Capítulo 14

—¿DÓNDE queréis que me siente? —le preguntó Raven. Abrielle no respondió de inmediato. No necesitaba mirar la tela empapada en sudor, pegada a cada uno de sus músculos y resaltando su ancho pecho, para saber que estar a solas con él, más que una insensatez, era peligroso. Sin embargo, le resultaba imposible dirigir su imprudente mirada hacia otra dirección. No le cabía la menor duda de que se lamentaría durante el resto de su vida si no le decía al instante que, sintiéndolo mucho, no hacía falta que se sentase, pues había cambiado de opinión y tendría que ir a curarse las heridas a otra parte. Pero al ver la sangre de la cara que le goteaba en aquel pecho que le impedía concentrarse y más sangre seca en los numerosos cortes que cubrían su cuerpo, y pese al peligro que pudiera correr, sabía que le remordería la conciencia si dejaba que la herida se le infectara.

—Podéis sentaros en el banco que hay junto al fuego —dijo finalmente en el tono más serio que pudo—. Y, si no os duele demasiado, podríais poner el caldero sobre las llamas. Ya está lleno de agua.

Raven hizo lo que le pidió y acto seguido comenzó a desatarse el gambesón.

—¿Qué hacéis? —preguntó Abrielle.

Él la miró por encima del cuello del gambesón arqueando sus oscuras cejas.

—¿No habéis dicho que me curaríais las heridas?

Abrielle asintió con la cabeza, un tanto confundida por la pregunta.

—¿Preferiríais curarlas a través de la ropa? —inquirió él, mirándola con seriedad, como si aquella fuera una posibilidad perfectamente aceptable.

—No, yo solo… pensé que… Lo siento, por supuesto que debéis quitaros la prenda.

Raven comenzó a desvestirse e hizo una mueca de dolor.

—Necesitáis ayuda—dijo Abrielle acercándose a él sin pararse a pensar.

—Es posible —asintió él—. Podría hacer llamar a mi escudero. Puedo desatarlo yo solo, pero en algunas zonas la prenda se ha quedado pegada a la sangre seca y es difícil sacarla por la cabeza.

Abrielle se mordió el labio y sopesó la embarazosa situación que supondría desvestirlo y el riesgo de pasar más tiempo a solas con él, sudoroso y medio vestido, mientras aguardaban a que llegara el escudero.

—No es necesario —dijo; se había decidido por la vía más rápida—. Ya que estoy aquí, puedo ayudaros como lo haría vuestro escudero.

Abrielle se esforzó en parecer brusca y eficiente, en vez de revelar sus verdaderos sentimientos, una mezcla de miedo, aprensión y, tuvo que reconocerlo, excitación. No quería verse sola con él en una situación como aquella, en la que se disponía a ayudarlo a desvestirse, sintiéndose tan temblorosa y extraña por dentro.

Se acercó a él lo justo para tocarlo con los brazos estirados, pero Raven levantó los brazos sobre la cabeza, se giró y acortó a la mitad la distancia prudencial que los separaba. Abrielle agarró el borde inferior del gambesón desatado y tiró hacia arriba.

Raven profirió una exclamación de dolor más parecida a un aullido que a un quejido, pero bastó para que Abrielle parara en seco. —Creo —dijo él, acercándose aún más, hasta estar tan cerca que ella sintió su aliento en la nuca cuando el escocés alzó la vista para mirarla— que es mejor que hagamos esto muy, muy despacio.

Por muy inocente que Abrielle fuera, era lo bastante madura para deducir que la repentina dificultad que Raven tenía para respirar no se debía únicamente al dolor. Estaba tan turbado como ella por cerca que se hallaban el uno del otro; Abrielle lo notó en su ronco hablar y en el calor de su mirada.

—Es una opción —reconoció, acercándose a él el tiempo justo para agarrar la prenda con fuerza—. Pero soy de la opinión que es mejor quitároslo de un tirón. Así—dijo inmediatamente antes de hacer lo que acababa de sugerir.

—¡Dios mío, señora! —exclamó Raven entre dientes.

—Siento haberos hecho daño, pero estas cosas es mejor hacerlas de golpe. —Abrielle lo miró preocupada—. ¿Os ha dolido mucho?

El intento de mofa de Raven derivó en tos.

—Solo un poco. Agradezco que seáis vos quien me curéis, sea cual sea el precio. Sois un ángel misericordioso.

