25
Kate me abrió la puerta con aire distraído. Sus medias gafas descansaban precariamente sobre la nariz y tenía una cámara Nikon Sure Shot colgando del cuello.
—Oh, Rita. Ven conmigo, cariño. Ven a ver lo que estoy haciendo.
¿Planeando otro asesinato? Esta mujer necesitaba un trabajo.
—Creo que nunca has visto esto —dijo—. Al menos no todo. —Me condujo a su inmensa cocina con armarios de pino e impecables mesas blancas. Por todas partes había platos, vasos y copas con el mismo decorado de colores que los que colgaban de las paredes. No había ningún cuchillo a la vista, de modo que me tranquilicé.
—¿Qué estás haciendo, Kate?
—¿Qué te parece? —Sobre una mesa rústica de pino se extendía una pieza de terciopelo negro y encima, un plato—. Hace muchísimo tiempo que pensaba hacerlo —dijo, y se inclinó sobre el plato sacándole una foto.
—¿Sacas fotos a platos? —No hay la menor duda de que necesita un trabajo.
—No es un plato cualquiera, es un Quimper de estilo francés. La porcelana se fabrica en Bretaña. —Cogió el plato, le dio la vuelta y me lo mostró. Allí había un garabato negro—. ¿Ves esta marca? Es una «P», por Charles Porquier. Introdujo la primera marca en la casa. Esta «P» en solitario es una firma extremadamente rara.
—¿Por qué lo fotografías?
Posó el plato con sumo cuidado y fotografió la «P».
—Para el seguro. Tengo ciento cincuenta piezas, si incluyes los posacuchillos y todo lo demás. —Señaló un armario lleno de vajilla—. La colección cuesta unos setenta mil dólares.
De haber estado tomando café, lo habría escupido, pero no me había ofrecido nada.
—Pareces cansada, querida. —Retiró el plato del terciopelo y lo puso en el armario—. ¿Cómo está tu padre? ¿Mejor?
Lo que me hizo recordar mi objetivo.
—Está bien, gracias.
—Me alegro mucho. Debes de estar pasando unos días muy duros.
—Tú también, con los periodistas que lo invaden todo y Fiske con problemas. En realidad, he estado pensando un modo de resolver este crimen. Vine a decíroslo a Fiske y a ti. ¿Está Fiske?
—Arriba, en la biblioteca. —Descolgó un plato de la pared, soltándolo lentamente y luego lo puso sobre el terciopelo—. Fiske sólito se metió en problemas. Se las arreglará para salir. Ha pensado un plan propio. Ya te lo contará.
No sabía si había oído correctamente.
—¿Qué?
—¿Acaso no ha sido él quien ha provocado todo esto? ¿Con su aventurita?
No supe qué decir.
—¿Su aventurita?
Sonrió fríamente bajo sus gafas.
—Una crisis de hombre mayor y tiene una aventurilla con su secretaria. No es nada excepcional.
Entonces lo sabía.
—No te sorprendas tanto, querida. Por supuesto que yo sabía que tenía una aventura. Hace cuarenta años que vivo con él, desde que salí de Bryn Mawr. Ni siquiera llegué a graduarme. —Su tono parecía amargo, pero no pude ver la expresión de su cara porque se agachó y se cubrió la cara con la Nikon —. Ésta es mi pieza favorita. No lo dudo —me dijo desde detrás de la cámara.
—Lo sabías, pero ¿no se lo hiciste saber?
—No, de hecho cuando me lo dijo esta mañana, me mostré muy sorprendida. Son muy tontos los hombres, ¿no?
—¿Te lo contó esta mañana? —¿Qué estaba pasando?
—Oh, sí. Es todo parte de un gran diseño. Fin de la partida, me dijo. Mira los detalles de este plato. Está pintado a mano, sabes. —Cogió el plato y lo sostuvo en el aire. En los bordes había flores naranjas y azules y en el centro una campesina con una cofia blanca y una falda naranja—. ¿No es una maravilla?
Francamente no. El rostro de la mujer estaba burdamente pintado; sólo una o dos líneas representaban las facciones.
