12
Después de dejar a Fiske en casa junto a una afligida Kate, fui a la de Patricia. Estaba al fondo de una propiedad de al menos tres hectáreas de bosque, alejada de la mansión principal de estuco blanco. Un camino pavimentado y con curvas llevaba a la casa, un pequeño cottage recubierto de tablas de chilla y pintado de color marfil con detalles en azul. Era el sitio ideal y atractivo para artistas, amantes y querellantes.
Calculé la distancia entre el cottage y la casa principal. Unos noventa metros. Luego la distancia desde el cottage hasta la calle. Unos setenta metros a través de los árboles. El camino se acercaba con una curva a la parte trasera de la casa principal en un solo lugar. Un testigo en el camino o en la casa podría haber visto el Jaguar, pero le hubiera resultado mucho más difícil identificar al conductor con total seguridad, en especial con el diluvio que había caído ayer. Me pregunté quién sería la testigo. Decidí visitar al dueño de la mansión tan pronto como pudiera.
Observé el cottage. Tenía dos pisos y estaba casi en la penumbra debido a los robles que lo rodeaban. La planta baja era un garaje recubierto de hiedra. Los brotes que tapaban la puerta de entrada decían a las claras que hacía tiempo que esa puerta no se abría. Quizás Patricia usaba el garaje como almacén. Recordé el retrato mío y de Paul del que había hablado Patricia en su declaración. Quizá guardara las telas en él.
—¿Puedo echarle un vistazo también al garaje? —le pregunté a mi anfitrión, el oficial Johanssen. Desde que la policía me había permitido visitar el escenario del crimen, el teniente Dunstan había decretado que yo necesitaba una escolta para inspeccionarlo, incluso desde afuera. Y cada visita tenía que estar registrada y grabada.
—Sí —dijo Johanssen.
Pasamos frente al garaje y doblamos a la izquierda hacia un patio de pizarra, donde la puerta de entrada parecía oculta bajo un enrejado blanco cubierto de clemátides púrpura. La puerta estaba en buenas condiciones, salvo que tenía la pintura azul gastada por el tiempo y la lluvia. ¿Cómo pudo entrar el asesino?
—La puerta no parece dañada, ¿verdad? —me pregunté en voz alta e intencionadamente.
Johanssen no dijo palabra y sacó una llave con una etiqueta blanca del bolsillo.
—¿Fue usted uno de los policías que estuvieron aquí inmediatamente después del crimen?
—No.
—¿Ha estado aquí alguna otra vez?
—No.
Era un fornido vikingo de tez bronceada que podría haber sido un fantástico donante de esperma si la otra parte facilitaba la personalidad. Introdujo la llave en la cerradura mordiéndose el labio inferior. De no haber estado yo allí, sospecho que hubiera lanzado un taco. Por último, logró abrir la puerta que daba a un zaguán amueblado con simplicidad, una mesilla y una lámpara de madera tallada. Sobre la mesa había un par de lápices de colores y un tubo retorcido de pintura reseca.
—Supongo que los aposentos están arriba —dije.
—Aquí está la escalera —dijo Johanssen. Se dirigió hacia la izquierda y lo seguí.
La escalera era estrecha y sin alfombra. Johanssen empezó a subir con sus zapatones negros; la escalera crujía a cada uno de sus pasos. Me resultaba más fácil mirar sus talones que ver dónde terminaba la escalera mientras me preguntaba con qué me encontraría allí arriba. A medio camino, tuve la respuesta debido al olor. Un olor que me recordaba la infancia. Crecí con el olor de la sangre en la carnicería paterna, pero este olor no era como el de un animal. Olía diferente, tan primitivo como el de la menstruación. Llenaba el ambiente cerrado del lugar. Me sentí mareada y me apoyé en la balaustrada.
Johanssen llegó al final y miró por encima del hombro.
—¿Señorita?
—Ya voy. —Tragué saliva y me esforcé en subir.
Lo que vi al final de las escaleras me horrorizó. La sala de Patricia, que también le servía de taller, había sido destrozada. Por todas partes, sobre todo por el suelo de madera sin barnizar, había bocetos en lápiz sobre papeles blancos. Papeles amarillos de calcar, doblados en las dos puntas, se esparcían por todo el piso. Un caballete de madera había caído al suelo; tenía clavada una fotografía de una pradera y al lado, una tela con el mismo paisaje. La tela había sido rajada y tenía manchas de sangre en los desgarrones. La luz del sol entraba por las ventanas paladianas iluminando obscenamente la habitación.
