Capítulo 13

EN los tres días siguientes Abrielle consiguió mantenerse tan ocupada que rara vez habló con Raven, salvo en las comidas. Sabía que él seguía vigilándola, pero le hacía el menor caso posible y trataba de disfrutar de un acontecimiento que se celebraría en su honor. Con el fallecimiento de Desmond de Marlé se había librado del aciago nubarrón que se cernía sobre ella, y se decía a sí misma que la libertad para poder elegir a su esposo era más de lo que tenían la mayoría de las doncellas.

Había dispuesto que su compañía de sirvientas confeccionaran estandartes y brazaletes para identificar a los dos equipos que competirían en el torneo. Todos los días pasaba horas en la cocina con su madre, donde se enteraron de que las cocineras de Weldon no se habían ido, sino que durante aquellos últimos meses se habían visto obligadas a servir bajo las órdenes de Mordea. Las mujeres agradecieron recobrar la libertad para ejercer su creatividad, y los menús que pensaron entre todas a buen seguro aplacarían el apetito de los comensales.

En la campiña que se extendía alrededor del torreón comenzaron a aparecer pabellones de vistosos colores para albergar a los numerosos combatientes que participarían en la justa. El castillo estaría ocupado por las familias, padres y hermanos de los señores del norte que quisieran pasar un día lleno de emoción. Se montaron tiendas a lo largo de la orilla para que sirvieran de refugio durante la competición y los caballeros pudieran descansar y rearmarse.

El día anterior al torneo los caminos circundantes estaban llenos de caravanas que se dirigían al castillo. A su llegada, los niños de las familias visitantes atravesaban el patio corriendo, con las ni niñeras a la zaga, y Abrielle imaginó que un día serían sus hijos los que corretearían por allí. Y de repente se vio con la fuerza necesaria para atreverse a soñar que en algún rincón de aquella fortaleza encontraría por fin al hombre que podría ser un verdadero esposo para ella, el hombre con el que compartiría un amor eterno.

Lo único que le preocupaba era la atención que recibían Raven y su padre. Los nobles normandos y sajones mostraban una actitud hosca hacia ellos, más incluso que la que muchos de ellos habían mostrado cuando estuvieron allí una semana antes. ¿Acaso esperaban que Raven y Cedric se hubieran ido, y consideraban que su presencia constituía una provocación inadmisible? Placía varios años que en la frontera reinaba una paz precaria, no había razón para dicha muestra de animadversión, y menos hacia un hombre que contaba con la consideración del rey. Abrielle no quería que hombres llenos de odio participaran en el torneo y lo convirtieran en una batalla real. Emplearían sus propias armas, no las armas desafiladas con las que se entrenaban los jóvenes. En situaciones tan tensas como aquella, inevitablemente morían más hombres de la cuenta. Aquella noche en el gran salón se sirvió un banquete que superó las expectativas de todos los presentes. Abrielle ocupó con sus padres la mesa presidencial, situada sobre una tarima, lo que le permitía ver a sus invitados romper con las manos las finas hogazas de pan blanco, muestra inequívoca de que no se había reparado en gastos. Habían asado un buey entero en el patio de la cocina, y preparado pastel de lengua de alondra, toda una exquisitez propia de una comida real. Las últimas hortalizas frescas del otoño se sirvieron en ensalada, aderezadas con aceite y zumo de agraz, seguidas de carne de añojo picada con hierbas y pan rallado, fuentes rebosantes de quesos vanados y, por último, una selección de tartas y pasteles con los que todo el mundo acabó dándose palmaditas en el estómago lleno y resoplando.

Elspeth compartió una sonrisa triunfal con su hija, que se vio contagiada por el entusiasmo y la energía de una nutrida concurrencia que rebosaba alegría. Tras la copiosa cena, Abrielle se convirtió en el centro de atención de muchos de los caballeros, interesados en conseguir una prenda suya para lucirla en el combate que tendría lugar a la mañana siguiente. Su condición de anfitriona no le permitía dar muestras de favoritismos, por lo que animó a los hombres a que fueran en busca de las otras doncellas presentes en el salón.

