Capítulo 9

UNOS golpes frenéticos en la puerta de la habitación despertaron repentinamente a Abrielle tras una noche inquieta en la que apenas había parado de dar vueltas en la cama. Teniendo en cuenta los numerosos temores que la habían acosado mentalmente después de huir presa del pánico por los pasillos del torreón y, sobre todo, después de obligarse a ocupar los aposentos de su esposo, tenía motivos para preguntarse si habría cerrado los ojos durante más de un instante. A lo largo de aquella tortuosa noche había revivido una y otra vez en su mente la espantosa caída de Desmond, un recuerdo que la acosaba sin piedad. Cuando pensaba en las consecuencias que sufriría si alguien había presenciado su desesperada huida o su posterior enfrentamiento con Desmond en el pasillo, no podía menos que imaginar la celebración de un juicio de proporciones diabólicas en un futuro no muy lejano.

No tendría una defensa que rebatiera las acusaciones que podrían lanzar contra ella. Con la posible excepción de su madre, Cordelia y unos cuantos amigos íntimos, probablemente todos los ocupantes del castillo serían de la opinión de que, como recién casada, debería haberse sometido a la voluntad de su esposo, por muy repulsivo y vil que le pareciera.

Pero si la muerte de su marido al caerse por la escalera hubiera sido un sueño, su suplicio comenzaría de nuevo. Prefería morir en ese momento por un compasivo golpe del destino que verse sujeta constantemente al maltrato físico y mental de Desmond durante el resto de su vida. Aquello sería un infierno terrenal del que no habría escapatoria, por lo menos hasta que uno de los dos muriera. Por descabellado que fuera el temor de que Desmond estuviera vivo después de que Raven lo declarara muerto, se veía acosada por imágenes del hidalgo entrando a trompicones por la puerta de la habitación con un reguero de sangre cayéndole por la cara. Y entonces no habría posibilidad de indulto, de eso estaba segura, pues sin duda su marido la molería a golpes por haber huido de él.

Tan inquietantes pensamientos le provocaron escalofríos de terror. Por eso, cuando oyó unos golpes frenéticos en la puerta, Abrielle se asustó tanto que el corazón casi se le salió del pecho. Es fácil imaginar por qué le costó que le saliera la voz en los momentos que siguieron a la llamada.

—¿Sí, quién es? —consiguió decir finalmente con un grito agudo inusual en ella, lo máximo a lo que podía aspirar dadas las circunstancias.

—Milady, me llamo Nedda. Me trajeron ayer al castillo para que fuera vuestra sirvienta, pero lamentablemente me temo que esta mañana os traigo malas noticias. ¿Me dais permiso para entrar en vuestros aposentos, milady?

Abrielle se dejó caer en los cojines y la tensión que había ido acumulando disminuyó hasta alcanzar niveles más tolerables. Malas noticias solo podían significar una cosa: la confirmación de la muerte de Desmond. Por mucho que su propia insensibilidad le hubiera horrorizado semanas atrás, se sentía como si le hubieran quitado un enorme peso de la cabeza. De hecho, comparó el anuncio con la conmutación de una pena de muerte. ¿Quién sino su propia madre podría haber entendido el inconmensurable alivio que sentía en aquellos momentos, al saber que Desmond estaba muerto y que no tendría que someterse a sus odiosos mandatos o, lo que era quizá más importante, a sus brutales atenciones como marido?

—Por supuesto, Nedda. Pasa—contestó Abrielle mientras daba gracias a Dios por haber tenido la sensatez de no colocar la tranca en la puerta para salvaguardar su intimidad. A la sirvienta le habría parecido muy extraño que hubiera cerrado la puerta por dentro mientras esperaba a su esposo.