Raven se quedó vestido únicamente con una camisa de hilo y los leotardos que llevaba bajo la cota de malla. La camisa tenía una mancha de sangre oscura en la zona de las costillas y al moverse se le pegó a la piel. Cuando Abrielle vio que se desataba la camisa para quitársela, lo detuvo. Tras mojar un trapo en el agua caliente se lo aplicó sobre la herida y humedeció la camisa hasta que le pareció que podría despegarla fácilmente de la piel.

—Levantaos —le dijo. Él obedeció y Abrielle cogió la pechera abierta de la camisa—. Os prometo que esta vez no os dolerá.

Poco a poco, con suma delicadeza, deslizó la camisa sobre su cuerpo hasta quitársela; su torso quedó al desnudo frente a ella. Tuvo que cerrar los ojos hasta recordar cómo se respiraba. Pese a la presencia de una raspadura bastante ancha, y que todavía sangraba un poco a lo largo de las costillas, la muchacha solo veía la anchura de su pecho y las suaves protuberancias de sus músculos. Sabía que Raven la miraba, pero no se atrevió a alzar la vista.

En eso una gota de sangre de la cara cayó en el pecho de Raven y Abrielle volvió en sí.

—Podéis sentaros —dijo, sintiendo que le fallaban las rodillas. Una vez sentada ella también, mojó un paño limpio en el agua caliente y se lo aplicó con delicadeza en la cara.

—Sostened el paño mientras os miro las costillas. La herida que tenéis ahí no parece muy profunda.

—Si, me ha rozado una lanza. No es más que mi rasguño. Me saldrá un bonito moretón.

—Ya ha salido —repuso Abrielle con sequedad. Pese a que se había propuesto fingir que Raven era como cualquier otro hombre de los muchos a los que había curado hasta entonces, la artimaña de engañarse a sí misma no le sirvió de nada. El tacto de su piel le hacía sentir cosas que no estaba segura de que debiera sentir una doncella decente. Notaba la respiración de él como si fuera la suya propia, percibía el olor penetrante de su piel suave y veía como le latía el pulso en aquel hoyo fascinante que tenía en el cuello.

Abrielle se apresuró a apartarse de él y abrió la caja donde guardaba las hierbas medicinales. Con varias de ellas hizo una pasta molida y la extendió sobre la herida; luego le envolvió el torso con la] gas tiras de lino limpias para evitar que esa zona se ensuciara.

—Ya podéis poneros la camisa —dijo con gran alivio cuando terminó de curarle la herida.

—¿Por encima de la cabeza? —preguntó él, sosteniendo aún el paño ensangrentado contra su mejilla.

Abrielle se sintió como una idiota y notó que le ardían las mejillas por la vergüenza.

—Os ruego me disculpéis. Estoy tan cansada que me cuesta concentrarme en la tarea que tengo entre manos.

—Entonces, ¿qué puede ser sino fatiga lo que siento cuando os tengo cerca y cualquier otro pensamiento o preocupación carece de valor? —preguntó Raven en voz baja.

—¿Cómo voy a saber lo que sentís? —espetó Abrielle, y aunque trató de poner mala cara, al cogerle el paño de la mano le tocó con delicadeza. Se lo retiró con cuidado del rostro y le lavó la herida; le preocupó que siguiera sangrando abundantemente. —Me temo que tendré que daros unos cuantos puntos. —O quemar la herida —sugirió Raven como si tal cosa, encogiéndose de hombros ante la cara de horror de Abrielle—. No sería la primera vez.

—No seré yo quien lo haga, y menos en la cara.

—¿Es que no queréis arruinar mi atractivo?

—Vos os lo decís todo —replicó Abrielle—. ¿No se os ha ocurrido que no quiero ser la causante de que deis aún más miedo a niños y animales?

—Aguja e hilo, sea— asintió Raven.

Abrielle agradeció aquel momento de desenfado, confió en que sirviera para ocultar el efecto que Raven ejercía realmente sobre ella. Algo había cambiado entre ellos, o quizá dentro de ella. Para averiguarlo necesitaría pensar con más concentración de la que podía hacer acopio con la doble distracción del cuerpo que tenía delante, y que acababa de ver en acción en una heroica demostración de fuerza y coraje, y la expresión de interés del rostro misteriosamente atractivo de Raven. Le sería fácil dejarse llevar en momentos como aquel, pero el manifiesto encanto del escocés le recordaba un pasado reciente en el que no se había molestado en mostrarse tan afable con ella. Fuera lo que fuese lo que pudiera alegar él en cuanto al trato que le había dado en su primer encuentro, su rechazo a cortejarla cuando pudo hacerlo, una mujer en su situación debía estar segura de un hombre, y ella no podría estarlo nunca de Raven. No podía permitirse el lujo de olvidar que era la primera vez que el escocés utilizaba aquel encanto suyo, hasta entonces no había considerado que mereciera la pena emplearlo con ella.

