Capítulo 22

BAJO un oscuro cielo que el sol no conseguía rasgar, la visión de las llamas volando por el aire era una imagen espeluznante. Los gritos de terror de la gente hicieron que Abrielle volviera a la realidad de golpe, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Aunque se instó a las mujeres a que volvieran adentro a toda prisa, e Isolde arrastró a Elspeth al interior del castillo, Abrielle fue incapaz de moverse de allí. La mayoría de las flechas encendidas aterrizaron en el suelo de tierra del patio sin causar daño alguno, pero varias fueron a parar a los tejados de las cuadras y los barracones, y los hombres tuvieron que subirse a ellos y pasarse cubos de agua unos a otros para sofocar el fuego.

Un grito aislado le hizo girarse y vio a una niña tambaleándose, agitando aterrorizada una manga de su camisa en llamas. Abrielle corrió hacia ella y utilizó su propia falda para apagar las llamas. Luego llevó a la pequeña, aún aturdida, hasta su madre, anegada en lágrimas, y se lanzó a una carrera por todo el patio para pisotear las llamas que veía arder en el suelo.

En pocos minutos el fuego quedó totalmente extinguido. Abrielle, atónita, se preguntó cuándo lanzarían la siguiente lluvia de flechas.

—¿Qué ocurre? —preguntó al capitán de la guardia de Raven cuando este pasó corriendo delante de ella—. ¿Por qué han parado?

El hombre se volvió hacia ella un instante.

—No cuentan con los hombres ni los pertrechos necesarios para entrar por la fuerza, así que utilizan vuestro propio miedo contra vos, milady. Quieren que os preguntéis cuándo lanzarán el próximo ataque.

De repente se oyó gritar a los soldados apostados en las almenas y un momento después otra lluvia de flechas en llamas pasó casi rozando el muro de cerramiento.

—Estamos acostumbrados a este tipo de ataques, milady —dijo el capitán mientras echaba a correr hacia los barracones—. Nuestros arqueros están continuamente disparando al enemigo, que deba apartarse o cubrirse con los escudos. ¡No temáis!

Al menos los niños estaban a cubierto dentro del castillo, pensó Abrielle, alegrándose de no tener que oír otro grito tan desgarrado! como el de aquella niña, que le había helado la sangre. No era la única mujer que se había quedado en el patio para apagar las llamas con mantas, gritando y señalando allí donde veían iniciarse un fuego al que no podían llegar. Mientras, los hombres, apostados en los pozos, se encargaban de sacar agua del fondo y llenar los cubos.

En lo alto se arremolinaban las nubes, pero no cayó ni una gota de lluvia que pudiera ayudarles. Ante la amenaza de la tormenta y el calor de las llamas que a veces se resistían a extinguirse, el aire se hizo opresivo. Una hora más tarde hubo un intervalo más largo entre un ataque y otro, y Abrielle tuvo un momento para mirar con detenimiento a su alrededor. El palomar se había incendiado y no había sido posible salvar a las pobres aves. Cerca de las cuadras aún ardía una pila de heno. Hombres y mujeres se dejaban caer cansados allí donde veían que podían sentarse durante un momento de respiro, con el rostro ennegrecido, la ropa carbonizada y el pelo chamuscado.

—¡Abrielle!

Oyó la voz severa de su marido.

—¿Qué estás haciendo? —le inquirió Raven duramente—. ¡Ve adentro inmediatamente!

—¡No! El mayor esfuerzo que estoy haciendo es pisotear las llamas.

—Te exijo que…

—¿No es esta ahora mi casa? —repuso Abrielle a gritos—. ¡Pues yo también la protegeré!

Raven no había sentido nunca tanto miedo como al ver a su esposa —la mujer a la que amaba más que a su propia vida y que llevaba a su hijo en su vientre— huyendo de las flechas en llamas. El sentimiento de ternura que lo invadió se enfrentaba a la necesidad que sentía de verla a salvo.

—¡Yo cuidaré de ella!

Raven y Abrielle se giraron y vieron a Cordelia caminando hacia ellos. Mechones de cabello rubio se le pegaban a su rostro sucio, y tras ella arrastraba un trapo chamuscado que sin duda había utilizado para combatir el fuego.

