Capítulo 4

—¿VAMOS con Cordelia? —preguntó Abrielle a Desmond, señalando a su amiga con su esbelta mano, sorprendida y aliviada de que la inquietud o, mejor dicho, la repulsión que sentía hasta lo más profundo de su ser no le hiciera temblar. Estaba más que dispuesta a permitir que su amiga sirviera de baluarte humano entre ellos dos. No podía menos que preguntarse quién desempeñaría aquella función cuando estuvieran casados, y esperaba contra todo pronóstico ser capaz de seguir ocultando los sentimientos de terror y fatalidad inminente que la amenazaban constantemente con revelarse y consumirla.

Al llegar al otro extremo del puente levadizo bajó la vista hacia el foso mientras trataba de dar una impresión de deleite y serenidad. Soportar un beso en la mejilla fue otra prueba de tolerancia que la llevó a preguntarse qué se podría hacer para tratar el espantoso aliento de su prometido. Aunque sabía que no tenía más remedio que enfrentarse al hecho de que estaba destinada a convertirse en la esposa de Desmond, temió que su poca capacidad para el fingimiento acabara fallándole y tuviera que volver sollozando de arrepentimiento a los espaciosos aposentos donde estaban alojados sus padres. Lamentablemente, el compromiso que había contraído estaba arrastrándola a un pozo de desesperación del que temía que no hubiera escapatoria posible.

Cuando Desmond le rogó que le excusara un momento para ir a hablar con un sirviente que estaba por allí, Abrielle le dio su permiso con mucho gusto. Cordelia permaneció callada mientras su amiga, con aire apenado, apoyaba un brazo en la baranda del puente y el mentón en el pulpejo de la mano.

—Ojalá sintiera por la boda el mismo entusiasmo que muestran los hombres por la cacería que está a punto de empezar.

Tras un momento de vacilación, Cordelia le preguntó en voz baja:

—¿Cómo puedes casarte con un hombre que no merece tu confianza, un hombre al que tú y todos detestamos? Debo confesar que cuando escribiste para anunciarnos tu boda, la idea me horrorizó.

Abrielle volvió la vista atrás para asegurarse de que el hidalgo seguía ocupado.

—Era eso o ver a mi familia en la ruina. Vachel está al borde de la pobreza debido a su generosidad con su difunto padre y sus caballeros —confesó Abrielle.

Cordelia dio un grito ahogado.

—Pero ¿qué dices? ¿Vas a casarte con ese ogro por las irreflexivas acciones de tu padrastro?

—Él no tuvo la culpa. —Abrielle se apresuró a explicarle la injusticia cometida por el padre de Vachel— Vachel estaba dispuesto a enfrentarse a la indigencia, no me obligó a aceptar la propuesta de Desmond. Fui yo quien decidió ahorrarle a él, y a mi madre, esa vergüenza.

Cordelia agarró la mano de su amiga y miró sus ojos verdeazulados llenos de lágrimas.

—Y hay quienes piensan que solo los caballeros tienen tan nobles rasgos…

—No cuentes esto a nadie -le pidió Abrielle-. Vachel no soportaría que la gente creyera que su padre fue injusto con él. Le dolería que criticaran a su padre. Hacia el final de sus días le fallaban un poco sus facultades y no debía de ser consciente de lo que hacía.

—Si me lo permites, solo hablaré de ello con mis padres, que realmente tienen a Vachel en gran estima. En homenaje a él compartiré con mis padres lo que acabas de contarme.

—Con ellos pero con nadie más —asintió Abrielle antes de dejar que su mirada se perdiera en el infinito con aire pensativo mientras la suave brisa agitaba ligeramente su vestido.

—¿En qué piensas?

Los labios de Abrielle dejaron escapar un triste suspiro.

—Me da vergüenza admitir mis sentimientos después de aceptar la propuesta de matrimonio de Desmond, pero desprecio a ese hombre más que a nadie en el mundo.

Al percibir la desesperanza de su amiga en el excesivo comedimiento con el que transmitía la falta de estima que sentía por su futuro marido, Cordelia posó una mano sobre la manga de Abrielle en un gesto consolador.

—A menudo, cuando uno se enfrenta a lo desconocido, las circunstancias parecen de lo más sombrías y amenazadoras. Por propia experiencia sé que posees un espíritu valeroso y que superarás tus miedos. ¿Acaso no me salvaste de morir ahogada cuando éramos niñas, por mucho que te aterrara la idea de zambullirte en las aguas heladas para rescatarme? —Los verdes ojos de Cordelia volvieron a llenarse de lágrimas mientras añadía—: Si no hubiera sido por tu espíritu valeroso y la capacidad que tuviste para superar tus dudas, yo no estaría hoy aquí.

