Capítulo 10

DURANTE la comida, el clima que imperaba en el salón era mucho más contenido y cordial después del entierro del fallecido anfitrión, sobre todo porque el cuestionable séquito del hidalgo se había marchado justo al término del funeral, con la cerveza como fiel compañera de viaje.

Aunque muchos de los cazadores habían abandonado el castillo antes de la boda, los que se habían quedado para asistir a la ceremonia y el banquete acudieron a comer con sus esposas y otros familiares. Ahora que el hidalgo ya no podía dar rienda suelta a su indignación, en particular contra los dos escoceses y, en menor medida, contra los sajones, a los que detestaba, los invitados parecían de mejor humor y alargaron la sobremesa en compañía de sus parientes para conversar con la nueva señora y su familia. Los escoceses seguían siendo objeto de desconfianza por parte de varios nobles y terratenientes presentes en la sala, pero todos parecían respetar una tregua por la recién casada ya viuda. Al marcharse, muchos de los invitados le dieron de nuevo el pésame y le aseguraron a escondidas que en cuestión de meses o años encontraría un caballero más digno de ella, con el que tuviera más en común.

Cordelia se acercó a Abrielle cuando esta abandonó la mesa a la que había estado sentada con sus padres.

—Me temo que mi padre no se encuentra muy bien —le dijo—. La comida de aquí le ha resultado un tanto indigesta. Supongo que cuando lleguemos a casa tendrá que estar a cuajada y suero de leche, o algo tan insípido como eso hasta que mejoré. En cualquier caso, tiene ganas de volver a casa, retirarse a su dormitorio y reposar en cama hasta que se le pase el malestar.

—Gracias por quedarte todo este tiempo —contestó Abrielle, apretando las manos de su amiga—. No habría soportado estos últimos días de no haber estado tú a mi lado escuchando mis quejas y dejando que expresara mi disgusto con toda franqueza. Siempre has demostrado ser una gran amiga, sobre todo en los momentos en que he estado afligida.

—Guando vuelva a visitarte, seguro que me quedaré mucho más tiempo —le aseguró Cordelia—. Hasta entonces, querida amiga, cuídate mucho. Lo necesitarás, en especial después de todo lo que ha pasado.

—Echaré de menos no vivir cerca de ti y de tu familia —afirmó Abrielle—. Hay una larga excursión hasta tu casa, pero ¿qué es la distancia entre dos amigas tan unidas?

—Por desgracia, me temo que dicha visita tendrá que retrasarse bastante ahora que eres la señora de este castillo —respondió Cordelia al tiempo que daba un suspiro de lamento—. Con todos esos siervos escuálidos a tu cargo, te quedarás aquí hasta que consigas poner en marcha las normas que tienes en mente para gobernar este lugar. Solo entonces podrás ausentarte un tiempo con tranquilidad. —Cordelia observó a su amiga y añadió—: No hace falta que te recuerde que ya no estás bajo la autoridad de tu padrastro. Eres capaz de enfrentarte a los problemas e imponer tu autoridad a aquellos que deben cumplir tus directrices. Supongo que en mi ausencia se producirán grandes cambios… y eso no te dejará mucho tiempo, claro está, y yo seguramente vendré a verte antes de que tú ni siquiera hayas pensado en salir de aquí.

—Intentaré no decepcionarte. —Abrielle se rió.

—No me cabe la menor duda de que tienes la fortaleza necesaria para llevar a cabo cualquier tarea que emprendas —afirmó Cordelia con seguridad antes de dar otro suspiro de lamento—. Ojalá lord Cedric no viviera tan lejos. Estaría bien que viviera lo bastante cerca para que también él pudiera venir a visitarnos.

—Debería darte vergüenza, Cordelia—le reprendió Abrielle, echándose a reír. Pero si podría ser tu abuelo…

Cordelia levantó el mentón y negó con la cabeza, haciendo caso omiso de la reprobación de su amiga.

