tenía un céntimo.

—Papá, ¿cuándo vas a vender este sitio?

¡Paaff!. Debido al peso, las gafas se le resbalaron hasta la punta de la nariz. Cada día que pasaba, tenía peor la vista; se estaba convirtiendo en el señor Magoo de los carniceros. Algún día se cortaría con los cuchillos, si antes no lo apuñalaba alguien.

—Vamos, papá. No estás enfadado conmigo por este juicio. Estás furioso por el caso Sullivan.

—Así es.

¡Por fin el viejo Vito decía algo!

—¿Cuánto tiempo vas a estar enojado?

—Para siempre. —Era un hombre tan razonable...

—Papá, ¿quieres que discutamos este asunto de una buena vez?

—Muy bien, señorita Bocazas.

Mi nombre completo.

—Escucha, Fiske Hamilton es un juez federal, uno de los más respetados de la profesión. Necesitaba un abogado y recurrió a mí. ¿Qué tiene de malo?

—Estás viviendo con su hijo.

—Pues sí. ¿Y qué? —Yo vivía con Paul Hamilton sin los beneficios de una boda. Eso aún malhumoraba más a mi padre aunque Paul no le caía nada bien. Una más de las paradojas de que estaba hecho Vito Morrone.

¡Paaff!

—¿Papá?

—Como dije —manifestó crípticamente.

LeVonne Bayson, que barría el serrín en un rincón, sonrió. LeVonne era un tímido adolescente negro que trabajaba para mi padre. Todos hacíamos ver que estaba allí para ayudar a los cuentes, pero ésa no era la verdadera razón. No había suficientes clientes ni para mantener ocupado a mi padre o a mi tío Sal, que solía caer por allí de vez en cuando.

—LeVonne —dije—, ¿sabes de qué está hablando este hombre? ¿Me lo podrías traducir? ¿Le podrías decir al carnicero que estaría encantada de poder entender lo que dice?

LeVonne sonrió como alguien delante de la televisión y continuó distribuyendo el serrín.

¡Paaff!

—¿Qué pasa? ¿Cuál es el problema? Este chico no entiende nuestro idioma, ¿eh, profesor? Cuéntale qué quiere decir «como dije».

LeVonne sacudió la cabeza demostrando suficiente sabiduría como para no hacer de árbitro. Tenía la piel fina, era pequeño y sus facciones aún parecían aniñadas; bajó la mirada hasta la punta de la escoba. Tenía el pelo casi al rape y bajo la barbilla le empezaba a asomar un parche de vello negro.

—¿Por qué no me hablas, papá?

—Tendrías que haber dicho que no. No, ENE O.

—¿Rechazar el caso Sullivan? ¿Por qué? Es el caso nacional más importante de acoso sexual. Pasa una vez en la vida.

—¿Por eso lo estás haciendo?

En parte.

—Por Dios, ¿qué pretendes que haga? ¿Decirle: «Mire, juez, sé que tiene problemas y yo soy una abogada de mierda y prácticamente estoy comprometida con su hijo, pero podría irse con su caso a algún otro sitio»?

—Hmmm. —Limpió el cuchillo en su delantal y lo metió por una ranura al lado de la tabla de cortar. Luego cogió un desgastado cuchillo de deshuesar, le cortó una tira de grasa esponjosa a una chuleta y la echó en un cubo—. Rita, ¿se te ha ocurrido pensar en algún momento que el juez puede haberlo hecho? ¿Eh?

Se me había ocurrido, pero rechacé la idea.

—¿Fiske Hamilton? Es una persona de mucha clase, papá. Un graduado de Yale, socio de Morgan Lewis más de diez años antes de entrar en la magistratura. Él no la acosó. Se lo pregunté y lo negó.

Sus ojos de un castaño lechoso le brillaron tras las gafas.

—El periódico decía que la acosaba en el despacho, en el mismo juzgado. Lo decía el Daily News, ¿acaso no lo has visto?

—¿Vas a creer todo lo que leas?

—¿Vas a creer todo lo que te digan? —Pegó una risotada y luego miró a LeVonne—. Señor presidente, ¿te ha gustado la respuesta? —gritó, y el chivo volvió a lanzarnos su famosa sonrisa.

—Papá, esa mujer está exigiendo una indemnización de tres millones de dólares. Imposición intencionada de sufrimiento emocional, todo lo que quieras. Lo que pretende es el dinero. Eso es todo.