—Esto os dolerá —le advirtió mientras se colocaba cerca de él con la aguja enhebrada en la mano.

—Lo soportaré, milady —contestó Raven en un tono tan tranquilizador como afectuoso.

La única posición cómoda en la que Abrielle podía trabajar en el rostro del herido era de pie junto a él. Pero el escocés era tan corpulento que estando sentado no hacía falta que ella se agachara mucho. Abrielle vaciló unos instantes antes de introducir la aguja en la carne, pero al ver que Raven no rechistaba se apresuró a pasarla por el otro lado.

Aquellos ojos que la miraban eran tan azules, y sus pestañas tan largas y oscuras, que se obligó a pensar en otra cosa. Finalmente decidió recurrir al torneo como tema de conversación.

—Mi padre me ha dicho que el ataque de Thurstan contra vos era una maniobra legal.

Raven esperó a que Abrielle tirara del hilo y luego dijo:

—Así es, por eso sabía que tenía que estar preparado, sobre todo con alguien como él.

—Pero los demás contrincantes llevaban compitiendo todo el día. Esperar de ese modo hasta el final…

—Pero no podía ganar porque no había reunido a suficiente cautivos.

—No creo que le importara tanto ganar como atacaros.

—¿Acaso estáis preocupada por mí, milady? —Su voz grave i <• tumbó dentro de él y llegó hasta Abrielle a través de sus manos, qui reposaban sobre la cabeza de Raven.

—Me preocupa la justicia —respondió ella con afectación.

—En la guerra nada es justo.

—Pero ¡eso no era una guerra! —repuso Abrielle con vehemencia.

—Con hombres como Colbert siempre es una guerra. Todo forma parte del juego.

Abrielle retuvo la aguja y lo miró detenidamente.

—¿Cómo podéis tomaros todo esto tan alegremente cuando podrían haberos matado?

—¿Habríais sentido mi pérdida?

—Tanto como la de cualquier campeón caído —contestó—. Bueno, ya está. Y vuestro atractivo rostro sigue más o menos igual.

Raven rió en voz baja mientras Abrielle miraba alrededor con aire burlón.

—Tijeras… tijeras —musitó para sus adentros—. Sé que estáis por aquí.

—Cortadlo con los dientes —le instó Raven.

Abrielle puso los ojos en blanco.

—Os tiraría de los puntos.

—Yo lo soportaré… ¿Y vos?

Los ojos de Raven emitieron un peligroso destello y Abrielle supo que estaba pensando en lo mucho que tendría que acercarse si accedía a tan desafiante propuesta. Le entraron ganas de maldecir la sangre del audaz Berwin de Harrington que corría por sus venas y que tan a menudo la hacía incapaz de reprimir el deseo o, más bien, la necesidad de aceptar cualquier reto. Como si de repente sus movimientos se ralentizaran, Abrielle se inclinó y, agarrando el nudo con los dedos para evitar que la sutura se tensara, mordió el hilo hasta partirlo en dos. Al notar el calor del aliento húmedo de Raven en su cuello se estremeció. De repente, sintió los brazos de él alrededor de sus caderas y, empujándole los hombros, tensa, trató de apartarlo.

—¿Qué hacéis? —preguntó, molesta por lo entrecortada que le salió la voz.

—Voy a cobrar mi premio.

—Pero debería dároslo en público, para que todos vean que he cumplido mi parte del trato.

—No os preocupéis, milady, supondrán que me lo habéis dado en privado.

Pasándole un brazo por los hombros, la levantó del suelo, la tendió en su regazo y su boca abierta descendió en picado sobre la de ella. Vencida y abrumada, Abrielle respondió a aquel beso con toda la pasión que fue capaz de mostrar y cedió al avance de su lengua, que fue recibida por la suya con cautela hasta que las pasiones de ambos se intensificaron y encendieron un fuego llameante que ardió entre los dos. Ella estaba tan hambrienta de él como él de ella y se vio aferrándose a Raven como si fueran la única pareja del mundo. Sentía una necesidad imperiosa de estrecharse contra él mientras sus dedos exploraban su espalda.