—Mi abuelo nunca fue ni la mitad de apuesto que él. Fíjate, ya hablo como él. A decir verdad, ni mi padre está tan en forma, ni es tan elegante ni tan atractivo como Cedric Seabern, por muy mayor que sea. —Cordelia bajó la voz y añadió—: Por no hablar del hijo, tan guapo como el padre. Está claro que los dos son de buena casta.

Abrielle, incómoda, apartó la vista.

—No es un hombre en el que piense mucho.

Cordelia la miró sorprendida con el ceño fruncido.

—¿No? Pues parece que él no te quita ojo.

Abrielle se encogió de hombros.

—Hoy hay demasiados hombres que no me quitan ojo. Él es uno de tantos. Y además es escocés. ¿No has visto el recelo con el que lo miran mis parientes y vecinos? Le he pedido que se marche, y espero que lo haga en breve.

—Abrielle, no entiendo por qué haces eso, por qué te comportas de una manera tan descortés cuando siempre has sido amable y considerada con todo el mundo —dijo Cordelia lentamente—. Y si tuviera tiempo de preguntarte…

—No hay razón para ello —repuso Abrielle, dedicando a su amiga una sonrisa—. No te preocupes por mí. La vida, que yo auguraba sombría, sin duda ha dado un giro para bien.

 

 

 

Pese a la obligación de ocupar en lo sucesivo los espaciosos aposentos de su difunto esposo, Abrielle concentró sus esfuerzos en ahuyentar los recuerdos de la noche anterior que la acosaban y encontrar algo de paz para su mente cansada mientras se hundía bajo las mantas. No tenía un motivo real para temer por su futuro… salvo en lo que respectaba a la perspectiva de otro matrimonio, pues debía casarse y pronto. Tenía claro que los hombres competirían por ella y su fortuna, un extraño giro del destino para una mujer a la que todos habían ignorado en la corte hacía solo unos meses. Sin embargo, Abrielle estaba decidida a hacer valer su derecho a controlar su propio destino. Pero ¿cómo reaccionaría su padrastro ante eso? El querría verla en buenas manos, con un hombre que contara con su aprobación. Ahora que ella poseía la mayor parte de las riquezas de Desmond, a buen seguro que Vachel trataría de buscarle un cónyuge con un título nobiliario. Era lo que la mayoría de los padres querían para sus hijas. Y en el caso de su padrastro, Abrielle imaginaba que en él pesaría su frustración por no haber conseguido que le concedieran un título.

Con todo, si las ambiciones de Vachel podían hacerse realidad con lo que había perseguido para sí, es decir, un merecido título por sus excepcionales logros, seguro que estaría satisfecho. Vachel era un caballero honorable que había servido con valor en campañas en el extranjero, y por ello era digno de reconocimiento por parte del rey. A su regreso al país, lord De Marlé había recibido los honores de Enrique por su heroísmo. Como recompensa le fue cedido el extenso territorio en el que construyó aquella torre del homenaje. Si ella recordaba a su majestad la valentía y las audaces hazañas de su padrastro durante los años en que había luchado con lealtad bajo el estandarte del monarca, tal vez también él mereciera los honores del rey. Bastaría que ella recordara a Enrique que había un caballero cuyas épicas gestas llevaban tiempo olvidadas. Y ahora que Vachel volvía a tener una fortuna propia, el título era más importante para él que sacar más dinero de las arcas reales.

Abrielle se desanimó al darse cuenta de que el soberano podría ofenderse si le robaba unos momentos de su tiempo para sugerirle la posibilidad de que concediera un merecido título a su padrastro. Pero quizá la fortuna que acababa de heredar le daba mayor notoriedad a los ojos del rey.

Abatida, fijó la vista en las llamas titilantes que danzaban en lo alto de las gruesas velas insertadas en los pesados apliques mientras se planteaba la conveniencia de elevar primero su petición a algún noble de rango inferior. Pero concluyó que para tan ardua empresa debería buscar a una persona a la que se le permitiera presentarse con frecuencia ante su majestad…

De repente, se dio cuenta de algo, dio un grito ahogado y se sentó en la cama. No hacia falta que le diera tantas vueltas, pues conocía a alguien que podría servirle de intermediario sin provocar la ira del rey. ¡Ese alguien no era otro que Raven Seabern! Para el escocés sería de lo más sencillo llevar su misiva a Enrique la próxima vez que tuviera que entregar un mensaje a su majestad de parte del rey David.