A la propia Abrielle se le empañó la vista al recordar su infancia y el espantoso episodio que había hecho que sintiera todo su ser traspasado por intensas punzadas de terror. El miedo que le había invadido en aquella ocasión le pareció tan doloroso como el hielo a medio derretir que había tenido que recorrer para llegar hasta su amiga. De no haber sido por el pavor que le aguijoneó al pensar que estaba a punto de perder a su amiga más querida, talvez nunca hubiera encontrado el valor de adentrarse en las gélidas aguas para tratar de rescatarla.

—Sé que debo animarme —admitió Abrielle antes de dar un triste suspiro al pensar en lo que habría de enfrentarse en breve—, pero en estos momentos mi futuro me parece tan sombrío que hasta la idea de ahogarme en un arroyo helado me parece preferible.

Realmente, los horrores a los que deberé hacer frente como esposa de un ser tan despreciable me resultan tan abrumadores que a veces dudo de si seré capaz de resistirlo.

Cordelia se dio la vuelta en un intento de calmar su atribulado espíritu. No podía menos que preguntarse qué haría ella si se viera en el lugar de Abrielle. Reflexionando sobre la difícil situación de su amiga, no reparó en el pequeño grupo de hombres a caballo que se aproximaban hasta que estuvieron en la mitad del camino que conducía al puente levadizo. Eran seis jinetes, pero Cordelia no sintió deseos de desviar la mirada del apuesto hombre de cabello gris a lomos del negro corcel que cabriolaba en cabeza. El elegante andar del animal era un complemento para el porte majestuoso e imponente del jinete, un caballero escocés que debía de rondar los sesenta años. A pesar de la edad avanzada del hombre, Cordelia estaba segura de que jamás había visto un individuo tan espléndido ni una monta más admirable en el reino de Enrique.

Cordelia se acercó a su amiga y le susurró en tono apremiante: —Abrielle, mira detrás de ti con discreción y dime si has visto antes a esos caballeros. Si doy fe a los rumores que corren por ahí, casi juraría que tu futuro marido odia a los escoceses tanto como detesta a los nuestros, los sajones. Si es así, esos hombres no son conscientes del peligro que corren al aventurarse a entrar en los pequeños dominios de Desmond.

Abrielle escudriñó lentamente la campiña que se extendía a su alrededor, luego enfocó la vista en la comitiva que se acercaba y… se quedó helada. Acto seguido, sin un ápice de cautela o sutileza, volvió rápidamente la cabeza hacia Desmond. Al ver que seguía agitando los brazos en el aire mientras amonestaba al intimidado sirviente, dedujo que no se habría percatado de la presencia de los recién llegados y se sintió aliviada.

—¡Cordelia! Rápido… fíjate en el segundo hombre del grupo. A menos que me falle la vista, ¡se trata de Raven Seabern!

El corazón de Abrielle latía tan fuerte que tenía la certeza de que todos lo oirían retumbar en los muros del castillo; latía alarmado, pensó para sus adentros, alarmado, temeroso, pero no emocionado. ¿En qué estaría pensando aquel hombre para presentarse a galope en la propiedad de De Marlé como si pudiera estar allí por derecho divino, como si fueran a recibirlo con los brazos abiertos? ¿Acaso su excesiva desenvoltura le impedía ver que su mera presencia, por no mencionar el hecho de que acudía en compañía de un grupo de escoceses, irritaría a los nobles de varios kilómetros a la redonda?

Enderezando los hombros en un intento de parecer cuando menos serena, Abrielle se volvió y logró mantener la mirada apartada de Raven lo suficiente para ver al escocés de altura similar y complexión musculosa que había desmontado junto a él. El hombre, de mayor edad, se percató de su interés y le devolvió la mirada con un brillo burlón en sus luminosos ojos azules. Cuando con ello logró que se ruborizara, su sonrisa se abrió con una expresión encantadora y mostró unos dientes relucientes bajo un poblado bigote cuyos bien arreglados extremos le llegaban por debajo del mentón. Un profundo hoyuelo, similar al que poseía el que había sido el protector de Abrielle, marcaba la barbilla perfectamente afeitada del caballero mayor. A pesar de su edad, no se abstuvo de mirarla de arriba abajo con una expresión llena de picardía. Una vez terminada su valoración, le dedicó un guiño insinuante que se vio recompensado con una exclamación de sobresalto por parte de la joven.

Cordelia agachó la cabeza para que el hombre mayor no viera que aquella escena la divertía.

—Descaro no le falta, desde luego. ¿Crees que es Seabern padre?

—Diría que solo se diferencian por la edad y el color del cabello —respondió Abrielle con acritud.