Raven sabía que era apasionada; su miedo era que después de todas sus negativas no fuera capaz de serlo con él. Su boca, cálida y húmeda, le supo a las fresas más dulces, y pensó que tal vez podía intentar conseguir algo más que un beso.

De repente Abrielle dio un grito ahogado y se levantó de un salto. Su pecho subía y bajaba mientras trataba de recuperar la respiración.

—Eso ha sido… eso ha sido… injusto y cruel.

—¿Por qué? —replicó Raven—. Ofrecisteis de buen grado un beso al ganador, y yo siempre gano. —Sus ojos azules se veían más oscuros que nunca, de un color que parecía salido de las aguas oceánicas más tempestuosas.

Abrielle se maldijo por haber caído bajo su hechizo, aunque solo hubiera sido por unos instantes.

—Os convendría recordar que «siempre» es mucho tiempo. Os aconsejo que no toméis mi desliz de hoy como una buena señal. Nunca me casaré con vos, pues no me inspiráis confianza. Consideraos afortunado por haber ganado el premio del torneo, ya que nunca tendréis mis posesiones, nunca me tendréis a mí. —Estas últimas palabras las soltó a boca llena, con sus ojos verdeazulados centelleantes, presa de una ira propia de una leona ultrajada.

Se dio la vuelta y echó a correr; deseaba poder encerrarse en su dormitorio, pero tendría que hacer de anfitriona hasta el banquete que pondría punto y final al torneo. Se pasó la velada sonriendo y hablando en todo momento con la cortesía debida, pero se sentía como una marioneta, como si otra persona le dictara lo que tenía que decir. Le costó lo indecible no mirar a Raven, no romper llorar de pena y rabia. Debía aprovechar la ocasión para elegir a un hombre entre sus pretendientes, pero veía sus rostros desdibujad' i sus sonrisas le parecían falsas y no se le ocurría qué podía preguntarles para saber más de ellos. Sentía que había fracasado, y por la forma en que su madre fruncía el ceño sabía que sus padres estaban preocupados por ella.

 

 

 

En el transcurso de los dos días siguientes el castillo fue vaciándose de nuevo de visitantes, y Abrielle evitó la cuestión de la elección de un marido. Era consciente de que su madre y Vachel estaban siendo muy pacientes con ella, un detalle que agradecía de todo corazón. Elaboró listas de nombres y anotó los motivos por los que cada uno de aquellos hombres podría ser un buen esposo, pero cada vez que pensaba en el beso de boda se veía en brazos de Raven.

Le costaba conciliar el sueño, y la tercera noche pensó que CS taba tan agotada que dormiría hasta el amanecer, pero a altas horas de la madrugada un llanto apagado, intercalado con gritos de dolor, procedente del pasillo al que daban sus aposentos, la despertó.

Un miedo súbito a que hubiera ocurrido una tragedia y que su madre estuviera en su puerta porque necesitaba hablar con ella hizo que le entrara un escalofrío por todo el cuerpo. Tenía demasiado presente la caída de Desmond por la escalera para pensar que algo así no podría suceder de nuevo, quizá incluso a uno de sus seres más queridos.

Desesperada por saber quién lloraba y cuál era el motivo de su llanto, Abrielle sacó chispas de un pedernal y encendió varias velas del candelabro que tenía junto a la cama antes de ponerse una bata encima del camisón. Tras coger el candelabro, lo sostuvo en alto para alumbrar su camino mientras se dirigía a toda prisa a la antecámara. En un acto de precaución, pegó la oreja a la puerta, pero todo parecía tranquilo, al menos en aquel momento.

—¿Quién anda ahí? —inquirió.

—¡Milady, no abra…!

Al reconocer la voz de su sirvienta, dejó a un lado el candelabro y se quedó quieta, entonces oyó lo que sonó como una bofetada y un quejido apagado. Abrielle se enfureció, pues era evidente que un bellaco salvaje estaba pegando a Nedda.

Horrorizada, levantó la tranca de roble y, tras dejarla a un lado a toda prisa, abrió la puerta de golpe. Lo primero que vio fue a Nedda con una bata encima del camisón y tendida de costado en el suelo. Un hilo de sangre le caía de la comisura de la boca y por la mejilla. Detrás de la mujer, de pie, había un bruto enorme con el rostro lleno de cicatrices, barba muy poblada y una voluminosa mata de pelo negro con mechones canos que se arremolinaban sobre sus descomunales hombros.