No podía haber mejor manera de librarse de él, ya que después de que ella le dejara claro que no requeriría más sus servicios no osaría volver al castillo. Todos aquellos sentimientos que se arremolinaban en su pecho desaparecerían con él, y por fin podría plantearse con calma quién era el mejor candidato para convertirse en su marido.

Abrielle se dejó caer de nuevo en los mullidos cojines y sonrió con satisfacción mientras juntaba las manos sobre el cobertor y miraba la escena que había bordada en el dosel situado sobre su cabeza. Lo primero que haría al día siguiente sería redactar una carta dirigida a su majestad. Si a Vachel le concedían un título y unas tierras como recompensa por sus notables logros, tal vez se sintiera satisfecho con lo que había conseguido en su vida y no se viera en la obligación de encontrar un noble que estuviera interesado en tomar como esposa a su acaudalada hijastra.

 

 

 

Tras asistir a misa y desayunar, Abrielle se dirigió al aposento de la señora, su propia cámara privada. Dentro, en un rincón, había un telar y una larga mesa de caballetes cubierta de ropa para los criados en distintas fases de confección, había telas por cortar y prendas por coser. Ordenó a las sirvientas que se marcharan y aguardó a que Nedda fuera a buscar a Raven. Había repasado una y otra vez su pequeño plan para ver si le encontraba algún fallo, pero no fue así. Le parecía muy ingenioso, modestia aparte, y realmente estaba convencida de que no podía fallar. Se libraría de la perturbadora presencia del escocés y al mismo tiempo apaciguaría la necesidad de su padrastro de buscar a un noble como futuro yerno. Tan encantada se sentía con su plan, que estaba sonriendo cuando la sirvienta anunció a Raven.

El escocés cruzó el umbral de la puerta con lo que sólo podía ser una máscara de compostura; Abrielle no podía culparlo por ello después del último encuentro que habían tenido. Cuando Nedda hizo una reverencia y se retiró, cerrando la puerta tras ella, la sorpresa de Raven se reflejó en su rostro.

La saludó cortésmente con la cabeza mientras Abrielle se mantenía serena e impasible.

—¿Habéis mandado a buscarme, milady?

—Así es, señor. Deseo que me hagáis un favor personal. Se trata de una misión delicada que tengo en mente, y vos sois la persona indicada.

—No tenéis más que decirme de qué se trata, milady —dijo Raven, caminando hacia ella.

Abrielle levantó una mano, confiando en no dejar entrever su inquietud al ver que se acercaba a ella.

—No es preciso que os acerquéis.

—Cuando algo es preciso lo es —replicó Raven en voz baja, sin dejar de avanzar hasta que estuvo a dos palmos de ella—. ¿Cuál es esa misión para la que he sido elegido?

Abrielle extendió el brazo entre ambos como si en la mano sostuviera un escudo de metal en lugar de una misiva en forma de pergamino enrollado, atado con una cinta y lacrado con el sello de la casa de los De Marlé.

—La próxima vez que os presentéis ante el rey Enrique os ruego que le entreguéis esta carta de mi parte.

Raven no la cogió.

—Ignoro cuándo será la próxima vez que vaya a Londres… o a Normandía, pues allí es donde reside actualmente vuestro rey, por lo que tengo entendido.

Abrielle frunció el ceño; no era aquella la respuesta que esperaba.

—Sin duda el rey David os mandará despacharle algún mensaje en breve.

—No, en estos momentos no requiere mis servicios, así que me quedaré aquí.

—Pero esta misiva debe llegar a manos del rey —replicó Abrielle, disgustada al descubrir que su plan tenía un fallo después de todo, pues su éxito dependía por completo de que Raven actuara como ella esperaba que lo hiciera.

—Y así será —aseguró Raven, acercándose a ella medio palmo más con una sonrisa que no reflejaba la negativa a acceder por completo al deseo que expresaban sus ojos.