Sin dejar de sonreír, el escocés levantó una ceja y ladeó la cabeza para volver a mirar a las dos mujeres, como preguntándose qué habría suscitado el interés que parecían tener en él. Luego miró a Raven y Abrielle sintió que su propia mirada se veía atraída a su pesar hacia la misma dirección. Hasta aquel momento había logrado evitar encontrarse directamente con los ojos de Raven; no temía tanto lo que pudiera ver en ellos como lo que ella pudiera sentir a merced de aquella intensa mirada que recordaba tan vividamente, un temor que estaba bien fundado. Estando su prometido por ahí cerca, Raven se abstuvo de mirarla con el descaro que había mostrado en su último encuentro. En vez de eso, sus cautivadores ojos azules se entrecerraron con una mirada interrogante que bastó para que Abrielle se sonrojara.

Por la mente de la joven pasaron en un instante mil preguntas, todas ellas relacionadas con el motivo que habría llevado al escocés hasta allí, y se vio obligada a preguntarse si el hombre había perdido el juicio por completo o simplemente había olvidado el episodio de aquella noche en el palacio, cuando, con una facilidad abrumadora, frustró el encuentro forzado por Desmond, que huyó asustado a refugiarse en la oscuridad como el cobarde que era. Una pregunta aún más interesante era si Raven conocía su compromiso matrimonial con el Hidalgo Gallina, una posibilidad ante la cual a Abrielle se le hacía un nudo en la garganta, pues se preguntaba si eso podría tener algo que ver con la inesperada aparición del escocés.

Abrielle respiró hondo y tiró con fuerza de las riendas de su imaginación. ¿Acaso había perdido el juicio? Una cosa era que Raven oyera sus gritos en pleno forcejeo al pasar por un corredor del castillo y acudiera a socorrerla, y otra muy distinta que viajara desde tierras lejanas hasta un lugar donde no sería bien recibido a fin de… ¿de qué? Abrielle solo estaba segura de una cosa: Raven no estaba allí porque lo hubieran invitado. Después de la humillación que había causado al hidalgo, Raven Seabern sería el último hombre de toda la cristiandad en ser invitado. Lo más probable, concluyó Abrielle en un intento por tranquilizarse, era que hubiera ido hasta allí debido a un asunto de importancia para su rey. Fuera lo que fuese, no tenía nada que ver con ella, aunque se moría por saber por qué razón el escocés había traído a su padre.

Cordelia miró detenidamente a su amiga mientras las comisuras de sus labios dibujaban una amplia sonrisa llena de picardía.

—En mi opinión, una joven dama debería comportarse y no aprovecharse de ese pobre anciano escocés. Podría ser tu abuelo y ahí está con el corazón en la mano.

—¿Y qué me dices de ti? —la desafió Abrielle con una mirada cargada de recelo—. Me da la impresión de que la que está prendada de ese escocés eres tú.

Cordelia fue incapaz de negar el hecho de que aquel hombre había despertado su interés.

—Bueno, es muy apuesto…

—Tal vez deberías pedir a Raven Seabern que te lo presentara— sugirió Abrielle, tratando de transmitir una calma que no sentía—. Después de todo, te debe una presentación.

Superada la sorpresa inicial por la inesperada aparición de Raven, Abrielle sintió un atisbo de pesar. Por razones que no sabía identificar, el hecho de verlo despertaba en ella pensamientos que había tratado de silenciar armándose de valor, pensamientos sobre cómo podría haber sido su vida, cómo debería haber sido, una vida plena y feliz con un buen hombre y una familia propia. La vida que había esperado compartir en su día con el bondadoso Weldon de Marlé, un sueño de niña que se había desvanecido con la muerte de su prometido. En su vida ya no había lugar para fantasías ni ideas románticas, y desear que fuera de otro modo solo servía para aumentar su sufrimiento. Era mejor aceptar que su unión con el hermanastro de Weldon sería el cruel reverso de lo que una joven podría esperar de su matrimonio y centrar su atención en otras cuestiones. En breve debería asumir las obligaciones rutinarias de la esposa de un hidalgo, y ello mantendría su tiempo y su mente ocupados, pero eso estaba aún por llegar, y por mucho que se resistiera, no podía evitar preguntarse cómo sería estar casada con un hombre como Raven Seabern. Aunque se dijo que en esa pregunta solo había una curiosidad intelectual, tuvo que reconocer que sería un matrimonio excitante y quizá no del todo desagradable.

No obstante, Abrielle no estaba en situación de considerar seriamente la idea de casarse con otro que no fuera Desmond, pues se había comprometido a salvar a su familia y no era persona que faltara a su palabra, por muy detestables que le parecieran las consecuencias. Además, según los párrocos, el contrato de esponsales era tan vinculante legalmente como el del matrimonio, así que debía hacerse a la idea de que su desalentador futuro ya estaba escrito.