Un olor nauseabundo atrajo la mirada de Abrielle con recelo. Al ver una réplica de la enorme bestia que se alzaba sobre Nedda, más pequeña y más ancha, apoyada contra la pared situada junto a la puerta, de la garganta de Abrielle brotó un grito de horror. Al igual que su compañero, tenía una cabellera entrecana tan greñuda que no se sabía dónde le acababa el pelo de la cabeza y le empezaba el de la cara. Sonrió a Abrielle, dejando al descubierto sus dientes picados, y al ver que daba media vuelta en un intento desesperado de huir a sus aposentos se abalanzó hacia ella.

Tras entrar en la antecámara con un grito ahogado, trató de cerrar la puerta en las narices del forajido, pero este la empujó con tanta fuerza que Abrielle salió disparada a trompicones hasta la otra punta de la estancia. Chocó contra un arcón que había cerca de la puerta de su dormitorio y se golpeó la cabeza contra la pared de piedra; sintió un dolor agudo y le faltó poco para perder el conocimiento. En su aturdimiento, se deslizó sobre el arcón, profusamente decorado, y fue a caer encima de la alfombra, desde donde mira como a través de un largo túnel a aquel bruto bajo y voluminoso que avanzaba hacia ella.

El hombre agachó la cabeza hasta poner su cara a la altura de h de ella y le sonrió; parecía divertirse.

—Me llamo Fordon, por si os lo preguntabais —dijo. Luego, moviendo el pulgar por encima de su hombro, señaló al bruto mal corpulento que estaba plantado junto a Nedda—. Y ese es Dunstan

—¿Qué queréis? —masculló Abrielle, tratando por todos los medios de aclarar sus sentidos ofuscados mientras se ponía en pie apoyándose en el arcón, un adorno que lord Weldon había traído de las Cruzadas. Abrielle no había reparado en lo macizo que el I hasta impactar contra él en aquel choque frontal.

A través de la puerta abierta que daba al pasillo vio que el bruto más corpulento, Dunstan, cogía a Nedda por el pelo, que llevaba cubierto con un gorro de dormir, y la ponía en pie de un tirón con una sola mano. Con una carcajada, empujó a la sirvienta al in tenor de la antecámara, que la mujer atravesó dando vueltas hasta caer sobre su señora. Abrielle, que había intentado levantarse pese a que tenía los sentidos aturdidos por el golpe, volvió a verse tumbada en el suelo, esta vez hecha un amasijo informe bajo Nedda.

Frustrada, magullada e hirviendo de rabia, Abrielle aguardó a que la sirvienta se desenredara de ella y por fin consiguió recuperar parte de sus maltrechas facultades mientras se levantaba apoyándose en el arcón, desde donde fulminó con la mirada a los dos salvajes, que le dedicaron una sonrisa burlona. Abrielle deseaba vengar se de aquella detestable pareja, pero no veía cómo podía hacerlo. AI mismo tiempo, se preguntaba si les gustaría verse enterrados en aquel arcón decorativo que tantas contusiones acababa de causarle.

Abrielle sacó la mano de debajo de su arrugada ropa y se paso el dorso por la boca magullada, pero se detuvo en seco ante la humedad que sintió en los labios. Al bajar la mirada vio que tenía los nudillos manchados de sangre.

 

Nedda se arrancó diligente una tira de tela del dobladillo del camisón y la dobló varias veces. Pese a estar malherida a causa de la paliza que le había propinado Dunstan, aplicó la tela con firmeza sobre el labio de su señora para contener la hemorragia. La sirvienta lanzó una mirada iracunda a los bellacos y frunció la boca con una expresión de desprecio.

—¡Malas bestias! —les espetó con ira—. ¡Os tendrían que colgar!

Fordon soltó una carcajada.

—Pues lo que van a hacer es pagarnos para que os llevemos a dar un paseo.

Abrielle y Nedda se miraron con recelo, lo que provocó de nuevo la risa de Fordon, que sin duda estaba disfrutando del padecimiento de ambas.

Agradeciendo en voz baja la atención de Nedda pero sin apartar la mirada de aquellos brutos desaliñados, Abrielle dedujo sin temor a equivocarse que serían dos sicarios.

—Si tuviera una escoba, os daría una buena tunda en vuestro gordo trasero —musitó en tono despectivo—. Vuestros cuerpos apestan tanto como vuestras acciones. Cuando os marchéis de aquí habrá que ventilar estos aposentos por lo menos durante dos semanas enteras.