Tras atravesar la antecámara a toda prisa, una mujer que debía de rondar los cuarenta y cinco años, vestida de negro y tocada con un griñón, entró en el dormitorio y se acercó a la cama con dosel donde su nueva señora se hallaba reclinada sobre varios cojines. Tapada con una sábana hasta la barbilla, Abrielle miró a la sirvienta con recelo; se preguntaba si la tendría como aliada o como enemiga. La tierna compasión que vio en los ojos color avellana y en la sonrisa de la mujer disiparon de inmediato sus temores. De hecho, a juzgar por la conmiseración que mostraba la sirvienta, habría dicho que era una persona muy bondadosa.

—Milady, me apena tener que daros semejante noticia cuando hace tan poco tiempo que os habéis desposado, pero me temo que las brumas de la oscuridad han visitado este castillo durante la noche —anunció la mujer en voz baja y en un tono solemne—. Apenas os casasteis cuando vuestro pobre marido sufrió…

—¿Mi pobre marido? —Abrielle odiaba la falsedad, pero sabía que era necesaria para apartar la sospecha tanto de ella como de otros. Comenzó a temblar de forma incontrolable mientras se llevaba al cuello una mano temblorosa y miraba fijamente a la mujer. A pesar del largo momento que tardó en tener el valor suficiente para confiar en su voz, finalmente consiguió preguntar—: Querida Nedda, ¿qué tratas de decirme?

La sirvienta suspiró con tristeza y recuperó el ánimo para encararse con la tarea que el encargado de la casa le había encomendado.

—Milady, en algún momento de la noche, probablemente cuando venía a estos aposentos, vuestro esposo… el señor De Marlé… ha sufrido una espantosa caída por la escalera. Ahí estaba, pobre hombre, engalanado con su traje de boda, hecho un nudo a los pies del último escalón. Quienes lo han descubierto dicen que lo más probable es que tropezara y se golpeara la cabeza contra el muro de piedra antes de caer rodando hasta abajo, a juzgar por las manchas de sangre que había en las piedras de arriba, la horrible magulladura que tenía en la sien y el corte profundo…

Abrielle tuvo la suficiente presencia de ánimo para apartar las mantas, mover las piernas a un lado de la cama y levantarse.

—En ese caso, Nedda, debemos ver sin falta las heridas del señor.

Levantando una mano fina y arrugada para frenar a su señora, Nedda movió la cabeza de un lado a otro con aire grave mientras la miraba con compasión.

—No, milady, me temo que ya no hay razón para las prisas.

Abrielle se detuvo y logró poner una expresión de perplejidad mientras buscaba la mirada de la mujer.

—Pero ¿por qué no?

—No sabéis cuánto me duele tener que ser yo la que os lo diga, señora, pero sir Thurstan no me ha dado opción. Parece ser que el señor De Marlé, en su caída, además de golpearse la cabeza contra la piedra, se rompió el cuello. Por lo que he podido deducir de los rumores que corrían por el castillo esta mañana temprano, el señor ha tenido una muerte muy similar a la que sufrió lord Weldon hace meses. Los siervos dicen que a él también lo hallaron en el mismo lugar, tendido boca arriba al pie de la escalera a primera hora de la mañana.

Abrielle se enfureció al recordar a Desmond pronunciando en voz alta el nombre de su hermano. ¿Acaso evocó en su mente el recuerdo inquietante de los crímenes que había cometido? ¿O tal vez Abrielle debía creer en la posibilidad de que el fantasma de Weldon de Marlé se hubiera vengado finalmente de su asesino?

—Por muy cruel que pueda parecer para una recién casada —prosiguió Nedda—, no hay nada que pueda hacerse por el pobre señor salvo darle sepultura. Me temo que el luto será la única vestimenta que llevaréis en los días venideros, señora. Ya no sois esposa sino viuda.

Ahí estaba, lo había dicho, y por simples que fueran las palabras, Abrielle las repitió una y otra vez en silencio para sus adentros: «No soy esposa sino viuda». No era un sueño, una pesadilla u otra fantasía fruto de su imaginación, sino la consecuencia real de lo que había sucedido en su noche de bodas.