Abrielle logró contener un suspiro de alivio y en su lugar ofreció una simple sonrisa de agradecimiento.

—Gracias.

—Uno de mis hombres es un mensajero excelente, digno de toda confianza. Le diré que se ponga en camino sin dilación. —Raven vio desaparecer al instante la sonrisa del rostro de Abrielle—. ¿Acaso no os fiáis de mi palabra?

—No sé si vuestra palabra es de fiar. No sé nada de vos. —Abrielle advirtió entonces que no hablaba con sensatez, pues sabía perfectamente que Raven era un mensajero del rey leal, pero su reacción ante su plan la había desorientado.

—Os diré una cosa de la que no debéis dudar —dijo Raven con seriedad, mirándola con tal intensidad que a Abrielle le fue imposible apartar la vista—. Podéis fiaros de mi palabra. Tened por seguro que vuestra misiva llegará intacta a manos del rey.

—Gracias —contestó Abrielle resignada, deseando que se le ocurriera alguna razón que justificara el obligarlo a llevar la carta personalmente. Le costaba pensar teniéndolo tan cerca, cual ave acechante, tan grande y viril en aquella estancia usada únicamente por mujeres.

—¿Y cómo os va, lady Abrielle?

—¿A qué os referís? —replicó ella con aire distraído.

—Ahora que acabáis de enviudar, tendréis que tomar muchas decisiones. Me imagino que vuestras responsabilidades son innumerables.

—A decir verdad, en estos momentos solo hay una persona que suponga una amenaza para mí —le insinuó Abrielle con las manos en jarras, dándole a entender a quién se refería.

—Nada más lejos de mi intención que amenazar a una mujer, así que solo se me ocurre que es vuestra serenidad la que veis amenazada.

—Quizá sea más apropiado hablar de intimidación. ¿Preténdela intimidarme, escocés?

—¿Os sentís intimidada, Abrielle?

—Os ruego que no os dirijáis a mí solo por el nombre de pila y no, no me siento intimidada por vos —mintió.

—Bien. Prefiero una lucha justa. —Abrielle no fue consciente de que Raven se había inclinado sobre ella hasta que él se puso derecho y ella de repente recobró el aliento—. Si alguna vez os sentís amenazada o intimidada por mí, tened la certeza de que estáis malinterpretando mi interés por vuestro bienestar.

—Os interesáis demasiado por mí, señor, vos y todos los hombres que se proponen hacerse con una fortuna rápida.

—Y una hermosa esposa—añadió Raven con una de aquellas sonrisas suyas que desarmaban—. No puedo hablar por los demás, pero ese es el único premio al que yo aspiro.

Ante las melosas palabras de Raven, Abrielle profirió un exasperado gruñido y señaló la puerta.

—Y ahora, si me disculpáis, no me cabe duda de que os hacéis cargo de lo ocupada que estoy tras los recientes acontecimientos.

Abrielle se volvió para darle la espalda y evitar así que otra sonrisa, otro ladeo de cabeza u otra visión fugaz de su irresistible presencia varonil confundiera aún más sus embrollados sentimientos. Supuso que él se marcharía, pero de repente sintió la caricia de su aliento en la nuca y se le puso la carne de gallina. Antes de que tuviera tiempo de apartarse de él, Raven colocó sus manos cálidas sobre sus hombros y la retuvo con delicadeza.

—No os miento cuando os digo que vuestra belleza me cautivó desde el primer momento en que os vi —susurró, acercando sus labios peligrosamente al oído de ella.

Abrielle no se dio la vuelta ni lo miró a los ojos para no dejarse llevar por lo que él quería que sintiera.

—Pero la belleza por sí sola… aunque sea una belleza como la vuestra, capaz de cegar el juicio de un hombre y arrebatarle el alma para siempre… la belleza por sí sola nunca bastaría para poner en peligro mi propio código de honor. Eso fue lo que ocurrió cuando vi vuestro valor y cómo manteníais la compostura al ver que negaban a vuestro padrastro su justa recompensa por el servicio prestado en las Cruzadas. De haberme marchado antes, me habría llevado el recuerdo de vuestra hermosura. Pero fue en aquel instante cuando vuestra verdadera belleza quedó grabada en mi corazón y supe que no habría nadie más, ni vuelta atrás.