Tras cruzar unas palabras entre ellos, los recién llegados se encaminaron hacia las mujeres, guiando a sus caballos. Y a pesar de que acababa de sorprenderse deseando lo imposible, Abrielle sintió el impulso de recogerse la falda y huir del enfrentamiento. Lo deseó casi con tantas fuerzas como deseó no haber conocido nunca a un escocés con nombre de ave de rapiña y rostro de ángel caído, un hombre irritante, arrogante, atractivo, que tenía el poder de hacer que se sintiera nerviosa, febril y triste, y todo al mismo tiempo. Un momento antes de que el grupo de escoceses llegara hasta ellas, Desmond apareció de improviso junto a Abrielle y Cordelia. Teniendo en cuenta cómo había acabado su último encuentro con Raven, Abrielle suponía que Desmond se indignaría al reconocer a los hombres de la comitiva. Pero aunque detectó un brillo de odio en sus ojos, quedó contrarrestado por una sonrisa forzada y un extraño aire de satisfacción que Abrielle no pudo evitar interpretar como una mala señal.

De cerca, el azul de los ojos del escocés mayor era aún más intenso, y el agudo e ilimitado ingenio que brillaba en ellos era aún más visible. Pero había amarrado su encanto insinuante y en ese momento parecía decidido a reclamar cortésmente la atención del hidalgo. No así su vástago, que hizo caso omiso de la presencia de su anfitrión y no se molestó en ocultar su interés por las jóvenes que tenía a su lado. Abrielle, al saberse el centro de su atención, notó que se encendía. No lo había visto desde la noche en que la rescató, cuando el miedo y la torpeza —además de la semidesnudez en la que se encontraba, con la ropa medio arrancada— la llevaron a huir de una forma casi tan precipitada como su agresor. A pesar de que aquella noche el escocés había mostrado un interés en ella de lo más indecoroso, Abrielle sabía que no le había expresado su gratitud como le era debido. Y le preocupaba cómo recibiría él su gratitud cuando se enterara de que estaba comprometida con el mismo villano del que la había rescatado, si es que no lo sabía ya. ¿Pensaría que era una tonta a la que solo le importaba la riqueza, y que su gratitud se veía mancillada por su codicia? Ante aquella idea, Abrielle se mordió el labio y se preguntó qué le ocurría, pues era una mujer comprometida, desesperadamente comprometida. Y si bien la opinión que él pudiera tener de ella debería traerle sin cuidado, sabía que no era así, del mismo modo que sabía que aquello tenía que terminar. A la mínima oportunidad le daría las gracias por su galantería y con ello zanjaría la cuestión.

Raven y el hombre mayor saludaron con una reverencia a las dos doncellas y luego se volvieron hacia Desmond.

—Señor De Marlé —dijo el escocés mayor con voz alegre y resonante; tenía un acento mucho más marcado que Raven, una diferencia más entre padre e hijo. Llevándose una mano al pecho, inclinó la cabeza, tocada con una gorra escocesa, y realizó una rápida reverencia—. Es un verdadero honor que nos hayáis invitado a vuestro castillo.

Abrielle se tragó una exclamación de sorpresa cuando oyó decir al escocés que su hijo y él estaban allí en calidad de invitados, aunque, pensándolo bien, tal vez no fuera tan sorprendente. La única razón por la que Desmond podía haberles invitado era que quería ser el último en reírse, pasear a su prometida ante las narices de Raven y que el escocés viera y entendiera quién había sido el verdadero vencedor en aquella contienda. Desmond se había alzado con el premio que perseguía, había ganado el derecho a poseer su corazón, su mente y su cuerpo por siempre jamás, una idea que provocó en Abrielle un profundo malestar. Poco importaba que hubiera conseguido su victoria con oro y no por su coraje o valía, pues el acuerdo estaba debidamente cerrado y la unión no tardaría en ser un hecho consagrado. Y, por otro lado, Raven no había corrido a cortejarla cuando había tenido la oportunidad, un recuerdo que Abrielle tenía clavado como una espina en el corazón.

Desmond se alegraba de dar la bienvenida a los recién llegados, y ello por varias razones. Nunca venía mal relacionarse con hombres respetados e influyentes… aunque fueran escoceses. Pero lo más importante era que tenía una cuenta pendiente. Desde el desafortunado incidente en la corte de Enrique, había estado ocupado recogiendo información. Hablando con gente que tenía conocidos en las tierras del norte de Escocia, se había enterado de que el viejo Seabern era desde hacía años un íntimo confidente de los soberanos de aquel país y que, de hecho, había sido el brazo derecho del último monarca al frente de sus fuerzas armadas. En cuanto al hijo, hacia casi cinco años que era un importante emisario al servicio del rey David.

