4

Miré a través de los cristales ahumados de la sala de reuniones la irregular geometría de mi ciudad, que relumbraba en la oscuridad de mis lentes contra la brumosa luz del sol. Las torres gemelas de Liberty Place se alzaban en el cielo junto a la punta piramidal del Mellon Center. La cristalera del edificio de la Cruz Roja reflejaba unos cuadrados suspendidos como diamantes falsos sobre la plaza Commerce. Filadelfia se parecía cada día más a Las Vegas y ahora corría el rumor de que abrirían casinos flotantes en el río Delaware. Ni siquiera yo pensaba que fuera bueno que todo el mundo se pareciese a mí.

Con sumo cuidado y como para una partida de cartas, había dispuesto el lugar que ocuparía la gente en esta audiencia preliminar; yo podía ver todo el casino y tenía a mi izquierda al taquígrafo de la sala. Coloqué a Patricia Sullivan y a su abogado en una punta, de modo que pudieran ver la pared que yo tenía detrás de mí. No les ofrecí café ni les indiqué dónde estaba el lavabo. Si te querellas contra mi cliente, aguántate las ganas.

Patricia leía la Prueba 7 del demandante a su lado de la mesa. Era una joven excepcionalmente hermosa con cabellos rubios y rizados, mejillas delicadas y una piel fina y cremosa. Tenía un perfume que olía a té de rosas y su blusa floreada no podía esconder unos pechos esplendorosos. El jurado pensaría en una Michelle Pfeiffer de juzgado. Me pregunté si lograría reunir un jurado compuesto sólo por mujeres.

—Muy bien —dijo Patricia. Me pasó la prueba que había traído consigo para la declaración—, ya he terminado.

La prueba era una tarjeta postal que decía ¡FELIZ CUMPLEAÑOS! ¡SÓLO HAY UNA COMO TÚ ENTRE UN MILLÓN! Le eché una mirada y tuve una sensación de hundimiento. El juez Hamilton había afirmado que su relación había sido estrictamente profesional y ésa era la única defensa que quería en el juicio. Tarjetas como ésta no ayudarían en nada.

—Señorita Sullivan —dije—, ¿en qué cumpleaños le dio el juez Hamilton esta tarjeta postal?

—En mi último cumpleaños, el doce de noviembre. Cumplía veintitrés años.

No parecía tener más de dieciséis.

—¿Hacía cuánto tiempo que trabajaba para el juez cuando le dio esta tarjeta?

—Sólo unos dos meses y medio. Empecé a trabajar en septiembre.

—¿Era su secretaria?

—Era una de sus secretarias; había dos. Aunque en realidad, yo no soy una secretaria. Soy pintora, pero no podía ganarme la vida con la pintura.

—Pintaba siempre —sentenció su abogado, Stan Julicher. Era un hombre alto y fornido con grandes ojos castaños y un intenso bronceado de fin de semana pescando en su motora. No había litigado antes contra él y no querría volver a hacerlo. Al final de un día de trabajo, enviaba a propósito sus documentos por mensajero para darme menos tiempo para replicarle. Una triquiñuela tan sucia que ni siquiera yo la usaba—. Sus pinturas eran hermosas, con flores y todo eso. En una, hay un bol con frutas y las manzanas parecen tan reales que dan ganas de darles un mordisco.

—Casi siempre pintaba naturalezas muertas —dijo Patricia a modo de explicación—. Flores, paisajes.

—Unos cuadros realmente hermosos —dijo Julicher meneando la cabeza—. Pero ya no pinta desde lo que le sucedió con el juez Hamilton. Estaba empezando su carrera. Cada día había más gente que descubría su arte. Era una estrella en auge. ¿Quién sabe dónde podría haber llegado si nada de esto hubiera pasado? El cielo era su límite.

—Gracias —dijo modestamente Patricia confundiendo el mensaje por daños y perjuicios con un elogio.

