Capítulo 20

MENOS de una hora antes Raven había conseguido atravesar las líneas enemigas. Arrastrándose con sigilo, había sorteado un campamento tras otro; los guardias que los vigilaban estaban más pendientes del oscuro horizonte que de lo que ocurría a ras de tierra. Y en su lento avance Raven tenía la mente puesta en el momento oportuno para dar el paso siguiente, o en el lugar más indicado de donde asirse, evitando desviar su atención del camino que le quedaba por recorrer, sin atreverse a pensar en lo único en lo que quería pensar, la verdadera razón por la que estaba allí, por miedo a que ello le hiciera retrasarse un segundo siquiera en su propósito.

Se había adelantado al regimiento que había reunido, hombres todos ellos leales a Esteban —no podía negarlo—, pero dispuestos a luchar contra una injusticia y acabar con la agitación que sacudía el campo. Raven había dejado a su pequeño ejército a una legua de distancia, pues sabía que atravesaría las líneas enemigas con más rapidez y facilidad si iba solo.

Tenía que avanzar, y lo lograría, por mucho que se interpusieran en su camino, pues al otro lado de la muralla que tenía ahora a la vista estaba lo más preciado para él en el mundo, más de lo que podría haber llegado a figurarse en su vida, y mil veces más de lo que ella estaría dispuesta a creer… Abrielle. No quería ni pensar en que pudiera haber sufrido algún daño, ella o cualquiera de sus seres queridos. Y el mero hecho de imaginar el trance por el que habría pasado ya debido a aquel asedio bastaba para despertar en el una furia que lo haría más peligroso de lo que su reputación acreditaba.

Cuando llegó a estar lo bastante cerca del castillo como para ver los muros iluminados con antorchas oyó el primer grito de alarma seguido de otros que resonaron en el silencio de la noche. Lo habían descubierto. Sin pensarlo dos veces se puso de pie de un salto y echó a correr mientras desenfundaba la espada, con la que mato al primer guardia sin detenerse en su veloz avance. Varios soldados más le salieron al paso, con las espadas en alto, pero sus ojos destilaban miedo, como si su osadía lo hiciera peligroso. Raven se desvío hacia donde estaban los caballos maneados, cortó una cuerda para liberar a uno de ellos y, montándose a pelo sobre el animal de un salto, lo espoleó con brío para que galopara hacia el torreón.

De nada le servía ya su plan de acercarse a la muralla y acceder al interior de la fortaleza por la entrada posterior sin ser visto. Le seguían demasiados enemigos para que los guardias del edificio se arriesgaran a abrir la puerta. Si se veía obligado a alejarse del castillo, fallaría a Abrielle, y eso era algo que no podía aceptar.

Cuando estuvo justo enfrente de las murallas del recinto un hombre salió corriendo de la oscuridad, el caballo se asustó y se empinó desbocado. Raven cayó de espaldas mientras oía un grito de mujer. Tras darse un fuerte golpe contra el suelo, se puso en pie rodando, con la mano aferrada en todo momento a la espada.

Thurstan de Marlé, solo ante él, sostenía la espada con destreza y determinación.

—Raven Seabern, tendréis que pasar por encima de mí para entrar en este torreón, cuya posesión reclamamos para el rey Esteban.

—Es evidente que mi esposa discrepa con vos en cuanto a la propiedad del castillo —repuso Raven, que notó que los soldados lo estaban rodeando por los sonidos y las sombras que percibió en la oscuridad—. ¿Pensáis atacarme todos de golpe?

—No, esto será entre vos y yo —afirmó Thurstan y, levantando la voz, añadió—: No os acerquéis.

—Y si gano, ¿recibiré la dudosa recompensa de que me claven sus espadas en la espalda?

—Tendréis vía libre para entrar en castillo. ¿Estáis de acuerdo?