Pese a intentarlo con todas sus fuerzas, Abrielle no consiguió que le brotara una sola lágrima con la que fingir siquiera un poco de dolor. Desmond estaba muerto, ella era libre y lo máximo que pudo hacer para simular su pesar fue llevarse las manos a la cara y permanecer un rato en silencio; confiaba que Nedda aceptara ese gesto como una reacción adecuada para una joven viuda.

—Hay que decírselo a mis padres —afirmó por fin, luego dio un suspiro tembloroso y bajó las manos hasta el regazo; no se atrevía a alzar la vista por temor a que la mujer detectara su falta de pesar.

—Cuando me he enterado de la suerte del señor De Marlé yo misma he informado a vuestros padres antes de venir a comunicaros la trágica noticia. He pensado que necesitaríais su consuelo en cuanto estuvieran vestidos. Llegarán de un momento a otro.

—Te agradezco tu amabilidad y tu interés, querida Nedda —murmuró Abrielle evitando la mirada de la sirvienta. Aunque era inocente de cualquier delito, se sentía como si fuera culpable del más diabólico subterfugio conocido por el hombre y no pudo menos que preguntarse si algún día borraría aquella oscura mácula de su conciencia—. Ha sido muy considerado por tu parte.

La sirvienta acababa de darle la bata con la que recibiría a sus padres cuando se oyeron unos suaves golpecitos al otro lado de la puerta de roble. Sin esperar a que contestaran, su madre dijo desde fuera:

—Abrielle, querida hija, Vachel y yo hemos venido a estar contigo en estos difíciles momentos. ¿Podemos pasar?

—Aguardad un momento a que me arregle un poco, madre —contestó Abrielle mientras se ponía la bata. Al atusarse el pelo para estar presentable hizo un gesto de dolor al recordar el mechón de pelo que Desmond le había arrancado. Notaba la herida, pero no parecía un precio muy alto por librarse de aquel monstruo salvaje. Dio gracias a Dios por tener una buena cabellera, pues no tendría que preocuparse por ocultar aquella pequeña calva—. Ya podéis pasar.

Elspeth derramó lágrimas de alegría al estrechar entre sus brazos a su hija, que se estremeció y se entregó al consuelo de su madre.

—Oh, Abrielle, Abrielle —fue lo único que pudo decir.

En parte Abrielle compartía el alivio que sentía Elspeth, pero en el fondo de su mente seguía pensando en Raven, el hombre que conocía su secreto. ¿Cómo se sentiría cuando lo viera a la luz del día? Por un momento se planteó la posibilidad de aliviar la carga que soportaba contándoselo todo a sus padres. Pero no quería que tuvieran que sobrellevar aquel secreto vergonzoso. Nadie más que ella debía sentir remordimientos de conciencia. ¿Y si alguien la había visto y… se planteaba acusarla? ¿Cómo iba a permitir que sus padres se vieran implicados?

Si a alguien le había apenado la noticia del fallecimiento de De Marlé, Abrielle sabía que ese no era su padrastro. En todo caso, a Vachel parecía que le costaba disimular cuan encantado estaba por cómo se habían desarrollado los acontecimientos. A fin de cuentas, él había desempeñado un papel decisivo en acordar la fortuna que ella heredaría como viuda de Desmond. Y sin duda había conseguido hacerse con ciertas concesiones que probablemente le permitirían codearse con otros acaudalados.

Abrielle se sentía demasiado aliviada por haberse librado de las apasionadas atenciones de Desmond para exagerar un pesar inexistente. Por otro lado, no le suponía ningún problema mostrarse solemne y respetuosa hacia el difunto e incluso guardarle luto. Lo peor era lidiar una y otra vez con el recuerdo del cuerpo de Desmond cayendo escalera abajo y los gritos escalofriantes que había proferido pidiendo clemencia a'/enfrentarse a la aparición de su hermano. Por mucho que tratara de desterrar aquel recuerdo aterrador de su mente, no podía evitar que la acosara con frecuencia cual si lo tuviera grabado a fuego en su memoria.