Decidí aprovechar la oportunidad para averiguar los daños, aunque normalmente lo hago tras interrogar al querellante.

—¿Ha vendido muchos cuadros, señorita Sullivan?

—A través de los años, sí.

—¿Podría decir cuántos al año?

—Oh, muchos.

—¿Cuánto dinero tuvo que pagar a Hacienda anualmente por esas ventas?

—Presentaremos las declaraciones de Hacienda en cuanto estén listas —interrumpió Julicher.

Perfecto.

—¿Por qué no están listas? Se trata de declaraciones de años anteriores.

—Han estado depositadas en mi despacho, pero estamos de mudanza. He alquilado unas oficinas más amplias en la calle Walnut.

—Se suponía que las traería hoy. Las pedí en las consultas previas y usted afirmó que las presentaría con las pruebas. Que figure en acta que las solicité por primera vez hace más de dos meses y que el letrado de la querellante aún no ha presentado los documentos fiscales.

—Las traeré tan pronto estén listas —dijo con determinación.

—Y yo solicitaré otra declaración en cuanto estén aquí, a fin de interrogar a la querellante.

Julicher frunció el entrecejo y anotó algo en su agenda con una estilográfica Cross de oro. En la punta de la pluma había un pequeño emblema de Cadillac que culebreaba mientras él escribía.

—Señorita Sullivan, para tener una idea aproximada de los ingresos obtenidos con su pintura, ¿cuántos cuadros vendió el año pasado?

—Tres. Vendo en ferias al aire libre en Main Line y Chestnut Hill. —Tomó un sorbo de agua en un vaso de plástico. En cualquier momento, necesitaría ir al lavabo.

—¿Vendió los tres cuadros en esas ferias?

—No, los vendí en privado.

—¿A quién?

Hizo una pausa.

—Al juez Hamilton.

Julicher hizo otra anotación y me pregunté si esto era una novedad para él. Lo era para mí, aunque él me había jurado y perjurado que me decía toda la verdad y nada más que la verdad.

—¿Cuánto pagó el juez Hamilton por esas pinturas?

—Quinientos dólares por cada una.

Diablos.

—¿Se acostaba usted con él en ese tiempo?

—¡Protesto! —gritó Julicher—. ¡Está insultando a mi cliente!

Insultar al testigo era mi trabajo.

—No estoy insultando a la testigo. Simplemente quiero aclarar un hecho. Se trata de una querella, no de un picnic.

—¡Quiero que esa pregunta no figure en acta! —dijo Julicher dirigiéndose a la taquígrafa de la sala, una pecosa pelirroja que mantuvo profesionalmente la mirada baja.

—Un momento —dijo Patricia. Se abalanzó hacia delante, agitada, y se le vio un músculo en su cuello delgado—. Puedo contestar. Quiero hacerlo. Mantuve relaciones sexuales con él en ese tiempo, pero bajo coerción. Tuve que hacerlo porque si no, perdía el trabajo.

—Ya está bien, Patricia —dijo Julicher—. Escúchame, yo te diré cuándo debes contestar.

Me aclaré la garganta.

—Señorita Sullivan, estaba a punto de explicar cómo consiguió el trabajo.

—Me enteré leyendo el Suburban & Wayne Times, entonces llamé y supe que era para trabajar con el juez Hamilton. Había oído hablar de él.

—¿Cómo?

—Por ser tan... respetado, supongo. Y su esposa con su club de jardinería. Salían mucho en los periódicos.

—¿Por eso quiso el empleo?

—Protesto —dijo Julicher.

—Replantearé la pregunta. ¿Qué le llevó a presentar la solicitud para el empleo, señorita Sullivan?

—La paga, y porque pensé que estaría bien trabajar para el juez Hamilton.

Julicher emitió un gruñido despectivo y yo estuve a punto de decirle que se lo guardara para el jurado.

—Señorita Sullivan —dije—, volvamos a la tarjeta postal. Usted afirma en su demanda que esta tarjeta marcó el inicio del acoso sexual del juez Hamilton, ¿no es así?