«Mentiras, nada más que mentiras», se dijo Abrielle deseando poder taparse los oídos como una niña ante aquellas palabras de seducción que resultaban tan convincentes.

—Ya habéis dicho lo que queríais. Ahora, marchaos.

Abrielle sintió un escalofrío cuando Raven se apartó de ella para hacer lo que le pedía, pero hasta que no oyó que la puerta se cerraba no se dejó caer en una silla. Apenas le había dado tiempo a recobrar el aliento cuando la puerta se abrió de nuevo; al volverse, vio a su madre mirándola con curiosidad.

—Abrielle —dijo Elspeth mientras cerraba la puerta—, ¿era Raven Seabern ese hombre al que he visto salir de la habitación?

—Así es.

Elspeth puso una mano sobre el hombro de su hija.

—¿Te has reunido… a solas con él?

—No es lo que pensáis, madre —dijo Abrielle, cansada ya de verse a la caza de un nuevo marido, cuando hacía solo un día que se había quedado viuda.

—¿Y qué es lo que debería pensar, hija? Hay muchos hombres jóvenes en este castillo a los que les gustaría estar a solas contigo en una habitación y sacar provecho de la situación.

—No es eso lo que estaba haciendo Raven.

—Entonces, ¿por qué sigue aquí?

Abrielle abrió la boca, pero no supo hasta qué punto revelar la verdad.

—Se me ha… declarado —dijo en voz baja.

Elspeth arqueó las cejas.

—Teniendo en cuenta cómo te mira no puedo decir que me sorprenda.

Abrielle dejó escapar un quejido y se levantó de golpe; procuró que su madre no viera reflejada en su rostro la angustia que sentía.

—Como me miran todos los demás —repuso, agitando la mano en el aire como si quisiera abarcar el castillo entero—. No soy más que el nuevo premio al que aspiran.

—Eres más que eso, querida.

—Estoy tan cansada de todo esto, madre —susurró, sorprendida de lo cerca que estaba de echarse a llorar—. Sin embargo, sé que es mi deber buscar un marido digno de las responsabilidades que habrá de asumir cuando se case conmigo.

—¿No debería ser digno de ti, más que de las responsabilidades?

—¿Cómo voy a pensar en eso cuando hay tanto en juego? Mi decisión tendría que basarse en muchos motivos, no solo en si el hombre me atrae.

—¿Y Raven te atrae?

—Es escocés —respondió Abrielle con energía—. ¿No ves cómo los ingleses, ya sean sajones o normandos, desconfían de su pueblo?

—¿Y esa es una razón para desconfiar de un hombre honorable, un hombre que te ha rescatado sin pensar en él?

Abrielle se mordió el labio, consciente de que tenía muchísimas razones personales para desconfiar de Raven.

—Mantendré la mente abierta, madre, pero él no es más que uno entre muchos.

 

 

 

Aquella noche, en la cena, Abrielle se sorprendió al ver a Thurstan sentado a la mesa presidencial con su familia. Lo vio conversando con Vachel, y no detectó en él ni un mínimo indicio de desdén. Cuando vio llegar a Abrielle y su madre, Thurstan se puso en pie, junto con el resto de los hombres presentes en el gran salón, y le hizo una pequeña reverencia. Durante la cena mostró interés por saber cómo le había ido en su primer día como señora del castillo. Le comentó algunas de las cuestiones que había mandado al encargado que empezara a supervisar en la formación de los siervos. Abrielle no entendía por qué de repente era tan amable con ella, cuando desde el primer momento la había tratado casi como si compitiera por la atención de su tío. A menos que… fuera por lo mismo que les interesaba a todos los hombres en aquel momento: su fortuna y el poder que conllevaba.

Tras la cena, Thurstan se acercó al rincón donde Abrielle se había sentado frente a la chimenea con sus padres.

—Milady, ¿podría hablar con vos en privado?