Cabría pensar que el hecho de que le hubieran confiado la tarea Je llevar misivas de un lado a otro le habría servido para aprender a no meter las narices donde no debía, pero no era así. Y el propio Desmond le enseñaría aquella lección y disfrutaría al máximo de cada momento. Pasearía a su prometida ante Raven y su estimado padre hasta hacerles entender que le pertenecía, ante Dios y ante los hombres, que solo él tenía derecho a tocarla, cuando y donde quisiera, y que ningún hombre volvería a atreverse a cuestionar dicho derecho. Demostrar a aquellos dos caballeros tan seguros de sí mismos el poco poder que tenían para controlar el sino de una hermosa dama sería de lo más gratificante.

Desmond apenas podía reprimir el impulso de frotarse las manos ante aquella idea al saludarlos.

—Sois vos y vuestro hijo quienes me honráis al sumaros hoy a mí y a mis invitados para participar en la cacería, lord Seabern. —Desmond no escatimó esfuerzos por parecer el más cordial de los anfitriones—. Tengo entendido que en las tierras del norte no hay mejores cazadores que vuestro hijo y vos. Muchos de mis invitados han acudido con la esperanza de igualar vuestras mejores proezas. De hecho, han empezado a hacer apuestas sobre quién ganará, y me consta que se han recogido ya grandes sumas, y habrá más. Aquellos que consigan abatir el venado más imponente y el jabalí de mayor tamaño recibirán sustanciosos premios. Ahora que ambos estáis aquí, no me cabe duda de que las apuestas subirán significativamente. De ahí que os haya invitado a mi castillo.

Abrielle apenas pudo contener un bufido de desdén, pues dudaba de que nadie pudiera creer aquello.

—Pero estoy faltando a mis obligaciones como anfitrión —dijo Desmond antes de volverse hacia Abrielle y Cordelia—. Miladies, sin duda recordáis al emisario escocés de los festejos celebrados en el castillo de su majestad, pero creo que no conocéis aún a su padre, lord Cedric Seabern.

Los labios del hombre mayor dibujaron una sonrisa torcida cuando tomó los finos dedos de Cordelia entre los suyos y le besó la mano.

—No había visto doncellas tan encantadoras en muchos años —afirmó—. No hay duda de que habéis traído la belleza celestial hasta nosotros, meros mortales, y me alegra enormemente poder comprobar con mis propios ojos que semeja esplendor existe.

Un intenso rubor acudió a las blancas mejillas de Cordelia mientras le devolvía la sonrisa.

—Sé que los bardos celtas hacían magia con las palabras, noble señor, y por las vuestras deduzco que habéis heredado el don de aquellos poetas.

Cedric echó hacia atrás la cabeza y rió con deleite.

—Así es, milady, y si pudiera llevarme más, lo haría sin dudar con tal de haceros sonreír.

Cordelia señaló con la mano a su amiga.

—¿Conocéis a mi amiga lady Abrielle?

—Otra criatura de extraordinaria belleza—afirmó Cedric mientras se frotaba las manos con regocijo—. Santo cielo, si las vistas por estos parajes son tan hermosas, me vendré a vivir aquí y haré mi hogar de este lugar.

Abrielle dejó escapar una risa nerviosa, prefería la inofensiva coquetería de Cedric Seabern a la intensa e inquietante mirada de su hijo, una mirada que solo expresaba una cosa… posesión. Su interés ponía de manifiesto la arrogancia y el atrevimiento que había mostrado tan claramente en el banquete de Londres.

—Debo advertiros que tras esos muros se alojan en estos momentos muchos normandos, señor. Si yo fuera vos, no entraría ahí a menos que seáis ducho en el manejo de la espada y el broquel.

Siguió un incómodo silencio mientras los presentes recordaban las hostilidades pasadas entre sus respectivos países.

—Entonces será mejor que busque algunas armas para mi hijo y para mí, pues creo que ahí se encuentran nuestros aposentos —dijo Cedric, guiñándole el ojo.

Raven dio entonces un paso adelante, se colocó frente a Cordelia, se llevó su mano a los labios y le dio un suave beso en la yema de los dedos.

—Es un placer volver a veros, milady. Estoy seguro de que mi padre convendrá conmigo en que no hemos visto belleza igual desde la última vez que coincidimos en el palacio del rey Enrique.

Cordelia sonrió y señaló con la mano a su amiga.

—Tal vez recordéis a mi amiga lady Abrielle…

Abrielle tuvo que reprimir una mueca de disgusto, pues no había confiado a Cordelia el relato sobre el ataque de Desmond y la heroica intervención de Raven. Su amiga no podía saber lo bien que Raven debía de recordarla, ni el porqué. Por suerte, su protector respondió asintiendo con la cabeza en un gesto respetuoso que no dejaba entrever nada de lo ocurrido.

