Capítulo 1

24 de agosto de 1135

 

Sabía que se llamaba Raven Seabern y que se hallaba allí, en el castillo de Westminster, para servir a su rey. Sabía también otra cosa, y era que aquel escocés alto y de cabello negro como el azabache estaba mirándola de nuevo. Pero ella era lady Abrielle de Harrington, hija de un difunto héroe sajón de las Cruzadas e hijastra de un caballero normando al que se tenía asimismo en gran estima por sus años de valerosa campaña en Tierra Santa —ambos serían honrados allí aquella noche—, y concedería a la atención de aquel hombre la falta de consideración que merecía, pues la presencia de ella en la corte del rey Enrique estaba despertando la admiración de muchos otros. Abrielle se volvió con gesto rápido para asentir a las palabras de elogio que susurró su madre ante la grandiosidad del interior del salón del castillo de Westminster. Dos chimeneas enormes, una en cada extremo, donde bramaban llamas más altas que un hombre, dominaban la estancia. Grandes tapices con escenas de batalla y de caza impedían el paso de las corrientes de aire frío; destacaban los bordados en oro y carmesí real, el intenso azul de unas vestiduras regias, el vistoso verde de un bosque sombrío. Abrielle nunca había estado en un castillo tan magnífico en su despliegue de riqueza y poder. Y había sido el propio rey quien la había invitado.

Quería saborear al máximo tan feliz ocasión, pues lamentablemente las noches como aquella se habían convertido en algo excepcional en su vida desde la muerte de su padre y las recientes dificultades de su padrastro. No obstante, no le resultaba fácil sentirse cómoda, y mucho menos concentrarse, con los vivos ojos azules del escocés persiguiéndola con una intensidad a la que no estaba acostumbrada. Y por si su mirada no fuera lo bastante turbadora, el hombre parecía poseer un misterioso poder sobre la traicionera mirada de Abrielle, que se desviaba en su dirección una y otra vez pese a su determinación de no prestarle atención alguna. Hasta aquel momento había logrado contenerse y no ceder al impulso de dirigirle nada más que un rápido vistazo de soslayo o una velada mirada por debajo de sus largas y oscuras pestañas, pero en realidad no necesitaba mirar en dirección a él para saber que seguía observándola. Su acerada evaluación era casi tangible; notaba el calor y el peso de su mirada como si una sedosa pluma le recorriera la piel, una sensación de la que no podía escapar.

Él era uno más de los muchos hombres que habían mostrado interés en ella en los últimos días. Desde su llegada a Londres en compañía de su madre, Elspeth, y su padrastro, Vachel de Gerard, Abrielle había sido objeto de un interés abrumador por parte de nobles que buscaban una esposa apropiada. Si bien Vachel no poseía todavía ningún título, se daba por sentado que aquella noche el rey Enrique estaba dispuesto a conceder por fin dicho honor a un hombre conocido por sus gestas en la Gran Cruzada. Dado que un título traía consigo tierras y rentas, todos sabían que, tras aquel acto, la dote de Abrielle aumentaría de manera sustancial. Durante su breve estancia en Londres no habían dejado de entrar y salir hombres de los aposentos de su padrastro en el castillo de Westminster con el fin de presentarse primero a sus padres y luego a ella.

Aquellos que lo habían hecho eran hombres con intenciones honestas, algo de lo que parecía carecer el escocés, pues, pese a la aparente fascinación que mostraba por ella, guardaba las distancias. Incluso en aquel momento permanecía junto al rey Enrique al otro lado del salón. Alto y fuerte, ataviado con una gorra y un traje escoceses, aparentaba tener treinta años, o tal vez dos o tres años más. Pero no era solo por su estatura y su impresionante exhibición de fuerza y vigor por lo que sobresalía del resto de los nobles que el rey había congregado para conversar a la espera del anuncio de la cena. Era aquel halo de seguridad en sí mismo que portaba con la misma desenvoltura con la que vestía sus colores.

O eso le pareció a Abrielle, que difícilmente podía formarse un juicio certero de él, pues no le había oído pronunciar ni una palabra y solo lo había visto en la distancia y en medio del clamor de un salón lleno de gente. Otros hombres se acercaron a ella para hablarle del aire puro de la noche o señalarle los tesoros y pinturas expuestos bajo la luz de miles de velas, pero no el escocés. A Abrielle le molestaba que su reserva le causara siquiera una leve punzada de desilusión. No debía esperar más de un desconocido nacido en el extranjero, un hombre que servía como emisario al rey David de Escocia y cuya lealtad estaba con aquellos que con tanta frecuencia a lo largo de los siglos habían devastado las tierras del norte de Inglaterra que la habían visto nacer y crecer.

Era el último hombre con el que debería estar perdiendo el tiempo pensando en él, sobre todo en una ocasión tan trascendental como aquella, en la que le atañían asuntos de mucha mayor importancia, pues las palabras del rey decidirían su destino, determinarían si le esperaba una vida de suplicio o de júbilo. La generosidad de la que había sido objeto su padrastro suponía para la doncella un regalo muy codiciado pero rara vez alcanzable, pues solo podía conseguirse con una dote muy elevada. Se trataba del privilegio de elegir marido entre los mejores pretendientes del reino.

Abrielle dio media vuelta para regresar junto a su padrastro y su madre, cuya emoción la llenaba de orgullo. Lo que ocurriría esa noche no era para menos: la recompensa a Vachel, leal servidor del rey, y una conmovedora ceremonia que evocaba en Abrielle un recuerdo desgarrador. Aquella noche se rendiría homenaje a los esfuerzos de Berwin de Harrington en la Cruzada, y el rey Enrique se había mostrado conforme en la necesidad de honrar a su difunto padre y a otros que habían luchado en aquella campaña. Eran muchos los sajones que se habían dado cita en la corte Normanda después de meses de esfuerzo para lograr que se celebrara un acto de reconocimiento hacia los amigos y familiares que habían luchado en Tierra Santa, especialmente tras la muerte de lord Berwin de Harrington. Era su manera de arrojar un guante a los pies del indeseable normando que hizo lo indecible por provocar a su padre y luego, tras aceptar su airado desafío, humillarlo por su falta de habilidad para defenderse. Haciendo gala de su destreza, el normando le asestó un golpe mortal, para pesar de la familia y los amigos de Berwin, que no pudieron sino llorar su pérdida.