Más de uno tuvo el atrevimiento de preguntar a Vachel por qué se había permitido competir al escocés, y Vachel dio la misma explicación una y otra vez: Raven era un emisario del rey de Escocia y había sido bien recibido en la corte del rey Enrique. ¿Cómo iba Vachel a insultar a cualquiera de los dos monarcas excluyéndolo de la justa?

Abrielle estaba bailando con un joven simpático, que en su entusiasmo no dejaba de pisarle, cuando las grandes puertas dobles del salón se abrieron de golpe. Una súbita ráfaga de viento hizo titilar la llama de las velas, y el silencio se apoderó de la estancia mientras todos se volvían para ver quién llegaba tan tarde.

Thurstan de Marlé encabezaba un contingente de una veintena de caballeros de su propia casa. Abrielle se excusó ante su desilusionada pareja de baile para ir en busca de su padrastro, a quien encontró compartiendo jarras de cerveza con Cedric Seabern delante de la chimenea.

Cedric la saludó con una reverencia y su padrastro la miró a la cara y le preguntó:

—¿Qué ocurre, Abrielle?

—¿No habéis visto quién acaba de llegar? —inquirió ella, señalando a Thurstan con un rápido ademán.

—Sí, ya lo veo —respondió Vachel con una mueca—. Pero no puedo impedirle la entrada, como tampoco podía hacerlo cuando era el sobrino de Desmond y un hombre respetado en todo el norte. Tiene todo el derecho a estar aquí.

—Me propuso matrimonio —explicó brevemente Abrielle cruzando los brazos sobre el pecho en un gesto casi protector que a ella misma le pareció extraño.

Vachel la miró sorprendido con el ceño fruncido.

—¿Acudió a ti en lugar de hablar conmigo?

—Cree que la herencia debería ser suya, no mía, y buscaba la forma de acceder a ella a través de mí.

—¿Por qué no me lo dijiste? —inquirió Vachel despacio.

—¿Acaso eso habría impedido su presencia aquí esta noche?

—No —admitió su padrastro—. Probablemente no.

—Lo mismo pensé yo. —Abrielle dio un suspiro—. Confiaba en que este torneo serviría para simplificar mi vida, pero apenas ha comenzado y ya hay un hombre al que debo evitar como pueda.

—No debería meterme donde no me llaman —dijo Cedric con un brillo de diversión en sus ojos azules—, pero si sois tan hábil para rehuir al recién llegado como lo sois con mi hijo, diría que no vais a tener demasiados problemas.

Si aquel comentario hubiera venido de otra persona, Abrielle se habría ofendido, pero era difícil sentirse agraviada con aquella sonrisa y aquel tono de voz tan burlones como entrañables. Con todo, notó que se le encendían las mejillas. Le hablara Cedric en broma o no, ella no tenía por qué fijarse en ningún hombre, y quizá la mejor manera de hacerle llegar aquel mensaje a Raven fuera a través de su padre.

—Os aseguro, estimado señor, que mi falta de atención hacia vuestro valeroso hijo responde únicamente a un acto de amabilidad.

—Y yo os aseguro, milady, que él no lo interpreta precisamente así.

—Es lógico, pues dicha amabilidad está dirigida hacia las innumerables damas solteras que hay en la zona. Por nada del mundo se me ocurriría monopolizar el tiempo de un hombre cuya leyenda atrae a más bellezas que peces hay en el mar.

El escocés echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una sonora carcajada.

—Vaya, veo que con vos mi hijo ha encontrado la horma de su zapato —dijo, contento al parecer con la idea—. No discuto que haya atraído a unas cuantas bellezas, pero ahora se las está viendo y deseando para atraer a la única que le importa. Sin embargo, no os preocupéis, milady, el muchacho aprende rápido y al final todo saldrá bien.

—No sé exactamente lo que queréis decir con «bien»—repuso Abrielle—. Me trino que el resultado tal vez os desilusione. Entre nuestros pueblos hay muchas cosas infranqueables, lord Cedric.