—Por supuesto. Es un placer volver a veros, lady Abrielle. El señor de De Marlé es un hombre realmente afortunado por tener una prometida tan hermosa. Imagino cuántos ardorosos pretendientes estarán ahora suspirando por su pérdida.

Raven notó los ojos redondos y brillantes de De Marlé clavados en él y se dijo que solo por esa razón tendería la mano a Abrielle. Tras una ligera vacilación, la muchacha posó su mano sobre la palma extendida de Raven, que percibió en ella un ligero temblor al envolverla con sus dedos y acercársela lentamente a la boca.

Raven tendría que haber sido muy obtuso para no percatarse del verdadero motivo de la invitación de Desmond; era evidente que quería observar su reacción cuando lo viera con su futura esposa, tocándola, bailando con ella, abrazándola. Pero antes Raven decidió ofrecer a aquella cucaracha inmunda una imagen digna de observación.

Acercó la cabeza a la mano de Abrielle y, cuando tenía su sedosa piel blanca a un milímetro de sus labios se detuvo. Alzó entonces la vista hacia la joven y le sostuvo la mirada. Aguzó los sentidos para percibir su tacto, su olor y la forma en que se le cortó la respiración cuando le acarició el dorso de la mano con su aliento cálido, y se deleitó al ver que se le ponía la piel de gallina a lo largo de su esbelto brazo. Raven confió en que el hidalgo estuviera observando la escena con atención, pues había que ser todo un artista para provocar tantas sensaciones en una mujer haciendo tan poco, y Raven sabía que lo era. Dejó que el contacto se prolongara durante un segundo de silencio, y otro más, y luego rozó brevemente la mano de la joven con sus labios y la soltó.

Abrielle dejó caer la mano a un lado mientras un cosquilleo le recorría todo el cuerpo, como si le estuvieran picando cientos de abejas, y la cabeza le daba vueltas, lo que no le impidió percibir la tensión entre Desmond y Raven.

—Os agradezco tan generosos cumplidos, sir Raven —dijo Abrielle, confiando en dar con el equilibrio adecuado entre un tono cordial y reservado que llevara a Desmond a dejar de fulminar a Raven con la mirada y al escocés a atenuar la expresión de petulancia de su rostro—. Vuestras palabras refulgen con la intensidad de una puesta de sol, noble señor.

—Mi padre, aquí presente, puede aseguraros que me ha educado para ser un hombre leal a la verdad, milady, y lo soy. Creedme cuando digo que lady Cordelia y vos sois dos joyas de extraordinaria belleza. Como hombre, me siento intimidado por ambas.

Pero no tanto como para dejar de honrarla con un beso como aquel cuando las circunstancias lo requerían, pensó Abrielle.

Cordelia no osó reconocer cuánto le gustaba aquel hombre tan apuesto, pero era traviesa y no pudo resistir la tentación de hacerle una pregunta delante de De Marlé, aunque ella ya sabía la respuesta. Estaba deseando poner de relieve el estatus de Raven en presencia del rollizo hidalgo, quien sin duda ya debía de estar al corriente de la posición privilegiada que ocupaba el escocés.

—¿Cómo es que estabais en palacio el día del homenaje a lord Berwin, si me permitís la pregunta?

—Lamentablemente, milady, no soy más que un extranjero en tan nobles lugares, salvo cuando sirvo de embajador a mi rey, David de Escocia. En ese caso debo viajar aquí y allá, donde la necesidad lo requiera. No ocurre muy a menudo que mis obligaciones me brinden la oportunidad de disfrutar de la compañía de unas damas tan encantadoras como las que ahora tengo ante mí.

Tal como Cordelia había imaginado, aquel diálogo irritó sobremanera al anfitrión, y tanto ella como Abrielle intuyeron al instante que la paciencia de Desmond estaba llegando a su fin.

—Tened la bondad de presentaros personalmente a mi ayudante. 1.1 os mostrará vuestros aposentos. Esta noche celebraremos una fiesta en el salón de banquetes. Por la mañana, a primera hora, los hombres se reunirán para cazar un venado, y al día siguiente, un jabalí. Aquellos que regresen con los trofeos más imponentes serán honrados la misma noche. El tercer día lady Abrielle y yo intercambiaremos nuestros votos matrimoniales y más tarde celebraremos la unión con un banquete. Por supuesto a todos estos actos asistiréis como invitados especiales por mi parte.

Desmond bien podría haber expresado en voz alta se verdadera intención, pensó Abrielle, pero perdía el tiempo si esperaba fastidiar a Raven. El escocés nunca había mostrado un interés serio en ella, así que ¿por qué habría de importarle con quién iba a casarse? La única que resultaba herida con aquella broma cruel era ella.