 

 

 

La mortaja que envolvía el cuerpo de Desmond resaltaba su silueta baja y rechoncha cuando los siervos lo introdujeron en la sepultura. Abrielle, de pie con su familia y los Grayson junto a la tumba abierta, observaba la escena como si estuviera paralizada. La última imagen morbosa del cadáver de su esposo mientras lo amortajaban parecía haberse grabado en su mente para siempre. Por mucho que intentara apartar de ella el recuerdo de su rostro blanco como la leche, su frente arrugada y extrañamente alargada por las entradas de su pelo, la magulladura violácea en la sien, y las uñas en forma de garras que no habían conseguido dejar limpias por mucho que las hubieran frotado, sabía que aquellas imágenes la acosarían de noche. Como era una viuda virginal, se había negado a ver su masculinidad y dio gracias a Dios cuando Vachel pidió discretamente al cura que dejara cubierta la mitad inferior del cuerpo de Desmond por el bien de la joven. Mirar el cuerpo de su esposo le producía tal horror, que Abrielle supo que no habría sido capaz de mantener la compostura ante la visión de su desnudez. Incluso cubierta por una sábana, su figura le había parecido extrañamente grotesca, pues la enorme barriga empujaba cual seta gigante la mortaja.

En un gesto de despedida, Abrielle lanzó sobre el pecho de Desmond una rosa de un rosal que un bondadoso sirviente había cuidado con mimo durante los meses más fríos y que, en una discreta muestra de compasión por la recién casada que acababa de enviudar, le había regalado dándole el pésame en un murmullo. Abrielle clavó los ojos en los pétalos color rojo sangre esparcidos sobre la blanca mortaja que cubría el cuerpo de Desmond y la asaltó de nuevo la visión de su caída mortal y el terror que había sentido cuando Raven dijo que el hidalgo había muerto.

Apenas un momento después de que el cura arrojara un simbólico puñado de tierra dentro de la sepultura y pronunciara en voz baja las palabras «Polvo eres y en polvo te convertirás», Abrielle se vio acosada por una bandada de solteros y viudos que se le acercaron para darle el pésame. Sin salir de su estupor, escuchó cómo se ofrecían a ayudarla en todo aquello que pudiera necesitar o desear en aquellos momentos o en un futuro próximo. Ella les dio las gracias gentilmente, pero les aseguró que no requería servicios, pues con toda probabilidad contaría con la ayuda de su padrastro para resolver sus asuntos.

Raven, tras expresarle su más profunda compasión y respeto, mantuvo una distancia prudencial, al igual que su padre. Con todo, los ojos verdeazulados buscaron a menudo aquellos de un azul intenso mientras Abrielle trataba de parecer estoica y fuerte. Una parte recóndita de su mente se afirmaba en su preocupación ante la posibilidad de que, ahora que era una viuda sumamente rica, Raven intentara aprovecharse de la situación. Sabía que debía tener presentes las palabras de cautela que no hacía mucho había expresado a Cordelia: ¿qué conocía realmente de él, aparte de su atractivo y su elocuencia?

Para evitar que cualquier malpensado sospechara algo, Abrielle consideró prudente prestar su atención principalmente al resto de los invitados. De un modo solemne pero cortés, escuchó las con dolencias que le ofrecieron sus parientes y los cazadores y sus familias, muchos de los cuales no sentían más simpatía por Desmond que ella. Sin duda, el grupo de pendencieros que se habían unido al hidalgo con la intención de disfrutar de una parte de la fortuna que había heredado no habían sacado provecho alguno quedándose en el torreón entre los amigos y familiares sajones de la novia y los normados, que los habían desdeñado. Para alivio de muchos, no tardaron en abandonar el castillo.