—Dios mío —me oí decir.
—Recuerde, no toque nada —dijo Johanssen. Miró a la derecha de la habitación, imperturbable. Seguí su mirada.
Unas líneas blancas se veían dibujadas en el suelo con tiza como un boceto de Keith Haring. Eran un revoltijo de brazos y piernas, todo tan fuera de sitio y descompuesto como la misma sala. Ningún ser humano, ninguna mujer, podía echarse de esa forma. Tenía el cuello tan retorcido que daba vuelta en sí mismo. En medio de la figura sobre el suelo había un manchón de sangre de un extraño tono brillante de rojo. Su olor era superado por un olor más penetrante.
—¿Qué es ese olor? —pregunté hablando en voz alta, pero Johanssen no contestó. Di un paso atrás porque fuera lo que fuera me irritó los ojos. Era un disolvente, trementina. Levanté la mirada y vi un líquido claro que corría como un río tributario y que caía desde una lata abierta de café. Fluía sobre el manchón de sangre y los dos fluidos se mezclaban grotescamente de modo que la sangre permanecía roja, llena de oxígeno. Retrocedí ante el olor y el espectáculo y casi me resbalé sobre un pincel de pintura.
—¿Señorita? —musitó Johanssen.
—Estoy bien —dije recuperando el equilibrio, aunque no la compostura. Caminé hacia la ventana donde una de las mamparas estaba abierta. Afuera había una zona de césped a la luz del sol y se veía el viejo tejado de pizarra de la casa principal a través de las copas de los árboles. El aire era fragante y limpio y cerré los ojos, respirando profundamente. ¿Era Fiske capaz de semejante carnicería, en especial con la mujer que amaba?
—¿Ha terminado? —preguntó Johanssen.
—No, quiero verlo todo. —Tenía que hacerlo.
Salimos de la habitación y cruzamos el rellano de la escalera. En frente había una cocina sin señales de nada raro. Había una tetera de porcelana sobre una mesa gris al lado de unos platos sucios. Nada parecía fuera de lo normal.
Eché una mirada al lavabo al lado de la cocina. Era diminuto, con un lavamanos de criada junto a una antigua bañera con pies de metal labrado. Todo estaba en orden, hasta la esponja apretada entre la bañera y la pared de azulejos. Excepto por el asiento del water. La tapa estaba levantada. Extraño. ¿Habría usado el lavabo el asesino? Me pregunté si la policía se habría dado cuenta o si se tiene que ser mujer para percatarse de que la tapa estaba levantada.
—Aquí está el dormitorio —dijo Johanssen, y me dirigí a la puerta.
Era hermoso. Había una cama digna de una reina, con una colcha de encaje desarreglada, de tal manera que la cama parecía aún más hermosa en vez de simplemente no hecha. Las sábanas, como las almohadas, eran de algodón crudo. Contra la pared de la derecha había un escritorio de roble con un tapete de encaje encima.
—Supongo que aquí no hubo lucha —dije.
Johanssen, como de costumbre, no dijo nada.
En la pared del fondo, había dos ventanas con cortinas de encaje y un arcón en medio. A la izquierda había unos estantes con libros; no se vislumbraba nada más.
—¿Hay alguna otra habitación, oficial?
—No.
—Entonces, me gustaría volver a ver la sala.
—Como quiera.
Traté de mirarle como una profesional ahora que me había recuperado de la primera impresión. Saqué de la cartera mi bloc de notas y empecé a escribir. Al parecer, Patricia había sido atacada en la sala, tal vez mientras pintaba, y allí fue apuñalada. No tenía pruebas, pero parecía como si el asesino hubiera destrozado el lugar presa de la ira o inducido por drogas o alcohol, o que se habían enzarzado en una tremenda lucha. Me pregunté si la policía tenía alguna teoría.
—Parece una pelea —dije.
Johanssen no contestó.
Una gran ayuda. Pensé en decirle que era una contribuyente y lo menos que podía hacer era proporcionarme una pista, pero me lo pensé dos veces. No era muy propio de una buena detective como yo andar suplicando pistas y todo eso.