—Podéis estar seguros de que celebraremos cada acto con nuestra presencia —aseguró Raven, llevándose una mano a los pliegues de la tela escocesa que le cruzaba el pecho al tiempo que inclinaba la cabeza y retrocedía varios pasos—. Nos honra contarnos entre vuestros invitados.

Desmond asintió mecánicamente en respuesta a dicho comentario.

Irguiéndose cuan alto era, Raven lanzó una mirada alrededor, como si quisiera admirar el paisaje que le rodeaba, pero solo Abrielle acaparaba su atención. No le sorprendía comprobar que recordaba a la joven con todo detalle. Pero la verdad era que ninguna otra mujer había llegado a estar tan cerca de atrapar su corazón como ella lo había hecho el día que se conocieron. Ella también lo observaba a él, aunque Raven percibió frialdad en su mirada. Se trataba de una mujer prometida, pero parecía que intentaba evitar su mirada por todos los medios, y Raven no entendía qué razón tendría para ello. Desmond ofreció el brazo a su futura esposa a modo de callada invitación; era imposible no comparar aquel gesto con el que le había dedicado Raven apenas unos instantes antes al tenderle la mano de un modo similar. Abrielle supo que si alguna vez había pasado en un instante de la fantasía a la realidad más dura y desagradable fue en el momento en que posó una mano temblorosa sobre la manga del hidalgo. Su tacto la repelía, pero ante la falta de una escapatoria viable se vio obligada a fingir una sonrisa mientras sentía que una pesada carga le oprimía el corazón. Si por lo menos Raven no hubiera aceptado la maliciosa invitación de Desmond, no estaría mirándolo e imaginándose casada con alguien como él, apuesto y atrevido. ¿Por qué siempre se recordaba que él había tenido su oportunidad, que no había querido cortejarla como era debido, presentándose ante su padrastro en los aposentos donde se alojaba en el castillo de Westminster durante su estancia en Londres? No podía menos que suponer que el escocés iba en busca de una novia adinerada, y en su abatimiento se preguntaba si eso era lo único que le importaba a un hombre. Pero, por amarga que le resultara la idea, sabía que ella pecaba de lo mismo, pues aquella era la única razón por la que se casaba con el hidalgo.

Desmond se pavoneó con orgullo cuando pasaron por delante de los escoceses; los saludó a ambos con la cabeza y se la llevó de allí. Cuando entraron en el patio abierto, los invitados que ocupaban la zona se acercaron para saludarles y desearles una unión feliz. Abrielle apenas oía lo que le decían, y ante una pregunta que le hicieron, aturdida, solo pudo sonreír; De Marlé contestó en su lugar. Su prometido se apresuró a asegurarles que Abrielle estaba tan ansiosa por casarse como él, y aunque con su silencio parecía mostrar su conformidad con esas palabras, en su fuero interno se sentía como una marioneta sin alma, con una sonrisa pintada en la cara y cuyos hilos movía el hombre que tenía al lado.

Aferrada a una determinación apática para seguir adelante, Abrielle atravesó el patio interior sin borrar la falsa sonrisa de su rostro. El vacío emocional que sentía dentro le resultaba casi insoportable. De haber tenido un momento de libertad para buscar un rincón escondido, habría huido hasta allí para llorar con una angustia desconsolada hasta quedarse sin lágrimas. Nunca había vivido nada tan parecido a los horrores de un profundo averno como aquellos momentos vacíos y funestos, y todo porque estaba condenada a convertirse en la esposa de un ogro despreciable. Si se hubiera visto andando por un camino pedregoso hacia un ominoso tajo de madera donde le hubieran ordenado apoyar la cabeza y aguardar a que un verdugo encapuchado alzara sobre ella su hacha, no se habría sentido más consternada.

 

 

 

Entrada la noche, Abrielle yacía muy quieta en una cama estrecha de la pequeña cámara anexa a los aposentos que ocupaban sus padres. Con los ojos clavados en algo tan insignificante como los paneles de seda que cubrían el dosel, le costaba esfuerzo incluso respirar, y mucho más dormir. Un peso malsano le oprimía el alma, una sensación provocada sin duda por el hecho de que solo unos pocos días aciagos la separaban de la ceremonia que la ataría para siempre a Desmond de Marlé. Cuando imaginaba a lo que tendría que someterse para cumplir sus obligaciones conyugales se veía cayendo de nuevo en un pozo de desesperación. De no haber sido porque temía despertar a sus padres, habría sucumbido al llanto inconsolable que amenazaba con estallar en cualquier momento. Había aceptado por sí misma ese calvario, había dado su palabra y no tenía intención de desdecirse, aunque de haber querido tampoco habría podido.