Durante el solemne oficio, sus padres, Cordelia, lord Reginald y lady Isolde permanecieron al lado de Abrielle. Su cariñosa compañía la reconfortó más que la presencia de todos aquellos invitados. La mayoría de los hombres estaban allí únicamente debido a la cacería, para ella eran simples desconocidos. Aun así, muchos de los hombres casaderos se propusieron dejar su impronta en la memoria de la joven viuda, le rogaron que no los olvidara y le prometieron que la visitarían en un futuro cercano. Aunque ella sonreía como si expresara su consentimiento, no tardó en darse cuenta de lo embotada que estaba su pobre y atribulada mente, pues le costaba distinguir un recuerdo del siguiente o el rostro de un joven pretendiente de los demás que se habían acercado a ella.

Estremeciéndose ante los truculentos recuerdos que se agolpaban en su mente, Abrielle llegó a la conclusión de que debía decidir cómo enfocaría su vida a partir de aquel momento. Así, se dio cuenta de que como señora del castillo tenía autoridad para corregir muchas situaciones desagradables de las que había tenido conocimiento poco después de la muerte de los dos hombres que habían atacado a los Seabern. En virtud del acuerdo que Vachel había exigido firmar a Desmond en su afán por tenerla, Abrielle se había convertido en dueña del torreón y de las tierras sobre las que se había construido y podría subsanar muchos de los desmanes que se habían cometido con los siervos.

Abrielle tuvo la gentileza de invitar a los huéspedes que se habían quedado tras el funeral a que más tarde comieran con ella en el gran salón. Prometió a los Grayson, a Cordelia y a sus propios padres y familiares que los vería durante la comida, y les rogó que le excusaran pues debía encargarse de unos asuntos urgentes. Cuando la gente regresaba al castillo, hablando en grupos de dos o tres, Abrielle vio a Raven allí de pie, quieto y alto como un roble, observándola. Un escalofrío fruto del nerviosismo y de algo más le recorrió el cuerpo. Deseó poder echarlo de allí, conseguir que dejara de mirarla. Lamentó que supiera lo que había ocurrido la noche anterior, aunque trató de imaginar qué habría hecho ella si Raven no hubiera aparecido y distraído a Desmond de su persecución. Los sentimientos que le inspiraba el escocés, desde la gratitud hasta el recelo, la desgarraban. Pero él no era su máxima preocupación aquel día.

Tras acercarse a Thurstan, que se había quedado junto a la tumba para dirigir a los siervos encargados de rellenar la sepultura con tierra, se paró a su lado y esperó un largo momento hasta que él se dignó mirarla. La frialdad que vio en sus ojos la sorprendió, y le desconcertó que el día del funeral de su tío pudiera mostrarle tanta animosidad. Comenzó a preguntarse cuándo volvería él a sus tierras, pues le pareció demasiado cruel pedirle que se marchara.

—Os pido disculpas por interrumpiros, Thurstan, pero ¿podría requerir vuestra atención unos minutos? —pidió en tono amable—. Me consta que habéis sido de gran ayuda para vuestro tío en la gestión del castillo. Si me equivoco, iré en busca del encargado…

Thurstan cruzó los brazos sobre el pecho.

—Podéis hablar conmigo sin reparos.

—Gracias, Thurstan. Hay varios asuntos que me preocupan desde hace días, pero hasta ahora no he tenido autoridad para hacer nada al respecto. Dado que las circunstancias han dado un giro inesperado debido a la muerte del señor, es mi deseo poner remedio a varios problemas en los que he reparado.

Thurstan no dijo nada, se limitó a seguir mirándola de un modo que la incomodaba. Cuanto más la molestaba su falta de gentileza, más se reafirmaba en sus convicciones.

—Voy a fijar una serie de normas que deberán respetar quienes ocupen un cargo de autoridad en este lugar. Los nuevos principios irán en beneficio de los que no tienen poder de decisión, y tengo intención de poner en práctica dichas iniciativas desde el día de hoy.

