21
El coche de Paul estaba frente al garaje y sin luces. Supuse que me esperaba en el porche tras haberse dado cuenta de que había cambiado la cerradura. Apagué el motor y salí del coche con cautela, pese a mis dudas sobre lo que me había dicho Tobin.
Crucé el jardín, que estaba húmedo. Paul debía haberlo regado al anochecer tal como le había enseñado su madre. Pensé en lo que había dicho Tobin. Paul estaba muy apegado a Kate; hasta en la escuela le habían tomado el pelo llamándole nene de mamá. ¿Había hecho acusar a Fiske por serle infiel a Kate? Seguí caminando.
Toda la casa estaba a oscuras. Nuestro edificio, de piedra y tejas coloniales con un gran porche acogedor, parecía inmenso y sombrío. El barrio estaba en silencio. Probablemente, la mayoría de los vecinos estaban fuera. Una brisa húmeda acariciaba los árboles que ensombrecían el porche. Miré a través de las ramas mientras avanzaba, pero no vi a Paul esperándome en una de las sillas blancas Adirondack que le gustaban tanto. Subí los escalones del porche y miré en derredor. Paul no estaba allí.
No tenía sentido. El Cherokee sí, pero Paul no. No podía entrar, de modo que quizás se había ido a dar una vuelta.
Miré el reloj. Eran las 9.35. En dos horas largas tuvo tiempo suficiente para llegar a la avenida Lancaster y cenar algo. Busqué las llaves en la cartera y abrí la puerta. El recibidor estaba a oscuras y en silencio. Cerré la puerta detrás de mí y encendí la luz.
—Cariño, me tendrás que dar algunas explicaciones —dijo una voz en son de burla. Era Paul, cuya voz provenía de la oscuridad de la sala. Yo podría haber encendido esa luz, pero estaba más cerca de él.
—¿Cómo has entrado?
—Me cambiaste la cerradura. Eso no es nada agradable, cariño —dijo farfullando un poco.
—¿Cómo has entrado?
—Tuvimos una bronca y tú vas y cambias la cerradura. Me dejas fuera de mi propia casa.
—Paul...
—Vosotros, los abogados, sois algo duros, ¿no? —Oí el ruido de hielo en una copa. Bebía whisky, pero nunca se había excedido.
—Dime cómo entraste.
—Conozco esta casa mejor que tú. Sé qué ventanas están flojas y cuáles no. He pasado más tiempo que tú en este lugar. Tú tienes que salir a trabajar y hacer la proverbial fortuna. —Una vieja herida que yo creía cerrada—. Vamos, adelante... haz tu discurso.
—¿Qué discurso?
—Di lo que tengas que decir. «Paul, tú naciste con más dinero del que yo jamás podré hacer.»No me gustó nada cómo imitaba mi voz.
—Me parece que debes irte. Ahora.
—Oh, vamos —dijo ahora con acento cubano—. Te pondrás muy contenta cuando me quede y te cuente lo que he averiguado, cariño.
—No me llames así.
—Muy bien, tú te lo pierdes. Estuve trabajando duramente para resolver un crimen. ¿Y tú, dónde has estado?
—No te incumbe.
Se encendió la lámpara iluminando el rostro de Paul. Estaba apoltronado en la silla Morris de cuero, contra la biblioteca, la copa en la mano, la cabeza un poco ladeada.
—Sé quién mató a Patricia Sullivan.
Cielo santo.
—¿Quién?
—Dime dónde estuviste y te diré quién fue.
—Vamos, Paul.
—Te gustaría saberlo, ¿no? Porque te debes haber hecho muchas preguntas, incluso sobre mí, que soy prácticamente tu prometido.
—¿Quién es el asesino?
—Pero tu prácticamente prometido no tiene coartada, has pensado. Dice que hacía recados, pero ¿qué recados? ¿Tiene las facturas? ¿Lo recordarán los vendedores? Como le preguntabas a mi madre. ¿Crees que es tan estúpida?
—¿Quién es el asesino, Paul?
—Todavía no. Dime con quién has estado esta noche.
Le seguiría la corriente un minuto más hasta obtener la respuesta.
—Con mi padre.
—Cariño, cariño. Llamé al hospital. Me dijeron que dormía. Hasta llamé a tus amigos, los jugadores de póquer.
