11
El camino a la comisaría de Radnor Township atraviesa la zona rural más cara al oeste de Filadelfia; está salpicada de mansiones de piedra tan lejanas de sus buzones que podrían tener otro código de área. Los residentes denominan «coto de caza» a esta lujosa foresta y yo creo que allí cazan zorros, no a italianos ni a otros pobres desgraciados.
De no haber tenido un cliente arrestado por homicidio, podría haber disfrutado del paseo acariciando el volante con los dedos y el coche cogiendo las curvas como si estuviera pegado al asfalto. En cambio, traté de recordar los pormenores del crimen mientras pasaba junto a los buzones que con letras blancas y de buen gusto declamaban apellidos que habían firmado la Declaración de Independencia.
Hancock, Morris, Lynch.
Traté de comunicarme con Kate por el teléfono del coche para contarle lo que pasaba, pero ni contestaron ni tenían puesto el contestador automático. Kate lo detestaba y lo asociaba con abominaciones tales como ordenadores personales o bolígrafos baratos.
Wolcott, Clark, Stone.
Kate era lo bastante dura como para aguantar este golpe; yo la había visto atacar las malas hierbas de su jardín como si fuera Terminator. Supuse que no estaría presente en la comisaría. Fiske la protegía por tradición e instinto y ella parecía contenta con ello. Siempre había pensado que su matrimonio daba la sensación de armonía y orden natural, como una pareja fiel de jovencitos. Lo que muestra lo poco que yo sabía de ellos.
Adams, Ross, Smith.
También traté de dar con Paul, pero no estaba en casa ni en su despacho. Llamé al teléfono del coche; tampoco. Intenté no pensar en dónde estaría ni en lo que estaría haciendo ni con quién lo estaría haciendo. Tenía que sacar bajo fianza a su padre de la cárcel. Desconecté el teléfono sin ninguna razón aparente.
Wilson, Taylor, Chase.
Entreví la comisaría al final del bosque tras un campo de béisbol inmenso y bien cuidado. Pegué un frenazo cuando vi la conmoción.
ABC, NBC, CBS.
En el campo de béisbol no había niños jugando. Sus familias habían abandonado el ardiente pavimento de entrada a sus mansiones y se habían retirado a sus casas en la playa. Los reporteros habían tomado su lugar, supuestos adultos con cámaras y micrófonos. Las blancas furgonetas de la televisión con letreros resplandecientes estaban estacionadas en el aparcamiento, con los discos plateados de transmisión por satélite reflejando el sol del mediodía.
Hasta el campo de juego estaba lleno de periodistas con sus brillantes juguetes.
Aspiré profundamente, apunté con mis seis cilindros teutónicos y entré en el aparcamiento. Ni hice caso de los fogonazos de las cámaras y las videocámaras que registraron mi impecable conducción. Estacioné en el primer espacio ilegal que encontré y los reporteros me asaltaron antes de que pudiera apagar el motor.
Una reportera con un dictáfono me espetó:
—Señorita Morrone, ¿tiene que hacer algún comentario sobre el arresto del juez Hamilton?
¿Y qué tal si la mando a la mierda?
—Ningún comentario.
Un avispado de la televisión me lanzó:
—La gente dice que el juez debería dimitir de su cargo. ¿Lo hará?
¿Estás bromeando?
—¿Por qué debería hacerlo? El juez Hamilton es uno de los mejores jueces del tribunal del distrito. Lo necesitamos.
Un despistado me preguntó:
—¿Cómo afectará eso al juicio de acoso sexual?
Está muerta; no hay juicio.
—Sin comentario. Por favor, me gustaría pasar sin que me ocasionéis una seria lesión.
Un periodista negro inquirió:
—¿Se declarará culpable el juez?
¿Acaso caga el papa en el bosque?
—Por supuesto que no.
Y otro más gritó desde el fondo de la multitud:
—Señorita Morrone, ¿es culpable el juez?