—Sólo se trata de una prueba tangible más —interrumpió Julicher—. El juez Hamilton le envió otra tarjeta.

Fantástico.

—¿Es usted el testigo o ella?

—Por nada del mundo me quedaría aquí sentado viendo cómo confunde a mi cliente.

Me volví a Patricia.

—Como dije al principio de mi declaración, si se siente confundida, por favor quiero que tenga total libertad para pedirme que aclare mi pregunta. ¿Entendido?

—Sí —dijo ella.

Julicher gimió teatralmente.

—Ahora bien, señorita Sullivan, suponiendo que esta tarjeta provenía del juez Hamilton, ¿por qué piensa que firmó «Juez Hamilton» en vez de «Fiske»?

—Si es que lo sabe —añadió Julicher.

—No le llamaba «Fiske» —respondió Patricia—. Siempre lo llamé «Juez».

—¿Nunca le llamó por su nombre?

—No.

¿Ni siquiera en la cama? Me mordí la lengua.

—Me he percatado de que la única tarjeta que ha traído hoy, la de Navidad, también está firmada «Juez Hamilton».

—«Con todo mi cariño, juez Hamilton» —interfirió Julicher.

—Stan, ¿cree que estamos conversando? Déjela responder a ella.

—Lo hago.

—¡No lo hace!

—¡Naturalmente que sí!

Los litigios suelen ser tan adultos...

—El acta hablará por sí misma, Stan.

—Me parece muy bien.

—De acuerdo. Tratemos de comportarnos como adultos, por favor.

Se le subieron los colores tras el bronceado.

—Lo haré si usted lo hace.

Basta ya. Era nuestro primer encontronazo y no sería el último. Stan Julicher, un recién llegado a Filadelfia proveniente de Nueva York, trataba de hacerse un nombre con este juicio. Hacía trabajo extra para salir en los periódicos y hasta había enviado copia de la querella a los medios de comunicación.

—Pues bien, señorita Sullivan, suponiendo que esta tarjeta sea del juez Hamilton...

—Me la dio él mismo cuando yo fregaba la cafetera —dijo Patricia.

—¿La cafetera? ¿Se refiere al primer incidente de acoso motivo de su acusación?

—Sí.

—Señorita Sullivan, ¿me podría explicar qué sucedió aquel día de la cafetera? ¿Con sus propias palabras?

—Celebrábamos un cumpleaños en la sala, todos nosotros. Los dos pasantes, la otra secretaria y yo. El juez Hamilton había ordenado comprar una tarta y todos comimos en su despacho, en la mesa de reuniones. A las tres.

—¿Y qué pasó con la cafetera?

—Yo la estaba limpiando en el fregadero junto al armario de provisiones. Estábamos solos y me dio la tarjeta. Cuando me puse a leerla, me tocó un pecho. Una especie de caricia. —Tres líneas aparecieron en el impecable entrecejo de Patricia y pareció recogerse en sí misma. Esa mujer podía vender cualquier aflicción fuera verdad o no. Pensé que oía una máquina tragaperras en la distancia, las monedas cayendo en una bandeja de metal.

—¿Le pidió que sacara la mano?

—¡Protesto! —dijo Julicher—. ¿Y qué importa si lo hizo?

—No tiene razón para objetar. Tengo todo el derecho de saber exactamente lo que sucedió. Conteste mi pregunta, señorita Sullivan.

—No, no lo hice —dijo nerviosamente Patricia—. Estaba demasiado aturdida para hacerlo. No dije nada y él retiró la mano y se fue a su despacho. Más tarde, cuando me estaba dictando, actuó como si nada hubiera pasado. Me dictó una larga carta de dos páginas y ni me dirigió la mirada. Aún recuerdo esa carta. Palabra por palabra. —Guardó silencio; parecía incómoda.

Julicher tenía la suficiente experiencia procesal como para dejar pasar ese momento. Hasta la taquígrafa tragó saliva.