—Tiene la cara un poco en blanco, ¿no crees?
— Naif.
—¿Qué? ¿Que tiene aspecto de qué?
—Es el estilo. Naif. Primitivo.
Basta ya con los platos de mierda.
—¿Cómo supiste lo de Fiske?
Se le desdibujó el rostro y hasta le desapareció la firme sonrisa.
—Volvía a ser un hombre joven, más contento que unas Pascuas. Por eso pienso que fue la primera vez que... se portaba mal porque nunca lo había visto tan feliz.
Ironías del destino. Pensé en Paul. Él había sido infiel y no se había mostrado tan contento.
—¿Le dijiste a Fiske que lo sabías?
—No.
—¿No te enfadaste? —¿Lo bastante como para matar a alguien?
—No. —Encogió levemente los hombros bajo su fino suéter de algodón.
—¿No se te ocurrió separarte?
Sacó otra foto y levantó la mirada.
—¿Por qué habría de hacerlo, querida? Fiske y yo crecimos juntos. Construimos una vida juntos, un hogar. ¿Por qué habría de dejarlo todo? ¿Por qué iba a hacerlo él? Yo sabía que se le pasaría. —Dio la vuelta a otro plato y continuó su tarea.
Por tanto, Fiske no le había confesado que amaba a Patricia y ella, de cualquier modo, no se lo hubiera admitido a sí misma. Contemplé los platos que colgaban de las paredes de la cocina como si fuera la primera vez. Cada uno tenía el perfil de un hombre o de una mujer, los hombres miraban a la derecha y las mujeres, a la izquierda. Kate había colgado los platos en parejas, de modo que los hombres y las mujeres se miraban. Sin embargo, sus caras no sonreían ni tenían expresión alguna. Los podía juntar, pero no podía hacer que fueran felices.
Nadie hubiera podido.
—Ah, Rita —dijo Fiske alborozado cuando entré en la biblioteca—, qué alegría de verte.
Hacía tiempo que no lo veía tan contento. Qué familia más retorcida.
—Fiske, ¿cómo estás?
—Bien, bien, gracias. Ya tengo el control. No dimito. Ya se lo comuniqué al presidente.
—Muy bien. He venido porque tengo algo que discutir con vosotros. Kate dice que sube en un minuto...
—¿Sabes por qué me gusta tanto el juego rey, Rita? —Señaló con un gran ademán los tableros sobre la larga mesa pulida.
¿Y ahora qué?
—¿Qué?
—El ajedrez. Me gusta por lo que nos enseña sobre las batallas, los conflictos. Se inventó en la India en el siglo vi, sabes, como un juego bélico. Uno de los grandes maestros, Lasker, dijo que el ajedrez era una lucha en la que sólo participan elementos puramente intelectuales.
—Sí. —Él y Kate formaban una auténtica universidad.
—No se me ocurrió hasta hoy, hasta que vi el titular que decía «En batalla». Eso es lo que me pasa, me dije. Estoy en plena batalla. —Levantó la mirada y sonrió—. En batalla.
Lo entendí.
—Fiske, escucha...
—Estas piezas tienen poder si se las usa apropiadamente. Mira ésta, por ejemplo. —Me mostró la reina blanca—. Tiene el valor más alto, el mayor poder de ataque en un tablero abierto. En el centro del tablero, controla setenta y dos casillas. —Jugueteó con la pieza entre los dedos—. Puede tomar otra pieza a una distancia de una o dos casillas, pero es más eficaz a distancias mayores. No la ves venir, avanza invisible. Como una mujer, ¿eh? —Dejó la reina en su sitio y se rió.
—Fiske...
—¿Sabes lo que dijo del ajedrez Benjamín Franklin? Que nos puede dar lecciones de vida.
Error. El ajedrez no es la vida; el póquer, sí. Es allí donde colisionan estos juegos.
—Tengo el ensayo de Franklin aquí mismo. Lo recordé cuando vi el titular. —Cogió un libro del estante a sus espaldas y lo hojeó—. Aquí estás. En La moral del ajedrez, Franklin nos dice que el ajedrez nos enseña la perseverancia porque uno «descubre el medio de superar por sí mismo una dificultad insuperable» y «uno se anima a continuar la partida hasta el final». ¿No es una maravilla, Rita?