—Ni que lo digáis, milady —asintió Nedda, admirando la entereza de la muchacha. En un gesto lleno de desdén frunció el labio superior y fulminó con la mirada a los dos hombres—. Aunque creo que este hedor tardará como mínimo seis meses en desaparecer.

—¿Qué queréis de nosotras? —inquinó Abrielle con brusquedad.

—No tardaréis en averiguarlo —contestó Fordon, enseñando sus dientes negros con una sonrisita de suficiencia.

La luz de las velas proyectaba en las paredes y el techo las sombras enormes e inquietantes de los truhanes. Dunstan tenía un aspecto más desagradable, si cabía, que su compañero de menor estatura. Una fea cicatriz atravesaba su rostro rechoncho, cerrándole casi un párpado antes de desviarse hacia abajo y tirar del labio superior en una mueca permanente de desprecio. A diferencia de Fordon, Dunstan era tan alto y musculoso que Abrielle se sentía como un pajarillo encaramado a una rama frente a un hombre monstruoso.

Fordon se agachó para mirarla con otra sonrisa de suficiencia.

—Y ahora será mejor que cuidéis vuestros modales, milady, o tendré que sacudiros a base de bien. Quién sabe si una gran dama como vos sobreviviría a una buena paliza. —Fordon soltó una risa malévola antes de encoger sus caídos y rollizos hombros—. Yo creo que no.

Abrielle bajó los párpados con desprecio para lanzarle una mirada glacial mientras le advertía:

—Si me matáis, podéis estar seguros de que el villano que os ha enviado nunca pondrá las manos en lo que busca. Es un hecho, no una frívola amenaza.

—¿Y qué busca, milady? —le preguntó Fordon, esgrimiendo de nuevo una sonrisita.

—Si tú no lo sabes, no seré yo quien te lo explique. Solo te aconsejo que consideres las consecuencias que se derivarían de que tu compañero y tú nos matarais. Probablemente os arriesgaríais a perder la vida por enfurecer a aquellos que os han enviado.

Abrielle estaba segura de que Thurstan estaba detrás de aquella intrusión en su vida; sin duda pretendía obligarla a renunciar a todos sus derechos a la riqueza de Desmond, o quizá incluso a casarse con él. En cuanto a sus hediondos captores, parecían demasiado cortos; Abrielle no los creía capaces de planear un secuestro como aquel. Se fiaba tan poco de ellos como de un jabalí al que hubiera dejado atrás, pero aún se fiaba menos de Thurstan.

Riéndose de la recelosa mirada de Abrielle, el bellaco dio varios pasos hacia atrás y de repente desenfundó una larga daga que llevaba en el costado; ambas mujeres gritaron.

—Os he asustado, ¿eh? —dijo con una risita burlona.

Abrielle, viendo cuánto disfrutaba Fordon atormentándolas, deseó ser capaz de dejarlo pasmado con un par de puñetazos en la nariz. En momentos como aquel entendía perfectamente la razón por la que su padre se había enfrentado a sus enemigos, aunque hubiera sido a costa de su vida.

Después de soportar la maliciosa broma del rufián, Abrielle le lanzó una mirada deliberadamente hierática.

—¿Se nos permite saber qué pretendéis hacer con nosotras?

El hombre fornido le respondió con una amplia sonrisa y mostró de nuevo sus dientes cariados.

—Vamos a llevaros a un lugar muy lejos de aquí, donde tendréis tiempo para pensar qué os importa más: vuestra vida o las riquezas que le habéis sacado al señor.

—Yo no le he sacado nada al señor —replicó Abrielle con acritud. Aunque al principio había pensado que aquellos brutos repulsivos no sabían lo que Thurstan perseguía, vio que Fordon había estado jugando con ella, posiblemente con la esperanza de averiguar algo más de la fortuna que estaba en juego—. Nunca quise casarme con Desmond de Marlé, y por esa razón podéis estar seguros de que no participé en la redacción del acuerdo matrimonial ni en ninguna conversación concerniente a sus riquezas.

—Eso ya no tiene importancia ahora que él está muerto y vos tenéis el maldito tesoro que guardaba bajo llave. Vuestro problema es que hay quienes piensan que esa fortuna les pertenece a ellos. Hasta la última moneda. Y harán lo que haga falta para conseguirla.

—Deduzco por tu comentario que seríais capaces de matarme para haceros con él —le acusó con mordacidad—. Pues podéis decir a Thurstan y a aquellos con quienes se haya compinchado que si me asesinan les será imposible acceder a lo que tanto desean.