—¿Es ese el único motivo por el que no incluís a Raven en la lista que estáis elaborando? —Los labios de Cedric se curvaron bajo el bigote—. Bueno, eso y, por supuesto, vuestra generosa consideración hacia el resto de las mujeres.

Abrielle negó firmemente con la cabeza; el viejo Seabern estaba demostrando ser tan difícil de desanimar como su hijo.

—No, hay otros motivos. Me limitaré a decir que no encajaríamos, y perdonadme si mis palabras os ofenden.

—En absoluto, milady. Sois libre de tener vuestra propia opinión.

Pero el anciano le guiñó un ojo y movió su poblado bigote, como si conociera sus pensamientos, y parecía evidente que suponía que Abrielle se inclinaba en secreto por Raven. La muchacha repitió en su mente las palabras de Cedric. «Sois libre de tener vuestra propia opinión.» Raven había insistido en que lo importante era la opinión que tuviera ella del hombre con el que iba a casarse, y no la de nadie más, aunque sería mucho más fácil determinar lo que ella pensaba si los demás dejaran de decirle lo que tenía que pensar. No necesitaba dedicar más tiempo a reflexionar sobre el papel que ocupaba Raven en su vida, pues no ocupaba ninguno. Tenía que encontrar a un hombre en cuyo amor pudiera creer, alguien que no dominara el arte del disimulo por su condición de emisario real. Era evidente que su destino estaba en manos de hombres, pero al menos podía elegir al hombre en cuestión. Y aprovecharía aquella noche para encontrarlo; seguro que estaba allí, aguardando a que ella se fijara en él.

Cuando volvió a reunirse con sus invitados entre sonrisas y saludos vio una imagen descorazonadora: sir Colbert había irrumpido en el salón con Thurstan y en aquel momento estaba a su lado. Al ver que había atraído su atención, Colbert le hizo una reverencia exagerada y le dedicó una amplia sonrisa. Luego comentó algo a Thurstan y ambos se echaron a reír de un modo desagradable, seguramente a costa de ella. Abrielle apartó la mirada y añadió otro nombre a la lista de hombres que debía evitar durante el torneo. Debía tener cuidado y no andar sola por ahí en ningún momento

En su afán por guardar las distancias con Thurstan a punto estuvo de chocar contra Raven. El salón estaba plagado de hombres a los que prefería evitar, pensó Abrielle mientras la cogían por los hombros. Raven aprovechó la ventaja que le daba la altura para mirarla desde arriba mientras imaginaba su dolor al saber que un hombre que había intentado raptarla y violarla tenía la desfachatez de presentarse al torneo celebrado en su honor. No fue ninguna sol presa que, adoptando una pose soberbia que era habitual en ella, Abrielle lo mirara a la cara, luego bajara la vista hasta las manos de él, que la tenían cogida de los brazos, y volviera a mirarlo a los ojos Raven la soltó, esgrimiendo una sonrisa carente de arrepentimiento al tiempo que crecía su admiración por ella.

—Milady, sois el centro de atención de todos los hombres presentes en la sala… os guste o no.

Abrielle puso los ojos en blanco.

—En estos momentos me contentaría con dejar de ser vuestro centro de atención. Seguro que aquí hay muchas doncellas hermosas en las que podríais fijaros.

—Pero ninguna brilla tanto como vos —musitó el escocés con una mirada que se dulcificó sin por ello perder su expresión irónica.

Raven la vio sonrojarse, y agradeció que la muchacha tuviera una tez tan blanca como suave. El súbito rubor que asomó a sus pálidas mejillas y el brillo que iluminaba su dulce mirada le dejaron entrever sus verdaderos sentimientos y descubrir que no era indiferente a él, por mucho que tratara de convencerle, a él y a sí misma, de lo contrario.

—Disculpadme, debo atender al resto de mis invitados —se excusó Abrielle, apartándose de él.

—Lo entiendo —murmuró Raven con una leve reverencia—. Sé que no soy más que uno de los muchos que esperan tener vuestra atención.