—Lo. estoy

Y sin más preámbulos, Thurstan se lanzó al ataque. Su avance se vio interrumpido de inmediato por un hábil golpe de espada que le dejó un corte profundo en el brazo y que alteró sin duda su firme convicción de que no había mejor espadachín que él. A partir de aquel momento no pudo hacer más que tratar de no caer al suelo ante el avance inexorable de su rival. Los cortes ascendentes que le propinaba en posición de guardia trasera lo llevaron a retroceder cada vez más en un intento desesperado de evitar el contacto con la amenazadora espada del escocés. Al hacer girar la empuñadura y colocar la punta en la posición indicada para asestar un nuevo golpe, Raven dejó a su oponente completamente estupefacto ante semejante exhibición de destreza. Incluso cuando Thurstan intentó una táctica de aproximación mucho más agresiva con una guardia cruzada, se vio sorprendido por la habilidad con la que su adversario esquivó el ataque. Gotas de sudor perlaban su frente mientras trataba por todos los medios de detener la hoja de Raven y evitar que acabara con su vida. Su acero parecía de una calidad ínfima en comparación con el de su contendiente, y aun así cada vez le resultaba más pesado; su brazo acusaba ya el cansancio. No podía menos que maravillarse ante la fuerza y resistencia que demostraba el escocés para blandir una espada mucho más pesada con una maestría implacable.

Raven se sentía casi tranquilo mientras dirigía el arma una y otra vez contra Thurstan con una fuerza fruto de largas horas de práctica. Notó que tenía un rasguño en la muñeca, entre la malla y el guante, pero no era una herida grave. Al recibir un duro golpe en las calzas de malla que le cubrían los muslos, supo que aquello le dejaría un buen moretón. Vítores y gritos de ánimo o de consternación rasgaban el aire. En lo alto de las almenas lucían ahora más antorchas, que iluminaban el firmamento como si rayara el alba. Sabía que Abrielle estaría mirándolos desde allí arriba. Tras interminables semanas de reuniones tediosas y largos viajes de un país al otro en pleno invierno, por fin estaba a punto de volver a su lado.

Tenía que poner fin al combate para que su mujer estuviera a salvo de aquel necio.

Un instante después, un golpe descendente de su espada arrancó un alarido de dolor a Thurstan, que levantó lo que quedaba de su brazo izquierdo y miró horrorizado el muñón sangrante. Consciente de que no tardaría en morir si no hacía algo para contener la copiosa pérdida de sangre, se acercó a trompicones al fuego. Otro grito aterrador salió de sus entrañas cuando metió el muñón en las llamas y lo retiró hasta que la herida se hubo cauterizado y la hemorragia quedó cortada.

De repente, se hizo un silencio inquietante; luego se oyó el so- nido de la espada del escocés, que después de limpiarla en el musgo volvió a envainarla.

—Hemos acabado —dijo Raven con voz fría y calmada—. Ya no podéis sujetar un escudo. ¿Garantizáis mi recompensa?

Mordea avanzó hacia él con los dientes rechinando y el brazo en alto, pero Thurstan la agarró antes de que pasara de largo.

—Sí, habéis… ganado —reconoció Thurstan, respirando con dificultad y con los ojos escocidos por el sudor—, pero solo esta batalla. Entrad en el castillo. Veremos… cuánto dura antes de que sucumba… a nuestro asedio.

Los soldados que rodeaban las almenas comenzaron a gritar entusiasmados, pero también prepararon sus flechas, mientras bajaban el puente levadizo, por si el enemigo no cumplía su palabra. De repente Raven silbó y de la oscuridad salieron tres de sus hombres a caballo portando una bandera blanca y el corcel de Raven. Con el sonido de los cascos de sus monturas, los cuatro jinetes recorrieron el puente y este volvió a subir lentamente.

Hasta que Raven no estuvo sano y salvo dentro de los muros de cerramiento, Abrielle no se reclinó sobre la tronera desde donde había presenciado el combate. Verlo arriesgar la vida por ella, y por su familia, la había dejado sin fuerzas y había desencadenado tal avalancha de preguntas y dudas que necesitaría una semana para aclararlas todas. De momento, una resonaba más que cualquier otra, la más importante de todas. Si lo único que interesaba a Raven era la riqueza, como ella había supuesto desde el principio, él podría haberse quedado de brazos cruzados en Escocia mientras el castillo se veía sitiado, pero no lo había hecho, no la había abandonado. No, Raven había actuado con la honorabilidad que habría mostrado cualquier otro marido, y consciente ya de ello Abrielle no podía soportar estar un segundo más lejos de él.

