17
Esto de no ser de la capital implica que hubiera un desgastado estrado de fórmica al frente de una pequeña sala de audiencia, flanqueado por baratas banderas de nailon de Estados Unidos y de la Federación de Pensilvania. Las mesas de los letrados eran inestables, con un enchapado gastado, y en vez de una típica hilera fija de asientos para los espectadores, había sillas dispuestas en semicírculo, como en una demostración publicitaria. De hecho, con los periodistas y los policías en derredor, la sala se parecía más a una reunión para vender menaje de cocina que a una audiencia preliminar, al menos hasta que la juez tomó asiento en el estrado y el oficial de justicia gritó:
—La Federación de Pensilvania contra el honorable Fiske Harían Hamilton.
Fiske se puso rígido sentado a mi lado y vestido con un traje azul oscuro.
La asistente del fiscal del distrito se lanzó en lo que sería una histriónica declaración de apertura; llena de sonido y de furia, pero sin dar ninguna sorpresa. Al parecer, todo lo que hasta ahora tenía la acusación era la testigo anónima, el número de matrícula y las huellas digitales. Como si necesitaran algo más.
—Señorita Morrone, ¿representa usted al juez Hamilton?
—preguntó la juez Sarah Millan. Era menuda, con facciones pequeñas tras unas gafas de búho, y su cabello corto estaba peinado con suaves ondulaciones. Nunca había visto antes a la juez Millan, pero todo el mundo decía que era una bruja. Pensé que nos podríamos llevar bien.
—Sí, Señoría —dije poniéndome de pie.
—Haga su declaración inicial, pero que sea breve y concisa. —La juez Millan echó una mirada a la prensa, que llenaba el perímetro de la sala—. Tengo un día ajetreado y detesto tener huéspedes en la casa.
—Sí, Señoría. —Hice mi declaración cuidándome de golpear la mesa un mínimo de veces, pero usando mucho las palabras «distinguido» e «inocente» e incluso lanzando una o dos veces «juicio anticipado de culpabilidad».
La juez Millan se dirigió a la asistente del fiscal.
—Pues bien. Señora Ryerson, veamos qué tiene usted que decir.
La asistente del fiscal, la letrada Maura Ryerson, era una joven y delgada graduada de la facultad de Villano va, con cabello corto y pelirrojo. Tenía los labios pintados de color coral que hacían juego con su pelo y con su traje de verano; demostraba más terquedad que buen gusto.
—Señoría, la Federación de Pensilvania tiene un testigo en este caso.
—La felicito —dijo la juez—. Hágalo pasar.
—Es una mujer, Señoría.
—Llámela, entonces.
Todo el mundo contuvo la risa, salvo el imperturbable Fiske, que miraba fijamente hacia delante. Leí su expresión fija como una muestra de mortificación. La noche anterior había apurado un whisky tras otro cuando le dije que no permitiría que prestase declaración. No tenía opción. Su coartada me había sonado peor cada vez que me la contaba y ya que la defensa no tenía nada que probar, la mejor apuesta era pasar.
—La Federación —dijo Ryerson poniéndose erguida— quisiera llamar a declarar a la señora Allison Mateer.
La juez miró al cielo.
—Pues hágalo.
—Señora Mateer, ¿podría acercarse? —dijo Ryerson levantando la mano en la que llevaba un bolígrafo, haciendo gestos con gran elocuencia.
La señora Mateer, una mujer mayor, se puso de pie en la tercera fila. Tenía puesto un vestido blanco de lino, un chal floreado y me sonrió amablemente cuando pasó a mi lado. Curioso, ayer no había sonreído cuando me cerró la puerta en las narices. Había conseguido copia del escrito con su testimonio, que en el último momento me había entregado la policía.
La señora Mateer prestó juramento y Ryerson repasó su identificación y sus señas, pero me distrajo un ruido en el fondo de la sala llena de gente. Volví la mirada para ver a Tobin apoyado contra la puerta comiendo caramelos. ¿Quién le había invitado? Le eché una mirada asesina, pero Paul, sentado en primera fila junto a Kate, creyó que estaba destinada para él.
