14
—Por aquí —dijo la mujer policía mientras me llevaba por un pasillo hacia el sótano del hospital.
Me sentía vacía. Ya había derramado todas las lágrimas que podía derramar. La cabeza me retumbaba. La única manera de soportar todo esto era no vivirlo. Mantenerlo a distancia. Controlar las emociones.
—¿Está bien, Rita? —me preguntó la agente dándose la vuelta mientras caminaba. Tenía el pelo castaño corto, facciones bien marcadas y no llevaba maquillaje. Un rostro severo salvo por su expresión bondadosa.
—Bien.
—Pasará pronto.
Aceleró sus pasos y la seguí. El suelo descendía como una rampa; luego había una curva y bajaba aún más. Llegamos al fondo del hospital y traspasamos una puerta que se cerró tras nuestro paso. Allí un letrero indicaba MORGUE.
—Eh, Jim —dijo la policía a un hombre vestido de blanco como un carnicero—, ¿estás listo para nosotras?
Me puse detrás de la agente como para resguardarme de aquella sala. Un olor a formol me llegó a la nariz. Hacía frío. Una pizarra colgaba de la pared y decía inexplicablemente: CORAZÓN, PULMONES, HÍGADO, BAZO, RIÑON, SESOS, PÁNCREAS, TIROIDES.
—Todo listo —contestó el hombre que estaba junto a una larga mesa de acero inoxidable. Por debajo, se veía un gran desagüe redondo. Yo no quise imaginar para qué servía. Al lado de la mesa, había una balanza de las que colgaba una bandeja de acero. Una balanza de carnicería.
—Hace frío aquí —dijo la policía.
El hombre de blanco quiso contestarle pero se lo pensó mejor. Se ajustó las gafas de metal con un diestro movimiento; su brazo pareció un manchón clínico y blanco.
—¿Quiere otra coca, Rita? —me preguntó la agente.
Dije que no con la cabeza. No. Esto no estaba sucediendo. Nada de esto estaba sucediendo. El hombre fue al cuarto de al lado. Se oyó el sonido de una puerta que se abría, un ruido metálico, luego un portazo cuando la cerró. Conocía esos ruidos de la carnicería. Era el refrigerador.
El hombre reapareció empujando una camilla. Tenía unas barras de acero a los lados. Atada a ellas se extendía una lona negra. Sobre la lona descansaba una bolsa blanca de nailon con una cremallera en el medio. La bolsa era abultada e informe. Más pequeño de lo que esperaba. No me había percatado de lo pequeño que era. Oh, Dios mío.
—¿Por qué tengo que hacer esto? —les pregunté luchando por no prorrumpir en llanto—. Sabemos que es él. Tiene que ser él. Lo vieron.
La agente me tocó el hombro.
—Son las formalidades —dijo.
—De hecho, es una ley estatal —sentenció el hombre de blanco. Empezó a abrir la cremallera con tal cuidado como si temiera que algo del interior pudiera desprenderse.
Me cubrí la boca y miré para otro lado. Detrás de mí había un mostrador negro y debajo un estante con horribles archivadores verdes. El ruido de la cremallera resonaba en las frías paredes. Luego el ruido desapareció y se hizo el silencio.
—¿Señorita Morrone? —dijo la voz profesional del hombre de blanco.
Me pregunté cuántas veces había dicho lo mismo y a quiénes. A madres y padres e hijas y amigos. ¿Señorita? Mire el cadáver de alguien que usted amaba. O de alguien que usted conocía. O de alguien que apenas conocía, pero que no tiene a nadie más para recordarle o incluso para identificar sus restos. ¿Señorita?
—¿Es él, señorita?
Me obligué a mirar.
Era un rostro oscuro que brillaba bajo la dura luz blanca, enmarcado por la blanca bolsa de nailon. Tenía el aspecto de un niño negro durmiendo sobre una manta blanca como la nieve. Era un niño negro.