Elspeth y Vachel cruzaron una mirada y, como si leyera el pensamiento de Abrielle, Vachel dijo:

—No tienes por qué dejar tu cómodo asiento, Abrielle. Tu madre y yo os dejaremos solos.

Abrielle les hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y aguardó hasta que se hubieron alejado. Advirtió que varios jóvenes casaderos la observaban atentamente, como si esperaran su turno. Raven estaba hablando con su padre, pero no hizo ningún movimiento para unirse al resto. Se conformaba con mirarla de vez en cuando, con aquella seguridad en sí mismo tan serena que a ella le parecía irritante, un tanto amenazadora y, tenía que admitirlo, bastante enigmática. ¿Tan seguro de sí mismo estaba para creer que podría ganar a todos aquellos ingleses decentes? ¿O acaso pensaba que el hecho de conocer sus más oscuros secretos le daba ventaja?

Thurstan tomó asiento en el banco que antes había ocupado la madre de Abrielle y esta se vio obligada a centrar su atención en él.

—Milady, he pensado que la terrible tragedia de la muerte de mi tío no tiene por qué suponer el final de la relación entre nuestras familias.

Abrielle pestañeó con sorpresa.

—Este castillo es ahora mi hogar, Thurstan, y vos no vivís muy lejos de aquí.

—No es eso lo que quiero decir—repuso él con un dejo de impaciencia en la voz—. Estabais casada con mi tío; ¿acaso no tiene sentido que mantengamos el vínculo casándonos?

Abrielle se quedó boquiabierta por la sorpresa.

—Thurstan, ¿me estáis proponiendo matrimonio?

—Creo que el matrimonio resolvería todos los problemas que ha causado la repentina muerte de mi tío. He sido su brazo derecho en la gestión de este castillo desde que lo heredó. Podría seguir siendo así.

—¿Y esa es razón suficiente para casarse? — replicó Abrielle con incredulidad—. Estaba segura de que no sentíais el menor aprecio por mí.

Thurstan la miró de arriba abajo de un modo que la repugne

—No podía permitirme sentir nada por vos cuando ibais a con vestiros en la esposa de mi tío. Y lo más importante en el matrimonio es el respeto.

—¿Respeto? —Oyó cómo había alzado la voz y supo que debía contenerse, pero su insolencia le parecía intolerable—. Vos mismo reconocéis que participabais en la gestión del castillo y de todas las tierras circundantes. ¿Acaso no acabo de ver el lamentable estado en el que se encuentra la gente que teníais a vuestro cargo?

Thurstan apretó los labios.

—Mi tío…

—Sí, ya sé, eran sus tierras, sus siervos. Pero vos deberíais haberos ocupado de esa pobre gente que dependía de vos. Yo no tuve más alternativa que casarme con vuestro tío, pero, después de haber visto cómo tratáis a los seres humanos más frágiles, jamás volvería a atarme a vuestra familia por voluntad.

Thurstan la fulminó con sus ojos de color verde amarillento, poniendo de manifiesto el profundo odio que guardaba en su interior.

—En tal caso mantened intactos vuestros votos matrimoniales —dijo airado.

Abrielle agradeció que hubiera tantas personas en la estancia, pues de lo contrario se habría sentido atemorizada por lo que destilaba la voz de Thurstan. Dadas las circunstancias, se vio obligada a mirarlo a los ojos impertérrita.

—Pero sabed —añadió Thurstan— que Desmond de Marlé tenía acuerdos monetarios anteriores a vuestro contrato matrimonial.

—¿De qué acuerdos habláis, señor? ¿Acaso insinuáis que el contrato, que fue examinado por consejeros de ambas partes, fue aceptado bajo falsas premisas?

—Desmond no respetó los acuerdos que Weldon tenía conmigo, acuerdos que vuestro esposo juró que cerraría en lugar de su hermano.

—¿Os referís a una herencia mayor de la que consta por escrito?

Thurstan parecía furioso y disgustado, pues esperaba que ella sucumbiera a su ira. Pero Abrielle estaba cansada de ser un mero peón en el tablero de los demás.

—Se comprometió a…

—Me importa bien poco a lo que se comprometiera, según vos —le interrumpió Abrielle fríamente—. Si no hay nada por escrito, no tenéis más pruebas que vuestra palabra.

