26
Por la noche, estaba exhausta, pero la partida ya se encontraba a toda marcha. Detestaba tener que esperar hasta el lunes, pero no había otra alternativa. Tal vez era mejor que fuera así porque el tiempo le daría al asesino oportunidad de desesperarse. Se revolcaría preguntándose cuáles eran de verdad mis cartas. Le entraría miedo y su imaginación empezaría a dominar la realidad. Si yo había logrado un retrato correcto del asesino, se trataba de un jugador osado. Correría demasiados riesgos y acabaría perdiéndolo todo.
Lo único que yo tenía que hacer era creer. Podía hacerlo en una mesa de juego y en el juzgado. ¿Sería capaz de hacerlo el lunes?
Tenía más miedo de lo que osaba admitir.
Pasé en coche por mi casa vacía, pero no quise entrar.
Visité el hospital donde mi padre dormía bajo los ojos vigilantes del trío de veteranos.
Aparqué en el Four Seasons, pero habían alquilado mi habitación y todas las otras a una convención de dentistas.
Pasé por el Market, que despedía un olor a frutas demasiado maduras en esta noche húmeda. El sábado era el día de mayor ajetreo en el Market y el aire sofocante despedía un olor fétido a frutas y verduras podridas. Los puestos estaban cerrados y a oscuras. Un camión de basura de la Mafia resonaba contra el silencio. Me detuve frente a la tienda de mi padre, cerrada desde la muerte de LeVonne. De la puerta colgaba un resto del papel de precinto policial de escena del crimen. El cerdito de neón hacía resplandecer su color naranja en la oscuridad.
Entré en el local y rápidamente conseguí lo que buscaba; luego volví a cerrar la puerta dejando que el letrero de CERRADO se bamboleara en silencio. No quise pensar cómo había sido en el pasado, conmigo sentada en el taburete de vinilo observando a mi padre desgrasar la carne o con LeVonne sonriendo en silencio, aferrado a su escoba. Puse la cabeza y el coche en marcha y partí.
Cuando finalmente apagué el motor, no me sorprendí del todo de cuál había sido el final del trayecto.
—Tienes todo el aspecto de necesitar un trago —dijo Tobin. Se encaminó descalzo a la cocina con una camiseta que decía DREXEL UNIVERSITY y pantalón corto de gimnasia.
—Agua fría me vendría muy bien —le dije dejándome caer en un sofá negro de cuero. La sala mostraba muebles caros, paredes con ladrillos a la vista y fotografías japonesas en blanco y negro montadas como en una galería. Sobre una alfombra marrón, había documentos legales y fotocopias de jurisprudencia dispuestos en semicírculo, junto a un bol lleno de caramelos.
—¿Cenas galletas?
—Me he quedado sin las Snickers.
—¿Alguna vez comes algo sin azúcar, Tobin?
Regresó con un vaso Pilsen de cerveza y rae lo pasó.
—No, cuido mi dieta. En especial, cuando trabajo.
—¿Estabas trabajando?
—Lo hago de vez en cuando, ¿sabes? —Tomó asiento en una silla delante de mí—. Bébete tu falsa cerveza.
Tomé un sorbo que parecía amargo y frío.
—Es un vino demasiado joven.
Miró al techo.
—¿Cómo puede ser que estés solo?
—Lo hago de vez en cuando.
—¿Un sábado por la noche?
—¿Has venido a darme guerra o a saludarme?
Yo no sabía en realidad por qué lo había hecho.
—Las dos cosas.
Sonrió.
—Estás cansada.
Me pasé una mano por el pelo y pensé vagamente en mi mal aspecto.
—Lo estoy. Hoy he tenido mucho trabajo.
—Supongo que demasiado como para devolver mis llamadas.
—No he estado en casa.
—Estaba preocupado. Te he llamado constantemente. Me sentía como Lesley Gore. Incluso esperé que me devolvieras alguna.
—¿De qué estás hablando? —Tomé otro sorbo; él me observaba.
—¿No te enseñó tu mamá que es de buena educación devolver las llamadas?
No entremos en eso.
—No.
—Entonces, ¿qué ha pasado? Oí decir que habías encontrado el arma homicida. ¿Cómo te las ingeniaste?
—Es una larga historia.
—Entonces, cuéntamela. —Se inclinó hacia delante sobre sus rodillas desnudas—. Estás con vida, de modo que el chico rico no te mató.
Tampoco quise entrar en ese tema.
—Todavía no.
—Esta noche no estás muy conversadora.
Puse el vaso de cerveza sobre la mesa.
—No quiero hablar de Paul.
Volvió a recostarse en el sofá.
—¿De qué quieres hablar? ¿De procedimientos criminales?
—No.
—¿De zumos naturales? ¿Marcas de galletas? ¿Te gusta el béisbol? A mí me gusta Nueva York en junio, ¿y a ti?
—No.
—Entonces, ¿qué pretendes de mí?
Una pregunta honesta. Pensé en Fiske cuando dijo que la reina blanca tomaba a la distancia, casi invisible. No quería ser esa especie de mujer. Pero tampoco sabía qué clase de mujer quería ser.