Hombres.
—Señora Mateer, ¿podría decirle usted a la sala dónde estaba la tarde del 18 de junio de este año?
—En mi casa.
—¿Dónde en su casa? ¿Lo recuerda?
—Estaba en la cocina, al fondo de la casa.
—¿Que da al sur?
—Así es. Da al sur. Una ubicación excelente, con mucho sol, pero hay que regar constantemente.
—¿Regar?
—El jardín. Si no lo haces, las flores y el césped se queman muy pronto.
Escribí una nota y se la pasé a Fiske. «¿Estás seguro de que Mateer no conoce a Kate? ¿Tal vez del club?» Fiske la leyó, frunció el entrecejo y dibujó un preciso signo de interrogación con su estilográfica. Me di la vuelta y observé a Kate. Miraba a la señora Mateer, pero no daba señales de reconocerla.
—¿Qué estaba haciendo aproximadamente a las 5.30 de la tarde? —preguntó Ryerson.
—Preparando la cena. Una ensalada. Generalmente ceno poco.
—¿Tiene su cocina una ventana, señora Mateer?
—Sí, sobre el fregadero. Es una ventana bastante amplia porque es un fregadero doble. Tengo una vista del jardín y del cottage a la derecha.
—Usted le alquiló el cottage a la señorita Sullivan, ¿es verdad?
—Sí, mi difunto esposo y yo se lo alquilamos. Hace ya dos años.
—Veamos —dijo Ryerson haciendo una pausa—, ¿conoció usted a la señorita Sullivan?
—Teníamos una relación amable. Como se debe tener, supongo. Era una chica encantadora. Una joven encantadora. —Los ojos profundos de la señora Mateer miraron a Fiske con un desprecio que no pasó inadvertido a los periodistas. Se les podía oír escribiendo sus notas y se oyeron pasos en un lado de la sala. Miré para ver si era el Philadelphia Inquirer ganándole la mano al New York Times. Se trataba de Stan Julicher, el abogado de Patricia, que intentaba quitarle el sitio a un periodista con un cuaderno de taquigrafía. Incluso cuando ya no tenía el cliente, se las arreglaba para estar en el candelero.
—Patricia Sullivan era una joven encantadora, ¿no es así? —preguntó la Ryerson.
Oh, por favor.
—Señoría, estoy dispuesta a conceder que la víctima era encantadora y espero sinceramente que la Federación atrape al culpable porque todavía no lo ha hecho.
El público prorrumpió en carcajadas. La juez Millan me miró a los ojos, divertida, y dijo:
—Denegada.
—Retiro la pregunta —dijo Ryerson—. Señora Mateer, ¿qué miraba usted desde esa ventana?
—Miraba por la ventana para ver el estado del jardín. Esa tarde estaba muy nublado y luego estalló la tormenta. Recuerdo que pensé que esa noche no tendría que regar.
—¿Y qué vio? ¿En el cottage?
—Vi a un hombre entrando en su coche.
Ryerson me mostró una serie de fotografías más rápidamente de lo que le permitía la ética jurídica y luego se acercó al estrado con ellas.
—Quiero que estas fotografías conformen las pruebas A hasta H de la acusación.
—Bien, bien, bien —dijo la juez Millan.
—¿La policía le mostró estas fotos, señora Mateer?
La testigo echó una mirada a las fotos.
—Sí.
—¿Identificó usted a una de ellas como perteneciente al hombre que usted vio salir corriendo de la casa de Patricia Sullivan?
—Protesto —dije, pero la juez Millan me desautorizó con un gesto como de quitarse una mosca de encima.
—Escogí ésta —dijo la señora Mateer. Levantó una foto de Fiske publicada en un diario el día de su arresto—. Del juez Hamilton.