—¿Qué asuntos son esos que tanto os molestan, milady?

Abrielle percibió el sarcasmo en el tono de voz de su interlocutor y apretó la mandíbula. Debería haber hablado directamente con el encargado, pues sabía que no podría contar con Thurstan. Recordó el empeño que había puesto en aconsejar a su tío que cambiara las condiciones del contrato de esponsales. Sin duda le ofendía que el contrato fuera tan beneficioso para ella. De hecho, viendo su animosidad, Abrielle comenzó a preguntarse si Thurstan recibiría algo de lo incluido en el testamento de su tío. Pero eso a ella no le preocupaba.

—Voy a visitar la zona donde están situadas las cabañas de los siervos. —Señaló despreocupadamente con la mano en esa dirección—. Como parecéis estar al corriente de los asuntos de vuestro tío, os doy la oportunidad de que me acompañéis. Si no, me dirigiré al encargado.

Thurstan frunció el ceño durante un instante.

—Eso no será necesario. Puedo ayudaros como lo hacía con el señor.

Sin más comentarios, Abrielle se recogió su vestido negro y echó a andar por el puente secundario que cruzaba el riachuelo. Al otro lado se hallaban las cabañas de los siervos, las cuales se apiñaban formando un amplio círculo en el centro del cual había un lecho de brasas, rodeado de piedras grandes, donde aún quedaban rescoldos llameantes. Cuando Abrielle se detuvo junto al menguante fuego, Thurstan le lanzó una mirada inquisitiva.

—¿Podéis hacerme el favor de anunciar mi llegada a los siervos? —le pidió Abrielle—. Me gustaría hablar con ellos directamente.

—Milady, si fuerais tan amable de decirme qué os proponéis, podría satisfacer vuestros deseos.

Abrielle inclinó la cabeza en un gesto cortés.

—Gracias, Thurstan, pero mi deseo es hablar con los siervos directamente y explicarles qué esperaré de ellos de ahora en adelante en tanto que soy su nueva señora. Si en el futuro tuvieran alguna queja, deben saber que yo soy quien marca las directrices.

Sin mediar palabra, Thurstan se acercó a un disco metálico de gran tamaño que colgaba de una sólida estructura de madera situada al otro lado del fuego. Cogió otro disco metálico más pequeño forrado de pellejo y con un pesado mango de madera y dio tres golpes al gong. Acto seguido, regresó al lado de Abrielle, unió las manos en la espalda, se enderezó cuan alto era y permaneció rígidamente distante. Mientras aguardaban, Abrielle reparó en que Raven los había seguido desde la tumba de Desmond y se había parado cerca de los árboles, desde donde observaba la escena en silencio, como si se hubiera nombrado a sí mismo su guardia personal. Abrielle lo miró con el ceño fruncido, pero no pudo hacer nada más, pues los siervos salieron corriendo de sus moradas para acudir a su llamada, una visión ante la cual no pudo menos que gemir para sus adentros. Nunca había visto a tantos seres humanos de aspecto tan frágil, de rostro demacrado y ojos sin brillo que la miraban desde el semicírculo que se habían apresurado a formar al otro lado del fuego. Una brisa repentina hizo que se fijara en la insuficiencia de sus míseros atuendos, pues vio cómo muchos de ellos se apiñaban unos con otros para escapar de las afiladas garras del viento. Tuvo la certeza de que muchos morirían antes de que el invierno llegara con toda su crudeza, pues probablemente no tendrían las defensas necesarias para soportar los males y las enfermedades que traería la estación más fría del año. Si bien Weldon se había preocupado por ellos con la compasión de un padre afectuoso, era evidente que a Desmond no le había importado cuántos vivían o morían sino que hubiera suficientes para atender sus necesidades personales.