Mierda.
—Visité a mi padre; luego me fui a trabajar.
—Frío, frío. También llamé allí.
—Estuve en la biblioteca.
—¿Y tú no oyes tu contestador automático? Mentirosa, mentirosa. Has llegado temprano.
—No voy a jugar contigo, Paul. Dime lo que sabes o voya la policía. —Apreté el receptor de mensajes lo bastante fuerte como para que lo oyera.
—¿Sabes qué descubrí? Descubrí dónde estuviste esta noche. Sólo quería que tú me lo dijeras.
Se me hizo un nudo en la garganta. No sabía si creerle.
—¿Quién es el asesino?
—Me mentiste.
—Tú me has mentido.
—Oh, ¿es eso? —dijo con tono enfurecido—. ¿Un toma y daca? ¿Una mierda de venganza?
No te vayas por la tangente.
—¿Quién es el asesino?
—Rita Morrone en plena tarea, muchachos. Ensimismada en su trabajo. Pero esta noche no estaba trabajando, ¿no es cierto?
—Ya está bien. Me voy. —Me di la vuelta y abrí la puerta.
—Avenida Aramigo, al noroeste. En el Gran Noroeste, como dicen en los noticiarios.
Me di la vuelta.
—¿Quién?
—Lleva una moto azul. Pinta. Toca la guitarra, por supuesto. Puso un anuncio personal, así se conocieron. Sólo que no mencionaba que era adicto a la cocaína, incluso fue arrestado una vez por traficar. Y es un joven muy, pero que muy celoso.
—¿Cómo se llama?
—Tim Price.
—¿Cómo conseguiste su dirección? ¿Razonamiento deductivo?
—Me temo que no —murmuró—. No soy muy buen arquitecto, de otra manera, haría más dinero, ¿verdad? Si eres tan inteligente, ¿por qué no eres rica? ¿Como papá?
Cogí el tirador de la puerta.
—Tengo que irme.
—Vi una carta que le envió con el remitente. Ese tipo estaba loco por ella, pero era un juguete más para Patricia. Como todos. A esa mujer le gustaba jugar.
—¿Vivían juntos?
—Casi, pero él se ausentaba a menudo. Y cuando él no estaba, pues ella... Detestas los lugares comunes, ¿verdad? Cuando supe lo que pasaba, rompí con ella. Cuando él se enteró, la asesinó. No fue una buena partida, ¿no crees? Tampoco una partida sin peligro, como el póquer.
Vete al carajo.
—Si la mató, ¿por qué dejó la moto?
—No sé cómo funcionaba, cariño. Ni idea.
—Entonces, ¿por qué dices que es el asesino?
—Ella me contó que la tenía atemorizada, que la había golpeado. Le dio una paliza cuando estaba drogado. Aun así, ella le permitió volver. Tenía ese atractivo de chico malo que gusta a algunas mujeres. —Paul cogió sus gafas y examinó los cristales a la luz de la lámpara—. Melenudo, de tipo aventurero. ¿También te gustan de ese tipo, eh, Rita?
Debe de haberse enterado de la existencia de Tobin. Tal vez me haya visto alguien que nos conocía a los dos o quizás él mismo me siguió hasta el restaurante. De súbito sentí miedo y abrí la puerta.
—Espero que te hayas ido por la mañana —le dije, y empecé a caminar.
Detrás de mí oí el ruido de una copa que se estrellaba contra la pared.
—¡Por todos los santos! ¡Yo también vivo aquí! ¡Rita!
Empecé a correr hasta el coche y no me detuve hasta estar dentro.
Pagué una noche en el Four Seasons; la habitación daba a la fuente de la plaza Logan. No es que me disgustara la vista, pero me pasé el tiempo haciendo llamadas telefónicas. Llamé a un servicio de cerrajería abierto las veinticuatro horas para que volvieran a cambiar las cerraduras y reforzasen todas las ventanas. Por cincuenta dólares más, me traerían las llaves al hotel. Busqué en las Páginas Amarillas una compañía de alarmas antirrobos, pero no contestaron. Entonces, llamé a Herman y cancelé la cita para ir de tiendas de motos porque ya sabía el nombre del motociclista. Y telefoneé a mi padre. Parecía estar bien, pero quiso saber por qué Sal iba tan bien vestido. Por último, llamé a Cam y le dije que lo nuestro se posponía hasta mañana.