Ay, ay, ay. Traté de mantenerme imperturbable. Fiske se puso tenso. Los periodistas hablaban en voz baja y escribían sus notas.
—Ese día tenía puesta una gabardina y un sombrero cuando lo vi —añadió la señora Mateer.
Fiske tenía puesta una gabardina ese día, pero yo también y todo el mundo. Diluviaba.
—¿Cómo era el sombrero? —preguntó Ryerson.
—Era marrón oscuro, de fieltro. De ala ancha. Lo tenía sobre la nariz.
Aún no se había hallado el sombrero y nunca había visto a Fiske con un sombrero así.
—Protesto —dije—. ¿Cómo puede la testigo identificar a esta persona si lleva un sombrero que le cubre la cara?
—No ha dicho que le cubriera la cara —dijo Ryerson.
La señora Mateer echó el cuerpo para delante.
—Le veía gran parte del rostro y del mentón y también lo vi cuando pasó al volante. Estoy segura de que se trataba del juez Hamilton. Segura.
Dadme un respiro.
—Señoría, debo protestar. ¿La testigo está segura? ¿Desde cuándo eso es suficiente para justificar una acusación de homicidio? También protesto porque se trata a esta testigo como si fuera una testigo presencial. Si no vio el asesinato, no es una testigo.
—Señoría —dijo Ryerson—, la señora Mateer ha identificado positivamente al juez Hamilton y es una testigo de los hechos subsecuentes al asesinato. Por supuesto, la Federación cuenta con pruebas adicionales para probar la acusación, como la identificación del coche y de la matrícula del acusado y sus huellas digitales en la sala donde se cometió el asesinato. —Los periodistas empezaron a murmurar en cuanto el peso de las pruebas hizo su impacto.
—¿Declara ahora la fiscal del distrito? —dije, pero me preguntaba cómo habría tomado Kate la noticia de las huellas digitales. Yo la había preparado diciéndole que Fiske había estado en casa de Patricia para llevarle unos documentos de trabajo.
—Denegado —ordenó la juez Millan dando un fuerte golpe con el mazo—. Silencio al fondo, o mando evacuar la sala. Señorita Morrone, guárdese las objeciones para cuando le toque el turno de interrogatorio. Que la testigo me cuente todo lo que vio, señoras.
Ryerson me echó una mirada de soslayo, como un conductor adelantando a un coche lento que va por el carril rápido.
—Muchas gracias, Señoría. Señora Mateer, ¿está usted segura de que vio al juez Hamilton?
—Completamente. Era bastante alto, de metro ochenta y tantos, y de complexión musculosa, como el juez Hamilton. Era él.
—¿Qué vio hacer al acusado a continuación? —preguntó Ryerson.
—Lo vi salir del cottage y entrar en el coche.
—¿Corría?
—No, no corría, pero iba a paso vivo y con la cabeza agachada, como si no quisiera que le vieran.
Escribí una nota y noté que Fiske cambiaba de posición en su silla.
—¿Qué hizo entonces el acusado?
—Entró en el coche y salió marcha atrás desde la entrada. Es un trecho largo y con una curva, de modo que hay que hacer bastantes maniobras para llegar a la calle.
—Por tanto, ¿pudo usted echarle una buena mirada al coche?
—Protesto —dije.
La juez Millan sonrió.
—Calma, señorita Morrone. Ella es joven, puede darle un poco de ventaja.
Ryerson no estaba segura de si la habían insultado o no.
—Señora Mateer, ¿sabe usted qué tipo de coche era?
—Lo sé. Era un Jaguar negro de último modelo.
—¿Cómo sabe que se trataba de un Jaguar?
—Los reconozco en cuanto los veo.
Se oyeron risas entre el público y la señora Mateer se cubrió aún más el cuello con el chai.
—Ya —dijo Ryerson—. ¿Declaró usted que veía la parte posterior del coche cuando usted estaba mirando desde la ventana?
—^Sí, tenía que dar marcha atrás.
—¿Vio la matrícula?