—Me parece que no entendéis lo que os estoy diciendo —repuso Fordon en tono reprensor, moviendo la cabeza de un lado a otro como si lamentara aquel hecho. Agachándose de nuevo, acercó su enorme cara a la de Abrielle y le enseñó sus negros dientes con una mueca de desprecio y lascivia—. Si no hacéis lo que él quiere, permitirá que os corte poco apoco en trocitos. Luego, si os seguís negando, me permitirá darme el placer de matar a vuestra madre ante vos de una forma lenta y dolorosa. Eso es lo que se me da mejor.

Tras soltar aquella inquietante fanfarronada, el ogro se puso derecho y, sosteniendo en alto el enorme puñal, lo examinó con detenimiento en un intento más que evidente de intimidarla. Aunque a Abrielle se le encogió el corazón al oír la amenaza del sicario contra su madre, se negó a darles el placer de que vieran su miedo A buen seguro Thurstan solo pretendía asustarla lo suficiente parí que accediera a casarse con él.

Fordon lanzó una mirada a su compañero y señaló a Abridla sacudiendo la cabeza.

—Ata a esta bien atada. La criada puede llevar sus pertenencias al carro. Si es necesario, le cortaremos los dedos y se los enviaremos a los suyos como advertencia. —Al ver que la sirvienta ahogaba un grito, Fordon le lanzó una mirada lasciva y la tiró a la cama—. Se guro que su familia querrá que paremos antes de que sigamos cortándola en pedacitos.

—Sí, eso los aterrará—dijo Dunstan, riendo.

—Voy abajo a ver si el carruaje de milady ya está listo —anunció Fordon con una carcajada.

En ausencia de Fordon, Abrielle se vio ante la vigilancia del bruto descomunal. Cuando este se le acercó, comenzó a dar patadas y a forcejear con él desesperadamente.

—Si queréis seguir respirando, milady, tendréis que comportaros —gruñó Dunstan al tiempo que le tapaba la cara con un cojín hasta que Abrielle se vio obligada a dejar de forcejear—. Así está mejor… así es como debe comportarse una dama. Y ahora haced lo que os digo u os pegaré tal puñetazo en la cara que durante un buen rato lo veréis todo negro.

Abrielle pasó a estar boca abajo en la cama y con las muñecas sujetas por una mano enorme. Trató de frustrar los esfuerzos del hombre, pero este le apoyó una pesada rodilla en la espalda para inmovilizarla mientras la ataba de pies y manos. Cuando acabó, la cogió del brazo, tiró de ella y la puso en pie. Atada como estaba, no le quedó más remedio que permanecer sumisa mientras el hombre la envolvía con una colcha, le metía un trapo sucio en la boca y ataba la colcha con una cuerda de piel, dándole varias vueltas alrededor del torso.

Atada como un ganso desplumado a punto de ser asado, Abrielle cayó de nuevo encima de la cama y allí esperó presa del terror. Sin embargo, no tardó en darse cuenta de que el hombre no la había atado tan fuerte como seguramente habría sido su intención, y eso le dio una razón para la esperanza.

Dunstan se inclinó hacia Nedda y le mostró sus dientes negros y picados en una sonrisa siniestra. Un mechón de su larga cabellera greñuda cayó sobre su hombro y pasó por delante de la nariz de la sirvienta, que torció el gesto con desagrado y volvió la cara hacia otro lado.

—Tenemos un largo viaje por delante, y como tu señora o tú nos causéis la más mínima molestia… lo lamentaréis. —Para dar mayor énfasis a su amenaza, Dunstan sostuvo la afilada hoja frente a la cara de Nedda hasta que clavó su mirada en la daga. Luego la hizo girar entre sus dedos y enfatizó el movimiento silbando a través de los huecos que tenía entre los dientes. A Nedda le quedó muy claro que si no obedecía la matarían. Reacia a seguir dando a aquel salvaje la satisfacción de saberla atemorizada, asintió con la cabeza una sola vez y le obsequió con una mirada impasible.

Nedda recibió la orden de preparar una pequeña bolsa de viaje con ropa de abrigo, zapatillas y los enseres básicos que ella y su señora pudieran necesitar. Pese a la mugre que Dunstan llevaba pegada a las gastadas suelas de las botas, se tendió cuan largo era sobre el cubrecama y, sin reparar en el fino bordado que lo adornaba, cruzó los tobillos y observó cómo la criada hacía el equipaje. Con aire despreocupado, el hombre se pasó la punta de la daga bajo las uñas. Abrielle estaba segura de que lo único que quería con eso era que no perdieran de vista la reluciente hoja, como si quisiera hacer hincapié en la amenaza que el arma representaba para ellas.