—Tobin, sólo estoy segura de una cosa.
—¿Qué?
—Sólo estoy segura de lo que no quiero de ti.
—¿Qué es?
—No quiero que juegues conmigo. —Como hacía Paul.
—Nunca juego contigo ni con otras mujeres.
Seguro.
—Te he visto en fiestas en la oficina. Cada vez te presentas con una distinta.
Pareció tocado.
—¿Y qué pasa si he salido con unas pocas?
—¿Unas pocas? Ya debes de haber superado las cuarenta.
—¿O muchas? Todavía no he conocido la mujer con la que me comprometería. ¿Y tú qué? Llevas al mismo hombre a todas las fiestas, pero aún no estás comprometida con él. ¿Cuál es la diferencia?
Ninguna.
—No te oigo —dijo, y se rió llevándose una mano al oído.
No me apetecía nada tener que admitirlo.
—No mucho en ese sentido.
—¡En ese sentido! ¿Sabes a quién me recuerdas más que a nadie?
—¿A Cindy Crawford?
—A mí.
Por favor.
—Tú y yo somos parecidos —continuó—. Tenemos muchas cosas en común.
—Ambos llevamos coleta. Eso es todo.
—¿Estás bromeando? Tenemos antecedentes similares, los dos crecimos aquí. Trabajamos demasiado. Nos gusta reír. Somos solitarios. Y no nos hemos casado, lo que no significa que no lo vayamos a hacer.
Tal vez.
—¿Qué? —preguntó.
—No he dicho nada.
—Lo sé. Tienes un mal hábito. Piensas muchas cosas que no dices. Te guardas demasiadas cosas. Todo circula por el interior de tu cabeza.
Me cogió de sorpresa.
—Muchas gracias.
—Pero es verdad. Yo te observo y me percato de cosas. —Se inclinó hacia delante reduciendo el espacio que nos separaba—. ¿Por qué no me cuentas lo que piensas? ¿En este momento?
Pues bien.
—Pensaba que tal vez signifique que no podemos comprometernos.
Frunció el entrecejo, pero suavizó su expresión con una sonrisa-Tal vez sí. ¿Quieres averiguarlo?
Trágame tierra.
—No lo sé.
Me acarició una mejilla.
—No estoy segura.
Él asintió y dijo:
—Es honrado por tu parte.
—Yo tampoco quiero jugar contigo.
—No tienes por qué hacerlo. De hecho, no debieras, porque a mí tampoco me gusta.
Parecíamos mujeres hablando con indirectas.
—Rita, di lo que tengas que decir.
Recordé el juego de máximo riesgo de Patricia, luego lo que Paul había dicho acerca de que el póquer era un juego muy seguro. Patricia y yo; ¿en qué éramos distintas, en qué nos parecíamos? Y también en mi madre.
—¿No te gustan las mujeres que juegan, Tobin? ¿Mujeres a las que les gusta la marcha? ¿No las encuentras atractivas? ¿Arriesgadas? ¿Con la fascinación del riesgo?
—No —replicó secamente.
—Dime por qué.
—Es obvio, ¿no te parece?
—No.
Me cogió una mano entre las suyas. Las sentí cálidas, diferentes. No tan refinadas como las de Paul, pero fuertes.
—Tal como lo veo, el riesgo, el riesgo de verdad, es no jugar a nada. El riesgo de verdad eres tú viniendo aquí. El verdadero riesgo somos tú y yo.
Me puso en alerta.
—Si realmente quieres correr un riesgo, entonces tienes que empezar a decirme lo que estás pensando. Tienes que dejar de jugar. —Hizo una pausa y pasó un dedo por encima de una vena abultada en mi mano. Estaba tan próximo que podía sentir el olor a verano de su cuerpo—. Espero que lo puedas hacer, porque me gustaría intentarlo en serio. Contigo.
Escuché sus palabras, oí el timbre de su voz cerca de mi oído, su ligera rudeza. Todo lo suyo era nuevo para mí. Ahora las reglas eran diferentes; se habían acabado las partidas. Quería evitar los errores cometidos con Paul. Yo también quería ser diferente. Y, por tanto, hice lo primero que se me ocurrió.
Me eché para adelante y lo besé.
Resultó ser exactamente lo que debía hacer.
Y más tarde, cuando hicimos el amor en su blanda cama, todo también fue diferente. Sus olores, sus sonidos. Lo dejé acariciarme y tomarme y cerré los ojos y disfruté el placer sin pretender estar en otro sitio o en otros tiempos. No tuve que esconderle las dudas que tenía de él. No tuve que disimular sentimientos de desconfianza ni de rabia. Ni de dolor o miedo.
Al final lloré un poquito y él me abrazó y me hizo reír. Entonces, me hizo mimos y me estrechó entre sus brazos, tranquilizándome. Me cogió fuertemente de las caderas, moviéndome, animándome. Entonces, lo acepté libremente. Justamente. Directamente. Y cada vez que trataba de apagar la luz, no me dejaba.
Me gustaba de aquella manera, le dije.
Aprende una nueva manera, me dijo. No me pude negar.
Entonces, también la aprendí.