—Pues sí. Veía la matrícula todo el rato. Decía GARDEN-2 y por eso la recordé.
—¿Y usted leía eso con absoluta claridad?
Vamos, vamos.
—Protesto, Señoría —dije.
La juez Millan asintió.
—Concedido. Señorita Ryerson, no tiente demasiado a su suerte.
—Señora Mateer, ¿vio usted al acusado haciendo algo inusual?
Me eché hacia delante.
—Protesto, Señoría. La pregunta presupone que son inusuales los hechos que aquí se han descrito.
Ryerson pegó un salto.
—Ciertamente hay algo inusual en un hombre que sale furtivamente de una casa privada, que entra a toda prisa en su coche y que se va disparado poniendo la marcha atrás.
La juez Millan sonrió de forma forzada.
—¿De verdad? Yo tenía un ex marido que hacía justamente eso.
El público prorrumpió en carcajadas, pero a mí no me hizo ninguna gracia. Pensaba en algo, algo que no lograba identificar. Algo estaba mal y me molestaba. Me puse rígida, prestando atención.
—Entonces, ¿qué hizo usted, señora Mateer? —preguntó Ryerson.
—Esperé un rato. No estaba segura de lo que debía hacer. Todo me resultaba extraño. Entonces decidí llamar a la policía. Llegaron y encontraron a Patricia muerta. Asesinada.
—Gracias. No tengo más preguntas —dijo Ryerson, y tomó asiento.
Me puse en pie.
—Señora Mateer, permítame empezar con unas preguntas generales. ¿Sabe usted que la distancia entre la ventana de su cocina hasta el cottage es de unos noventa metros?
—Supongo que sí.
—Y hay árboles frente al cottage, ¿no es así?
—Hay unos árboles.
Miré mis anotaciones.
—Al menos, hay cinco grandes robles con troncos muy gruesos entre su casa y el cottage, ¿no es así?
—Supongo.
—También hay un seto entre los dos edificios, ¿verdad?
—Sí.
—¿De un metro cincuenta de altura, verdad?
—Sí, pero lo mantenemos podado.
—Últimamente, no lo ha podado, ¿o sí?
—No, debía podarse a principios de junio, pero no puedo confiar en el servicio de jardinería. A veces, en los meses estivales tienen mucho trabajo. La gente hace poner productos químicos por todas partes y a lo loco. —Tuvo un temblor.
—Llovía esa tarde del 18 de junio, ¿verdad?
—Sí.
—La tormenta empezó a eso de las tres, ¿no es así?
—Sí.
—Protesto —dijo Ryerson—, ¿cuál es la importancia de este parte meteorológico?
Vete a la mierda.
—Señoría, la importancia quedará patente si la joven señorita Ryerson logra tener la paciencia necesaria.
—Bien. Denegado —dijo la juez Millan. Ryerson se desplomó en la silla como Scarlett O'Hara.
Me aclaré la garganta.
—¿Recuerda usted que el cielo se puso muy oscuro cuando estalló la tormenta, señora Mateer?
—Sí, se puso bastante oscuro. Fue el último coletazo de una tormenta tropical. Soplaba el viento y caían algunos árboles. De hecho, una rama cortó la carretera de Conestoga durante un rato. —Le tintinearon los brazaletes de oro cuando cruzó las manos sobre el regazo.
—¿Llovía mucho cuando usted vio a esa persona?
—Sí.
—Llovía a cántaros, ¿verdad?
—Diluviaba, diría yo. Me encantó como buena amante de la jardinería.
Pensé preguntarle sobre el club de jardinería, pero no me pareció conveniente. Con lo que vendría a continuación parecería que estaba implicando a Kate.
—La persona que usted vio, ¿tenía el sombrero sobre los ojos?
—Sólo en parte.
—¿Recuerda si cogía el ala del sombrero como para protegerse de la lluvia?