Raven habló en voz más alta de lo que pretendía, y con ello llamó la atención de aquellos que Abrielle tenía a su lado. Nunca antes había sentido la animosidad de tanta gente, y todo por la tierra en la que había nacido inspiraba más confianza en la corte normada del rey Enrique, donde podía presentarse ante el monarca con toda libertad. Sin moverse del sitio, Raven levantó una ceja ante aquellas miradas hostiles, retándolas a que lo desafiaran.

Pero en ese momento Vachel reclamó la atención de todos los presentes desde su asiento frente a la chimenea, y aunque Raven volvió la cabeza, sabía que no era prudente dar la espalda a tan deshonrosos enemigos.

—Honorables invitados, valerosos caballeros, ha llegado el momento de elegir los equipos para el torneo de mañana. Esta bolsa de piel está llena de piedras, unas están pintadas de rojo y otras de verde, a juego con los brazaletes y estandartes que las damas del castillo han tenido la gentileza de confeccionar.

El anuncio se recibió con vítores de alegría y jarras de cerveza alzadas en dirección a la mesa presidencial, y Raven vio que Abrielle y su madre intercambiaban sonrisas.

Vachel levantó la bolsa con esfuerzo.

—Tened la amabilidad de acercaros y sacar una piedra.

A cada piedra que sacaban los caballeros se oían ovaciones o divertidos abucheos al tiempo que unos y otros se daban palmadas en la espalda. Pero cuando le llegó al turno a Raven el salón se quedó en silencio, salvo por el cuchicheo de las damas. El escocés se encontró con la fría mirada de Abrielle, que se limitó a levantar el mentón. Raven sacó una piedra roja, y dedujo que las exclamaciones de alegría que se oyeron procedían de los hombres que formaban el equipo contrario. Los de su propio equipo solo murmuraron entre ellos. Pero a fin de cuentas se trataba de un deporte individual, y estaba convencido de que al final contribuiría a la victoria de su propio equipo.

—Además de los caballos y las armaduras que consigáis —prosiguió Vachel, alzando la voz—, habrá una elevada suma para el caballero cuya actuación se considere la mejor, decisión que tomaremos los más veteranos. —Vachel miró a varios hombres de cabellos canos o medio calvos, y estos asintieron con un gesto de complicidad—. Y, por último, aquel que se proclame vencedor de la justa ganará un premio aún mayor: un beso de nuestra anfitriona, lady Abrielle.

La multitud prorrumpió en vítores y aplausos ensordecedores, y Raven levantó la copa para brindar por ella, al igual que todos los hombres presentes en el salón. Un beso de Abrielle era el único premió al que aspiraba; de todos los hombres que había allí, solo él conocía la suavidad de sus labios y la caricia de su aliento cálido en la piel. El recuerdo de aquel beso lo llevó a quererla más, a desearla con locura, a morirse por ella. Y supo con certeza que nunca compartiría aquel premio con nadie.

En respuesta a las ovaciones de la concurrencia, Abrielle sonrió y sus mejillas se sonrojaron. Sin duda, era la mujer más hermosa de todas las presentes. Aunque acabara de enviudar y aún vistiera de negro, tan sombrío color realzaba la deslumbrante belleza de sus cabellos cobrizos y el resplandor de sus ojos verdeazulados. Raven supo en aquel momento que todos los solteros del salón estaban decididos a conseguir su beso… y su mano. Todos y cada uno de ellos verían sus ilusiones truncadas, pues para gozar de aquel privilegio tendrían que derrotarlo, y nunca había participado en un combate con tantos deseos de ganar como en ese. En vista de que aún no había conseguido impresionar a Abrielle, quizá con un trance de armas lograra al menos llamar su atención.

Abrielle sintió, con vergüenza y placer, que un calor sofocante le recorría el cuerpo al ver un mar de hombres aclamándola. Procuraba fingir que la deseaban por sus virtudes, no por su riqueza, y en gran medida lo logró, decidida como estaba a disfrutar de la justa.

Cuando los juglares comenzaron a tocar de nuevo, Vachel se acercó a ella y a Elspeth.

—Creo que el torneo ha sido una idea fantástica, querido —dijo Elspeth a su marido.

—Solo si sirve de ayuda a Abrielle —le recordó él.

Abrielle le puso una mano en el brazo y lo apretó con delicadeza.