Lo sabes tanto como yo, monada.
—De ninguna manera. Mi cliente es inocente de todos los cargos que le puedan imputar.
Me abrí paso por la marea humana, esquivé mil preguntas más y entré en la comisaría. Jamás había estado en una comisaría, pero no esperaba que tuviera el aspecto de la sede central de una compañía de seguros. Las paredes relucían con un blanco puro y el suelo de baldosas les hacía juego a la perfección. Los frisos, así como las jambas de las puertas y las demás molduras, estaban pintados de azul verdoso. La recepción estaba vacía; no se veía a nadie. Supuse que todos los corredores de seguros estaban fuera acosando a gente normal como yo o como vosotros.
—¿En qué la puedo ayudar? —me preguntó una recepcionista que levantó la mirada de la novela de detectives que estaba leyendo. Daba la espalda a un gran ventanal contra el que se agolpaban los reporteros como monos en el zoológico.
—¿Podría hacer desaparecer a esos periodistas?
—Ciertamente. —Se puso de pie y dejó caer la cortina. Los lectores de esas novelas no hacen prisioneros.
—Soy Rita...
—Lo sé. La vi en la televisión. Tome asiento en la sala de espera. El teniente Dunstan quiere verla.
En la sala prevalecía la combinación de blanco y azul verdoso; fotos de grupos de policías de Radnor a principios de siglo colgaban de las paredes, dispuestas como retratos de familia. En cada una, altos hombres blancos posaban delante de un telón boscoso luciendo grandes bigotes y holgados abrigos.
—Usted debe de ser la señorita Morrone —dijo una voz profunda. Me puse de pie y tendí la mano al teniente Dunstan, un alto hombre blanco con un gran bigotazo.
—Así es.
—¿Querría un poco de café? Hanckie se lo puede traer aquí. —Hizo un gesto a la recepcionista, que miraba atenta.
—No, gracias. Sólo quiero ver a mi cliente, el juez Fiske Hamilton.
—Así que es usted. He leído cosas sobre usted —dijo él con tono simpático. Tenía un rostro que traslucía seriedad y diligencia, con grandes ojos azules y una sonrisa que decía: «El policía es tu amigo».
—¿Cómo está el juez?
—Bien, bien. Está en su celda.
—¿Lo tienen en una celda?
—¿Dónde quiere que lo metamos?
Mi inexperiencia quedó patente, más clara que el agua.
—¿Lo tienen esposado?
—No, normalmente usamos las esposas o la celda, pero no las dos a la vez. Le dejamos el cinturón y los tirantes. ¿Le parece bien?
Pensé que Hanckie se reía, pero pudo ser mi imaginación.
—El juez Hamilton es un juez federal. No es necesario que esté en una celda.
—También está bajo arresto por homicidio en primer grado, señorita Morrone. Aquí no podemos darle un tratamiento especial.
No con la prensa de testigo.
—¿Está en una celda con... otros detenidos?
—No, está solo. No hay muchos crímenes violentos por aquí, ¿sabe usted? El barrio Lower Merion Township actúa como un aislante entre nosotros y la ciudad.
Pues muchas gracias, pensé. Yo vivía en Lower Merion Township.
—¿Cuántos asesinatos se cometen aquí anualmente?
—Por lo general, ni uno. Sólo un par de muertes en los últimos cinco años, si no contamos al periodista que maté esta mañana. —Se rió y también lo hizo Hanckie.
—Homicidio justificado —dije, y los dos volvieron a reírse—. Hablando de ello, ¿cómo se enteró la prensa del arresto?
—Tienen informadores en todos los departamentos. Se enteran casi al mismo tiempo que nosotros. Ahora vamos a emitir un comunicado de prensa. Dice que se acusa al juez Hamilton de homicidio por la muerte a puñaladas de Patricia Sullivan, residente del distrito de Wayne.