—Supongo que sí.
Cerró el libro enérgicamente.
—Pues bien, estoy superando por mí mismo la dificultad. El rey también es poderoso y aunque ataca desde una distancia menor que la reina, toma piezas con facilidad. Cada vez que ataca, corre un grave peligro simplemente debido a la proximidad. No obstante, mira a su enemigo a los ojos. Y toma. —Fiske respiró hondo como si estuviera inspirado—. ¿Sabías que al final de la partida es imposible dar jaque mate si el rey está en medio del tablero? Se le debe acorralar. Y ahora te pregunto, ¿por qué he de permitir que me acorralen?
—No deberías. —Finalmente había sucedido. Fiske se había convertido en un rey blanco.
Golpeó tan fuerte la mesa con el libro que las piezas se tambalearon.
—¡Pero lo he hecho! Se lo he permitido a la prensa, al presidente del Tribunal, a Julicher, a todos los grupos feministas de esta ciudad. Se lo he permitido a cada jugadorcillo de segunda en este tablero. ¡Y ya está bien! De modo que paso al contraataque; ya he hecho mi primera jugada.
—¿Contándoselo a Kate?
Guardó silencio.
—Pues sí. ¿Te lo ha dicho?
—Sí.
—Una jugada agresiva, mi propia aplicación de la defensa siciliana. ¿Sabes lo que me dijo mi amante esposa? Que estaba terriblemente ofendida, pero que me perdonaba.
Yo todavía no podía creer que Kate reaccionara con tanta calma. Ninguna mujer lo haría. Al menos, yo.
—¿Fue todo lo que dijo?
Sonrió.
—¿Qué otra cosa podía decirme? Las personas no son piezas de ajedrez; se mueven de forma impredecible. Jamás habría adivinado que Kate lo entendería, pero lo ha hecho. Me ha prometido estar a mi lado y lo hará. Mi siguiente jugada fue invitar a casa al señor Julicher, el abogado de Patricia. Llegará en cualquier momento. Y pienso lidiar con él. Honestamente. Cara a cara.
—¿Stan Julicher? ¿Aquí?
—Le diré la verdad y le pediré que abandone. Si mi propia esposa no tiene motivo de queja, ¿por qué ha de tenerlo él?
¿Qué? Fiske estaba a punto de hacer una pésima jugada y arruinar mi propia estrategia.
—Espera un momento. Julicher no abandonará.
—¿Incluso tras darse cuenta de que está persiguiendo a un inocente?
Vaya inocente.
—Por favor, es un buscador de publicidad. No le podría importar menos.
Fiske hizo un gesto de determinación y cruzó los brazos como un general en jefe.
—Entonces le haré entender con quién está tratando. Se enterará de que, si no desiste de este acoso en la prensa, haré mi próxima jugada. Intercambiaremos piezas. Tomo rey por peón.
—¿Qué quieres decir?
—Presentaré cargos por libelo y difamación. Julicher ha superado los límites de cualquier privilegio para hablar de este asunto. Me querellaré contra todas las emisoras de radio y televisión en que haya aparecido, contra cada periódico que haya reproducido sus palabras. ¡Jaque mate!
—Fiske...
—No te asustes. Mi estrategia inicial será la amabilidad. Lo he invitado a casa, pese a sus grupos feministas. Pero nada de prensa, se lo exigí y aceptó.
Meneé la cabeza. Los acontecimientos se sucedían con demasiada rapidez. No sabía si proseguir con mi plan o no. Entonces recordé a mi padre y a LeVonne.
—Fiske, escúchame. Tengo algo que deciros a ti y a Kate.
—Estoy aquí —dijo una voz desde la puerta. Era Kate seguida de Stan Julicher—. Mira a quién he encontrado —dijo juguetonamente, e indicó un sillón a Julicher. Entonces se sentó en el brazo de otro y encendió un cigarrillo.