—Vuestra ayuda es la única que podría pedir.

—Es una lástima que Raven Seabern no tenga ayuda ninguna.

—¿Qué queréis decir? —preguntó Abrielle, buscando al escocés entre la multitud, donde lo vio con la única compañía de su padre.

—Su posición es precaria. Ya has visto cómo han reaccionado los caballeros de su propio equipo ante su presencia. No se mostrarán muy dispuestos a defenderlo. Será como si compitiera solo, en un equipo de uno.

—En ese caso, quizá no debería haber participado —repuso Abrielle en voz baja.

Vachel le lanzó una mirada sarcástica.

—¿Acaso crees que renunciaría sin más a su afán de conquistarte? Es un hombre orgulloso y resuelto.

—Habláis como si os gustara.

—No me gusta necesariamente como marido para ti. Como tampoco les gustaría a la mayoría de los presentes. He oído que Thurstan ha estado sembrando el odio hacia los escoceses de forma subrepticia. Si la guerra estallara, y estuvieras casada con Raven, sé que te debatirías entre la lealtad que les deberías a unos y a otros.

—Aunque el primero al que deberás lealtad será a tu esposo —añadió Elspeth.

Abrielle no dijo nada, pues no pensaba verse nunca ante tal dilema. Aun así, cuando le fallaba la concentración, veía que su mirada siempre iba en busca de Raven. No quería tener que preocuparse por él al día siguiente. No se le había ocurrido que los hombres de su propio equipo podrían atacarlo. Pero viéndolo sonreír y hablar con su padre en medio de la multitud, le parecía de lo más relajado y seguro de sí mismo. Probablemente ansiaría conseguir el premio en metálico más que a ella, pues le movía la riqueza. Así que no se preocuparía por él, se dijo para sus adentros; su estúpido empeño en participar no era problema de ella.

Cuando un nuevo pretendiente la sacó a bailar, Vachel miró a su esposa con el ceño fruncido y le dijo:

—Sus protestas con respecto a Raven son desmedidas.

—Lo sé —musitó Elspeth, posando la mano sobre la de su marido—. Creo que le aterra la idea de entregar su corazón a cualquier hombre.

—La culpa es mía —dijo Vachel con gravedad . Si no hubiera sido por mí, nunca se habría visto en la obligación de casarse con Desmond de Marlé. Creo que incluso el compromiso matrimonia] la dejó marcada.

—Y el miedo a lo que tendría que enfrentarse. Dios la libró de aquella pesadilla, pero me temo que nunca encontrará la paz.

Vachel le apretó la mano.

—Dios ha velado hasta ahora por nuestra Abrielle. Confía en él.

 

 

 

A media mañana, cuando el sol apareció entre las nubes que cubrían el cielo, Abrielle se protegió los ojos de la luz y se vio buscando a Raven una vez más. Sentada en la tribuna construida para la ocasión, recorrió la palestra principal con la mirada. Pero, dado que no había límites de espacio, solo algunos de los combates se libraban ante ella, mientras que otros tenían lugar a lo largo de la campiña y se internaban en el bosque.

Aún resonaban en su cabeza los roncos gritos de guerra que se oyeron cuando un toque de cuerno anunció el comienzo del torneo y un equipo cargó contra el otro con fuerza. El choque de las armas produjo un sonido feroz, y más de un caballero fue derriba do y hecho prisionero casi de inmediato. A lo largo de la mañana llevaron a varios hombres a la tienda de curas, pero Abrielle no tenía conocimiento de que hubiera muerto ninguno, gracias a Dios.

Apenas había visto a Raven. Casi le daba vergüenza reconocía que había grabado en su mente la forma de su yelmo y el cuervo en posición de ataque que llevaba blasonado en el escudo, para así poder identificarlo cuando volviera a verlo. Al inicio de la justa, Raven tiró del caballo a un adversario de un golpe certero y, tras coger las riendas del corcel, se adentró al galope en el bosque con su trofeo, probablemente en busca del pabellón de su equipo. Mientras se desarrollaba dicho lance, Elspeth tomó asiento junto a su hija.