—Creo que no, pero no estoy segura. —La señora Mateer cerró los ojos tratando de recordar y movió ligeramente las pestañas—. Quizá, no lo sé —dijo asintiendo con la cabeza, y Ryerson tomó una nota.
—¿Vio alguna joya en la mano de él o de ella cuando se cogía el sombrero?
Guardó unos segundos de silencio.
—No, llevaría guantes. No me acuerdo con seguridad.
—¿Tenía esa persona el cuello de su impermeable sobre la cara?
—No me acuerdo.
Ryerson tomó otra nota.
—Y usted dijo que esa persona, él o ella, se movía de prisa, de modo que sólo la pudo ver muy poco tiempo.
La juez Millan interrumpió desde el estrado.
—¿Tenemos que decir «él o ella» en todo momento, abogada? Suena tan políticamente correcto...
Los periodistas se rieron. La juez Millan les proporcionaba un buen material.
—Señoría, la identificación del acusado hecha por la testigo es incompleta en el mejor de los casos. Ni siquiera puedo aceptar que haya sido un hombre la persona que ella vio.
—Bien, bien, bien —dijo Millan—, pero deje de decir «él o ella». Recordaré que mantiene una objeción. Soy una juez mujer, en caso que no se haya dado cuenta.
El público se divertía.
—Señora Mateer, ¿declaró usted que vio a esta persona ir a toda prisa hacia el Jaguar negro?
—No exactamente. Declaré que vi al juez Hamilton ir a toda prisa hacia el Jaguar negro.
Ay, ay.
—¿Y entró en el coche y se dirigió marcha atrás hasta la calle? —Traté de visualizar la escena.
—Sí.
Y el coche tenía la parte delantera dando al cottage.
—¿No hizo la maniobra de dar media vuelta e irse de frente con el motor delante de usted?
—No, no hay espacio suficiente; hay que salir marcha atrás. Es bastante incómodo.
Hice una pausa y la sala guardó silencio. Un periodista tosió en el fondo y se oía algún que otro murmullo. No podía estar segura, pero había algo que no encajaba mientras yo visualizaba a Fiske acercándose al coche y marchándose de allí.
—Señora Mateer, ¿entró esta persona en el coche por la izquierda o la derecha?
No respondió de inmediato.
—¿Qué quiere decir?
—Cuando la persona entró en el coche, ¿entró por el lado derecho o el izquierdo?
Parpadeó.
—No me acuerdo. Por el lado del conductor, por supuesto.
Yo estaba construyendo algo, pero no sabía exactamente qué. Tenía el mismo tipo de intuiciones cuando jugaba al póquer y siempre les hacía caso.
—Dice usted del lado del conductor, señora Mateer, pero ¿era el lado derecho o izquierdo del coche?
—El derecho, creo. —Levantó el dedo índice enjoyado—. Espere... fue el izquierdo.
—Protesto, Señoría —dijo Ryerson—. La abogada de la defensa está intentando confundir a la testigo.
Esta vez no.
—Señoría, estoy intentando comprender qué vio exactamente la señora Mateer. Al fin y al cabo, la acusación la considera testigo presencial.
—Denegado —anunció la juez, y Ryerson se hundió en la silla.
—Señora Mateer, necesito saber si la persona que usted vio entró en el coche por la izquierda o por la derecha. Tómese el tiempo necesario para pensarlo.
Ryerson suspiró ostensiblemente haciendo gala de su exasperación y Fiske se puso tenso a mi lado. Él sabía cuál era mi objetivo y de repente yo también lo supe.
—Por la izquierda —dijo la señora Mateer—. Ahora estoy segura. Por la izquierda.
¡HASTA EL FONDO AHORA!, escribió Fiske en el bloc, pero sacudí la cabeza diciéndole que no. Mejor guardarlo para más tarde. No era un golazo para una audiencia preliminar, pero podría ser suficiente para constituir una duda razonable durante el juicio. No quise mostrar mis cartas.
—Señora Mateer, ¿está usted segura que la persona entró en el coche por la izquierda con gran prisa, arrancó el motor de inmediato y se fue conduciendo?