Vachel la rodeó con el brazo y, aunque ella repuso que estaba bien, la ayudó a bajar por la estrecha escalera que conducía al patio. Caballeros, siervos y residentes del castillo afluyeron al lugar para formar corro alrededor de Raven y sus hombres y hacerle una pregunta tras otra.

Abrielle se abrió paso a empujones entre la gente.

—¡Ya basta! —gritó con fuerza.

A su alrededor se hizo el silencio. Raven posó en ella su intensa mirada. Abrielle le vio la cota de malla salpicada de sangre, la cara manchada de mugre y una frialdad en sus facciones a la que no estaba acostumbrada. Pero aun así sus ojos azules irradiaron pasión al mirarla de arriba abajo. Tuvieron que pasar unos segundos antes de que Abrielle pudiera recobrar la calma suficiente para decir:

—Esposo, necesitas ser atendido. Todo lo demás puede esperar hasta mañana.

Raven, lejos de vacilar, se apresuró a abrirse paso entre los que lo rodeaban, la cogió de la mano y la condujo a sus aposentos. Gracias a Nedda la cama estaba hecha, la ropa blanca preparada y el agua calentándose al fuego. Incluso habían instalado la bañera, y una fila de sirvientes llegó con cubos de agua hirviendo. Abrielle reparó en las miradas de gratitud que dedicaban a Raven, quien pese a su condición de escocés había demostrado ser mucho mejor amo que Desmond. Era evidente que no les importaba de qué país era con tal de que los tratara bien.

Cuando volvieron a quedarse solos, Abrielle ayudó a Raven a quitarse la malla y el gambesón, y se sintió aliviada al ver que no parecía haber perdido demasiada sangre. Los pantalones, la camisa manchada de sangre y los calzones vinieron después, y Abrielle se vio apartando aún la mirada mientras su marido se metía en la bañera y procedía a enjabonar un paño.

—Lávate bien las heridas— le dijo mientras revisaba sus medicamentos.

Tenía que mantenerse ocupada, pues era demasiado fácil dejarse llevar por la tensión que había entre ellos. Llevaban semanas se-parados, y Abrielle no había dejado de pensar en su matrimonio con inquietud e incertidumbre. Y ahora que sentía una energía y excitación que le sacudían todo el cuerpo, se dijo que era porque Raven se encontraba sano y salvo y porque estaba allí para auxiliar a su familia y a los suyos.

Volvió la cabeza para mirarlo y sintió una extraña ternura al ver su cuerpo enorme embutido en aquella bañera, con los hombros fuera del agua y la cabeza mal apoyada en el borde, como si se hubiera quedado casi dormido del cansancio. Con los ojos entrecerrados, Raven la observó con recelo mientras Abrielle le enjabonaba la cara y le pasaba una navaja por la barba que le había crecido después de tantos días. Luego le echó los hombros hacia delante para dejar al descubierto su espalda ancha y fuerte, que comenzó a frotar diligente con un paño enjabonado, pues no sabía cuándo habría sido la última vez que su marido habría tenido el lujo de bañarse en un sitio que no fuera un arroyo de aguas gélidas. Raven dejó escapar un gemido quedo con la cabeza colgándole hacia delante. Abrielle le puso las manos enjabonadas en la cabeza y comenzó a restregarle el pelo.

—Déjame que te aclare el pelo —dijo Abrielle cuando acabó de frotar.

—Tráeme el cubo y me aclararé todo el cuerpo.

Raven se puso en pie, salpicándolo todo a su alrededor, y tendió la mano para coger el cubo. Abrielle se quedó parada un momento mientras contemplaba el agua jabonosa que corría por su cuerpo desnudo y brillante. Tras unos segundos, le puso el asa del cubo en la mano y Raven se vertió el agua por encima de la cabeza. Su cuerpo desprendió vapor y finalmente salió de la bañera, dando un gran suspiro. Luego cogió la toalla de hilo que le pasó Abrielle y comenzó a secarse.

—Tus heridas… —comenzó a decir Abrielle.

—No vale la pena molestarse por ellas —le interrumpió Raven.