—¿Podéis llevarla adentro? —le pidió Raven.

—Lo intentaré —respondió Cordelia con firmeza—. Y ahora id a hacer lo que debáis.

Asintiendo con la cabeza, Raven echó a correr hacia la escalera que conducía a las almenas.

Abrielle cruzó los brazos sobre el pecho.

—No pienso irme de aquí.

—Lo sé —dijo Cordelia, cansada—. Pero prométeme que tendrás cuidado y que permanecerás a mi lado en todo momento.

—Te lo prometo —contestó Abrielle, mirando el cielo con pavor. Al cabo de un momento añadió en voz baja—: ¿Cuánto tiempo durará esto?

—Hasta que se queden sin flechas. —Cordelia se apoyó contra un abrevadero para caballos que estaba vacío—. Pero si lo tenían planeado desde el principio, habrán venido preparados.

—No digas eso. —Abrielle miró las nubes; su ira crecía—. Pero ¿por qué no llueve?

Para su horror, otra carga de flechas surcó el cielo dejando un rastro de llamas a su paso. Su promesa de permanecer junto a Cordelia se quedó en nada cuando ambas se dispersaron para sofocar el fuego. Abrielle golpeaba las llamas con una alfombrilla que había cogido del interior del castillo; aspiró una bocanada de humo y tosió. Pero en un momento de claridad se dio cuenta de que había menos flechas que al principio del ataque. Sin duda los arqueros de Raven estaban dando en el blanco. Lo único que tenían que hacer los del castillo para que todo aquello acabara era durar más que los efectivos con los que contara Thurstan

—¡El tejado! —grito un soldado desde las almenas.

Todas las miradas se alzaron llenas de miedo y estupor, pero los que se hallaban en el patio no podían ver la parte superior de la fortaleza. Aun así Abrielle dedujo que únicamente la presencia de fuego en el tejado podía movilizar a aquellos hombres agotados que de repente comenzaron a correr por las pasarelas que unían las almenas del castillo en lo alto. Abrielle nunca había rezado tanto.

Pero cuando oyó el grito de una voz familiar no pudo seguir mirando al cielo. Al mirar alrededor con los ojos desorbitados vio a Cordelia sacudiéndose la falda con desesperación mientras las llamas se extendían por el dobladillo de la prenda y trepaban por su vestido. Abrielle echó a correr pero, antes de que pudiera dar siquiera dos pasos, Cedric apareció a través de la nube de humo, tiró a Cordelia al suelo y sofocó las llamas con su propio cuerpo. Abrielle se tambaleó y tomó asiento en un banco que había cerca del jardín.

Cordelia, sumida en el llanto, se aferró a Cedric y dejó que él la meciera; luego se puso derecha y se secó las lágrimas de su rostro sucio.

Cedric nunca la había visto tan hermosa como en aquel momento.

—¿Estáis bien? ¿Tenéis alguna quemadura?

—No, me habéis salvado a tiempo —respondió Cordelia, sollozando con hipo mientras le dedicaba una sonrisa temblorosa.

—Sois una joven muy valiente —dijo Cedric con una gran sonrisa—. Ahora id con Abrielle adentro. A buen seguro que dentro de poco habrá heridos que necesitarán vuestra atención.

—El tejado…

—Se están ocupando de ello mientras nosotros estamos aquí hablando —respondió él—. Vamos, marchaos.

Aunque había un aire de gravedad en su forma de hablar que no presagiaba nada bueno, Cordelia tragó saliva, asintió y se encontró con la mirada exhausta de su amiga.

Abrielle se puso en pie con gran esfuerzo; era consciente de que estaba tan agotada que si se quedaba en el patio sería más un estorbo que una ayuda.

—Ahora sí que me voy.

Apoyándose la una en la otra, las dos amigas se encaminaron lentamente hacia la escalera que llevaba al gran salón. Para su sorpresa, en la estancia solo había unos cuantos sirvientes que iban de aquí para allá. Elspeth salió de la cocina y, al verlas, corrió hacia a ellas.