Me acerqué a un estante a la derecha de la habitación. Había cuadernos de dibujo junto a una caja de cigarros con lápices. Las superficies de todo cuanto me rodeaba estaban tiznadas de un polvillo negruzco.
—¿Esto es para las huellas digitales?
Johanssen asintió con la cabeza.
Eh, estaba en la zona importante. Me acerqué a la estantería. Sin usar, pero con el polvillo para las huellas, había una gran caja de pinturas que estaba abierta sobre el mueble. Parecía cara, de modo que supuse que eran las pinturas que Fiske había comprado para Patricia. Tenía tres bandejas llenas de tubos plateados para óleos. Rojo cadmio, azul de Prusia, verde viridiano, rezaban las etiquetas negras; cada tubo había sido apretado por el medio.
Pero la caja de pinturas no se había tocado. Parecía extraño, en especial si Fiske era quien había asesinado a Patricia y destrozado el lugar. ¿No habría destruido también su espléndido regalo? ¿Buscaba algo el asesino? Di un paso atrás y sentí ruido de papel bajo los pies.
—Cuidado —dijo Johanssen—. Aún no hemos terminado nuestro trabajo aquí.
—Lo siento. —Se me subieron los colores. Una gran detective en la escena del crimen llevándose por delante la Prueba i. Bajé la mirada esperando ver otro primor de flores de mayo, pero estaba equivocada. Debajo de mí, estaba el dibujo de un joven negro.
Desnudo.
Miré más de cerca. Estaba reclinado sobre algún tipo de sábana; su apuesto rostro, enmarcado por una cabellera rizada, dirigía la mirada directamente a la artista. Tenía el cuerpo joven y fuerte; los hombros musculosos, el pecho ancho y los pezones quedaban sugeridos por líneas delicadas de tinta china. Tenía caderas prominentes y poderosas, una pierna levantada escondiendo discretamente lo que tenía bajo el estómago plano. Me pregunté quién sería y si era real o imaginario. Tomé nota para averiguarlo.
Miré los otros dibujos. Todos eran de flores o frutas, peonías, cosmos, amapolas, como un catálogo de botánica. Pero me enteré más de Patricia por medio de su dibujo erótico que de todas las amapolas juntas. Me tomé mi tiempo mirando cada dibujo así como las telas sin terminar que tenía apoyadas en las paredes. Luego recordé otra tela a medio hacer.
—Oficial, ¿podemos ver ahora el garaje?
—Sí.
Encabecé el descenso por la escalera, aliviada de dejar atrás la escena de sangre, y me alejé un poco de Johanssen mientras él cerraba con llave la puerta de entrada. Tomé nota de la distancia de la entrada hasta la mansión y confirmé mi conclusión original de que se podía poner en duda la identificación que la testigo había hecho del juez. Salvo por la cuestión de la matrícula.
Lo que me dio una idea nada agradable, la misma que había tenido cuando vi a Kate en su casa con aspecto de suma aflicción. Ella tenía un Jaguar negro casi con el mismo número de matrícula. Y tenía un motivo, su furia hacia Patricia por haber presentado una querella contra su marido. Si estaba enterada de la aventura, tenía entonces un motivo aún más poderoso. Parecía demencial, pero ¿podría haberlo hecho Kate? Y ¿querría exonerar yo a Fiske para ponerle los grilletes a Kate?
—No debe de haber usado esta cerradura —dijo Johanssen mientras trataba de cerrar la puerta delantera.
—Pero seguro que no dejaba la puerta abierta. —¿Una mujer que vivía sola? Impensable.
Finalmente, cerró.
—Vamos —dijo Johanssen, y me hizo dar la vuelta al cottage hasta donde la hiedra invasora reptaba sobre el lado izquierdo de la puerta del garaje.
Johanssen se tocó la gorra y frunció el entrecejo.
—¿Está segura de que quiere entrar, señorita?
—Así es.
—¿Es realmente importante para la defensa?
—No lo sé, pero puede valer la pena.
Me miró de soslayo y luego a la puerta.
—Debe de ser manual.
—¿Qué?
—La puerta.