—Sí. —Respiró hondo ahora que se sentía en terreno más seguro.
—¿Y esa persona no se trasladó al otro lado del asiento delantero para hacer arrancar el motor?
—No.
—¿Entró y arrancó de inmediato?
—Sí.
Fiske escribió: ¡ATACA! ¡ATACA AHORA!
NO, escribí yo, HOY NO.
Se mordió los labios. No puede haber sido tan buen jugador de ajedrez como yo pensaba. Yo había averiguado algo, pero la policía no abandonaría la acusación por esa causa. El Jaguar de Fiske, al ser de fabricación británica, tenía el volante a la derecha, de modo que el conductor tendría que haber entrado por la derecha. O a la señora Mateer no se le daban bien los detalles o a Fiske se le estaba incriminando con falsedades; quien fuera, conocía su matrícula, pero ignoraba lo del volante o se había olvidado de ello.
—¿Tiene alguna otra pregunta, señorita Morrone? —preguntó la juez Millan—. Sigamos adelante.
—Sólo un par de ellas, Señoría. Señora Mateer, ¿con qué frecuencia mira usted por la ventana de su cocina?
—Cada vez que voy al fregadero. Y algunas veces más para ver el estado del jardín.
—Comprendo. —No eres una vieja chismosa—. ¿Alguna vez ha visto gente entrando o saliendo del cottage?
—Sí.
—Los que entraban y salían era casi siempre hombres, ¿no es así?
—¡Protesto, Señoría! —exclamó Ryerson—. ¿Qué está sugiriendo la abogada de la defensa?
—Señoría, espero que la señora Mateer me pueda ayudar a saber quiénes visitaban el cottage. Esto tiene suma importancia para probar quién mató a Patricia Sullivan, que es lo único que debiera preocupar al ministerio fiscal.
—Denegado —dijo la juez Millan—. La defensa tiene derecho a hacer esa pregunta.
—Señora Mateer, usted dijo que hacía dos años que alquilaba el cottage a Patricia Sullivan. ¿Se percató usted durante ese tiempo de que la visitaban hombres?
—Pues sí.
—¿Diría usted que la visitaban «muchos» hombres o unos pocos?
Hizo una pausa.
—Yo diría que algo más que unos pocos.
—Diría entonces «muchos», ¿no es así?
—Sí.
Los periodistas empezaron a hacer ruido. Me pregunté cómo tomaría esto Fiske. O Paul.
—Señora Mateer, ¿conoció usted a alguno de estos hombres?
—¿Qué?
—Recapacitemos. Usted trabaja en el jardín y es una amante de la jardinería, ¿verdad?
—Sí.
—Dicho sea de paso, ¿es usted miembro del club Wayne de jardinería?
—Lo fui durante bastantes años, pero ya no lo soy.
Hmmm. El club de Kate. ¿Importaba?
—Cuando usted estaba trabajando en el jardín, ¿en alguna ocasión Patricia Sullivan le presentó a alguno de sus visitantes?
—No, bueno, sí, a uno. Olvidé su nombre.
—¿Está hoy presente en la sala?
Paseó lentamente la vista por la concurrencia. Retuve la respiración esperando que no señalara a Paul. Normalmente nunca hago preguntas tan directas en una preliminar, pero necesitaba la respuesta. Al cabo de un buen rato, la señora Mateer dijo:
—Reconozco a un hombre, pero Patricia nunca nos presentó.
Se me secó la boca.
—¿Quién es?
Señaló con su flaco dedo al fondo de la sala. Las cabezas giraron frenéticamente. Miré a Paul, quien permanecía impasible, al parecer sin temor alguno a que lo identificase.
—Al fondo —dijo la señora Mateer. Señaló a Stan Julicher, quien levantó una mano y sonrió a la prensa.
—Además de él, ¿hay algún otro?
—No.