—Señor Julicher, no creo que nos conozcamos —dijo Fiske extendiendo una mano—. Soy Fiske Hamilton. Es un placer conocerle.
Stan Julicher se la estrechó y echó una mirada al elegante entorno.
—Mucho gusto, señor.
Fiske se aclaró la garganta.
—Como creo haberle mencionado, le he llamado para discutir el caso Sullivan con la mayor franqueza y libertad posibles.
—Fiske —le interrumpió Kate—, Rita tiene algo que decirnos. —Movió la cabeza en mi dirección—. ¿No es así, querida?
Un momento difícil. No quería hablarles en presencia de Julicher.
—Lo que tengo que deciros es confidencial, Kate.
—¿Confidencial entre abogado y cliente? —preguntó Fiske.
—Sí, por supuesto.
Fiske se irguió echando los hombros para atrás.
—Pero, Rita, yo no tengo absolutamente nada que ocultar. No veo ninguna necesidad para más secretos. Voy a decirle al señor Julicher toda la verdad sobre Patricia y yo. Soy inocente de cualquier otra falta. Así que habla con entera libertad, como si estuviéramos a solas.
Impensable.
—Fiske, todavía eres sospechoso de asesinato. Todo lo que aquí digamos puede ser utilizado si tú renuncias a tus derechos. El señor Julicher, si quisiera, podría declarar...
—Ya te lo he dicho. Déjalo pasar. Que se sepa que llamé al señor Julicher para defender mi honor. Que se sepa que me reuní con él, hombre a hombre para aclarar este asunto de una vez por todas.
Julicher se inclinó hacia delante.
—Todo lo que yo oiga en esta sala, aquí quedará.
Casi lanzo una carcajada.
—Vamos, Stan. ¿No se lo contará a la prensa apenas salga de esta casa?
Abrió mucho los ojos.
—Lo juro.
—Y una mierda. —No había ninguna razón para confiar en él. Entonces recordé lo que había dicho mi mentor Mack sobre la publicidad y eso me dio una idea—. Le digo una cosa, Stan. Podrá decirle a la prensa todo lo que oiga en esta sala, pero no hasta el lunes por la tarde. Y yo le daré una entrevista sobre el tema, una entrevista en exclusiva. Imagínese, usted me entrevista a mí, dos viejos enemigos, sobre cómo resolvimos un caso de asesinato.
Julicher casi se cae del sillón.
—¿Una exclusiva?
—Sí, con la condición de que no diga una palabra hasta que yo le llame el lunes por la tarde. Si lo hace, lo negaré todo. Y quedará con el culo al aire.
—De acuerdo.
Me sentí razonablemente segura de que funcionaría. Miré a Fiske. Era hora de iniciar la partida.
—Por tanto, esta conversación es confidencial para todos, salvo para Paul, que está ausente.
El humo hacía dibujos sobre los cabellos plateados de Kate.
—Hoy no hemos visto a Paul —dijo—. ¿Y tú?
¿Se había enterado de lo nuestro o no? Ya no tenía ninguna importancia.
—¿Le veréis el domingo para el desayuno-almuerzo, como de costumbre?
Kate hizo gestos afirmativos.
—Seguro.
—No podré venir. Tengo el funeral de LeVonne. Cuéntaselo, por favor. Quiero que lo sepa y nos diga si le parece lógico. —Yo lo había planeado así. No sabía si podía tirarme un farol con Paul. No quería intentarlo.
—Por supuesto.
—Muy bien. He aquí mi plan...
—¿Un plan? —dijo Fiske—. ¿Para hacer qué?
—Para capturar al asesino, por supuesto.
Entonces, respiré profundamente y mentí, mentí y mentí. Ni muchos ni pocos detalles, los necesarios. Se trataba de una sola partida, con todas las cartas boca abajo y una apuesta alta. Y todo el tiempo, mantener cara de póquer. La adrenalina viajaba por mis venas y me tintineaban los nervios de la tensión. Por lo que pude entrever se lo tragaron todo. Me pareció el mejor farol de la historia y con la apuesta más alta.
Al fin y al cabo, me estaba jugando la vida.