—¿Alguien vio cómo él la tocaba? —pregunté rápidamente.

—No, estábamos solos. Y así volvió a suceder, al menos al principio. Me tocaba, no me decía nada, hasta que me besó en su despacho.

—Las puertas, ¿estaban abiertas o cerradas?

—Cerradas.

—Usted declaró que la besó en su despacho. ¿Le devolvió el beso?

—No —dijo crispando sus tersos labios—, traté de decirle que no, pero me forzó. Me empujó contra el sillón y me puso las manos sobre la blusa. Debería haberlo detenido, lo sé. Puede parecer una tontería ahora, pero sentí mucha vergüenza. Me pareció que no debía decir nada y eso es lo que él dijo después. Dijo que no pasaría nada si yo me callaba la boca.

—¿Le dijo que se detuviera o no? ¿Sí o no?

—No. Luego, a la hora del almuerzo, me llamaba y me acariciaba de esa manera; me hacía eso. —Le tembló la voz y cogió un vaso de agua y bebió con ganas—. Luego, un día lo hizo todo.

No sonaba a verdad.

—¿Quiere decir que hizo el amor con usted?

—Sí, sí, eso es lo que quiero decir. Al mediodía y en su despacho. A veces hacíamos el amor; en otras ocasiones, quería que... le hiciera cosas. Me dijo que cuidaría de mí y que no tenía de qué preocuparme si continuaba haciéndolo. Y si no se lo decía a nadie.

Un relámpago de preocupación pasó por las grandes facciones de Julicher y yo supe por qué. No sonaba para nada como el típico caso de acoso sexual. Sin embargo, aún así podía haber un granito de verdad. Me tiré un lance.

—Señorita Sullivan, ¿alguna vez el juez Hamilton le envió flores?

—¿Qué? —dijo Julicher—. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Es una pregunta.

—Creía que nos ocuparíamos de la denuncia.

—Es mi exposición. Yo escribo mi propio guión.

—Sería más fácil para la testigo si usted siguiera el orden de la querella.

¿Porque la ha instruido para seguirlo? Lo desdeñé y miré directamente a la testigo.

—Señorita Sullivan, mi pregunta era si en alguna ocasión el juez Hamilton le envió flores. —Algunos hombres envían tarjetas; otros flores y los demás son unos patanes. Fiske enviaba flores.

—Pues... sí.

Julicher la miró, sorprendido. Evidentemente no se le había ocurrido. Acaso porque era un patán.

—¿Le enviaba las flores a su casa o se las daba en el despacho?

—A mi casa.

Verifiqué mis notas.

—En los aproximadamente siete meses que trabajó para el juez Hamilton, ¿cuántas veces le envió ramos de flores?

Volvió a fruncir el entrecejo.

—No lo sé. No lo recuerdo con exactitud.

—¿Diría que a menudo o muy de tanto en tanto?

—Bueno, a menudo, supongo.

—No supongas —dijo Julicher con un gruñido.

Y no mientas.

—Señorita Sullivan, ¿diría usted que el juez Hamilton le envió tres veces flores en siete meses?

—... No. —Se movió en su asiento.

—¿Más o menos veces?

—No recuerdo.

Lo recordaba muy bien; hasta un tonto podía darse cuenta.

—¿Le envió el juez flores más de tres veces en siete meses? Antes de que conteste, le recuerdo que está bajo juramento.

—¡Protesto! No hay ninguna razón para ese recordatorio.

—Más —contestó Patricia visiblemente agitada—. Más de tres veces. Pero... no sé cuántas. No lo sé.

Los gruesos labios de Julicher hicieron una mueca de disgusto y garrapateó unas notas en su cuaderno.

—Señorita Sullivan, ¿qué floristería le enviaba las flores?

—Creo que Cowan.