Se agachó y agarró un asa herrumbrosa en la parte inferior de la puerta. Se levantó al cabo de cuatro intentonas. Una bombilla desnuda en el techo iluminó un objeto, una motocicleta. Era de un azul turquesa brillante con relucientes tubos cromados por debajo y un asiento negro de cuero. De modo que Patricia poseía una motocicleta. No había ningún coche a la vista. Escribí la información y miré en derredor del garaje mohoso.
—Mire, ¿ha visto usted eso? —dijo Johanssen presa de una súbita animación, y echó tal mirada a la moto como si lo atrajera a su campo de gravitación—. Es una BMW.
—No sabía que BMW hiciera motocicletas —dije sin prestar mucha atención.
—¿BMW? ¿Está bromeando? Hace años que las fabrican, desde la Segunda Guerra. Las primeras de fuste las hicieron para Rommel. Las necesitaba debido a la arena del norte de África; se metía en las cadenas de las viejas motos. Las desgastaba con la fricción. Moto Guzzi copió la idea y en los ochenta todas las motos eran así.
—¿De veras? —Como si me interesara. En la pared de cemento había unos estantes con latas de pintura, limpiadoras de pinceles y aceite de linaza. De modo que Patricia guardaba aquí el material de pintura.
Johanssen emitió el sonido casi de un lobo.
—Demonios, es una 750.
—¿Una 750? —le pregunté para mantenerlo distraído y que no me viera curioseando—. ¿Qué significa?
—Setecientos cincuenta centímetros cúbicos. El desplazamiento, el tamaño del motor. Como los caballos de potencia en un coche.
—Interesante. —Para otros. Me dirigí al fondo del garaje. Por la luz que entraba por la ventana, pude distinguir varias maletas, un baúl de camarote y algunos papeles contra la pared.
—Mi moto es una Honda —dijo Johanssen—. Y es sólo una 550. Ni siquiera las fabrican ya. Ahora empiezan con 650.
—Supongo que aquí no hay nada más —dije tratando de parecer desilusionada—. Debe haber usado el garaje como almacén. —Caminé hasta las cajas de cartón y miré bajo una de las tapas que estaba ligeramente húmeda. Dentro había una pila de faldas de lana y algunos jerseys—. Nada más que un montón de ropa de invierno. Yo no guardaría mis jerseys en una caja abierta, ¿no le parece?
Johanssen sacudió su cabeza rubia, absorto en la moto.
—Quinientos cincuenta centímetros cúbicos no son suficientes sobre todo cuesta arriba, cuando se necesita acelerar.
Fantástico. Mi acostumbrada comunicación con los hombres. Me acerqué al baúl.
—Yo jamás dejaría lana en un garaje donde puede entrar la polilla, ¿qué le parece?
—No, la mitad de las veces, los coches no te ven. Ésa es la causa principal de los accidentes de motos, poca visibilidad en la moto. Por eso es necesaria la potencia, para maniobrar. En una moto hay que conducir a la defensiva.
—¿Sabe cómo guardo mis jerseys, agente? —El baúl tenía un picaporte de latón. Lo levanté con cuidado con un dedo—. Los hago lavar uno a uno, luego los guardo en bolsas de plástico. ¿Sabe a cuáles me refiero?
—Sí. Esta nena tiene mucha potencia. Mucha potencia. —Se puso en cuchillas para contemplar los tubos cromados—. Habría que ponerle una funda. Yo le pondría una funda si fuera mía.
—Luego, cuando cada jersey está en su bolsa individual, les pongo un par de saquitos de antipolilla, del tipo que vienen en las bolsas de lavanda. —Dentro del baúl había libros de bolsillo, álbumes de Grateful Dead, zapatos viejos y cuadernos de dibujo—. ¿Sabe a qué saquitos me refiero? ¿Los de lavanda? ¿Los azules?
—El azul está bien. Creo que también la venden de color rojo. Y marrón. —Su voz me llegaba del otro lado de la moto.
—De ese modo la ropa no queda con olor a antipolilla. ¿Entiende lo que quiero decir? —Bajo los libros había un montón de cuadernos de dibujo—. Detesto el olor de los antipolillas, ¿usted no? Prefiero la lavanda siempre.
—Así es. Y negro. El negro es algo especial. Si fuera a comprar una como ésta, la compraría negra.