—¿Se trata de LeVonne Jenkins? —preguntó el hombre.
No, no es LeVonne. LeVonne sólo estaba en décimo curso; no puede ser él. Moví la cabeza diciendo que sí.
Y me puse a llorar.
Tiempo después, estaba en la sala de espera ultramoderna con la cabeza reclinada sobre la fría mampara de vidrio, sentada en un sillón malva que prometía más comodidad de la que daba. La sala de espera estaba vacía, salvo por un aparato de televisión; Rescate 911 volvía a empezar después de un corte publicitario. Allí, una mujer que se ahogaba pedía auxilio. Me sentí deshecha por dentro, exhausta. Me cubrí los hombros con la chaqueta.
La operación había empezado hacía una hora y me dijeron que habría para rato. Era difícil. Un cirujano me comunicó las posibilidades, como un jugador, y no eran buenas. Cogí una gastada revista de la mesita tratando de distraerme. Highlights, una publicación infantil. Hipopótamos vestidos con faldas hawaianas danzaban a través de la cubierta en un sarao animal. Abrí la revista.
En las páginas centrales había un cómic. Goofus y Gallant, decía el titular. En el primer dibujo, un niño subía los escalones de un porche. En medio de los escalones había unos patines. «Goofus deja sus juguetes en los escalones», decía la leyenda. El siguiente mostraba a otro niño que llevaba una bicicleta por la acera rumbo a un garaje. «Gallant va a guardar su bicicleta para que nadie se tropiece con ella.»Lo entendí. Podías haber sufrido una lobotomía y aun así lo entendías.
Levanté la mirada. Allí no había nada salvo un rostro. No de Rescate 911 ni de la recepcionista en el pasillo. Nada más que su cara.
En vida, era la cara de un muchacho que se estaba haciendo hombre. Un chico sin ninguna de las torpezas clamorosas de un imbécil como Goofus; un chico sin ninguna de las cretinas virtudes suburbanas de Gallant. Un chico que hubiera estallado en risotadas ante el absurdo de Goofus y de Gallant, aunque era un chico que raras veces prorrumpía en carcajadas. Alguien que no hubiera aprendido nada de esta pareja de cretinos y que les hubiera enseñado volúmenes enteros de sabiduría. Arrojé el Highlights a través de la sala ante la estupefacción de la recepcionista.
LeVonne.
LeVonne había fallecido en el hospital apenas le habían sacado de la camilla. Dos balazos le habían destrozado el pecho, uno afectándole la aorta. Si mi padre superaba la operación, lo primero que haría sería preguntar por LeVonne. Entonces la noticia lo mataría.
—Rita —dijo una voz de varón.
Levanté la mirada. Herman Meyer entraba en la sala de espera con pantalones cortos de Madrás y una camiseta blanca. A su lado, estaba un afligido tío Sal, vestido casi igual, apoyándose en el brazo bronceado de Herman. Cam Lopo les seguía portando un ramo de gardenias. Me levanté para saludarlos y abracé a Sal, cuya espalda huesuda parecía la de una gallina en mis brazos.
—Va a salir bien, ¿no es así? —preguntó Sal.
—¿Qué pasó? —dijo Herman—. ¿En la sala de operaciones?
—¿Qué te han dicho? —inquirió Cam.
Solté a Sal y recuperé la compostura. Era casi peor que hubieran venido. Al ver lo trastornados que estaban, en especial tío Sal, les dije:
—No sé más de lo que os dije por teléfono. Recibió un tiro en el pecho que le afectó la vena pulmonar. Se la van a coser.
—Por teléfono dijiste que lo abrirían, que lo cortarían. Lo que dices ahora suena mejor —dijo Sal.
Dios santo, ¿cómo prepararlo? Ni siquiera podía prepararme a mí misma.
—Es una herida grave. Cuando lo trajeron aquí ya había perdido mucha sangre.