Si bien el que era su padrastro desde hacía tres años, un honorable caballero normando del reino, las había acompañado a ella y a su madre hasta el palacio con motivo del evento, Abrielle sabía que los honores que se rendirían allí a la memoria de su padre serían en cierto modo como abofetear a Vachel con un guante. Otros caballeros le habían asegurado que Berwin recibiría por fin el reconocimiento del rey, pues defendió Jerusalén durante casi una década y alcanzó para muchos la condición de héroe.

Abrielle conocía a numerosos individuos que merecían tanto como su padre el homenaje que se rendiría a su memoria, no solo el propio Vachel sino también su difunto prometido, Weldon de Marlé, otro normando que había demostrado ser uno de los héroes más nobles durante la campaña. Poco después de su regreso, Weldon comenzó a construir una torre del homenaje, momento en que pidió al padrastro de Abrielle su mano en matrimonio. Desgraciadamente, tras terminar la edificación, su prometido encontró la muerte a causa de una caída un día antes de que se desposaran, dejando a Abrielle tan desvalida como una viuda, pero sin los dulces recuerdos de amor que pudieran hacer más soportable su ausencia.

Su amado Weldon no podía estar allí para ver el reconocimiento que recibiría Vachel por el servicio bien hecho, pero, por desgracia, su único familiar, Desmond de Marlé, se las había ingeniado de algún modo para estar presente. Costaba entender cómo lo había logrado, pues tenía un aspecto repulsivo, libidinoso en extremo, unos ojos llenos de codicia y lujuria en un rostro exageradamente redondo. A Abrielle solo se le ocurría que Desmond había convencido a algún paje o sirviente errante para que aceptara una generosa suma a cambio de que le permitiera entrar. Varios meses antes de que fueran casarse, Weldon le había presentado a su único pariente, y a partir de entonces el desagradable Desmond la había perseguido. Desde la muerte de Weldon la propensión de aquel ogro a entremeterse en su vida había aumentado de forma alarmante. Lo que menos había imaginado ella tras recibir la noticia del accidente de Weldon era que tendría que lidiar a menudo con su ruin hermanastro. Aunque Desmond se hallaba en una situación económica desesperada antes del fallecimiento de Weldon, en aquel momento disfrutaba de las riquezas que el prometido de Abrielle había dejado atrás y era evidente que las utilizaba para acercarse a ella. En el calor del magnífico salón del rey, el rostro de Desmond brillaba por el sudor y sus ojos desmesurados observaban a Abrielle con una fascinación que la ponía nerviosa.

Sabía que tenía mucho que agradecer a su amiga de toda la vida, Cordelia de Grayson, quien había acudido con su familia a los festejos de Londres. Cordelia, una gran heredera, también captaba la atención de los hombres presentes en el salón, y Abrielle confiaba en que al final de la noche pudieran revivir juntas la velada y hablar de todos los hombres que habían conocido.

Cordelia observaba con satisfacción la reacción de los cortesanos que quedaban prendados ante la belleza de su mejor amiga, cuyo aspecto solo se veía superado por su naturaleza bondadosa. Sus deslumbrantes ojos de un verde azulado translúcido, sus mejillas sonrosadas y sus rizos rojizos la hacían irresistible para un número considerable de hombres. Aunque lord Weldon tenía casi cuarenta y cinco años cuando pidió su mano en matrimonio, estaba totalmente cautivado por su belleza y ansiaba casarse con ella. Conociéndola tan bien como la conocía, Cordelia sabía que Abrielle estaba realmente contenta con sus esponsales e ilusionada con la boda, lo que la había llevado a sumirse en un profundo pesar ante la noticia de la ' i inerte de su prometido. Por ello le resultaba alentador ver indicios de que SU amiga se había repuesto de la tragedia lo suficiente para mostrar cierto interés por otros hombres apuestos.

Cuando un toque de cuerno anunció el inicio del gran festín, Abrielle y sus padres y Cordelia y los suyos, lord Reginald Grayson y lady Isolde, se dirigieron a su mesa, situada justo debajo de la tarima del rey. Al verse expuesta a la concurrencia, Abrielle pensó que no podía lucir mejores galas para la ceremonia de homenaje a su difunto padre. Si bien el vestido que llevaba había sido confeccionado para Elspeth con motivo de su enlace matrimonial con Vachel tres años atrás, tras la boda lo envolvieron con sumo cuidado y lo guardaron en un cofre. Las cuentas iridiscentes y los bordados enjoyados de un azul intenso adornaban con delicadeza el traje desde el ornamentado cuello hasta el dobladillo, convirtiéndolo en una deslumbrante obra de arte que había requerido el trabajo de una legión de criados durante un número incalculable de semanas.

Eso había sido en una época de abundancia en cuanto a dinero y sirvientes. Sin embargo, con las estrecheces que estaba pasando la familia en aquellos momentos, era realmente algo excepcional que madre e hija pudieran lucir tan bellas vestimentas para asistir a tan suntuoso acto. Antes de su muerte, Berwin las había mantenido en una situación muy holgada, y así lo hizo también Vachel hasta que su padre, Willaume de Gerard, faltó a una promesa que había hecho a su hijo menor antes de aceptar su ayuda económica en dinero y bienes. Aunque Willaume había jurado a Vachel que se lo devolvería todo tan pronto como le fuera posible, era evidente que había olvidado de quién había recibido la ayuda, pues había dejado todo a su hijo mayor, Alain, responsable de los apuros económicos de su padre.

Antes del reconocimiento del que sería objeto aquella noche, Vachel se había visto obligado a considerar cuan nefasto sería el futuro de su familia si no recuperaba parte de la ayuda que había ofrecido también a sus caballeros. Al igual que le había ocurrido a él mismo, cuando regresaron a Inglaterra se encontraron con que muchos nobles se negaban a repartir honores y títulos por temor a que el reino se empobreciera, pero cuando Vachel veía a otros disfrutar de riqueza y títulos cosechados con acciones insignificantes se sentía ofendido por el hecho de que le hubieran negado un título. Elspeth era todo lo que siempre había anhelado en una esposa, sobre todo teniendo en cuenta que la primera no se había caracterizado precisamente por su amabilidad y que había muerto de parto maldiciendo su nombre. En vista de su cada vez mayor empobrecimiento, Vachel comía acabar perdiendo el amor y el respeto de Elspeth. Pero aquella noche recibiría por fin un reconocimiento, una recompensa del rey por esos años de azaroso servicio.