—Lo que tú digas, nena.
Luego cogí un bolígrafo del hotel y empecé a redactar textos legales sobre la inmensa cama. Nunca había practicado derecho de familia, pero tampoco derecho penal. Alegué las razones que tenía para creer que corría peligro a manos de un tal Paul Harían Hamilton, mi amigo y compañero de vivienda, quien se había presentado borracho y amenazador en nuestra casa. Solicitaba al juzgado que lo mantuvieran alejado tres kilómetros de la propiedad y una vista para iniciar la causa. Hice fotocopiar estos documentos en la recepción de mármol y envié una copia por fax y por correo al despacho de Paul con una breve nota: «La próxima vez que te encuentre en casa, presento esto en el juzgado. Con copia a tus padres, la policía y la prensa».
Era mi primera medida de protección, como letrada y corno cliente. Para mis memorias. Y sin duda era la primera vez que el Four Seasons servía de refugio a una mujer. Volví a la habitación con unas risitas ahogadas. Era mejor que llorar.
Me eché en aquel océano de cama y puse la televisión.
Espectravisión, decía, y me dio la impresión de que se parecía mucho a Cinemascope. Bajé del todo el volumen; las imágenes se sucedían en silencio. Un hombre y una mujer con vaqueros y camisetas chocaban tazas de café por encima de una mesa de cocina. Dennis Hopper, aún demente después de tantos años, vendía Nikes. Esperaba las noticias de las once, casi demasiado cansada como para sentir curiosidad por la cobertura de la audiencia preliminar, que me pareció que había tenido lugar hacía décadas.
Todavía estaba al pie del cañón, trabajando, como había dicho Paul.
Pero aún no quería pensar en él. Y resultó que de cualquier manera no hubiera podido. Después de un incendio en un almacén de Camden, Stan Julicher era la gran noticia. Su rostro rubicundo, tras las negras esferas de los micrófonos, estaba animado por un celo casi religioso. Sentadas a su lado, había un trío de feministas televisivas, mujeres iracundas sin lápiz de labios ni servicios de peluquería.
—No es ningún pecado tener buen aspecto, nenas —dije a la tele—. Diga lo que diga Naomi Wolf. —Y subí el volumen.
—Ya es hora de que los ciudadanos de esta ciudad exijan la dimisión del juez Hamilton —decía Julicher—. Se le ha acusado oficialmente del asesinato de una joven que puede haber muerto reivindicando su derecho a estar libre de acosos sexuales. No obstante, el muy honorable juez Hamilton sigue juzgándonos a nosotros.
Por Dios, Julicher estaba enfurecido por haber perdido su cupón de alimentos y estaba a punto de arruinar a Fiske.
Una de las feministas dijo:
—También nosotras pedimos que el juez Hamilton dimita de sus obligaciones judiciales, al menos hasta que se aclare la acusación de homicidio. No debe actuar en casos de ninguna clase, civiles o criminales, hasta que se haya probado su inocencia sin dejar una sola sombra de duda.
Otra reacción estúpida, equivocada, histérica.
—Este año no os enviaré un solo duro, chicas —dije al aparato.
La tercera mujer se inclinó sobre el micro.
—Consideramos que es ciertamente una ironía que mañana el juez Hamilton pueda juzgar un caso de homicidio cuando él mismo está acusado de asesinato.
Hice puntería con el control remoto entre sus ojos.
—Homicidio es un delito estatal, imbécil, y Fiske es un juez federal. Aparte de eso, tienes toda la razón del mundo. —La hice desaparecer apretando el botón apropiado y acerqué la mano al teléfono para llamar a Fiske; entonces me lo pensé mejor. Estaba demasiado cansada para dar algún consejo sensato. Esta noche se las tendría que arreglar él solo y yo ya me ocuparía por la mañana.
Sentí que caía derrumbada de sueño con el control remoto aún en la mano. Pensé en Paul preguntándome si se habría ido de casa, pero mi último pensamiento fue para Tobin en su apartamento de Manayunk. Me pregunté si estaba viendo las noticias.
Y me pregunté si estaría solo.