—¿Cómo os encontráis, madre? —le preguntó Abrielle.

Elspeth estaba pálida, pero asintió con la cabeza.

—Bien, querida. He conseguido comer algo de pan, y ya estoy mucho mejor. ¿Has visto a…?

Al ver que su madre no acababa la frase, Abrielle levantó una ceja.

—¿Raven? Qué sutil, madre.

—Solo lo pregunto porque a tu padrastro le preocupa que sea un blanco vulnerable.

—No tan vulnerable —repuso Vachel, sentándose junto a ellas—. Acabo de oír que ha derribado a cinco hombres y que el pabellón de su equipo está lleno de sus trofeos. De hecho, ¿no es aquel?

Abrielle trató de fingir desinterés, pero observó con avidez a varios jinetes que salían de entre los árboles con gran estruendo. Raven iba en cabeza, pero entonces se dio cuenta de que los otros cuatro caballeros lo perseguían. Otros le bloquearon el paso y, mientras el escocés hacía dar media vuelta a su corcel, la lanza de un caballero le rozó la cota de malla y lo tiró de la silla. La multitud dejó escapar un grito ahogado, todos los presentes se levantaron a la vez; Abrielle sabía que muchos de ellos esperaban ver a Raven apresado y, con ello, excluido de la justa. Pero el escocés rodó por el suelo, se puso en pie y desenvainó su espada en un solo movimiento. Mientras varios caballeros montados se arremolinaban a su alrededor, Raven se entregó a una lucha feroz, esquivó sus estocadas y arremetió contra sus corceles hasta que se vieron obligados a retirarse de uno en uno por miedo a perder la montura… o las piernas. Al final, uno de los caballeros cayó al suelo en el intento de escapar de la espada de Raven y este le arrebató las riendas y se montó en el caballo de un salto. Para sorpresa de Abrielle, en las gradas hubo gente que aclamó su triunfo y su muestra de valor.

También ella estaba de pie, riendo y gritando con ellos. Se dijo a sí misma que lo hacía por cortesía; si no participaba con entusiasmo en su propio torneo, ¿cómo iba a esperar que lo hicieran los demás? Admirar la destreza de Raven en el campo de batalla no era lo mismo que mirarlo con buenos ojos, por mucho que el latir frenético de su insensato corazón pudiera dar a entender lo contrario.

—¿Habéis visto a Thurstan? —preguntó a su padrastro cuando los combatientes volvieron a adentrarse en el bosque.

Vachel no lo había visto, pero por la tarde, cuando el sol comenzó a ponerse y los caballeros estaban al borde de la extenuación, Thurstan y varios de sus hombres volvieron a aparecer en el campo de batalla, con los yelmos intactos y ni una sola gota de sangre bajo la cota de malla.

—Vachel —dijo Abrielle—, ¿no os parece que están muy frescos? Tal vez hayan estado descansando en algún refugio.

Vachel meneó la cabeza.

—Es un ardid que algunos emplean en los torneos; esperan que la mayoría de los combatientes estén agotados para irrumpir a galope y derrotar a sus contrincantes. Es una maniobra legal, pero no muy honorable.

—Thurstan y sus hombres van a por Raven —dijo Elspeth agarrando la manga de Abrielle.

Raven se había alejado a caballo para sacar del campo a un caballero apresado cuando se vio rodeado por Thurstan y sus hombres. El escocés evitó que se llevaran al cautivo derribando a varios-de los hombres de Thurstan. Aunque este consiguió rozar en varias ocasiones el escudo y el yelmo de Raven, no trató de retarle en solitario. Uno de los caballeros se abalanzó sobre él por detrás, y la multitud se levantó con un grito ahogado al ver que el hombre empuñaba la espada en alto. En el último momento, Raven intuyó el ataque y lo frenó con el escudo. El caballero cayó del caballo con toda la fuerza de su cuerpo y quedó tendido en el suelo, pisoteado, hecho un amasijo informe.