—¿Han recuperado el arma homicida? —Me sentí estúpida al decirlo así, como en una novela de detectives. ¿Estaba el profesor con el arma en el conservatorio?
—No, y mire que buscamos. Ella escribió el comunicado. Debo decir que Hanckie domina el idioma. Escribe todos nuestros comunicados de prensa. —Dunstan parecía tentado a elogiar más a Hanckie, pero yo no estaba de humor para esas cosas.
—¿Puedo ver al juez Hamilton?
—Por supuesto, sígame. —Me guió por otro pasillo blanco, luego abrió una puerta azul que daba a una pequeña habitación blanca. Al fondo, había un mostrador con una pequeña nevera marrón encima que decía SÓLO PRUEBAS y un escritorio vacío con una máquina de escribir nueva y azul. Al lado del escritorio había un raquítico banco de madera con esposas en las patas. Las esposas parecían una extravagancia en este lugar hasta que me di cuenta de que no lo eran. Este lugar era una cárcel, Fiske estaba preso y todo esto no tenía ninguna gracia.
—¿Qué pruebas tiene la policía para justificar la acusación al juez Hamilton, teniente?
Se le desvaneció la sonrisa.
—¿No recibió usted una copia del escrito sobre la posible causa?
—No.
—Le conseguiré una; el juez ya tiene la suya. Pero puedo decirle que tenemos una testigo.
—¿Que vio qué?
—Vio su Jaguar negro en la entrada de la casa a la hora en que se cometió el crimen.
—Teniente, el Jaguar negro del juez Hamilton no es el único que existe en Wayne.
—Es el único con una matrícula que dice GARDEN-2. Ella también la vio.
Oh, no. La matrícula de la vanidad elegida por Kate; la suya decía GARDEN-1.
—¿Está segura la testigo de que decía GARDEN-2?
Movió la cabeza afirmativamente.
—También lo vio entrar en el coche y alejarse rápidamente.
—¿Identificó al juez Hamilton? —pregunté con más angustia en el corazón de la que podía justificar profesional-mente.
—Sí, en una selección de fotos; y se lo preguntamos al juez cuando lo trajimos aquí para interrogarlo.
—¿Interrogaron al juez sin la presencia de un abogado?
—Nos recitó sus derechos; yo estaba presente cuando lo hizo. Dijo que no necesitaba a un abogado, que no tenía nada que ocultar. No quedamos satisfechos con su coartada ni con sus respuestas a algunas de las preguntas, de modo que presentamos la acusación. Creemos tener al hombre indicado, señorita Morrone. —Sonaba genuinamente compungido y estaba a punto de convertirse en la primera figura de autoridad que me haya gustado.
—¿Quién es esa testigo?
—Ahora no puedo entrar en detalles con usted. Le daré el escrito en cuanto Hanckie nos haga una copia. Dentro de diez días tendrán lugar las audiencias preliminares.
—¿Cuándo será la acusación formal?
—El juez del distrito estará aquí dentro de una hora.
—¿Aquí? ¿En la comisaría?
—Podemos celebrar esos actos aquí, en especial cuando la prensa está afuera. No quisiera tener que echarlos, ¿no le parece?
—Pero ¿dónde está la sala de audiencia?
—No tenemos. Los celebramos aquí mismo. —A continuación, abrió otra puerta; allí había tres celdas contiguas.
Dos estaban vacías, pero en la del medio, sentado en una pequeña cama estaba el muy honorable Fiske Harían Hamilton.
Fiske levantó la mirada cuando me vio y le pesqué una expresión tensa que pronto disimuló.
—Rita, qué bien que hayas venido.
—Cómo no iba a venir —dije un tanto perpleja por la incongruencia de la situación. Siempre había visto a Fiske en su biblioteca; ahora estaba en una celda de comisaría. Le había visto con su toga negra de juez; ahora tenía puesto el holgado traje blanco de preso. Todo parecía irreal.