Para su asombro, Abrielle reconoció al escocés entre los hombres que conversaban y reían con el rey en un lugar de honor de la mesa que presidía el salón. Mientras esperaban a que el sirviente se acercara con un cuenco de agua caliente para que se lavaran las manos, Cordelia le dio un golpe suave con el codo.

—Ese es un hombre con el que alegrarse la vista.

Abrielle se apresuró a apartar la mirada de la mesa presidencial, sintiendo que el rubor encendía sus mejillas.

—El rey es demasiado mayor incluso para…

Pero Cordelia se rió y susurró con picardía:

—No puedes engañarme, mi querida Abrielle, No eres la única mujer que está pendiente de ese apuesto escocés, pues hasta el último de nosotros sabe a estas alturas que se llama Raven Seabern y que es un emisario de su majestad el rey David de Escocia, un embajador de su país en la corte Normanda.

—¿Hay un escocés en la mesa presidencial? —preguntó Abrielle con inocencia, para luego esbozar una sonrisa al ver que Cordelia ponía los ojos en blanco y se tapaba la boca para contener un estallido de alborozo—. Cordelia, si hay un hombre en el que no merece la pena pensar, es ese. Aunque el rey Enrique se haya casado con la hermana del rey David, y propiciado con ello la paz entre nuestros dos reinos, tú y yo conocemos el profundo rencor que sien-ten nuestros compatriotas del norte. En nombre de ambos países se han cometido atrocidades en las regiones fronterizas, y ambas sabemos muy bien que la gente no olvida fácilmente.

Cordelia ladeó la cabeza, en sus ojos había una mirada picara llena de alegría.

—No sé, Abrielle. ¿Puede una mujer dejar de mirar a un hombre apuesto y olvidar su procedencia? ¿Acaso un acento agradable y una sonrisa masculina no son el complemento ideal de una cálida noche de verano?

Abrielle suspiró ante la picardía de su amiga, pero en su interior sintió un desasosiego que no desaparecería. ¿Se verían los festejos de esa noche interrumpidos por una pelea de hombres orgullosos?

Abrielle vio a más de uno de los vecinos de su padre, presentes allí para honrar su memoria, lanzar hacia la mesa presidencial miradas cargadas de ira que solo podían ir dirigidas al escocés.

—Cordelia, no puedo siquiera imaginarme disfrutando de tal futilidad con algo tan serio —dijo Abrielle, inclinándose hacia su amiga para que sus padres no la oyeran—. El mero hecho de mirarlo hace que me sienta desleal. Suficientes conflictos hay ya en nuestra tierra entre sajones y normandos para que yo me case con alguien que pueda avivar la tensión que muchos sienten.

—¿Acaso he hablado yo de matrimonio? —preguntó Cordelia.

Abrielle la miró con el ceño fruncido y luego se echó a reír de mala gana.

—No, no has hablado de matrimonio. Y eso solo demuestra lo absorta que estaba en mis preocupaciones. Esta noche es para disfrutarla.

—Pues disfrútala, Abrielle —respondió Cordelia en voz baja al tiempo que rozaba el brazo de su amiga—. Tú lo mereces más que ninguna otra mujer.

Cuando se sirvió la cena las dos jóvenes se quedaron boquiabiertas ante los pavos reales rellenos que los criados portaban sobre la cabeza mientras desfilaban por el salón; parecían aves aún vivas flotando en un río. Todos y cada uno de los platos del banquete colmaron de satisfacción su paladar y su estómago. Comieron más que hablaron, y Abrielle sintió una tensión nerviosa que la atenazaría el resto de la velada. No sabían con certeza qué pasaría, y por primera vez desde la muerte de Weldon se sentía llena de posibilidades. Miró un instante a su madre y a su padrastro y en las miradas de afecto que cruzaron entre ellos vio la esperanza que albergaban. Si normandos y sajones podían avenirse como ellos lo habían hecho, debía creer que también ella tenía la posibilidad de alcanzar la felicidad.

Para su sorpresa, Abrielle oía gran parte de lo que se decía en la mesa presidencial, y Cordelia le dio un toque con el codo cuando un noble preguntó a Raven Seabern a qué se debía su nombre de pila. El tono bronco y grave de la voz del escocés provocó en Abrielle unos escalofríos délo más extraños. Sabía que no debía escuchar las conversaciones ajenas, pero el hombre se dirigió a la concurrencia tan abiertamente que no había duda de que quería que su historia fuera escuchada. La sonoridad de su voz, aquellas erres tan marcadas, evocaba la tierra agreste e inhóspita de la que procedía. A Abrielle no le quedaba más remedio que escuchar.

—Estando mi madre embarazada de mí, el sonido de un picotazo en la ventana la despertó un día en mitad de la noche. El sonido persistió hasta que ella se levantó de la cama y abrió los postigos. Entonces entró un cuervo, audaz como ninguno, y ladeó la cabeza hacia mi madre. —Con un acento muy marcado, el escocés citó las palabras de su madre—: «¡Por todos los santos!», dijo ella, «te comportas como si esta fuera tu casa»; entonces el ave alzó el vuelo y al cabo de un instante regresó con una ramita que había arrancado del rosal de mi madre. Como mi padre aún no había vuelto a casa, mi madre temió que se hubiera caído del caballo o que le hubieran asaltado unos bandoleros. Mandó a un criado que enganchara un carro y la llevara por el camino que mi padre solía tomar de regreso a casa. El cuervo echó a volar delante de ellos y, para sorpresa de mi madre, les condujo directamente hasta mi padre: al cruzar el río, los tablones del puente habían cedido y mi padre y su corcel habían caído al agua helada y habían quedado atrapados entre dos rocas. Mi padre estaba casi congelado, soplaba un viento gélido, pero nuestro sirviente lo sacó del agua y le frotó las extremidades para que entrara en calor. A partir de entonces, mi madre tuvo un buen motivo para estar agradecida a los cuervos, y decidió que cuando yo naciera me llamaría Raven* en señal de agradecimiento.