En aquel momento el sonido del cuerno anunció el final del torneo. Desde su lugar en la tribuna, Abrielle no fue consciente de cuánto le había preocupado que le ocurriera algo a Raven hasta aquel instante, cuando por fin pudo liberar la respiración que había estado conteniendo y notó que le dolían las palmas de las manos allí donde se había clavado las uñas de tanto apretar los puños.

Alguien llevó a un médico al campo de lucha mientras los caballeros se retiraban para contar sus trofeos. Allí solo quedó Raven: erguido con la espalda recta y su largo cabello ondeando sobre sus hombros cual bandera de la victoria, aguardaba a ver la gravedad de su adversario. Finalmente, quitaron el yelmo al caballero caído y se lo llevaron del campo. Abrielle vio entonces que se trataba de sir Colbert; cuando pasaron delante de ella con él a cuestas, percibió que se movía, y Abrielle respiró aliviada. A pesar de que había atacado a Raven por la espalda antes de caer al suelo, sabía que el combate podría haberse convertido en una batalla real si Colbert hubiera muerto.

Mientras tanto, en la tribuna, Vachel y los otros veteranos se reunieron para intercambiar impresiones en voz baja y decidir quién merecía ser el vencedor de la justa. Al poco rato Vachel asintió con la cabeza, se volvió hacia la multitud y levantó las manos para reclamar la atención de la concurrencia. Los caballeros, caminando, cojeando o apoyándose unos en otros, se reunieron para escuchar las palabras de Vachel.

—Oíd, buena gente. Damos gracias a Dios por no tener que lamentar ninguna víctima mortal en el día de hoy ni más heridas que unos cuantos huesos rotos. El jurado, compuesto por mis compañeros y un servidor, ha deliberado detenidamente sobre quién ha sido el mejor caballero del torneo, y al final ha llegado a una decisión casi unánime. Por hacer cautivos a doce hombres, defenderlos del ataque de otros y compartir generosamente sus trofeos con sus compañeros de equipo, concedemos el primer premio a Raven Seabern.

A Abrielle no le sorprendió —ni lamentó— oír que Raven había sido proclamado vencedor. Merecía aquel honor. Lo que sí le sorprendió, sin embargo, fue que varias docenas de personas lo vitorearan, hecho que atribuyó a la inesperada generosidad del caballero. Que con ella hubiera pretendido conquistar la buena voluntad de los espectadores o ablandar sus sentimientos tanto daba. Abrielle lo buscó con la mirada entre la muchedumbre y lo encontró con su padre. Cuando este le ayudó a quitarse la cota de malla, la muchacha vio las manchas de sangre en el gambesón acolchado que llevaba debajo e hizo un gesto de dolor. Debía de haber recibido golpes realmente fuertes para causar tanto daño. Y cuando lo vio levantar la cabeza descubrió que tenía un tajo sangrante en la mejilla, donde se le debía de haber clavado la visera. Liberado de la pesada malla, Raven se puso en pie y, a juzgar por el agotamiento que se deducía de la lentitud de sus movimientos, Abrielle se percató de que solo su fiero orgullo lo mantenía en pie. Raven se acercó a recoger el premio sin cojear ni tambalearse.

Vachel, con una amplia sonrisa, le entregó la bolsa llena de monedas, momento que inspiró algunos aplausos de cortesía y los habituales murmullos airados. Acto seguido, los presentes se volvieron hacia Abrielle con semblante expectante, y ella recordó qui formaba parte del premio.

¿Cómo podía haber olvidado el beso? Aún más, ¿cómo podría haber dado su consentimiento a semejante propuesta? Ya era demasiado tarde para darse cuenta de que estaba claro que Rayen alzaría con la victoria y que aquel momento llegaría. Tenía que tratar por todos los medios de mantener la compostura; tenía que con seguir estabilizar el pulso y frenar el corazón. Necesitaba tiempo y no disponía ni de un segundo. Lo vio con claridad cuando Raven se plantó peligrosamente ante ella y le dedicó una histriónica reverencia en la que había tanta galantería como broma.

—Milady —dijo.

Abrielle inclinó la cabeza. Si él pretendía hacerse el cortés, lo complacería.