—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Abrielle.

—Oh, querida, ¿estás herida? —inquirió su madre.

—No, estoy segura de que tengo un aspecto mucho peor de como realmente me siento.

—Isolde ha llevado a las mujeres a la sala de costura para buscar tela gruesa con la que apagar las llamas. —Elspeth dejó de hablar y miró a Cordelia con recelo—. Tu madre temía por ti.

—Voy con ella. Abrielle, ¿te quedas aquí?

—Sí, y esta vez mantendré mi promesa.

Cordelia asintió y salió corriendo del salón.

—¿Y los sirvientes? —preguntó Abrielle.

—La mayoría están intentando ayudar de un modo u otro. Yo estaba preparando unas bandejas de pan para servirlas con el estofado. ¿Me echas una mano?

—Pero, madre, seguro que puedo ser de más utilidad junto a los heridos.

—Los Seabern tienen a su propia curandera. Ya lo ha dispuesto todo en la capilla, pero gracias a Dios de momento solo ha tenido que ocuparse de unas cuantas heridas. —Elspeth miró fijamente a su hija—. Pero tú, querida, necesitas descansar y comer algo.

Abrielle frunció el ceño ante la forma en que su madre la miraba. Y, de repente, lo entendió.

—Lo sabéis, ¿verdad?

—¿Lo del niño? Sí, lo suponía. Imaginaba que un hombre como Raven no tardaría en hacer germinar su semilla.

Abrielle suspiró.

—Queríamos decíroslo en un momento especial, cuando pudiéramos celebrarlo.

—Y lo celebraremos, pues es un motivo de júbilo. Me convertiré en abuela al mismo tiempo en que seré madre de nuevo.

Abrielle notó que sus labios dibujaban una sonrisa.

—¡Y Vachel será padre y abuelo a la vez!

Moviendo la cabeza de un lado a otro, Abrielle dejó escapar un gemido no exento de diversión.

—Veo que empiezas a sentirte mejor —dijo Elspeth—. Anda, ven, las bandejas están cerca de la cocina. Ayúdame a ponerlas en las mesas.

Otras dos mujeres salieron de la cocina para echarles una mano mientras Abrielle cogía una pila de pan y se encaminaba hacia la mesa situada más al fondo. Por un momento se olvidó casi de que fuera llovía fuego y de que la gente luchaba por salvar su nuevo hogar. Las pocas mujeres que tenía cerca trabajaban en silencio, concentradas en sus tareas sumidas en el letargo del agotamiento.

Y, de repente, un grito atroz retumbó en el salón como si lo profiriera el diablo desde el mismísimo infierno. Abrielle se giró y vio a una mujer rolliza que se abalanzaba sobre ella con el rostro crispado y una maraña de pelo negro revoloteando a su espalda. Mordea, la bruja hermana de Desmond, había llegado hasta allí para vengarse de ella.

 

 

 

Más allá de los muros del castillo Thurstan de Marlé partió por la mitad el asta de una flecha que le sobresalía del pecho; le sorprendió un tanto no sentir ningún dolor. Observó cómo el incendio del tejado arrojaba llamas cada vez más altas e intuyó que no tardaría en oír los gritos de lamento por la muerte de Abrielle Seabern. Sentía la venganza tan cerca, que notaba su amargo dulzor.

 

 

 

A Abrielle solo le dio tiempo de levantar las manos, pero su mísera defensa de nada sirvió contra la fuerza descabellada de Mordea, cuyos dedos se cerraron cual garras alrededor de su cuello, cortando el paso del aire que necesitaba para respirar. Abrielle arañó con desesperación las manos de la mujer, pero no consiguió sacárselas de encima.

Mordea comenzó a zarandearla como a un perro.

—¡No tendrás ningún heredero, no cuando mi Thurstan merece todo lo que le has robado!

Las mujeres salieron corriendo y gritando a buscar ayuda, no así Elspeth, que al ver a su hija en manos de una loca se concentró en sustituir el terror por una determinación implacable. Ningún miedo podía durar largo tiempo en el corazón de una madre cuando su hija estaba en peligro. Así pues, cogió una jarra y, lanzándose hacia Mordea por detrás, levantó la vasija en alto y la estrelló contra la cabeza de la mujer; el recipiente se rompió en mil pedazos. Mordea se tambaleó y cayó al suelo, arrastrando a Abrielle con ella.