—Vi la foto de esa chica, le vi la cara y te digo que no lo está haciendo por el dinero. —Dio la vuelta a la chuleta y entresacó los restos de grasa de la carne roja y húmeda. Unas gotas de sangre cayeron sobre la tabla de cortar, de un rojo menos intenso que las manchas a lo Jackson Pollock que tenía el delantal. Por eso me estoy convirtiendo en una vegetariana. No hay duda.

—Papá, ¿por qué sigues enfadado conmigo por esto? Es un trato cerrado. Mañana tengo que interrogarla.

—No me importa nada la conducta que tenga el juez, pero no me gusta que esté usando a mi hija.

Eso llegó a destino.

—No me está usando.

—Ese juez le estaba poniendo los cuernos a su mujer y ahora piensa que tú lo encubrirás. Te ha engañado con un farol y tú ni siquiera te has dado cuenta.

—No se está echando ningún farol. Se lo pregunté. Le observé mientras me contestaba.

Blandió su cuchillo en mi dirección.

—No mires al jugador, mira las cartas. Las tienes delante de ti y no las miras. Te está tomando el pelo.

—Le conozco. Es el padre de Paul. Es de la familia.

—¿La familia de quién? No estás casada y el juez no es ningún pariente. Yo no lo conozco ni le reconocería si lo atropello con el coche.

Lancé una carcajada ante sus palabras. Tenía una visión tan débil que el año pasado se había llevado por delante dos bicicletas y el pie de un niño. Es curioso, pero el pie ya estaba bien aunque las dos bicicletas quedaron hechas papilla.

—Papá, Fiske es un juez federal.

—Oh, sí. ¿Y qué tiene entre las piernas? ¿Un mazo de juez?

Siempre tan educado. A mi padre le encantaba decir groserías; era lo que más le gustaba después de descuartizar corderos y aplastar pies de niños. Sus vulgaridades volvían loca a mi madre hasta que ella nos engañó a los dos y lanzó su última carcajada.

—Acuérdate de lo que te digo —dijo haciendo círculos en el aire con el cuchillo puntiagudo—. Ya he dado unas cuantas vueltas por la vida.

—En coche, espero que no.

LeVonne se rió de verdad, al menos se le pudo oír. Mi padre se las arregló para esbozar una sonrisa, pero en dirección a las chuletas de cordero. Allí, sobre la tabla de cortar, como un carnívoro tributo a su destreza, había doce chuletas rosadas, cortadas iguales y dispuestas como una corona real. Qué bonitas, ¿no?

—Eso es arte, Vito.

—Señorita Bocazas.

—Eso es lo que tú eres.

Cayó el silencio mientras ambos nos tranquilizábamos. Yo sabía que lo haríamos, siempre lo hacíamos. Separarnos y juntarnos como dos palomas correteando por la calle. Había sido así desde que tengo memoria. Me había criado aquí, en la tienda. A los ocho años descuarticé mi primer pollo y al año siguiente tuve mi primera baraja de naipes. Fui una chica atípica, pero bien, dejémoslo así.

—Pues bien, las chuletas están muy bonitas —dije finalmente.

Asintió con la cabeza.

—Así es. ¿Quieres llevar algo para casa? Tengo unos buenos chorizos en la despensa.

—No, gracias. No como cosas muertas, ¿recuerdas? —Le vi poner las chuletas sobre la vieja balanza blanca. Al lado había amarillentos papeles de Licencias e Inspecciones y una estrella dorada de algún evento olvidado de cuando yo era niña. Miró a través de sus bifocales tratando de leer los números de la balanza.

—Señorita, necesitas comer carne roja. Te hace bien, tiene proteínas.

De acuerdo.

—De cualquier manera, voy a cenar fuera. Para celebrarlo.

—Llévate las chuletas, querida. —Me guiñó un ojo y envolvió las chuletas—. Quédate y celebrémoslo aquí.

Forcé una sonrisa. Mi padre no conocía a Paul y yo es-taba pasando una temporada bastante conflictiva con mi pareja. Había intentado no preocuparme; son cosas que pasan en cualquier relación. Esperaba que todo se solucionara con el caso Sullivan. Paul estaba muy unido a sus padres y había empezado a mostrar interés en la defensa de su padre. Hablábamos más que nunca. Por esa razón, había aceptado el caso por más que carniceros y jueces mostraran su disconformidad.

Y en realidad, qué más daba si el juez Hamilton había acosado a su secretaria o no.

Lo único que importaba ahora era ganar.