Incapaz de soportar el conflicto que la atenazaba, salió de la estrecha cama y corrió al exterior; necesitaba estar unos instantes sola y que nadie oyera los sollozos que pedían a gritos escapar de su garganta. Cuando dejó de correr se vio en un pasillo que conducía a la escalera de la torre. El camisón se le pegaba al cuerpo y sus pies desnudos se habían quedado casi helados en contacto con el suelo de piedra. Su largo pelo le caía alborotado sobre los hombros y el pecho, ofreciéndole un manto de calor contra el frío que invadía el pasillo.

La única luz procedía de la luna que brillaba a través de una torrecilla. En el suelo de piedra se reflejaban los colores apagados de los cristales emplomados. A pesar de la desesperanza que la embargaba, le consoló el hecho de estar sola en un lugar donde podía llorar en alto si lo necesitaba, y a medida que se acercaba el día de la boda las lágrimas aumentaban. La tranquilidad que sentía duró poco; tras solo unos momentos de soledad tuvo la desagradable sensación de que había alguien por allí cerca. Presa de la inquietud, escudriñó la oscuridad que le rodeaba, preguntándose quién podría estar observándola. ¿Desmond? Desde su llegada, parecía andar acechándola en todo momento, oculto en algún rincón… todo lo oculto que se lo permitían sus voluminosas dimensiones. Estaba obsesionado con espiarla, un nuevo motivo para añadir a la lista de razones por las que rogaba a Dios que obrara un milagro y que la boda no se celebrara.

¿Le habría seguido Desmond aquella noche con la esperanza de cogerla desprevenida como ya hiciera en el castillo de Enrique? ¿Tanto ansiaba su cuerpo como para negarle las pocas horas que le quedaban de paz e intimidad? Una ráfaga de ira y asco le recorrió el cuerpo. Claro que existía la posibilidad de que quien merodeara en la oscuridad fuera un desconocido. No auguraba nada bueno para su futuro el hecho de que no pudiera decir a quién odiaría más encontrarse en mitad de la noche en aquel rincón oscuro y apartado: a su prometido o a un perfecto desconocido.

Un sonido en la escalera de la torre, como el del roce de unas bolas contra la piedra rugosa, le llevó a frenar en seco sus conjeturas.

—¿Desmond? —dijo en voz alta, agradeciendo que el tono firme de su voz no revelara el temor que sentía, pues de poco le serviría dejarse llevar por el miedo. Y habría sido una insensatez confiar en que un galante caballero que pasara por allí justo en aquel momento acudiría de nuevo en su auxilio, sobre todo teniendo en cuenta la notable falta de galantería que observaba entre los hombres que la rodeaban en los últimos tiempos. De hecho, solo había uno al que podía atribuirle dicha cualidad, y aun así pensar que un escocés estaría dispuesto a interceder por ella una segunda vez seguía siendo una insensatez.

No le quedaba más opción que defenderse por sus propios me-dios. A fin de cuentas, ¿acaso no se había metido sola en aquel aprieto? Estaba convencida de que el hombre que la acechaba era Desmond, a pesar de que este no había contestado cuando ella pronunció su nombre. Era muy propio de él guardar silencio para prolongar su sufrimiento. El muy canalla probablemente esperaba que ella estuviera lo bastante asustada para abandonarse en sus brazos con gratitud cuando él por fin apareciera. Casi resopló al pensarlo, pues era más probable que comenzara a batir los brazos para intentar salir volando de allí que se lanzara a los brazos del hidalgo por voluntad propia.

Lo esperaría allí fuera; sabía que al final tendría que salir de las sombras, y entonces Abrielle mantendría la calma y le haría ver que resultaría más ventajoso para ambos que él respetara la dignidad de su familia, así como el deber de un caballero ante los invitados a su casa, y contuviera sus impulsos hasta que estuvieran oficialmente casados. Si no conseguía disuadirlo, estaba dispuesta a recogerse el camisón y echar a correr antes de que Desmond le pusiera las manos encima. No entregaría su cuerpo a aquel libidinoso un segundo antes de lo estipulado según el pacto con el diablo al que habían llegado.

El silencio se prolongó tanto que Abrielle creyó que acabaría con los nervios destrozados. Finalmente se oyeron unos pasos lentos, y una sombra se proyectó en el pavimento iluminado por la luz de la luna que se extendía a los pies de Abrielle. No conseguía ver quién era, y el instinto le llevó a recogerse el camisón y prepararse para huir.

—Desmond —repitió con voz enérgica—. ¿Sois vos?

La sombra se movió y una voz demasiado profunda, varonil y atrayente para pertenecer al hidalgo respondió:

—No, lady Abrielle. Espero que no estéis demasiado decepcionada.