Cuantos estaban escuchando su relato se echaron a reír, incluida Abrielle, pero su discreta risa se le quedó atravesada en la garganta cuando Raven, como si solo oyera su risa por encima del res-C0| volvió de repente su mirada hacia ella y la engulló en las oscuras profundidades de sus intensos ojos azules. De pronto, Abrielle estaba cautiva de aquellos ojos sin fondo, y mientras los demás seguían respirando y hablando con normalidad, sintió como si en el mundo no hubiera nadie más que el escocés y ella. Aunque aquel era sin duda un sentimiento al que no estaba acostumbrada, en lo más hondo de su ser brotó un instinto femenino que reconoció el brillo ardiente en los ojos de él y supo que sentía lo mismo.

—¿Y qué ocurrió con el cuervo de la historia? —preguntó alguien desde lo que a Abrielle le pareció una distancia enorme. Sin embargo, bastó para romper el hechizo.

—Ah, mi madre mandó que lo guisaran para comérselo al día siguiente —contestó Raven sin apartar la mirada de ella.

Abrielle se quedó boquiabierta, lo que causó que las risotadas del rey resonaran en toda la estancia. El rey Enrique había seguido la mirada de Raven, y Abrielle se había convertido así en el centro de atención del monarca. Su majestad dio un manotazo en la mesa.

—El muchacho os está tomando el pelo, milady, no temáis.

Abrielle se dio cuenta entonces de que era objeto de otras miradas inquisitivas. Su madre, a su lado, la miraba con interés, y su padrastro, al otro lado de Elspeth, la observaba con el ceño fruncido. Abrielle sabía que Vachel estaba preocupado y no quería que nada saliera mal aquella noche.

Abrielle reparó en lo rápido en que la sonrisa de Raven pasó de la abierta jocosidad a una expresión más comedida, y no supo cómo interpretarlo. ¿Habría comprendido también él que ella no era para un hombre como él? Raven agarró con su enjuta mano los pliegues de la tela escocesa que atravesaba su negro atuendo en el pecho y habló con cautela.

—Os pido disculpas por mi broma, milady. El cuervo se quedó con nosotros y vigiló a mi padre como un perro vigilaría un hueso. Nunca supimos el motivo que le unía a él, salvo que mi padre tenía un hermano gemelo que se había ahogado hacía un año. Un cuervo solía volar junto a su carro. En cualquier caso, el pájaro permaneció con nosotros hasta que murió de viejo. Así que ya veis, con el estímulo apropiado, incluso un ave de rapiña puede ser domesticada.

Abrielle se sintió aliviada cuando Raven apartó la mirada de ella para responder a algo que el rey había dicho en voz baja. Pero tras la sensación de alivio subyacía una desazón desconocida.

 

 

 

Cuando por fin se acabó el ágape, el rey se irguió cuan alto era, dominando el silencioso salón. Cientos de nobles, de caballeros y sus familiares aguardaban el anuncio del soberano. Abrielle vio que Vachel cogía la mano de su madre y la apretaba con delicadeza, como para darle apoyo y valor.

El rey habló con grandilocuencia de las grandes hazañas de los sajones que habían luchado en su nombre, y honró en especial la memoria de Berwin de Harrington, lo que hizo que Abrielle se sintiera orgullosa de su difunto padre. Su madre tenía lágrimas en los ojos, y Vachel, a diferencia de otros hombres, no mostraba estar celoso. Era evidente que amaba a Elspeth lo suficiente para compartirla con sus recuerdos. Por fin el monarca pasó a tratar lo tocante a la parte que afectaba a la nueva familia de Abrielle y su futuro.

—Miles de hombres, tanto normandos como sajones, han luchado en nuestro nombre contra los infieles que invadieron Tierra Santa. La corona les está profundamente agradecida y desea que todo hombre pueda recibir la recompensa que merece, pero hay que sopesar el provecho de un puñado de hombres y el provecho de un reino entero. Inglaterra debe mantenerse fuerte, y sus arcas con ella. Así pues, de momento nuestros soldados cuentan con nuestra más humilde gratitud y con la recompensa de saber que su servicio al reino ha sido inestimable. Esta noche celebraremos sus logros con música y baile.

El monarca alzó la mano y sus juglares comenzaron a tocar una entusiasta tonada con gaita y laúd, pero Abrielle, atónita, permaneció sentada, llena de incredulidad. Las arcas del rey no podían seguir menguando; entonces, ¿no recibiría Vachel recompensa por sus largos años de servicio? ¿Se quedaría él sin nada cuando otros habían sido honrados con títulos y riquezas antes de aquella noche? Se le hizo un nudo en la garganta tan grande que le pareció que no podría tragar saliva nunca más, y los ojos, curiosamente secos hacía un momento, comenzaron a escocerle de manera insoportable. Sabía que otros comensales sentados a la larga mesa los miraban, cuchicheaban, discutían sobre el futuro de su familia. Para evitar sus miradas, centró su atención en la copa que tenía delante, un regalo que mi amado padre lo había hecho apenas unos meses ames de su prematura muerte. Alrededor del centro de la copa, realizada en plata, había una inscripción rúnica sajona. Abrielle aferró con la mano derecha aquel legado familiar y encontró consuelo en el recuerdo de su difunto padre, en la noble herencia sajona y la fortaleza que compartía con él. Solo entonces sus pensamientos pudieron volver a su madre y su padrastro, y giró su dolorido cuello para mirarlos.

Seguían cogidos de la mano, como si se hubieran congelado juntos. No había lágrimas en los ojos de Elspeth; era demasiado orgullosa para eso. Su barbilla se alzada con altivez, y sus ojos brillantes retaban a cualquiera a hacer comentarios. La expresión adusta de Vachel lo decía todo. Aquel era un golpe que no esperaba, y Abrielle sintió un intenso y doloroso pesar por el hombre que las había salvado a ella y a su madre. ¿Cómo soportaría Vachel aquella nueva carga?