—¿Y dudáis de ella? —inquirió Thurstan, comenzando a levantar la voz.

—Lamento que os sintáis con derecho a reclamar más de lo que…

—¡No quiero vuestra lástima! —espetó Thurstan, alzando tanto la voz que varios de los ocupantes de las mesas volvieron la cabeza desde distintos puntos de la sala—. Sabed que aquí os encontráis en una posición de debilidad, milady —dijo apretando los dientes.

—Soy lady Abrielle de Marlé. Mi posición aquí no es en absoluto de «debilidad».

—Solo os lo digo por precaución. Si no contáis con mi protección…

—Cuento con la protección de mi padrastro, de sus hombres y de los soldados de mi difunto marido. ¿Acaso insinuáis que ni siquiera ellos son leales?

Thurstan no quiso ir tan lejos, y ante las palabras acusatorias de Abrielle se limitó a guardar silencio.

—Por lo que a mí respecta, señor —dijo Abrielle—, este tema queda zanjado, y así permanecerá hasta que se me presenten pruebas viables que puedan hacerme cambiar de opinión. Lo que heredara mi marido de su hermanastro meses atrás no pertenece por legítimo derecho a ninguno de los parientes de Desmond, incluido vos. Mi esposo nunca se refirió a ninguna cuestión relacionada con sus posibles herederos, en especial con uno que debiera ser considerado ahora que él está muerto. De todos es sabido que las anteriores esposas de Desmond fallecieron sin dejar descendencia. Si vos o cualquier otro hombre tenéis razones para cuestionar la legalidad del acuerdo que Desmond firmó motu propio, os aconsejo que dejéis de intentar asustarme v tratéis de inmediato esta cuestión con mi padrastro. Vachel de Gerard podrá convenceros de la valides di los documentos que redactó con Desmond. Por otro lado, quiero dejar claro que en caso de ocurrir algo que cause mi muerte, sea accidental, sea deliberada, todas las riquezas, propiedades y posesiones que debo heredar pasarán a manos de mis familiares, es decir, a mi madre y mi padrastro, sin derecho a recurso. Estoy segura de que si pesa alguna amenaza sobre ellos, Vachel podrá reunir a una legión de hombres dispuestos a velar por su protección.

Thurstan se puso en pie.

—Habláis de asesinato como si dicha idea se cerniera sobre nuestra conversación, cuando no es así.

El hecho de ver que su interlocutor se echaba atrás debería haber aplacado los ánimos de Abrielle, pero le recordaba a una serpiente que aguardaba el momento oportuno para atacar.

—Solo quiero informaros bien, sir Thurstan, para que podamos entendernos.

—Esa era también mi intención, milady.

Estaban tan concentrados en fulminarse mutuamente con la mirada que ninguno de los dos advirtió que alguien se había acercado a ellos hasta que oyeron una voz.

—Lady Abrielle, ¿necesitáis ayuda?

Raven estaba a unos pasos de ella, con las manos en la espalda y aire despreocupado, como si solo quisiera unirse a la conversación. A Abrielle le molestó que el escocés pensara que tenía que ayudarla, y vio que la llama maléfica que ardía en la mirada de Thurstan se iba apagando.

—Buenas noches, milady —dijo Thurstan haciéndole una reverencia.

Raven aguardó a que el sobrino de Desmond subiera la escalera que conducía a su aposento para volverse hacia Abrielle.

—No parecía una conversación muy agradable.

—No teníais por qué interrumpirnos. ¿Acaso vais a estar guardándome las espaldas siempre?

—Si es necesario, sí —respondió Raven con una sonrisa, y mirándola más de cerca añadió—: ¿Lo era en este caso?

—No, podía discutir con él sin ayuda de nadie. Os ruego que no volváis a entrometeros en mis asuntos.

Cuando Abrielle se puso en pie oyó decir a Raven en un susurro:

—Ah, pero os gusta tener mi atención.

Dentro de ella algo tembló, y despreció la debilidad que sentía ante él.

—No lo creo. Buenas noches.