—Lo único que sé es que será mejor que pesquen al tipo que le hizo esto —dijo Cam.
Sal parpadeó tristemente.
—Mató a LeVonne. No lo puedo creer.
Herman sacudió la cabeza.
—El hijo de puta. Si la policía no lo atrapa, lo haré yo mismo. Lo juro. —Estaban uno al lado del otro formando una anciana falange de determinación, pero yo todavía no quería pensar en venganzas.
—Esperemos que papá se recupere —dije.
Herman asintió.
—Así es, lo primero es lo primero. ¿Has visto al médico después de empezar la operación?
—No.
Puso el semblante ceñudo.
—Tendría que haber venido. O uno de ellos al menos.
—¿Quién? —preguntó Sal mirando nervioso a Herman.
Cam me abrazó y las flores volaron a mi espalda.
—Rita, querida, ¿cómo te sientes? Podríamos haber venido antes, pero Herman se emperró en comprar estas flores. Una estupidez.
Dio un paso atrás y arrojó el ramo sobre la mesilla, pero dio en el borde y cayó sobre la alfombra.
—Camille, ¿qué estás haciendo tirando esas flores? —dijo Herman. Se agachó con un gruñido y las recogió.
—¿Desde cuándo te importan las flores?
Herman sacudió las gardenias.
—Son las flores de Vito, no las tuyas. No las tires al suelo.
—A Vito ni siquiera le gustan las flores —replicó Cam.
—Vete a ver el escaparate de la carnicería —dijo Herman levantando la voz—. Vito tiene una planta justo allí, en el escaparate. Una planta verde.
—¿Dónde?
—En el escaparate. Debajo del cerdo.
—¿Qué cerdo?
—El cerdo, el cerdo. Sólo hay un cerdo.
Cam retrocedió.
—Vito no tiene ninguna planta en el escaparate.
—¿Te apuestas algo? Tiene una planta allí mismo en el escaparate.
—¿Qué te pasa esta noche? Flores y plantas. Pero ¿qué te pasa? —dijo Cam, pero yo empecé a comprender lo que les pasaba. De haber sido ancianas, estarían llorando. Pero como eran ancianos, discutían y se peleaban.
—Apuesta, Camille —dijo Herman—. Necesito el dinero. Este invierno quiero ir a Deauville como mi hermano. —Se dirigió a mí—. ¿Verdad que sí, Rita? ¿No tiene tu padre una planta en el escaparate?
—No me acuerdo.
Herman dio una patada con su zapato ortopédico.
—Te acuerdas. En el escaparate. Debajo del cerdo. Con el rabo como una espiral.
—No —dijo tío Sal hundiéndose un poco en la silla—, no hay ninguna planta.
—¿Ves? ¡No hay ninguna planta! —exclamó Cam.
Herman sacudió la cabeza.
—¿Qué sabe Sal? No sabe nada.
Pero yo observaba a mi tío, que hablaba solo. Cam también le oyó e intercambiamos una mirada.
—¿Qué dices, Sallie? —preguntó Cam mientras se agachaba y ponía su mano huesuda sobre el hombro de Sal.
—No hay planta —dijo.
Cam le dio unas palmaditas.
—Muy bien, Sal, ya lo cogimos. No hay ninguna planta. Si dices que no hay planta es que no hay planta.
Tío Sal no pareció oír.
—En el escaparate Vito tiene un letrero sobre la salchicha fresca hecha cada día —prosiguió contando con sus dedos flacos—. Luego tiene una foto de Rita en la graduación; luego tiene un calendario de la compañía de seguros; luego tiene un letrero de que aceptamos bonos de alimentos; luego tiene un burro hecho de paja con un sombrero en la cabeza. El sombrero también es de paja. —Llegó al quinto dedo y entonces empezó a retorcerse las manos—. Y no hay moscas en el escaparate porque a Vito no le gusta encontrar moscas en los escaparates. Da la impresión de que no es una tienda limpia, dice Vito.