Pura sorpresa de Abrielle, Raven fue hacia la cama y, desplomándose en ella, se volvió de costado y cerró los ojos. Abrielle se acercó a mirarlo, y ante la espléndida desnudez de su cuerpo sintió amenazada su concentración mientras lo atendía. Raven tenía un corte cerca de la muñeca que aún sangraba, y un moretón oscuro en el muslo con rasguños en carne viva allí donde la cota de malla le había escoriado la piel a través de varias capas de ropa. Mientras él dormía profundamente rendido por la fatiga, Abrielle utilizó sus hierbas medicinales para limpiarle las heridas y acelerar su curación.

Tras apagar las velas y dejar encendido únicamente el fuego de la chimenea, se desvistió para ponerse el camisón y se metió en la cama con sigilo. Ya en posición horizontal, se desplazó hasta el lado de Raven y consiguió tirar del edredón por encima de él. Luego, sin pararse a pensar en ello, se acurrucó contra su cuerpo, con las piernas pegadas a las de él y el brazo alrededor de su cintura, y no tardó en caer en un sueño apacible.

 

 

 

Raven despertó antes del alba envuelto en un glorioso halo de calor, una sensación que daba por olvidada después de las frías noches que había pasado en los peligrosos caminos por los que había transitado. Y entonces notó las formas sinuosas de su mujer contra su cuerpo. Al abrir los ojos vio la cabeza de ella apoyada en su hombro y sus largas pestañas de color caoba parpadeando para quitarse el sueño. Abrielle se incorporó apoyándose en un brazo, y los cabellos le cayeron por los hombros y cubrieron el brazo de él. Raven se estremeció.

Abrielle se quitó entonces el camisón por la cabeza y se agachó sobre él para tomar su boca mientras le palpaba el pecho con sus finas manos. Raven gimió, la estrechó contra su cuerpo, la cogió por las nalgas y la subió sobre él.

—Estoy sediento de ti, Abrielle —musitó él entre besos cargados de intensidad.

—Y yo de ti, esposo mío. Esposo mío —repitió Abrielle, saboreando con fruición aquella palabra en su boca. Cogiendo la cara de Raven con las dos manos, añadió—: No sabes lo maravilloso que es admitirlo con franqueza.

Luciendo una amplia sonrisa, Raven rodó sobre su cuerpo y la tumbó hacia arriba.

—No sabes lo maravilloso que es oírlo. De hecho, es casi tan maravilloso como… —Sus manos la recorrieron con audacia, dejando claro su afán provocador. Besó cada rincón del cuerpo de Abrielle como si lo tuviera delante por primera vez, consiguiendo que su piel se acalorara y que le temblaran las extremidades.

Entre sus brazos Abrielle se sentía por fin una esposa y disfruto de ello, y cuando él alcanzó el clímax dentro de ella, el sentimiento de posesión que le transmitió le hizo ahogar un grito.

—Oh, Raven —susurró, arqueando la espalda y ofreciendo así sus tiernos pechos a la ávida boca de su marido.

Raven la excitó con sus labios y su lengua, y con su virilidad acarició su interior hasta que la pasión que siempre había existido entre ellos estalló en su mente, en todo su cuerpo… y en su corazón.

 

 

 

Al amanecer, los de la casa se reunieron en el gran salón para desayunar y planear su contraataque al asedio. Pero primero tuvieron que oír el informe de Raven sobre las actividades de aquellos que se hacían llamar leales.

—Entre Matilde y Esteban —comenzó a decir— no hay mucho que admirar. Matilde tiene un temperamento orgulloso, y a la hora de la verdad Esteban nunca se ha caracterizado por su destreza como guerrero o arbitro. A decir verdad, ha cosechado más fracasos que triunfos, y aun así, en su afán por convertirse en rey, ha impuesto su voluntad a nobles y clérigos, como si no fueran más que humildes siervos plegados a sus designios.

—Y entonces, ¿a quién deberíamos prestar lealtad? —inquirió Abrielle, preocupada—. La verdad es que a mí tanto me da la emperatriz Matilde como Esteban de Blois.