—¿Se encuentra bien aquí, juez Hamilton? —preguntó el teniente Dunstan.
—Sí —respondió Fiske—. ¿Podría Rita entrar aquí?
El teniente vaciló.
—Normalmente, no lo permitimos. Es una norma de seguridad. Usted entiende, los procedimientos y todo eso.
—Lo entiendo —dijo Fiske—. Muchas gracias.
—Pasaré a buscarla cuando llegue el juez del distrito —dijo Dunstan, y cerró la puerta con un fuerte «clang».
Estábamos a solas. La familia Morrone, en un momento como éste, hubiera desplegado todas sus dotes histriónicas, amén de unos abrazos ardientes y muchas lágrimas. Pero los Hamilton no eran los Morrone y hoy no habría ningún Verdi como música de fondo. Me acerqué a las rejas, pero Fiske permaneció inmóvil. Nos miramos un momento.
—¿Has visto El Mikado?
—¿Con Anne Margret?
—«He aquí cierto desastre» —cantó.
¿Él cantando? Estudié sus facciones. De cerca, estaba muy serio, con necesidad de animarse.
—Te voy a sacar de aquí, gran bribón.
—¿Ah, sí? —dijo siguiéndome el juego dentro de lo que le permitía la buena educación—. ¿Cómo?
Le mostré el portafolios.
—¿Ves esto? Lo único que debes hacer es comértelo. Dentro hay un escrito al horno.
—Menudo plan —dijo volviendo a la seriedad.
—Te dan lo que has comprado.
—¿Quieres decir que contaré con un penalista?
—No, estás atado a mí.
Se le iluminó la cara.
—¿Sigues adelante? ¿De verdad? Sabes que quiero pagarte, no lo dudes. Insisto en ello.
—Olvídate. Soy tuya pese a que llamaste a Mack.
—Tal vez no tendría que haberlo hecho.
—Sin la menor duda, Fiske.
Guardó silencio un segundo.
—¿Te dijo él que me representaras? ¿Por eso cambiaste de opinión?
—Estaré con esto con una condición. Tenemos que llegar a un acuerdo, tú y yo. A partir de ahora me tienes que decir la verdad. En todo, en cada detalle, por nimio que parezca. Otra mentira y me iré de aquí y tendrás un abogado que sabe lo que hace. —Sonó menos amenazante de lo que yo pretendía.
—De acuerdo.
—¿Lo juras? —Le estiré una mano—. Cógeme el dedo. Lo hago con todos mis maleantes.
—Te lo juro por Dios, Rita.
—Muy bien. Ahora, ¿qué hago en la acusación? ¿Actúo como si supiera lo que hago?
—Sí.
—Es mi especialidad. ¿Te dieron el escrito del que me hablaron? ¿Qué dice?
Repitió lo que me había dicho Dunstan, sobre la testigo, el Jaguar negro y la matrícula del coche. Entonces mencionó las huellas digitales.
—¿Qué huellas?
Levantó unos papeles de la cama y me los pasó por los barrotes.
—Hallaron mis huellas digitales en casa de Patricia. En la sala de estar.
Mierda. Hojeé el escrito, que manifestaba en términos generales lo que yo ya sabía.
—Sabes por qué, Rita. Ya te conté que me había encontrado allí con Patricia una o dos veces. Pero no estaba preparado para decirle a la policía por qué estaban allí mis huellas. Entonces fue cuando decidieron acusarme.
Estúpido.
—Fiske, ¿cómo les permitiste que te interrogaran sin la presencia de un abogado?
Se puso rígido.
—Soy un abogado y no cometí ningún crimen. No tenía nada que temer; no necesitaba ocultarme tras las espaldas de otra persona. Y tampoco se trataba de mi coche. Podía ser de cualquiera.
—¿Y CARDEN-2? ¿Una matrícula vanidosa en un coche vanidoso?