—El negro está muy bien —dije apoyando su moción, y cerré el baúl. Detrás había una mesa hecha con una puerta vieja sobre dos caballetes. Encima había latas de café y jarras llenas de pinceles y cuchillas de pintor y un montón de pequeños cuadernos de dibujo. Abajo había telas montadas con los bordes blancos sobresaliendo. Quizá el retrato de Paul y mío estaba entre ellos.
Johanssen mantenía silencio, de modo que le miré por encima del hombro. Seguía de cuclillas junto a la moto con los ojos cerrados. Al menos no hacía ruidos de motor. Al menos no en voz alta. Me agaché y miré algunas de las telas. Más flores silvestres, una tras otra, luego el retrato del joven negro, desnudo una vez más. Estaba de pie y miraba a la artista casi de un modo obsceno. Lo pasé rápidamente. Había otras tres telas con diferentes hombres desnudos. Patricia tenía una vena salvaje, sin duda, tras su angélica fachada.
Miré a Johanssen. Tenía los ojos cerrados en pleno orgasmo. Una vez más, en misericordioso silencio.
Pasé a la siguiente tela y tragué saliva. Contemplé un retrato maravilloso de nuestro viaje a Bermudas. Paul estaba bronceado bajo la luz de la luna; su chaqueta era de un blanco idealizado. Detrás de nosotros, el jardín era ubérrimo y en el cielo había un azul impecable. Yo era lo único que estaba por terminar. Tenía la cara apenas esbozada, como un fantasma.
—¿Encontró algo? —preguntó Johanssen. Estaba al lado de la moto mirándome.
Échate un farol, nena.
—Sí, algunos cuadros hermosos. Me encanta el arte. ¿Y a usted?
—No está mal.
—Debería ver éste, agente. Es precioso. Una naturaleza muerta con margaritas en un jarrón. Se puede ver cada pincelada. Venga y véalo.
—Margaritas, ¿eh?
—De tallos gruesos, grandes capullos. Malvas, naranjas, amarillos. Tan perfectos, tan reales. Venga a ver. Con seguridad le encantarán.
—Creo que no soy un buen amante del arte —dijo caminando en torno a la moto—. Pero a mi mujer le gusta. Se crió en Chadds Ford, de modo que le gusta Wyeth y todos esos tipos. Sin duda es una moto hermosa.
—A mí también me gusta Wyeth y algunos de los prados que hizo. Y las escenas de nieve. Me encantan, ¿y a usted? —Puse el retrato en su sitio y lo enderecé. Cogí uno de los cuadernos de dibujo y lo hojeé rápidamente. Eran retratos a lápiz de hombres desnudos, blancos y negros, pequeños y altos. El segundo cuaderno era más de lo mismo y al llegar al tercero, me di cuenta de que estaba sudando, ansiosa por saber lo que me encontraría.
—¿Recuerda la pintura de Helga? —pregunté.
—Pues sí, acaso me quedo con el marrón. Podría vivir con ese color. Apuesto a que la podría conseguir de segunda mano. Esa tienda en Montgomery, seguro que la tiene.
Abrí la cubierta del tercer cuaderno y me quedé estupefacta. Era un retrato de Paul. Tenía los ojos cerrados; estaba dormido sobre la cama de encaje. Estaba desnudo con una sábana sobre los muslos. Quise pegar un grito pero me contuve.
—¿Y si la pido para Navidad? —dijo Johanssen.
Estaba de piedra.
—... Podría intentarlo.
—Podríamos hacer viajes largos. Siempre está diciéndome que no pasamos mucho tiempo juntos; nada más que los dos. Haría mucho bien a nuestro matrimonio.
—Seguro. Me parece muy positivo. —Como si yo supiera lo que era bueno para un matrimonio. Hojeé los otros cuadernos. Paul no estaba en ninguno de ellos. Volví al dibujo de Paul con el cuaderno en las manos. Decidiendo qué hacer con él.
—Pues sí, señor —dijo, y se balanceó una y otra vez sobre sus talones—. Me parece que la pondré en la lista de Navidad.
—Una buena idea —dije. Quería tirar el cuaderno al suelo, pero hice algo más inteligente. Me lo metí en la cartera.
—No se puede castigar a nadie por intentarlo —dijo Johanssen.
¿Oh, no? Mírame a mí.