—Como escocés, debo lealtad al rey David. Y en cuanto a los que estáis aquí presentes —dijo, recorriendo con la mirada a todos sus nuevos amigos y familiares ingleses—, elegid al que prefiráis, sea quien sea, pero os aconsejo que os guardéis vuestras opiniones ante aquellos que puedan haceros daño. En esta lucha entre Matilde y Esteban han muerto demasiados por la insensatez de decir abiertamente a cuál de los dos eran leales.

Abrielle movió la cabeza de un lado a otro con tristeza al pensar en las injusticias que estaban cometiéndose con aquellos que trataban de satisfacer el deseo de Enrique en su sucesión al trono. A su modo de ver, Matilde era tan culpable como Esteban, pues podría haber accedido fácilmente al deseo de su padre de que ocupara su lugar como emperatriz del reino. Tal vez Matilde había confiado en que los nobles se apresurarían a ponerse de su parte y suplicarle que lo hiciera… a pesar de su carácter controvertido. Tal como estaban las cosas, era muy probable que su terquedad le hubiera costado la corona. Sin duda había dejado al país sumido en la incertidumbre en cuanto al futuro.

Vachel asintió con aire de gravedad.

—Tomaremos al pie de la letra vuestro consejo y mantendremos nuestras preferencias en secreto salvo cuando estemos entre aquellos en los que podamos confiar. —Vachel pasó la mirada por las personas reunidas alrededor de la mesa, Elspeth y Abrielle, los Grayson y los Seabern y, asintiendo con la cabeza, añadió—: Como nuestros buenos amigos y nuestra familia aquí presentes.

—Tuve la oportunidad de explicar a Esteban el problema que os han causado los señores del norte —dijo Raven—. Envió a un regimiento de soldados conmigo, pues no quiere conflictos en la frontera escocesa. Esta mañana comunicaré a Thurstan y al resto de nuestros vecinos que pronto contaremos con refuerzos, así que se verán luchando en dos frentes.

El rostro de Cedric revelaba una severa satisfacción.

—Veremos las ganas que tienen de «preservar» la pertenencia de estas tierras a Inglaterra. Como si los míos y yo pretendiéramos tomar lo que no es nuestro y utilizarlo en contra de ellos…

Aunque Abrielle no dijo nada, sin duda Cedric era consciente de que Raven poseía ahora una propiedad inglesa y esa era en parte una de las causas del enfrentamiento.

—Puede que esta agitación sea solo el preludio de los problemas que se avecina -conjeturó Raven—. Lo cierto es que la violencia puede seguir amenazándonos durante meses, por no decir años. La seguridad de todos es mí mayor preocupación. Partiremos hacia Escocia en cuanto se levante el sitio. Si alguno de los aquí presentes decide unirse a nosotros, sabed que mi padre tiene allí una fortaleza casi tan espléndida como esta. Podemos albergar a todo aquel que esté dispuesto a viajar al norte. Mientras esta locura do- mine el campo, aquí no estaremos seguros.

—Vuestro ofrecimiento es generoso —dijo Vachel con serie- dad—. Hablemos de cómo podríamos hacerlo.

Mientras Abrielle escuchaba a los hombres distraídamente, sus pensamientos daban vueltas en su mente en un estado de confusión. Si era sincera consigo misma, sabía que quien se casara con ella no querría quedarse para siempre en el torreón de De Marlé. Un señor con más de una propiedad se vería obligado a viajar cada pocos meses para ocuparse de cada uno de sus castillos y consumir los víveres que tuviera en sus despensas antes de que se echaran a perder. No iba a ser tan tonta de negarse a vivir durante parte del año en casa de su marido. Pero ¿sería realmente «casi tan espléndida» como la de Weldon de Marlé? Le costaba creerlo.

—Abrielle…

La muchacha dio un respingo y vio que su madre se había acercado a ella y tenía una mano en su codo.

—¿Sí, madre? —le dijo con una sonrisa.

—Ven a hablar conmigo un momento, hija.

Se encaminaron hacia la chimenea y se sentaron en un banco al calor del fuego.

—Abrielle, ¿qué estás pensando que tienes esa cara tan triste? —le preguntó Elspeth—. No vamos a separarnos de inmediato. Por motivos de seguridad, viajaremos contigo y residiremos durante un tiempo en Escocia.