—Soy lady Abrielle, vuestra nueva señora —dijo con voz decidida al tiempo que comenzaba a caminar en un amplio círculo alrededor de la lumbre. Cuando se acercó a los siervos le sorprendió que Thurstan no permaneciera cerca de ella; se quedó donde estaba, como si no le importaran las condiciones en las que se encontraba aquella gente.

En conjunto, los siervos parecían aterrados por lo que les depararía el destino. Aun así, ella siguió avanzando dentro del perímetro que habían formado y, con una cálida sonrisa que ilumino su mirada, al pasar junto a ellos sintió el impulso de tender uní mano para, con gesto compasivo, ponerla sobre el brazo de un anciano, alisar los rizos alborotados de un niño o estrechar la mano de una joven madre. Hubo muy pocos que no mostraron pavor ante Thurstan o recelo a alzar la vista incluso cuando Abrielle se paraba ante ellos. Aunque obligó a varios a mirarla a los ojos levantándoles el mentón con la mano, siempre miraban primero en dirección al ayudante del señor, lo que ponía de manifiesto el terror que les inspiraba.

Colocándose de nuevo frente a ellos, Abrielle vio que muchos estaban dispuestos a mostrarle atención.

—Como puede que sepáis, yo visitaba con frecuencia el castillo cuando lord De Marlé vivía. Ayer me desposé con su hermano, Desmond de Marlé. A primera hora de esta mañana lo han hallado muerto. Así pues, como nueva señora de este torreón, voy a instaurar ciertos cambios que probablemente agradeceréis. Espero de vosotros que aprendáis lo necesario para ser de ayuda en la fortaleza y mantener las nuevas estructuras que se construirán en breve para alojaros. —Sabía que Thurstan fruncía el ceño pero no le hizo caso—. Asimismo, se os enseñarán nuevas habilidades para que desempeñéis otras tareas que pueden resultar lucrativas, tales como el cardado de la lana de las ovejas de estas tierras, el uso de la rueca y la fabricación de muebles. Empezaréis confeccionándoos vuestra propia ropa y curtiendo piel para haceros zapatos y otros objetos. Hasta que dominéis dichas habilidades, se os proveerá de la ropa necesaria para que afrontéis el invierno que se avecina abrigados y con buena salud.

Un niño escuálido, descalzo y cubierto con un simple trozo de arpillera se acercó a ella balanceándose sobre sus piernas temblorosas; Abrielle sonrió mientras pasaba sus finos dedos entre el pelo enmarañado de la criatura. Su madre se lanzó a por él, imploró el perdón de la señora y, haciendo una rápida reverencia, se llevó al niño en brazos.

Y de repente Abrielle se puso en el lugar de esa pobre chica que no tenía forma de alimentar a su hijo. Se volvió hacia Thurstan; estaba tan indignada, que le costo que la voz no le temblara de ira.

—Por lo que estoy viendo, es evidente que estos siervos no han tenido sus necesidades cubiertas desde la muerte de lord Weldon. Tal vez ese haya sido el modo de hacerlas cosas del señor Desmond, pero ahora está muerto y enterrado. Por tanto, a partir de hoy mismo se hará lo necesario para alimentar, vestir y alojar a estos siervos en un lugar preparado para el frío, y si no es así se me comunicará el motivo. ¿Me habéis entendido, Thurstan? Iremos juntos a hablar con el encargado para explicarle mis intenciones. Yo misma o alguien de mi confianza vendrá a inspeccionar la zona con regularidad. Espero ver muestras evidentes de que se avanza en la dirección que he indicado.

Abrielle sospechó que Thurstan estaba en connivencia con su tío en cuanto a las condiciones en las que vivían aquellas pobres almas, y la idea le horrorizó. No podía tenerlo delante un segundo más, así que tras dedicar una cariñosa sonrisa a la gente que a partir de aquel momento consideraba que eran su responsabilidad, se encaminó hacia el puente… y vio a Raven Seabern cortándole el paso.