Cam se hundió lentamente en la silla al lado de Sal y le pasó un brazo por el hombro.
—Papá decía lo mismo —dijo Sal—. Nada de moscas.
Me di cuenta de que seguramente tío Sal moriría si moría mi padre, como en un efecto dominó que había empezado con LeVonne. Uno tras otro.
Sólo Herman conservaba algo de energía.
—¿Todavía no viene el médico? ¿Quién dirige este sitio? ¿Monjas? —Dio media vuelta y se lanzó en línea recta rumbo a la recepcionista. Los tres lo miramos sin decir palabra mientras él gritaba en la recepción y emprendía luego el regreso—. Este lugar apesta —dijo antes de llegar a nuestro lado—. Aquí no te dicen nada. El Hahnemann University, eso sí que es un hospital. Mi sobrino, el hijo de Cheryl, trabaja allí. Lo tendrían que traer aquí.
—No es lo mismo —dijo Cam, pero Herman puso las manos en su cinturón negro.
—Ya lo sé. ¿Piensas que no lo sé? —Herman me miró y juntó sus rudas manos—. Rita, ¿has cenado?
—No tengo hambre.
—Debes comer algo. Te lo puedo traer de la cafetería.
—No, gracias, no tengo hambre.
—Deben de tener una cafetería en este antro. —Herman miró en derredor como si le pudiera aparecer una cafetería como por arte de magia—. Deberían tener un letrero. En Hahnemann, tienen letreros por todas partes.
—Está bien. No tengo hambre.
—Mires donde mires, hay letreros. Si estás sentado en la sala de espera y decides que quieres una taza de café, te levantas y vas. Cuando operaron a Essie de la vesícula, estuvimos todo el tiempo en la cafetería.
—No tiene hambre, Herm —dijo Cam.
—También las raciones eran grandes —continuó Herman—. Te daban un montón. Este sitio es para finolis. —Volvió a encaminarse hacia la recepcionista.
Cam se rió en voz baja.
—Lo va a matar. Por Dios, yo también voy a matarlo.
No me podía reír. No quería pensar en nadie matando a nadie. Me senté al lado de tío Sal y le froté la espalda a través de su camiseta de mangas cortas.
—Vito va a salir bien —dijo Sal aún jugueteando con sus dedos. Miré cómo se los acariciaba.
—Eh, Rita, ¿ése no es... tu novio? —preguntó Cam.
—¿Qué? —Levanté la mirada. Al lado del mostrador de recepción estaba Paul, la última persona que yo necesitaba en este momento. Estrechaba la mano a Herman y entonces Herman nos señaló. Paul se dio media vuelta y sus ojos se encontraron con los míos. Tenía aspecto de preocupado, dolido y absolutamente culpable. Bien.
—¿Es ése? —dijo Cam poniéndose de pie y subiéndose los pantalones con un dedo—. Hace años que no lo veía. Aún no se le ha caído el pelo. Es un hombre de buen ver.
Y un falso. Paul vino hacia nosotros vestido con una camisa a rayas, una americana color carbón y mocasines sin calcetines. Había tenido tiempo para cambiarse; esperé que también lo hubiera tenido para largarse.
—¡Es Paul! —dijo Sal poniéndose de pie con dificultad. Sólo había visto a Paul en un par de ocasiones, pero por el tono de su voz me di cuenta de que ansiaba reunir a toda la familia que tenía.
—Rita —dijo Paul—, ¿cómo estás? Mis padres te envían su cariño. —Me cogió y abrazó, pero me separé rudamente de su abrazo.
—¿Cómo te enteraste?
—La policía llamó a casa. Tu padre tenía tu nombre en su cartera para un caso de emergencia.
—Eh, ¿cómo estás? —dijo Sal, quien prácticamente se arrojó sobre un Paul sorprendido.