La mejor de Wayne. Tomé una nota para averiguar si tenía las órdenes de envío. Entonces me acordé de algo. A Fiske le chiflaban los geranios. Consideraba que simbolizaban el amor verdadero y eran el leit motif de las interminables historias de amor que contaba Kate, su amada esposa.

—¿Qué clase de flores le enviaba el juez, señorita Sullivan?

—¡Protesto por falta de relevancia! —gritó Julicher, y arrojó su bolígrafo sobre la mesa, donde rebotó y cayó en el lugar de las pruebas.

—Conteste la pregunta, señorita Sullivan.

Patricia desvió la mirada y la dirigió a Julicher.

—¿Tengo que contestar? ¿Qué importancia tiene, Stan?

—Por supuesto que no —dijo Julicher—. Vamos, Rita. Esta forma de interrogar es improcedente.

—Es muy procedente y de cualquier modo, usted no puede objetar algo que considera irrelevante en una exposición como ésta. Déjela contestar o llamaré al juez McKelvey para que decida.

Julicher hizo un gesto de desagrado, luego miró para otro lado, tranquilizándose.

—Adelante, Patricia. Es ridículo, pero puedes responder.

Ella se alisó el cabello.

—Pues bien, el juez me enviaba geranios.

—¿De qué color? —Amarillos.

—Amarillos, creo.

—¿Cuántos cada vez? —Dieciocho.

—Dieciocho.

Dieciocho, no doce porque le gustaba que el florero estuviera bien lleno.

—¿Por qué no una docena? ¿Lo sabe?

Julicher pareció explotar.

—¿Qué importancia tiene el color o la cantidad de flores? ¡Esto es una pérdida de tiempo! ¡Nada de esto tiene que ver con la denuncia!

—¿Por qué no una docena, señorita Sullivan? Le recuerdo que sigue bajo juramento.

—No lo recuerdo —contestó Patricia, aturdida.

Mentirosa. Por tanto, Fiske había tenido una aventura. Y se trataba de una aventura amorosa, no sólo sexual. ¿Había creído que yo no lo averiguaría? ¿Qué diablos estaba pasando?

—¿Le regaló el juez Hamilton alguna otra cosa?

—Sí —dijo ella mirando preocupada a Julicher.

—¿Qué le dio?

—Me envió telas y material de pintura.

Julicher frunció el entrecejo y el emblema del Cadillac bailó un watussi. Tal vez se había creído la historia de acoso sexual de Patricia desde el principio, pero lo más probable era que objetara a todo para evitarle a Patricia un interrogatorio a fondo. Quizá creía que Fiske no querría defenderse, probando que había tenido un asunto amoroso consensuado, de modo que Julicher tenía triunfos para ambos casos. Yo tenía cartas perdedoras. Y Fiske también.

—Señorita Sullivan, ¿cuántas veces le envió el juez Hamilton pinturas y materiales pictóricos en ese período de siete meses?

—Una o dos veces... Una vez.

Pero Fiske no sabía pintar; se dedicaba al tenis.

—¿Cómo sabía él lo que debía enviarle?

—No lo sé. Nunca le pedí el material. Nunca.

—Usted no se lo devolvió, ¿no es así?

—No.

—¿En alguna ocasión el juez Hamilton le dio dinero?

Le brillaron los ojos; se puso a la defensiva.

—De ninguna manera. Me ofreció prestarme algo, pero yo no quise.

—¡No le expliques nada, Patricia! —gritó Julicher como un matón de escuela—. ¡Te lo había dicho!

—Lo siento —musitó Patricia.

—Señorita Sullivan, ¿el juez Hamilton le ofreció dinero antes o después de comprarle los cuadros?

—Antes.

Por ende, después de haber rechazado el dinero, Fiske le compró las pinturas. Sumé dos más dos, pero por desgracia sin la colaboración de mi cliente.

—¿En alguna ocasión le encargó él alguna pintura?