La mente del propio Vachel estaba tan confusa que apenas podía pensar. Nunca recibiría el honor que merecía; la recompensa que se había ganado justamente había ido a parar a otros, y así se quedaría. El rey no lo miraba, pero notaba que era el centro de otras muchas miradas curiosas, especulativas, incluso tristemente divertidas, como si sus males solo sirvieran para ilustrar una tragedia más que cualquiera podría contar en un nuevo chismorreo sobre la desdicha de otro. Aunque había hecho lo posible por mantener en secreto el verdadero alcance de sus problemas, el hecho de que él y su pequeña familia estaban a las puertas de la pobreza no tardaría en ser de dominio público. No podría compensar a sus caballeros, ni siquiera podría hacerse cargo de una casa. Pero mucho más devastador para su orgullo, y para su corazón, era saber que su amada Elspeth y su hija se verían obligadas a compartir con él las nefastas consecuencias de su desgracia, consecuencias que serían inmediatas e inevitables. En ese momento, todos los presentes caían en la cuenta de que Abrielle no tendría la gran dote que se esperaba de ella, y los hombres más respetables entre aquellos que buscaban esposa, los más capacitados para ofrecer la posición y seguridad que Abrielle merecía, desviarían su atención hacia otra parte en busca de una doncella dotada de riquezas. Su hijastra se vería obligada inmerecidamente a rebajar sus expectativas. O, peor aún, se convertiría en una presa fácil para hombres sin escrúpulos que solo pensarían en utilizarla por su belleza y no la tratarían con la dignidad que merecía una esposa. Y también cabía la posibilidad de que la joven no encontrara marido alguno, para mayor humillación y pena tanto de ella como de su madre. Pues ¿quién querría casarse con una muchacha que pudiera aportar tan poco a la unión?

¿Cómo iba a quedarse en el castillo de Westminster después de aquello? En lo único en lo que podía pensar era en marcharse, en asimilar su propio dolor en paz.

Abrielle respiró hondo, no sin dificultad, y miró turbada a los sirvientes mientras retiraban los restos del banquete y desmontaban las mesas de caballetes para que el baile pudiera dar comienzo. Unas horas antes era el centro de atención de los hombres, la doncella a la que trataban como la gran heredera. Pero, al parecer, los hombres y el destino eran caprichosos por igual, aunque a los hombres los sacudía el destino, y a ella el destino de los hombres. Primero la muerte de su padre antes de tiempo, luego la de su noble prometido, y ahora las acciones y decisiones de su padrastro y del propio rey Enrique habían hecho temblar la tierra bajo sus pies y le habían arrebatado lo único que podría haberle permitido decidir su Futuro: el derecho a elegir marido. Cuando se puso en pie con sus padres, los hombres que antes se habían arremolinado a su alrededor en busca de una muestra de amabilidad, por pequeña que fuera, evitaron incluso su mirada. Allí había verdaderas herederas a las que lisonjear, y Abrielle ya no se contaba entre ellas. Algo cambió en su fuero interno, y una sensación de inseguridad la asaltó, aunque ella tratara de ahuyentarla. ¿Qué había de malo en ella para que lolo la riqueza importara a la hora de tomarla como esposa?

Cordelia recibió una petición para bailar por parte de un joven qui el día anterior había permanecido horas a las puertas del aposento de Abrielle con la esperanza de verla siquiera un instante. Su amiga la miró con una máscara de dolor en el rostro, conteniendo el llanto a duras penas, pero Abrielle no quería verla sufrir y la animó con una sonrisa radiante que se le clavó en el corazón.

Noto que la mano de su madre se deslizaba entre las suyas y se volvió hacia la mujer que la había traído al mundo y que en aquellos momentos sufría tanto por la pena de Abrielle como por la propia. Elspeth sentía el dolor de su marido y de su hija, y Abrielle tenía que hacer lo que estuviera en su mano para aliviar el sufrimiento de su madre.

—Madre, ¿cómo está mi padrastro?

Elspeth suspiró y alzó la voz por encima de las alegres notas de la música que resonaba en el gran salón.

—Ahora no va a hablar conmigo porque los demás pueden vernos. Pero soy consciente del dolor que le embarga. La injusticia de la que es objeto me causa gran pesar. Y en lo que a ti respecta…

—No habléis de ello, aquí no —le interrumpió Abrielle, dedicando a su madre una crispada sonrisa que temió que quebrara su rostro—. Todo se arreglará, y esta dolorosa noche pronto pasará al olvido.

Pero el semblante de su madre estaba lleno de duda, y Abrielle no podía seguir mirándola sin sentir la insidiosa amenaza del llanto. Así pues, volvió a desviar la vista hacia la multitud de hombres y mujeres que bailaban en el centro del salón, manteniendo la barbilla bien alta, como si nada en el mundo la preocupara.

Y vio a Desmond de Marlé observándola con un interés manifiesto que ya no expresaría con discretas lisonjas. No, él no era uno de aquellos hombres que se fijaban en ella por su riqueza; la miraba con una lujuria que le repugnaba. Abrielle apartó de inmediato la vista de él para no darle a entender que su mirada pudiera albergar un ápice de interés.

¿Acaso a partir de entonces solo atraería a hombres como ese? ¿Un hombre que la poseería como si de un singular tapiz se tratara y la colgaría en su gran salón para contemplación y envidia de todos?

Y él no era el único, como pudo ver con una velada y creciente sensación de pavor. Los hombres que merodeaban por los rincones más alejados de la estancia comenzaron a acercarse como ratones en torno a un pedazo de queso.

Sin embargo, Vachel, con su rostro impasible y su atenta mirada, la custodiaba, y por el momento se sintió aliviada. Pero ¿cuánto podría durar? ¿Cómo podría protegerla Vachel cuando su persona contaba tan poco en la corte?

Y entonces vio que a Cordelia, que había ido cambiando de pareja de baile, se le acercaba en aquel momento Raven. Abrielle sintió en su interior una tensión inexplicable, pero enseguida se preguntó por qué le parecía un desaire que el apuesto escocés deseara bailar con una mujer tan maravillosa como Cordelia. Además, Cordelia no era una mujer cualquiera, sino que daba la casualidad de que era su mejor amiga de toda la vida. Más tarde, en la intimidad de su aposento, pondría en orden sus sentimientos, pero por el momento exhibió una sonrisa resplandeciente para que nadie se percatara de la agitación que había en su interior. Al mismo tiempo sentía una preocupación verdadera por su amiga, pues Raven no había sido presentado todavía a Cordelia y eso no le había frenado para acercarse a ella; dicho comportamiento no decía nada bueno de sus intenciones hacia su amiga, pues debería haberse presentado primero a su padre.