—Sal, está bien, Sal —dijo Cam. Puso una mano sobre el hombro de Sal y lo retiró suavemente.
—Tienes tan buen aspecto —dijo Sal—. Muy bueno.
Cam le pasó un brazo por el hombro, casi en un abrazo, casi reteniéndolo.
—Porque es joven, Sal. Es fácil tener buen aspecto cuando se es joven. Puedes conducir de noche, hacer cualquier cosa.
—Encantado de verte, Cam —dijo Paul. Me sorprendió que supiera su nombre—. Lamento que volvamos a vernos en estas circunstancias.
Herman se acercó y él, Cam y Paul empezaron a conversar. Me sentí aparte. Charlaban sobre el índice de criminalidad y el sistema judicial; me hizo recordar las conversaciones típicas de los velatorios a las que recurre todo el mundo. Ahora entendí por qué sucedía; no había nada que pudiéramos hacer ninguno de nosotros y todos llevábamos el dolor dentro. Salvo Paul. Él no formaba parte de esto. Sentí que me subía la rabia y antes de poder pensarlo, le cogí por la chaqueta.
—Paul, ¿podría hablar contigo a solas? —dije.
Sin esperar respuesta, lo arranqué de la sala de espera abandonando al sorprendido trío de mis favoritos ciudadanos mayores y lo conduje hasta el ascensor.
—Vete —dije, y apreté el botón.
—Rita...
—Vete. No quiero que estés aquí.
—Quiero estar aquí.
—Y una mierda. Ni siquiera conocías a mi padre. Nunca te molestaste.
—Nunca me lo permitiste. Nunca tenías tiempo.
—Estupendo. La misma cantinela. —La recepcionista nos miró de soslayo y yo bajé la voz—. ¿Crees que esto me ayuda? ¿Discutir? ¿Crees que es esto lo que ahora necesito?
—Creo que ahora necesitas a alguien.
—Tal vez, pero no a ti. Ahora vete.
—Rita, deja que me quede.
Llegó el ascensor y se abrieron las puertas.
—Tus cosas están empaquetadas y fuera de la casa, supongo.
Suspiró profundamente.
—Pues bien, tú ganas. Tienes razón. No te estoy haciendo ningún bien en este momento.
—Por fin te das cuenta. ¿Has sacado o no tus cosas?
Se metió una mano en el bolsillo y me pasó un papel mientras entraba en el ascensor.
—Estoy en el hotel Wayne. Éste es el número. Si necesitas algo, llámame.
Leí los números escritos con letra de arquitecto, perfectos y cuadriculados. Antes me habían encantado.
—Hazme un favor. Mantén los dedos cruzados.
Entró en el ascensor.
—Te amo, Rita.
Cuando se cerraron las puertas del ascensor, arrojé el papel en la papelera y regresé a la sala de espera. Pero antes de entrar, me detuve sin saber bien por qué. Herman estaba sentado, intranquilo, junto a Sal y Cam, los tres formaban un pequeño círculo. Me recordaron un montón de tallos con flores, juntos y bajos, en otoño, agrupándose mientras sus pétalos se doblaban y sus hojas se secaban ante los primeros embates del frío. Su estación estaba a punto de llegar a su fin. Sentí que se me contraía el pecho.
Los perdería a todos, uno tras otro. Perdería sus rostros gastados y sus olores a cerrado y sus historiales médicos. Sus historias de fútbol y de béisbol; su idolatría por Rita Hayworth y Stan Kenton; su fascinación cuando abrieron el restaurante selfservice Horn & Hardart en el centro y su alegría al final de la guerra, el día de la victoria. Siempre hablaban en la mesa de juego, recordando y volviendo a contar el tiempo de sus vidas mientras seguía la ronda de apuestas y más historias.
Yo me había pasado una vida con estos hombres. ¿Cómo podía perderlos? ¿Cómo podía perder a mi padre?