No contestó, sino que alargó una mano temblorosa hacia el vaso de agua. La taquígrafa permaneció en posición sobre su máquina; sus negros ojos sin maquillaje eran un misterio para todos, menos para ella. Se hizo el silencio en la sala y Julicher revisó sus notas cuando el silencio también le llegó a él.

—El juez me encargó una pintura —dijo finalmente Patricia—. Un retrato.

—¿De quién?

—De usted y del hombre con quien usted vive.

¿Qué? Se me hizo un nudo en la garganta.

—¿Un retrato mío?

—Era de una foto tomada en Bermudas, creo recordar que me dijo el juez. Los dos estaban de pie bajo un arco a la luz de la luna.

Paul y yo. Nuestro primer viaje juntos. Fue después de cenar la primera noche. Un hombre de Iowa nos había sacado la foto.

—Usted tenía puesto un vestido blanco —dijo Patricia.

A Paul le encantaba aquel vestido. Le aposté a que no me lo podía desabrochar con los dientes. Y lo hizo.

—Creo que el retrato debía de ser una sorpresa para un aniversario.

Recordé a Paul quitándose la americana y luego desabrochándome la falda. ¿Por qué te quitas tu propia ropa?, le había preguntado. Porque lo puedo hacer más rápido, me contestó riéndose.

También ahora había risas en la sala.

—Un directo a Rita —farfulló Julicher con una mueca; yo intenté recuperar el aplomo.

—Señorita Sullivan, ¿dónde está ahora ese retrato?

Julicher se abalanzó hacia delante.

—¿Y ahora qué relevancia tiene eso?

Ninguna, pero yo lo quería saber.

—Señorita Sullivan, ¿dónde está la pintura?

Julicher posó una mano repugnante sobre el brazo de su cliente.

—¡Protesto! Usted le hace esta pregunta para especular. ¡No tiene nada que ver con la querella!

—¿Se guardó usted el cuadro, señorita Sullivan? —le pregunté en voz más alta. Si su propio abogado la podía avasallar, yo también podía.

—... No lo sé —contestó Patricia. Tenía la fina piel enrojecida; su voz sonaba inquieta—. ¿Stan?

—¡Protesto! —gritó Julicher golpeando tan fuerte la mesa que Patricia se sobresaltó—. ¡Está perturbando a mi cliente!

Era el momento de encararlo.

—Esto es sólo el principio, Stan. Ha presentado una querella contra mi cliente por una fortuna. Lo mejor será que se entere de lo que eso significa.

Julicher parecía enfurecido.

—¡Esto no significa que tenga que soportar toda esta mierda!

—Lo lamento, colega. ¡Eso es exactamente lo que significa! —repliqué, y entonces oí un sollozo. Era Patricia. Le habían saltado las lágrimas y ahora buscaba un kleenex. Dios santo. Esa mujer era un ángel perfecto o una actriz perfecta. Decidí dar marcha atrás mientras se secaba las lágrimas. De cualquier manera, ya había enviado mi mensaje.

—Lo siento —dijo ella-..., no sabía...

—Está bien, señorita Sullivan. Volvamos a la reclamación. —Repasamos sus alegatos mientras se recuperaba. El interrogatorio preliminar prosiguió sin nuevos incidentes; todo el mundo se calmó y mis pensamientos estaban en otra parte.

De modo que Patricia y Fiske habían sido amantes aunque ninguno de los dos lo querría admitir ante la sala. Mi problema es que tenía un caso para ganar y la mejor manera de hacerlo era probar que había existido un amorío. Pero Fiske jamás me lo permitiría. Le obligarían a dimitir de su cargo y le daría un disgusto de muerte a Kate. Me habían dado un juego perdedor y ahora ya no podía pasar.

Me pregunté si lograría convencer a Fiske para que llegáramos a un acuerdo. Me pregunté por qué diablos había aceptado ese caso en primer lugar. Y más tarde, cuando hacía las últimas preguntas a Patricia, me pregunté sobre el vestido de seda que tanto gustaba a Paul.

Ya no existía.