—Señor. Vuestra actuación ha sido espectacular; habéis mostrado una destreza impresionante como espadachín y jinete. Ojalá pudiera ofreceros un premio más acorde con vuestras hazañas.

—Ojalá pudiera arrancar las estrellas del cielo para equipara i vuestra belleza —respondió Raven en voz baja—. Sería la única hazaña que estaría cerca de merecer el premio que me ofrecéis.

A su pesar, Abrielle se dio cuenta de que era incapaz de hablar, de respirar y de apartar la mirada, y lo maldijo por su facilidad para derretir su compostura como si fuera mantequilla. Bastante le incomodaba ya su presencia a solas, pero saber que había decenas de observadores riéndose entre dientes la paralizaba.

Pero entonces, con la misma rapidez con la que le había puesto nerviosa, Raven la sacó del atolladero, otra cosa para la que el hombre había demostrado tener una habilidad irritante.

—A decir verdad, ese premio me ha mantenido en pie todas estas largas horas, y preferiría reclamarlo sin prisas y no someteros a la suciedad y el hedor que traigo del campo de lucha. Os ruego que me permitáis bañarme y cambiarme de ropa, pues no me gustaría conversar con vos de esta guisa.

—¿Conversar? —dijo alguien mientras otros reían.

Abrielle asintió con la cabeza; agradecía cualquier eventualidad que supusiera un retraso. Pero aunque empezó a relajarse, se fijó en el corte tan profundo que Raven tenía en la mejilla y vio que aún sangraba.

—Sir Raven —dijo sin pensar—, permitidme que os cosa la he-1 ida de la cara. Venid conmigo al aposento de las damas.

—Debería bañarme…

—¿Creéis que no sé cómo huele un hombre después de un día de trabajo?

La gente se echó a reír.

—Hay que limpiar esas heridas —concluyó.

—Podría ir a la tienda que han habilitado como enfermería—sugirió Raven para sorpresa de Abrielle.

Vachel sonrió y le echó un brazo sobre los hombros.

—¿Y tener que esperar a que os atiendan cuando sois el campeón del torneo? Tonterías. Abrielle es experta en curar heridas.

Y así fue como Abrielle se vio dirigiéndose al castillo en compañía de Raven. Lo tenía tan cerca, que sentía el calor que aún desprendía su cuerpo después del duro esfuerzo. El sudor le caía por la cara y mojaba su pelo negro. Le pareció que intentaba no forzar la pierna derecha, pero no dijo nada, pues su instinto femenino le advirtió que era un hombre demasiado orgulloso para reconocerlo, sobre todo ante ella. Su fuerza y su orgullo la reconfortaron de un modo profundo y desconocido.

En el gran salón no había nadie más que los sirvientes que preparaban el banquete para la noche, pero incluso ellos los siguieron con la mirada cuando atravesaron la estancia en silencio. Abrielle agradeció llegar por fin a los oscuros pasillos del torreón, iluminados tan solo con antorchas. Cuando condujo a su acompañante hasta su aposento, le sorprendió no ver a sus sirvientas por ninguna parte. Luego cayó en la cuenta de que aún estarían fuera, entre el público del torneo, lo que significaba que se hallaría a solas con Raven, en una habitación quede repente le pareció diminuta, mientras le curaba las heridas.

Abrielle miró alrededor con preocupación, confiando en vano en que una criada saliera de repente de algún rincón. Al no aparecer ninguna, no le quedó más remedio que aceptar la realidad: ten dría que ocuparse de él sin ayuda de nadie. Ante aquella perspectiva se puso derecha, respiró hondo y se recordó que la única razón por la que estaba allí era para hacer uso de sus conocimientos curativos como le habían enseñado, del mismo modo que haría con cualquier persona que necesitara su ayuda, fuera hombre, mujer o niño. El hecho de que fuera Raven Seabern quien la necesitara y de que estuvieran los dos solos no tenía ninguna importancia.

Entonces él cerró la puerta y apoyó su espalda en ella, su rostro sangraba y su oscura mirada de guerrero buscaba la de ella en la estancia desierta, y de repente el hecho de que él fuera Raven Seabern y de que estuvieran los dos solos era lo único que realmente importaba.