—Oh, madre, cuánto me alegra oíros decir eso. Y me consta que Vachel y Raven se encargarán de que nuestros hogares estén bien protegidos en nuestra ausencia, pero… —De repente, se le formó un nudo en el estómago—. Me siento atrapada entre esos ingleses insensatos y la lealtad que le debo a mi esposo. Ahora que los míos comenzaban a aceptarlo, tenemos que partir hacia su casa, donde seré una sajona en Escocia, lo mismo que ocurre con Raven aquí pero al revés.

—Ese es el sino de una esposa, querida. Debemos ir allí donde vaya nuestro marido y aprender a encajar entre los suyos. ¿Crees que fue fácil para mí, una viuda sajona, casarme con un normando?

—No, sé que no lo fue. Sin duda vuestra actitud me ha servido de guía.

—Entonces confío en que habrás aprendido. Tengo fe en ti, hija. Está claro que esta mañana hay entendimiento entre tu marido y tú.

Abrielle trató de no ruborizarse.

—Es cierto, madre. Estoy aprendiendo a aceptar este matrimonio.

—Y a valorarlo. ¿Y a él?

Abrielle notó que le ardía la cara y no pudo sino tartamudear. Elspeth sonrió.

De repente, oyeron el sonido de un cuerno procedente del patio. Raven abrió de golpe las puertas dobles del gran salón y salió al exterior. Al cabo de unos minutos regresó.

—Es el mensajero real —dijo—. Le han permitido atravesar las líneas de asedio. Los soldados están bajando el puente levadizo para que pueda entrar. Lo escoltaré hasta el interior del castillo.

Dicho esto, Raven dio media vuelta y desapareció por la puerta.

—¿De qué se tratará? —preguntó Elspeth, llevándose una mano al vientre en un gesto protector—. ¿Acaso el nuevo rey estará dispuesto a ayudarnos?

—Raven ha dicho que los soldados partidarios de Esteban no estaban muy lejos —sugirió Abrielle.

Al cabo de un instante, un hombre ataviado con un sombrío atuendo entró en el gran salón acompañado por Raven. Para sorpresa de todos, Raven señaló a Vachel, y el mensajero se acercó a él.

—Sir Vachel de Gerard—dijo el hombre antes de entregarle una misiva encuadernada en cuero—. Os traigo un importante despacho de su majestad el rey Esteban. ¿Debo esperar a llevarle una respuesta?

—Tal vez sí, pues ignoro de qué se trata —reconoció Vachel.

Isolde se llevó al hombre del salón para ofrecerle algo de comer y luego volvió rápidamente a reunirse con los demás.

Vachel desenrolló el pergamino y comenzó a leer su contenido en silencio mientras Elspeth lo miraba con creciente temor. Raven observó con curiosidad a la pareja, y luego desvió la vista hacia su joven esposa, cuya sonrisa parecía inusitadamente radiante y optimista. Raven ladeó la cabeza con aire inquisitivo en un intento de llamar su atención, pero ella estaba demasiado ocupada contemplando el asombro que reflejaba la cara de su padrastro.

—¿Qué ocurre, Vachel? —inquirió Elspeth con una sonrisa esperanzadora, segura de interpretar correctamente la euforia creciente que veía en el rostro de su esposo.

Los labios de Vachel dibujaron una gran sonrisa mientras miraba a su mujer.

—Querida, parece ser que su majestad ha decidido otorgarme un título nobiliario y la propiedad de unas tierras debido a mi lealtad al servicio de su país y a mi esfuerzo durante las Cruzadas. Tras recibir dichos honores pasaré a ser el conde de Venn. —Vachel hizo una profunda reverencia ante su esposa—. Y tú, mi querida Elspeth, dentro de poco serás la condesa de Venn, una de las damas más bellas y maravillosas de la nobleza.

—¡Válgame Dios! —Elspeth no podía haber lucido una sonrisa más radiante mientras se llevaba las manos a sus sonrojadas mejillas—. Pero ¿qué es lo que ha propiciado semejante honor?

Vachel golpeó ligeramente el pergamino con los dedos mientras contestaba:

—Según este decreto, alguien ha recordado recientemente a su majestad mis años de leal servicio a la corona, y resulta que ese alguien es Abrielle. —Vachel dirigió una mirada sonriente a la joven, levantando una ceja de manera inquisitiva—. Lo que me pregunto es cómo lograste realizar semejante hazaña sin salir del castillo antes de que te secuestraran.