Mientras Abrielle seguía sonriendo y fingiendo disfrutar de la fiesta reparó en que Cordelia y Raven no estaban bailando: hablaban, en voz baja y absortos, y de vez en cuando lanzaban una mira-da furtiva en su dirección. A menos que su instinto se equivocara por completo, estaban hablando de ella, y cuando los dos se volvieron de repente para mirarla, la sorprendieron con la vista puesta en ellos mientras su querida amiga sonreía y el escocés fruncía el ceño. Abrielle contuvo la respiración al tiempo que se preguntaba qué se traerían entre manos. Debía advertir a su obstinada amiga que fuera más prudente, pues el escocés parecía pecar de atrevimiento.

Ambos avanzaron hacia ella entre la multitud, y a cada paso que daban Abrielle sentía una mezcla de pavor y una extraña excitación que no quería experimentar. Para su horror, Cordelia estaba haciéndole el gran favor de persuadir a un hombre para que bailara con ella, y no a un hombre cualquiera, sino a uno cuyo modo de aproximarse a ambas jóvenes resultaba cuestionable. Cierto que una parte de ella no había tenido inconveniente en bailar con el apuesto escoses si las circunstancias hubieran sido más apropiadas.

Abrielle miró un instante a sus padres y, como era comprensible, los vio hablando afablemente. Aunque era evidente que no estaba haciendo nada para atraer al escocés, allí estaba él, acercándose a ella a grandes zancadas, con gracilidad y un sosegado dominio que hacía que los demás se apartaran instintivamente a su paso. Viéndolo avanzar con paso seguro, Abrielle no pudo evitar fijarse en lo bien que le quedaba su atuendo tradicional: se ceñía a sus anchos hombros y al pecho y resaltaba sus estrechas caderas y sus largas piernas, como si unas manos muy hábiles lo hubieran cosido a su cuerpo cual una segunda piel.

Sin embargo, no fue su vestimenta lo que captó su atención cuando lo tuvo a un paso. Un artista con un talento infinitamente mayor había esculpido al hombre en sí, y la belleza en bruto de su rostro la cautivó: unas cejas oscuras y pobladas se curvaban sobre unos ojos de un azul muy intenso atentos y despiertos, una nariz de líneas perfectas aun con una ligera protuberancia allí donde debió de romperse antaño y que no hacía sino añadir más atractivo, y unos pómulos altos y marcados aportaban un indicio estremecedor del feroz depredador que tenía delante. Solo su boca, carnosa y modelada con un gusto exquisito, le confería un toque de suavidad y… y entonces se detuvo frente a ella.

La sonrisa de Cordelia rezumaba un sutil nerviosismo que solo Abrielle podía percibir.

—Abrielle, este caballero ha solicitado que te sea presentado. —Ninguna de las dos comentó en voz alta que aquello no era, ni podía ser, una presentación formal, pero eran jóvenes y ansiaban saber más del mundo, sobre todo cuando la lección tenía que ver con un varón tan apuesto y viril como aquel—. Te presento a…

Raven hizo una amplia reverencia y dijo con solemnidad:

—Raven Seabern, milady.

Abrielle se agachó para corresponder a la reverencia.

—Abrielle de Harrington —dijo mientras pensaba para sus adentros que él era incluso más hábil que ella para ocultar sus verdaderos sentimientos. Cualquiera que contemplara la escena creería que Raven realmente quería bailar con ella, no pensaría que la bondadosa Cordelia le había persuadido para que Io hiciera.

—¿Y vuestro difunto padre es uno de los valerosos hombres que honramos aquí esta noche?

Abrielle asintió, no se atrevía a mirar a Vachel, quien también merecía dicho honor; le alivió el hecho de que su padrastro tuviera otras cosas en que pensar tras el anuncio del rey. A Vachel le preocupa ría verla hablando con un hombre que él no conocía y que no le habían presentado, como exigía la costumbre. ¿Consideraría una deshonra aún mayor que el hombre con el que hablaba su hijastra fuera escocés?

Cordelia le posó una mano en el brazo.

—Le he preguntado si hay más como él allí de donde viene, pero insiste en que no tiene hermanos.

Raven sonrió levemente a Cordelia.

—Solo mi padre, pero se ha vuelto muy suyo desde que mi madre falleció. Estoy seguro de que, si estuviera aquí, ante vuestra belleza se le aceleraría el corazón hasta retumbar como un tambor.

Abrielle pestañeó sorprendida; no sabía si sentirse ofendida. ¿Acaso Raven estaba flirteando descaradamente con Cordelia delante de ella? Sintió un gran consuelo al ver que su amiga soltaba una risita en respuesta a las galantes palabras del escocés.

—No me malinterpretéis, señor. No lo preguntaba por nada en especial. —Cordelia alzó los hombros y añadió—: Era mera curiosidad.

Abrielle podría haber protestado ante el comentario de su amiga, pero justo en aquel momento los músicos comenzaron a tocar otra pieza de baile. Era precisamente aquello lo que estaba temiendo, pues Raven se sentiría sin duda obligado a bailar con ella. Rehusar abiertamente su invitación supondría una deshonra pública tanto para él como para ella, pero eso era precisamente lo que le incitaba a hacer su fiero orgullo. Tal vez su suerte había cambiado en la última hora, pero Abrielle se negaba a ser el objeto de la compasión de un hombre, y mientras buscaba la manera de equilibrar el honor y el orgullo sus frenéticos pensamientos se vieron interrumpidos por la voz grave de Raven.

—¿Me concedéis este baile, milady?

Abrielle levantó la barbilla y le respondió en voz baja para que solo él pudiera oírle.

—Vuestra petición me honra, señor, pero sin duda disfrutaríais más del baile con la pareja que elegisteis en un primer momento. —Con un gesto de la cabeza casi imperceptible señaló hacia Cordelia, que había entablado conversación con una mujer mayor que tenía a su derecha.

—No podría estar más de acuerdo —contestó Raven—. Por esa razón me encuentro ante vos, milady, con la descabellada esperanza de que vuestro buen corazón os lleve a apiadaros de un torpe escocés y a impedir que quede como un auténtico zopenco ante el talento que abunda entre la gente de estas tierras.

Abrielle no pudo evitar sonreír ante la habilidad con la que su interlocutor había vuelto las tornas: irritada porque se hubiera compadecido de ella, había recibido la más atrevida y encantadora de las peticiones por parte de él. Quizá no tuviera talento para el baile, como él afirmaba, pero su poder de persuasión quedaba fuera de toda duda. Estaba claro que había nacido para la diplomacia, y cuando le tendió la mano, Abrielle no habría podido resistirse aunque hubiera querido.