Raven abrió de golpe las grandes puertas dobles justo en el momento en que Abrielle rodaba por el suelo para soltarse de los nacidos brazos de Mordea y se ponía de rodillas mientras tosía con violencia. Elspeth comenzó a sollozar y tiró de su hija para alejarla de aquella fuente maligna. Pero Mordea no se movía.

Raven levantó a Abrielle en brazos; necesitaba estrecharla contra sí. Sintió el latido frenético del corazón de ella… y del suyo propio.

—¿Estás bien, amor mío?

Abrielle asintió con la cabeza, ya no tosía pero se cubría la garganta, dolorida, con una mano.

—Me saldrá alguna magulladura, pero si no hubiera sido por mi madre podría haber sido mucho peor. Por favor, bájame para que pueda ir a su lado.

Elspeth estaba sola, sumida en el llanto, abrazándose a sí misma, y las dos mujeres se echaron una en los brazos de la otra y comenzaron a llorar a lágrima viva. Por los pasillos no paraba de llegar gente y formaron un corro alrededor de ellos entre murmullos.

Raven giró el cuerpo de Mordea y vio sus ojos sin vida clavados en el techo.

—Está muerta.

Elspeth levantó la cabeza del hombro de Abrielle.

—¡Yo no quería matarla! —gritó.

—¡Madre, me habéis salvado la vida! Su muerte ha sido un accidente; además, era una mujer malvada, dispuesta a destruir a todo aquel que se interpusiera en su camino.

Elspeth asintió varias veces con la cabeza. Su llamo fue haciéndose cada vez más débil, pero al oír la voz de su marido se hundió en sus brazos y rompió a llorar de nuevo.

—¿Cómo ha conseguido entrar Mordea en el castillo? —inquirió Abrielle con voz ronca.

Raven se puso en pie y la rodeó con un brazo antes de hablar con una convicción inexorable.

—Los siervos entraron justo antes de que cerráramos las puertas. No debió de serle muy difícil disfrazarse, sobre todo con esa capa que lleva. La culpa es mía. Como las fuerzas de Thurstan aún no habían llegado, supuse que ninguno de los suyos estaría lo bastante cerca para representar una amenaza. —Raven cerró los ojo! un instante—. Podría haberte costado la vida, Abrielle.

—No, no pienses más en ello —repuso ella con firmeza—. Este asedio aún no ha acabado.

—Cada vez lanzan menos flechas. Sin duda están quedándose sin reservas, y gracias a nuestros arqueros ahora mismo hay más hombres tendidos en el suelo que de pie. Propongo que comuniquemos a De Marlé que su plan ha fallado, a ver qué hace.

—Podríamos ofrecerle su cuerpo —sugirió Abrielle, lanzando una mirada al cadáver de la mujer con un escalofrío—. Era casi como una tía para él. Y yo iré contigo.

—Abrielle…

—A tu lado no correré más peligro del que he corrido aquí…

Aquel era un argumento que Raven no podía refutar.

Desde las almenas, Abrielle vio por primera vez la campiña que se extendía a los pies de los muros del castillo. Se le revolvió el estómago al ver a tantos hombres que yacían en el suelo amontona dos; apenas se movían unos cuantos. Pero al darse la vuelta y ver de cerca el tejado del torreón, que aún ardía por una esquina mientras los hombres trabajaban a destajo para apagarlo, dejó de compadecerse por los desalmados que habían sido tan insensatos como para apoyar la causa de Thurstan.

Abajo solo quedaba una docena de hombres en pie, que hundían las flechas en las hogueras encendidas para tal propósito. Abrielle levantó la vista al cielo, donde unos nubarrones amenazadores se cernían sobre ellos. Tal vez la lluvia fuera la única esperanza de evitar que se incendiara todo el tejado, lo que provocaría que el castillo entero ardiera con él. Si las llamas se extendían mucho más, tendrían que abandonar el edificio en breve.