Devolviendo la sonrisa a su padrastro, Abrielle se encogió de hombros con aire despreocupado.

—Me limité a escribir una misiva a su majestad señalando que vuestro valeroso servicio durante las Cruzadas no había recibido la recompensa debida, y luego pedí a Raven que se encargara de hacerla llegar a la corte. Al parecer, el rey Esteban debió de recibirla tras la

muerte de Enrique y ha visto la necesidad de honrar a un hombre bueno a quien su predecesor no había tenido en cuenta.

—O quizá haya visto la necesidad de atraer a su lado a más hombres en la batalla que libra contra Matilde —repuso Vachel con sequedad—. Pero tanto da la razón que le haya llevado a tomar dicha decisión. Es evidente que yo nunca habría recibido semejante honor de no haber sido por tus esfuerzos, Abrielle —añadió con humildad—. Y si mi nuevo título puede ayudarnos en este desesperado asedio, no seré yo solo quien te deba gratitud.

Vachel rodeó los hombros de Abrielle con un brazo y la besó en la frente, y de repente Reginald Grayson levantó su jarra de cerveza con una aclamación. Tales gritos de alegría resonaron en el salón, que los hombres que estaban en el exterior del castillo se miraron maravillados. ¿Qué tendrían que celebrar los sitiados?

Los atacantes no tardaron en ver que el espíritu de celebración se reflejaba en una atrevida muestra de confianza, pues Raven Seabern, bajo una bandera blanca y flanqueado por dos caballeros, salió a caballo de la fortaleza para hablar con quienes habían tomado el relevo al frente del asedio.

Varios de los señores del norte salieron a su encuentro.

—Anoche no tuve oportunidad de hablar con vosotros —dijo Raven con sequedad—. Pero desearía informaros de que vengo de la corte de Esteban, quien está disgustado con este malestar que habéis causado en el norte. Ha enviado a un regimiento de caballeros y hombres armados a caballo que me siguen con un día de retraso. Yo me adelanté porque temía que mi esposa estuviera en peligro. Los hombres del rey llegarán antes de que acabe el día. Podéis enviar a alguno de vuestros correos a que compruebe la veracidad de mis palabras.

Los señores se miraron entre sí con recelo, pero antes de que alguno tuviera tiempo de hablar Raven añadió:

—Supongo que habéis visto al mensajero real que ha llegado hoy…

—¿Acaso no lo hemos dejado pasar? —repuso uno de los hombres, airado.

—Sí, así es, y eso ha estado bien, pues traía noticias muy oportunas. Su majestad ha tenido la gentileza de nombrar a mi suegro, Vachel de Gerard, conde de Venn.

Los nobles se removieron inquietos, mirándose entre sí con manifiesta incertidumbre.

—Decid lo que queráis, escocés —espetó el barón Gravesend, que hacía tan solo unas semanas había retado a Raven a algo tan poco serio como un juego de mesa—. Pero el rey no sabe cómo es nuestra vida en la frontera. Debemos protegernos.

—El rey ha decidido proteger a mi esposa y su familia —con testó Raven fríamente—. Os aconsejo que penséis en ello antes de que cometáis la insensatez de perder más vidas atacándome a mí y a los míos. Abandonad este asedio y volved a vuestras casas antes de que os ocurra algo peor.

Dicho esto, Raven hizo dar media vuelta a su montura y regresó hacia el puente levadizo sin mirar atrás ni por un instante. Aunque muchos deseaban haber podido clavarle un puñal en la espalda, ninguno se arriesgó a hacerlo dadas las circunstancias.

Apenas habían transcurrido dos horas cuando comenzaron a retirarse, planeando ya cómo volver a la carga con más hombres. Postrado en su camastro, Thurstan, animado por la sed de venganza de Mordea, clamó contra ellos, pero nadie lo escuchaba ya. Aquella pérdida de poder lo carcomía, ofuscaba su mente y alimentaba más aún el odio que sentía hacia Abrielle, su marido y las familias que ambos apreciaban tanto.