29
La luz del sol traspasaba la ventana abierta y caía sobre el cubrecamas del hospital. Mi padre estaba incorporado sobre varias almohadas. Parecía fatigado, pero sonreía.
—Por tanto, tú crees que te debo algo —le dijo a Herman, que estaba al pie de la cama.
Herman meneó la cabeza.
—Yo no he dicho eso. ¿He dicho algo semejante?
Yo estaba sentada a un lado de la cama.
—No, lo dije yo. Tú le debes algo, papá. Y yo también. ¿Qué marca de coche quieres, Herman?
—Cualquiera menos un Jaguar —dijo Cam desde el otro lado de la cama.
Lancé una carcajada.
—Vamos, Herman, ¿qué quieres? ¿Unas fichas antiguas de póquer? Yo necesito cien kilos de pollo kosher. Ni siquiera tienes que prepararles las alas.
Me hizo callar con una sonrisa.
—Ya me lo has pagado, Rita. Convenciste al fiscal para que no me acusase de asesinato.
—No me costó mucho. Era homicidio justificado y lo sabían. ¿Y ahora qué te debo?
—No me debes nada. Nadie me debe nada.
—Entonces, envíame una tonelada de tarjetas de tu hija Mindy cuando menos. Le entregaré una a cada miembro del colegio de abogados de Filadelfia. La convertiré en la taquígrafa estrella de la judicatura.
—Sólo me alegro de haber estado allí —comentó Herman—. Estuvo bien que llegara a tiempo.
Qué tontería. Jamás me olvidaré de la visión de Herman con la pistola. No sabía que traería un arma, pero me alegré de que lo hiciera.
—Tal vez cometiste un error, Herm —dijo Cam—. Tal vez tendrías que haberlo pensado dos veces antes de salvarla. ¿Qué importancia tiene una abogada menos? ¿Un servicio público?
Le di un golpe.
—Escúchame, Tarzán. ¿Mira que darle una paliza a un arquitecto indefenso? —Y no es que estuviera muy descontenta de la paliza que recibió. Al menos, nos hizo quedar casi empatados.
Herman se rió.
—El pobre zhlub. Sólo intentaba protegerte.
—No es culpa mía —dijo Cam—. ¿Cuánto tiempo iba a esperar? ¿Hasta que la matara? ¿A quién le voy a ganar el dinero los jueves por la noche?
Ahora intenté pegarle más en serio.
—¡Y una mierda, Cam! La semana que viene te dejaré sin un solo duro de la Seguridad Social, Camille. No te dejaré ni el aparato para la sordera.
—Bonitas palabras de mi ahijada —dijo Cam haciéndole un gesto a Herman—. Adelante, Herman. Pídele una caja de fichas de marfil. No, mejor dos, porque son pequeñas.
Herman volvió a menear la cabeza.
—Vino muy bien que estuviera allí. A mí también me ayudó.
Era extraño que dijera eso. Miré a Herman, perpleja.
—¿Qué quieres decir?
—Nada.
—Nada. Salvar una vida es nada, en especial cuando se trata de la mía. ¿Qué significa?
Herman metió las manos en los bolsillos de sus bermudas.
—Tal vez por eso. Eso es todo.
—¿Por eso qué?
—Porque salí con vida. Nadie más estuvo en mi compañía, salvo él y yo. Tal vez debía pasar de ese modo. Conservé la pistola todos estos años; acaso por esa razón. —Movió la cabeza de un modo que decía que no quería seguir hablando del tema.
De repente se abrió la puerta y entró tío Sal. Le eché una mirada y me quedé estupefacta.
—¿Tío Sal?
—¿Sal? —exclamó Cam—. ¿Te sientes bien?
Herman se rió.
—¿Puedes creértelo?
Mi padre estaba asombrado.
—¿De qué mierda te has disfrazado, Sallie?
—¿Qué, no os gusta mi aspecto? —preguntó tío Sal. Se había teñido de negro su fino pelo gris y tenía puestas la chaqueta negra de cuero y las botas que yo le había comprado a Herman. Parecía un Ángel del Infierno septuagenario—. Betty dice que tengo muy buena pinta. Guapo.
—¿Betty? —exclamé.
—¿El bombón? —dijo Cam.
—¿La pequeñaja? —dijo Herman.
—¿La pelirroja? —dijo mi padre.
Sal asintió.
—Tú me dijiste que divertirse estaba bien, Rita. Por tanto, me estoy divirtiendo. Mirad por la ventana.
Cam y yo salimos disparados hacia la ventana. Fumando un cigarrillo frente a la entrada del hospital había una abuela, pelirroja teñida y vestida de enfermera. Pese a su edad, tenía un cuerpo sensacional y la pintura de sus ojos era visible desde tres pisos de distancia.