—¡Thurstan de Marlé! —gritó Raven.

Los soldados del bando enemigo hicieron un alto y Raven vio al individuo hacia el cual se volvieron. Thurstan se hallaba al frente de sus hombres; el escudo le colgaba de cualquier manera a un lado, ya no le servía dé protección. Raven comprendió que había sido alcanzado por una flecha y que solo la determinación de no darse por vencido lo mantenía en pie.

—Veo vuestro tejado en llamas —respondió Thurstan, insinuando una carcajada obscena—. No aguantará mucho, Seabern.

—Aguantará más de lo que creéis, De Marlé. Cada vez contáis con menos hombres, y los míos no tardarán en tener el fuego bajo control.

Abrielle volvió la mirada hacia el tejado y se preguntó si su marido solo estaba tratando de engañarlo.

—Os ofrezco el cuerpo de la mujer a la que considerabais vuestra tía, la mujer que enviasteis al interior del castillo para que hiciera el trabajo por vos.

Thurstan apoyó la punta de su espada en el suelo y casi perdió el equilibrio al apoyarse en ella.

—¿Falló?

—¡Falló! —gritó Abrielle, indignada—. ¡Aquí estoy, Thurstan, más viva que nunca!

Por un momento Thurstan pareció derrumbarse, todos sus planes se desmoronaban a su alrededor. Pero sacando fuerzas de flaqueza gritó:

—¡Sois una traidora, Abrielle de Harrington!

El hecho de que Thurstan se negara a llamarla por su apellido de casada la hizo estremecerse.

—Nunca podréis regresar al país donde nacisteis —añadió Thurstan con voz despiadada al tiempo que caía al suelo de rodillas con todo su peso.

—¡Vuestras palabras no significan nada para mí! —respondió ella—. Raven es mi esposo, y estoy unida a él con la bendición de Dios, del rey y de mi corazón de mujer.

Justo en el momento en que Abrielle miró el rostro de su amado Raven, comenzó a llover y el agua se deslizó por su piel cual lágrimas de felicidad. A lo lejos oyó los gritos de alegría de su gente, exhausta.

—Seguiré el dictado de mi corazón —continuó Abrielle, alzando la voz—, pues no solo las naciones están en juego en estos tiempos terribles, sino también las familias. Debo a mi esposo el honor de mi lealtad.

Raven le puso las manos en la cintura y la atrajo hacia sí.

—Te quiero, Abrielle —dijo con voz ronca por la emoción—, Te he querido desde el primer momento en que te vi demostrar tanto valor y aplomo en la corte del rey. Te quiero lo suficiente para confiar en que juntos podremos hacer frente a lo que la vida nos depare. Tuyo es mi corazón, Abrielle, y solo espero que tú me confíes el tuyo para que pueda velar por él por siempre jamás.

Con un grito de júbilo, Abrielle le lanzó los brazos al cuello y se aferró a él levantando la cara al cielo para que la lluvia se mezclara con sus lágrimas.

—Yo también te quiero, Raven, esposo mío. Te quiero por tu honor, tu coraje… y tu perseverancia, pues no te lo he puesto nada fácil. Siento muchísimo haber tardado tanto en ver y entender el hombre que eres realmente.

Se besaron con pasión, se miraron sonrientes y volvieron a besarse, y cada vez que sus labios se encontraban, renovaban su mutua promesa de felicidad eterna.

La lluvia sofocó el fuego, y cuando Thurstan exhaló el último suspiro, sus hombres lo abandonaron y huyeron hacia al bosque. Atrás quedaba la amenaza, y con su desaparición comenzaba una nueva vida para la familia Seabern.

Aquella noche, después de que se atendiera a los heridos y de que se reparara provisionalmente el tejado, Raven y Abrielle hicieron pública la feliz noticia del hijo que esperaban. Ambas familias se felicitaron y brindaron por la joven pareja. Pero ninguno de los dos prestó mucha atención a lo que ocurría a su alrededor, pues estaban mirándose a los ojos y contemplando el maravilloso futuro que tenían por delante.