En el momento en que tuvo a la bella joven en sus brazos, Raven Seabern supo que había cometido un tremendo error. La guió de la mano hasta el círculo que habían formado en un santiamén parejas de jóvenes y mayores. Los pasos eran bastante sencillos de seguir mientras los demás comenzaban a demostrar su talento y habilidad para bailar al compás de la música, daban enérgicos brincos o zapateaban con la punta y el tacón a medida que se desplazaban en una rueda interminable de briosos bailarines. Las sonoras carcajadas de Enrique evidenciaban cuánto disfrutaba viendo a sus invitados divertirse. Sin duda, aquellos que pensaban que el banquete sería una celebración solemne y aburrida no tardaron en darse cuenta de que se había convertido en un festejo de lo más animado, y su majestad prefería ciertamente eso a los actos más sombríos como el que acababa de concluir.

Pero más que fijarse en los que bailaban, Raven se había pasado casi toda la noche observando a Abrielle, pues le parecía la criatura más deslumbrante que había visto en su vida. Desde el primer momento en que la vio en el gran salón, le resultó prácticamente imposible dejar de mirarla sin disimulo. Su cabello, de un pelirrojo dorado, caía libre, como debía ser en una doncella, e iluminaba con un esplendor llameante la antorcha de su belleza. Sus labios rosados le pedían que los besara; su suave y cremosa piel, brillante bajo la tenue luz de las velas, invitaba a sus temblorosos dedos a tocarla y acariciarla. Nunca antes había experimentado una reacción como aquella por el mero hecho de ver a una doncella.

La había observado con tanta atención, que se dio cuenta del cambio que se había producido en ella. Vio que la luz de júbilo que iluminaba su rostro se extinguía de forma repentina y que por un I no ve instante la sustituía una expresión de absoluta desolación, una expresión capaz de romper el corazón más duro. Le había costado lo indecible evitarla tras el banquete, verla allí de pie, flanqueada por sus padres, digna y serena cuando ningún joven de entre los nobles allí presentes se acercó para invitarla a bailar. Y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que su padrastro había esperado recibir los honores merecidos y que la decisión del rey había caído sobre él como un mazazo, lo que afectaba a su vez a aquella encantadora doncella. Pero ¿de qué manera? ¿Qué secretos ocultaba aquella pequeña familia? Atraído por ella se acercó primero a su amiga y luego a ella sin que nadie le hubiera presentado formalmente a ninguna de las dos jóvenes,

Era evidente que su joven amiga, Cordelia de Grayson, había querido ayudarla presentándole a Raven como pareja de baile. Mientras, él se acercaba, se fijó en cómo lo observaba y vio todos sus pensamientos reflejados en sus ojos translúcidos: interés, duda, recelo, temor. Todo ello envuelto en ese halo de intrépido orgullo tan suyo. No era de esas a las que les gusta que un hombre quede atrapado en sus redes y se lo sirvan en bandeja… ni siquiera por una amiga con las mejores intenciones. Estaba claro que ella no había buscado su atención, y lo que con otra mujer tal vez se habría convertido en un reto, el rechazo de Abrielle, envuelto en una sonrisa tan dulce como hiriente, se le clavó peligrosamente hondo. Raven rara vez se topaba con una mujer poco dispuesta, y más raro aún era que él se molestara en tratar de hacerle cambiar de opinión. Pero un hombre como Raven Seabern conseguía lo que quería, y se había propuesto bailar con ella.

Y bailaron, separándose cuando las pautas lo requerían, volviendo a juntarse y uniendo sus manos una y otra vez. Y cada vez que ocurría, él sentía que la belleza y la delicadeza de ella lo abrasaban. Le parecía que el control que tenía sobre sí mismo no servía de nada y esa sensación no le gustaba. En un momento dado la levantó en alto y sus enormes manos hicieron girar su frágil torso. Vio entonces su semblante y notó que se le cortaba la respiración y por un instante se preguntó si ella también habría sentido el reclamo de una fuerte atracción.

El baile le pareció cortísimo, y lo único que pudo hacer fue acompañarla de nuevo hasta sus padres."Su madre le dedicó una sonrisa, su padrastro un simple saludo con la cabeza, y Abrielle, una amplia reverencia, tras lo cual apartó la mirada. Después de haber bailado juntos, su reticencia le intrigaba todavía más. Se preguntó qué presagiaba, aunque dudaba de si llegaría a saberlo algún día, pues al día siguiente debía marchar de nuevo al servicio de su rey, e ignoraba cuándo regresaría a su amada tierra escocesa.

Raven la abandonó con una silenciosa despedida y aun así fue incapaz de dejar de mirarla. Si bien le constaba que su padrastro era sobradamente competente, esa noche no había duda de que el hombre estaba distraído pensando en su propio futuro. Y había hombres desagradables que seguían sin quitar ojo a Abrielle. Uno en particular, rechoncho y bajo, se acercó a ella y la saludó con una reverencia. Cuando Vachel dio un paso al frente para enfrentarse al hombre, Abrielle le puso una mano en el brazo y se fue con el desconocido sin decir nada, aunque era evidente que su contacto la afligía. Esa noche Raven tendría que vigilar de cerca a aquel que percibía como una amenaza para la doncella.

Abrielle comprobó consternada que la diferencia entre ambas parejas de baile era absoluta. Raven se movía con la gracia de un caballero, de un hombre acostumbrado a blandir una espada dando vueltas alrededor de un adversario. Desmond de Marlé, el hermanastro de su difunto prometido, iba dando bandazos sobre las esteras que cubrían el suelo. Su mano húmeda y caliente agarraba la de ella con demasiada fuerza, y cuando por exigencias del baile tuvo que cogerla del talle Abrielle habría jurado que la apretó como si comprobara el grado de madurez de una fruta. Los ojos de Desmond la devoraban con avidez, y Abrielle deseaba alejarse de él, pero no quería que Vachel se viera obligado a defenderla.

—Mañana pasaré a veros, milady —dijo Desmond con voz segura.

—Pero… no podéis, milord —respondió Abrielle mientras trataba de que se le ocurriera una razón convincente—. Tal vez mi padrastro tenga planes que no ha compartido conmigo.