—¿Betty? —pregunté incrédula.
—¿A que es imponente? —dijo Sal saltando para verla por encima de mi hombro—. La llevaré de paseo.
Cam se rió.
—¿De paseo? ¿En qué?
—¿Qué? —exclamó mi padre—. ¿Qué dices? Tú no tienes coche.
Sal señaló con un dedo.
—En eso.
Aparcada frente al hospital había una Harley-Davidson flamante. Tenía brillantes curvas de ónix, relucientes tubos cromados y un asiento de cuero que se reclinaba como en un convertible. Estaba estacionada ilegalmente, pero a los porteros de chaquetas rojas que la contemplaban embobados no parecía importarles. Miré una y otra vez.
—¿Una moto? —preguntó Cam sin creérselo—. ¿La puedes conducir?
—Herm me enseñó a hacerlo —asintió Sal con orgullo.
Herman corrió la cortina.
—Lo sabía del servicio militar.
—¿Una motocicleta? —dijo mi padre—. ¿Habéis dicho una motocicleta?
Yo seguía obnubilada. Me habían sucedido muchas cosas. La infidelidad de mi novio, sexo con un coletas que apenas conocía, un hombre muerto a tiros ante mis ojos. Y ahora esto. No tenía palabras.
—¿Betty? —fue lo único que atiné a decir.
—¿Una moto? —repetía mi padre—. ¿Te has comprado una motocicleta? ¿Te has vuelto loco, Sal?
Sal dio media vuelta sobre sus tacones de acero.
—Hago lo que quiero, Vito. No eres mi jefe.
Cam y Herman intercambiaron miradas.
Yo sólo podía parpadear.
—¿Sal? —gimió mi padre como herido por un rayo. Se llevó las manos a la herida. Al menos yo pensé que era la herida y no el corazón.
—Y no la compré —añadió Sal.
Tuve una corazonada, pero no me atreví a decirla. Le hice un guiño a Sal, que sonrió de oreja a oreja.
—Me la dejaron para toda la tarde, Rita. Y hasta me creyeron el acento.
—¿Betty? —exclamé.
Al final del día, me quedé a solas con mi padre. No tenía ningún motivo para irme y no quise hacerlo. Se fue haciendo el silencio en la sala después del horario de visitas y la gente que respetaba las normas ya se había despedido. Mi padre cerró los ojos mientras yo ajustaba la manta por debajo del colchón.
—No tendrías que haberlo hecho, lo sabes —me dijo.
—Lo sé.
—No te hubiera permitido hacer algo tan demencial.
—También lo sé.
—Te podrían haber matado, Rita.
—Y a ti también, papá.
—¿Es por eso? ¿Piensas que tú tienes la culpa de que esté aquí?
Por supuesto.
—No. Necesitabas unas vacaciones. Me alegro de que te hayan dado un tiro.
Cerró los ojos.
—Señorita Bocazas.
Gracias a Dios.
—¿Te divertiste con David y su amigo?
Sonrió soñoliento.
—Me dijeron cómo cocer el pan. Dicen que ponga zanahorias, pero yo no las voy a poner. Las zanahorias no van en el pan.
—No.
—Dicen que debería vender la tienda. Yo también lo pienso.
Aleluya.
—Una buena idea, papá.
—Se la iba a dejar a LeVonne —dijo, pero casi no terminó la oración. Ladeó la cabeza. Se estaba quedando dormido. Le arreglé la manta sobre los pies y reaccionó ligeramente.
—¿Qué vas a hacer, Rita?
—Duerme, papá. Estás medio dormido.
—Tienes que elegir.
Se refería a Paul o Tobin. Le había contado toda la historia cuando estuvimos solos. Había insistido en ello y me sentó bien contarle toda la verdad a alguien.
—Apuesto a que vuelves con ese imbécil.
Sentí un escalofrío.
—Me ayudaría mucho si fueras más justo con Paul, papá.
—Sea como sea, te quiero. Así que apuesta.
—¿Sobre con quién termino?
—Sí. —Sonrió de un modo letárgico, con los párpados pesados, como un viejo gato—. Me voy a jubilar. Necesito el dinero. Cincuenta dólares a que te casas con Paul antes de un año.
—No se puede apostar sobre esas cosas, papá.
—¿Por qué no? Te crié para que no pensaras así.
Me reí.
—¿Cincuenta dólares?
—Ya me has oído.
—No me gusta nada quitarte el dinero, viejo.
—Ah, no eres más que una cobarde.
—¿Qué? ¡Me enfrenté con un cuchillo de pesca a un hombre armado!
—Era un abogado.
—¿Y qué?
—Como dije —farfulló, pero se quedó dormido antes de que yo pudiera pedirle una explicación.