Recordé los dibujos que había visto en los cuadernos del garaje y luego el dibujo que pisé.
—Señora Mateer, ¿no había un hombre que la visitaba con mayor asiduidad que los demás?
—Protesto, Señoría —dijo Ryerson—. Esta clase de interrogatorio provoca dudas sobre la personalidad de la víctima. Ésta es la peor forma de...
—Denegado. Vaya al grano, señorita Morrone —interrumpió la juez Millan—. No me interesa verla pescar.
—Sí, Señoría. Señora Mateer, había un hombre que la visitaba más que los otros, ¿no es así?
—No sé cómo se llama.
Pensé en la puerta abierta de la entrada.
—¿Vivía este hombre con la señorita Sullivan?
—No estoy segura.
—Era alto, de más de metro ochenta, ¿verdad?
Hizo un gesto afirmativo.
—Supongo.
Listos, cámara, acción.
—¿Y era un hombre de color, verdad?
La señora Mateer se aclaró la garganta.
—Pues sí.
Se oyeron comentarios nerviosos entre el público y la juez Millan hizo sonar su mazo.
—Ya está bien, chicos —dijo.
—Y él conducía una moto BMW, ¿o no?
—Pues sí.
Y también dejó la tapa del váter levantada, pero ahora no entraremos en esos detalles. Eché una mirada a Fiske, que parecía desconcertado. Paul, no.
—Señora Mateer, tengo una última pregunta. Usted nunca vio al juez Hamilton de visita en casa de Patricia Sullivan, ¿o sí lo vio?
—No.
Gracias a Dios, Fiske sólo había hecho incursiones nocturnas.
—No tengo más preguntas.
Tomé asiento y escuché el interrogatorio repetitivo de Ryerson. Luego me coloqué el piloto automático mientras el teniente Dunstan describía con lujo de detalles el procedimiento policial para la identificación de la matrícula y las huellas digitales. Declaró que habían hallado las huellas de Fiske en la sala, lo que cuadraba con lo que me había contado Fiske. Había limitado sus encuentros íntimos al sofá. ¿Por qué pensáis que se lo llama la silla del amor?
Cuando me llegó el turno, dejé claro que la policía había puesto polvillo para identificar huellas digitales por todo el cottage y no había encontrado más huellas de Fiske, que había examinado con lupa el Jaguar de Fiske y no había encontrado la menor evidencia de sangre o cabellos de la víctima ni tampoco fibras de sus vestidos. Pero al final no pude resistirme a hacer unas últimas preguntas, aunque sólo fuera para dejar hambrientos a los periodistas.
—Teniente Dunstan, ¿consideró la policía la posibilidad de que uno de los visitantes del cottage hubiera podido cometer el crimen?
Asintió con la cabeza.
—Hicimos una investigación meticulosa, incluyendo al caballero que usted mencionó.
Al fondo de la sala se oyeron unos crujidos ruidosos. Levanté la mirada. Era Robin agitando un paquete de galletas y presumiblemente advirtiéndome que dejara de presionar. Aun así, no pude resistirme a lanzar una salva de despedida.
—Teniente Dunstan, ¿resulta fácil falsificar una matrícula de Pensilvania, hacerla de forma que parezca real a noventa metros en medio de una tormenta y con el cielo oscuro?
—No tengo ni idea.
—¿Y si yo le dijera que esta misma mañana yo hice una en sólo diez minutos con cartón y marcadores indelebles?
—¡Protesto! —dijo Ryerson, pero los periodistas reaccionaron como era de esperar, sedientos de noticias y escribiendo, escribiendo frenéticamente.
La juez Millan hizo resonar el mazo repetidas veces, pero sin mayores resultados. Todos los titulares que se podían lanzar ya estaban lanzados y no había quien los detuviese.
—No importa, retiro la pregunta —dije—. No tengo más preguntas.
Tomé asiento y me prometí que algún día trataría de hacer una matrícula con cartón y marcadores indelebles. Cuando tuviera diez minutos libres.