—Es mi matrícula, pero no era mi coche. Ese día llevé el coche al trabajo. Lo dejé en el juzgado en el estacionamiento vigilado. Sólo yo podía sacarlo.
—Pero a Patricia la asesinaron a última hora de la tarde y tú lo sacaste del aparcamiento alrededor de las cinco. La policía no quedó muy convencida con tu coartada.
Titubeó y dijo:
—Fui a dar un paseo. Ya te lo he dicho.
Por supuesto que sí.
—Colabora conmigo en esto, por favor.
—¡Pero es la verdad, lo juro! Fui a dar un paseo en coche. Necesitaba pensar. —Levantó la voz y me pregunté si era de sabios discutir aquí su coartada. O discutir cualquier otro punto de la cuestión.
—Lo comentaremos más tarde —dije.
Se pasó la mano con abultadas venas por el pelo plateado.
—¿Sabe la prensa lo de la testigo?
—Lo dudo, pero saben que has sido arrestado. Están fuera ahora mismo. Traté de atropellados con el coche, pero eran demasiados.
—De modo que ya es público.
—Muy público.
—No lo puedo creer, Rita —dijo, y se miró las manos. En cada yema de los dedos tenía una mancha negra—. Es una pesadilla.
—Anímate. Tenemos que presentar tu mejor imagen. Es hora de sacarte de aquí. Luego quiero repasar el derecho penal. Tú me puedes ayudar.
—No, tenemos que ir a casa de Patricia. Quiero verla.
—¿Qué quieres decir?
—Que debemos ver la escena del crimen lo antes posible.
Lo sabía.
—Un momento, Fiske. Primero pienso sacarte de la cárcel; luego pienso conseguir el veredicto de inocencia. Aún no sé cómo iré del punto A al punto B.
Apretó los barrotes como un convicto de toda la vida.
—La mejor manera de probar mi inocencia es atrapar al verdadero asesino.
—Paso a paso. Pagaré la fianza; luego yo iré a ver la escena del crimen. Tú te irás a casa y cuidarás de Kate.
—Yo debería ir contigo.
—¿Llevarías contigo a un cliente si estuvieras en mi pellejo? Por supuesto que no. Al menos al comienzo.
—Pero...
—Yo mando, Fiske —dije con rudeza. Pareció perplejo y admito que yo también me quedé perpleja. Siempre he sido de la opinión que se debe cuestionar la autoridad, pero también que jamás se le debe gritar a un juez federal—. Mira, acaso ahora no sepa lo que estoy haciendo, pero lo sabré muy pronto. La única manera de llevar este caso es que me permitas dirigirlo. No puedes jugar la partida en mi nombre, ¿no es así?
—¿Jugar la partida? —dijo de un modo que me hizo sentir estúpida y vulgar.
—Me has oído.
Subió apenas su fuerte mandíbula.
—Pero no te importará si de tanto en tanto te digo lo que pienso.
—Todo lo que pienses es bienvenido, pero tus órdenes no. Mi trabajo es llevar el caso. Tu trabajo es contarme la verdad, sonreír a las cámaras y volver a lo tuyo. No vas a dejar el tribunal, ¿verdad?
—No, la Constitución también me protege a mí.
—Muy bien.
—Y soy inocente. ¿Lo crees?
Seguro, salvo por la testigo y la matrícula del coche.
—Voy a conseguir que te absuelvan. ¿No es suficiente?
—No.
—Tendrá que serlo.
—¿Cómo vas a lograr que me absuelvan si no crees en mi inocencia?
—Actuaré como si lo hiciera y jugaré mis cartas una a una.
Pareció confundido.
—¿No juegas al póquer, Fiske?
—Sabes que mi juego es el ajedrez. Me repelen los juegos de azar, todos ellos.
—Supéralo. Es hora de barajar las cartas. No dio sensación de quedar muy satisfecho.