—Sé lo que le ha sucedido esta noche —afirmó Desmond sin molestarse en bajar la voz.

Abrielle se encogió al pensar en quién podría oírle.

—Milord, os lo ruego…

—A vuestro padrastro tal vez le convenga la amistad de un hombre influyente como yo.

La insistencia de Desmond solo consiguió fortalecer el valor de Abrielle.

—Milord, debo insistir en que habléis con mi padrastro.

—Oh, creedme, jovencita, lo haré.

Cuando la música terminó, Desmond, en lugar de acompañarla hasta sus padres, la abandonó en mitad del salón. Cuando Abrielle llegó hasta ellos, su madre comenzó a decir:

—Abrielle, ese hombre tan horrible…

Pero Vachel la interrumpió con voz adusta.

—Mi señora esposa, no digas una sola palabra que puedan oír los demás.

Abrielle se mordió el labio y volvió a ponerse entre su madre y su padrastro. Deseaba que la velada terminara, pero eso no habría acabado con sus problemas. Seguiría viendo preocupación en la mirada de su madre y frío orgullo en la de Vachel. Abrielle sentía en su interior un malestar que no podía mitigar.

Y, para colmo de males, Raven la miraba de nuevo. No había en sus ojos esa mirada de coqueteo que brindaba a muchas otras mujeres, lo que la confirmaba en su sospecha de que el baile que habían compartido no había significado nada para él. ¿Y por qué iba a ser de otro modo? Ella ya no era digna de su atención. Se había fijado en ella cuando todos pensaban que pronto tendría una gran dote, y luego la conoció inapropiadamente cuando las esperanzas de Vachel de recibir un título se habían visto truncadas; eso la llevó a preguntarse qué sabía el emisario escocés sobre los sueños rotos de su padrastro. Aun así, había bailado con ella, pero parecía haberla juzgado indigna tras pasar un rato en su compañía. Realmente los hombres eran como fieras, pues solo una fiera podría haber mostrado tanto interés en ella y luego, tras considerar que si no tenía bienes no valía lo suficiente, retirar su interés de manera tan cruel.

Abrielle trató de distraerse observando a su majestad, que pidió a un sirviente que colocara un par de espadas entrecruzadas en el suelo y ordenó a los músicos que tocaran una rápida tonada con los laúdes. Para sorpresa de Abrielle, Raven se dejó arrastrar a regañadientes hasta el centro del salón. ¿Qué se disponía a hacer?

Tras dedicar una amplia reverencia al rey, comenzó a danzar saltando sobre las espadas. En una deslumbrante exhibición de juego de pies, Raven golpeaba el suelo con la punta y el talón a una velocidad asombrosa, entrelazaba los pies por encima y alrededor de las armas y creaba una música propia con el chasquido de la piel del calzado en la piedra. «Un auténtico escocés, torpe y zoquete», pensó Abrielle, embelesada, y no era la única, pues el espectáculo atrajo a un público cada vez más numeroso, incluidas muchas jóvenes doncellas, entre cuyos agudos y femeninos jadeos se intercalaban alegres risitas cada vez que la falda se le subía más de la cuenta.

—¡Válgame Dios, creo que no lleva nada debajo! —exclamó Cordelia con la voz entrecortada por el estupor al reunirse con Abrielle en el corro de espectadores. A pesar del creciente rubor en las mejillas de la joven de cabello rubio, no desvió la atención del frenético vaivén de la prenda de lana.

Abrielle, turbada ante el acaloramiento y la excitación que sentía al mirarlo, retrocedió unos pasos y dejó que otros se arremolinaran delante de ella. Raven se exhibía para impresionar a la corte, no a ella personalmente. Abrielle pensó que Cordelia se quedaría cerca para contemplar la actuación, pero su amiga se retiró con ella mientras se mordía el labio.

—Dime qué te preocupa —le preguntó Abrielle con voz paciente al ver a Cordelia meditabunda.

—Te he visto bailar con Desmond de Marlé.

Abrielle se limitó a encogerse de hombros.

—He oído hablar de él —prosiguió Cordelia—. ¿Sabes que ha i cuido dos esposas y que las dos murieron de parto?

—Pobres mujeres —murmuró Abrielle.

—En más de un sentido. Parece que recibió dinero de cada una de ellas, y cuando Weldon se mató al caer por la escalera de la torre que acababa de construir, Desmond heredó su fortuna. ¿No te parece sospechoso?

Abrielle escrutó el rostro de su amiga; se encontraba mal.

—¿Acaso la gente piensa que Desmond tuvo algo que ver con la muerte de Weldon?

Cordelia se encogió de hombros.

—Solo son suposiciones, pero fue el más beneficiado.

—Y yo me quedé sin futuro —añadió Abrielle con un suspiro. Luego respiró hondo y enderezó los hombros—. Pero no puedo vivir en el pasado. Tendré otra oportunidad, estoy segura.

Había tanta compasión en la expresión de Cordelia, que Abrielle tuvo que apartar la mirada para que no se le saltaran las lágrimas de nuevo.

Su madre y su padrastro se acercaron por fin con la intención de retirarse. Aquella noche que había empezado con jubilosas expectativas había acabado sumiéndolos en una desesperación paralizante.

Cordelia y su familia abandonaron el castillo, y cuando Elspeth y Abrielle estaban solas en sus aposentos, Vachel dijo que necesitaba dar un paseo y distraerse de sus frustraciones.

Abrielle se abrazó a sí misma cuando su madre se retiró apesadumbrada a la cámara que compartía con Vachel y comenzó a desvestirse: De repente, la joven se dio cuenta de que había olvidado coger la copa que le había regalado su padre. Tenía que estar en algún rincón del gran salón. Ante el temor de perder tan valioso recuerdo, no se permitió pensar en su seguridad. Ansiosa por recuperarlo antes de que tuviera que darlo por perdido para siempre, salió a todo correr de sus aposentos y en su presurosa partida no cayó en informar a su madre de que regresaba al gran salón. Cuando llegó, le alivió ver la copa donde los criados la habían colocado al desmontar las mesas para que los asistentes pudieran bailar. Con el cáliz de nuevo en sus manos, Abrielle corrió hacia la escalera; no se percató de la presencia de otra persona hasta que fue demasiado tarde.