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Mi padre roncaba mientras lo vigilaban Sal, Cam y Herman como tres sabios retirados. Tomé asiento y les expliqué mi plan estudiándoles los rostros tensos y pensando que se opondrían, pero estaba equivocada. Habían vivido la Depresión y la Segunda Guerra. Herman hasta había sobrevivido al Holocausto. Había acero en ellos, por frágiles que parecieran. Y estaban dispuestos a vengar a mi padre y a LeVonne. Opinaron que el farol podía funcionar.

—Entonces el lunes —dije.

Herman se cruzó de brazos.

—¿Por qué esperar hasta entonces? ¿Por qué no ahora?

—Quiero que ocurra en la hora de máxima actividad. Esto está muerto los fines de semana.

—Has elegido mal las palabras —dijo Cam sin alegría.

Herman asintió.

—Muy bien, el lunes. De cualquier modo tenemos el funeral de LeVonne el domingo.

Nos quedamos en silencio. Únicamente Sal no había pronunciado palabra. Tenía las consabidas arrugas de ansiedad en la frente y se había cambiado la chaqueta azul por una camisa de manga corta.

—¿Está aquí, señor Livemore? —le dije—. Dijiste que querías hacer más cosas de abogado.

—Esto no es exactamente lo que quise decir, Bata.

—Lo sé. Aun así, ¿jugarás?

—No creo que sea una buena idea. Te pueden hacer daño.

—Por eso te necesito. Vosotros tres sois mi protección. Mi apoyo.

—¿No le quieres decir nada a tu padre?

—¿Estás bromeando? No le gusta nada que trabaje hasta tarde. ¿Crees que le gustará que haga esto?

—¿Y a la policía?

—No creo que estén de acuerdo. Además, nos valemos por nosotros mismos, Sal. ¿Conoces a alguien que juegue al póquer mejor que nosotros?

Cam sonrió y Herman también. Sal posó su mirada en mi padre, pero no dijo nada.

No podía esperar una respuesta. Cogí el teléfono del hospital y marqué el número del contestador automático del motociclista. El ruido me hizo saber que el muchacho aún oía los mensajes. Yo dejé el mío con el farol. Era un mensaje que no pasaría por alto si era el asesino. Colgué el teléfono y Cam sonrió.

—Ya estamos en camino, nena —dijo, y Herman asintió.

Sal cruzó sus flacos brazos, aún mirando a mi padre.

—¿Tío Sal? —le pregunté.

—Cuenta conmigo —dijo al cabo de unos segundos—. Cuenta conmigo.

—Bien. —Me puse de pie—. Ahora tengo que irme.

—¿Adónde vas?

—A casa de los Hamilton. A empezar la partida.