Cuando Fordon regresó, el sicario más alto levantó a Abrielle de la cama y se la cargó sobre su musculoso hombro. Nedda, cargada con los fardos, lo siguió de cerca.

Llevaron a Abrielle a los rincones más lóbregos del torreón. Los pasadizos de piedra estaban iluminados con antorchas encendidas hacía poco, lo que ponía de manifiesto que aquel secuestro había sido planeado con bastante antelación, siguiendo quizá las órdenes de Thurstan.

La puerta de hierro de la entrada trasera del castillo estaba concebida para resistir el asedio de fuerzas enemigas. Lord Weldon había insistido en su resistencia y durabilidad durante la planificación y construcción de la estructura de piedra. Sin embargo, su invulnerabilidad solo servía en caso de que los enemigos se hallaran en el exterior, no dentro de la propia fortificación.

Ya al otro lado del corredor que partía del portal trasero, Abrielle fue descargada con brusquedad sobre una pila de colchas. Aun que intentó aguzar la vista para vislumbrar la luna o las estrellas I través de la abertura de la puerta, no había nada que ver. Sin embargo, esa noche, antes de meterse en la cama, había estado un rato sentada en el mullido cubículo que había junto a las ventanas de su dormitorio, contemplando el firmamento estrellado a través del en rejado de hierro.

Tardó unos instantes en caer en la cuenta de que había un manto negro colgado en la entrada, sin duda para impedir que alguien pudiera ver la luz desde fuera. La presencia de un farol en aquella zona del castillo habría resultado extraña, lo que parecía sustentar la teoría de que su secuestro había sido planeado con antelación. ¿Habría tramado Thurstan todo aquello mientras se deleitaba con su comida y competía en su torneo?

Apagaron las velas de los faroles y retiraron el manto que cubría la entrada. La luz de la luna se filtró de inmediato en las profundidades más bajas del castillo, haciendo brillar con un destello plateado los rostros barbudos de sus captores. Dunstan se cargó a Abrielle al hombro una vez más, atravesó el portal con ella a cuestas y la dejó en un carro que los esperaba fuera. Al verse descargada de aquella manera, Abrielle hizo un gesto de dolor pese a la colcha que le envolvía el torso. Ella no fue la única contrariada en aquel momento, pues el caballo greñudo y de patas cortas que estaba enganchado al carro se despertó sobresaltado al notar que el peso de su cuerpo sacudía de repente el vehículo. El animal dio un salto adelante, comprobando así la longitud de la soga.

Sintiéndose dolorida por todas partes, Abrielle fulminó con la mirada al enorme bellaco, que sin prestarle más atención volvió sobre sus pasos a través de la abertura. Instantes después apareció Nedda, que recibió la orden de arrojar los fardos de ropa al interior del carro antes de subir a él. Luego la ataron y amordazaron del mismo modo que a su señora.

Dunstan y Fordon regresaron un momento al interior del castillo para recoger los faroles de sebo, los guardaron en el fondo del I ano y se montaron en un par de caballos greñudos. Un tercer hombre salió por la poterna posterior con un par de cojines y colchas, los lanzó al interior del carro y cerró la puerta. Acto seguido tuvo el detalle de poner un cojín bajo la cabeza de las mujeres y de taparlas con una colcha. Tras soltar al caballo, subió al asiento del cochero y sacudió las riendas para que el carro se pusiera en movimiento. Vio que sus dos compañeros emprendían la marcha por el estrecho y serpenteante camino que se alejaba del torreón, y los siguió.

Abrielle se preguntó con tristeza si volvería a ver a su familia. Trató de consolarse imaginando sus rostros y pensando en lo mucho que se preocuparían al descubrir que había desaparecido y en que no escatimarían esfuerzos en buscarla hasta dar con ella y traerla de vuelta a casa sana y salva. Pero a medida que pasaba el tiempo y que el incómodo viaje se prolongaba, la imagen de sus seres queridos se desvaneció para dar paso a otra de ojos de un azul intenso, pómulos altos y angulosos y una sonrisa arrebatadora. La persona que veía en su mente no sonreiría cuando se enterara de su secuestro. El mero hecho de imaginar su reacción le hizo temblar y le dio valor. Fuera como fuese, en aquellos momentos tan aciagos Raven representaba un fuerte rayo de esperanza al que Abrielle se aferró en la oscuridad.