Su reacción ante la proximidad del escocés fue tan contraria a su voluntad como rápida. Sintió en su interior una atracción tan intensa que no podía llevar a nada bueno, pues sabiendo él la verdad sobre la muerte de Desmond, Raven era más peligroso para ella que nunca.

Abrielle lo esquivó, lo saludó con la cabeza, y siguió caminando; no le sorprendió lo más mínimo que él se volviera con gracilidad y acomodara su paso al de ella.

—Lady De Marlé, ¿podría pediros un momento de vuestro tiempo?

Al oír su nombre de casada en boca de Raven se estremeció.

—Por supuesto —contestó ella, y luego bajó el tono de voz y añadió en un susurro—: Hablad rápido, pues no estaría bien que nos vieran llegar juntos al castillo.

—¿Y por qué no? —inquirió Raven con una expresión socarrona.

—Ya sabéis por qué —replicó Abrielle.

—Sé que vuestro marido ya no está. Y que no soy precisamente el primer hombre que se ha acercado a hablar con vos en el día de hoy. Debería haber estado ciego para no ver las numerosas muestras de afecto que ya habéis recibido por parte de hombres que buscaban vuestro interés.

—¿Ese es el propósito que os ha llevado a abordarme, señor? ¿Queréis obsequiarme con vuestra muestra de afecto?

—Creo que ya lo he hecho, milady —respondió él—. Pero si la señora lo desea, estoy más que dispuesto a…

Incluso aunque en aquel momento él no se hubiera puesto tan peligrosamente cerca de ella, Abrielle habría entendido lo que implicaba la «muestra de afecto» que Raven tenía en mente y una súbita ráfaga de calor encendió sus mejillas. Tras detenerse en seco, se volvió hacia él y dijo:

—La señora no desea en absoluto nada de lo que insinuáis.

—¿De veras? —Raven inclinó la cabeza y la miró de hito en hito—. Tengo cierta experiencia en la materia y me pareció que…

—Basta —le interrumpió Abrielle, y miró con cautela a su alrededor—. ¿Qué os proponéis exactamente, señor? —inquirió, incapaz de desterrar el temor de descubrirlo—. Ya no tenéis motivos para seguir aquí y creo que sería mejor para todos que os marcharais. Ya no estáis en peligro, y Desmond no podrá seguir tratando de demostrar que os ha ganado.

—Entonces, ¿conocíais la razón por la que nos invitó?

Abrielle se encogió de hombros y reanudó la marcha.

—Nadie me lo dijo, pero lo supuse.

—Entonces, también seréis lo bastante inteligente para deducir la razón por la que ni puedo irme ni me iré —dijo Raven con voz grave y profunda, casi ronca—. Desde el primer momento que os vi he ansiado teneros para mí solo.

A Abrielle se le cortó la respiración y sintió frío y calor, todo al mismo tiempo. Presa del miedo, miró alrededor. Habían llegado al puente, y se apoyó en la barandilla, como fascinada por el riachuelo que fluía debajo. Deseó poder mirar a Raven a los ojos, pero sabía que sería incapaz de controlar sus acalorados sentimientos. ¿Cómo podía estar él a su lado tan tranquilo, si lo cierto era que ni siquiera había intentado cortejarla cuando ella no tenía nada?

—¡Cómo osáis, señor! —exclamó en voz baja, sintiendo el dolor de saber que él la había considerado indigna hasta aquel momento, cuando sus riquezas superaban las de la mayoría. Raven Seabern no era distinto de cualquier hombre atraído por el dinero. Su decepción no debía sorprenderla, pero de algún modo lo hizo y mucho. Una vez más, le asaltó el miedo propio de una mujer que no sabía si un hombre llegaría a amarla por sí misma—. No competisteis por mi mano antes de que me prometiera en matrimonio. —Toda la fuerza de las emociones que se arremolinaban en su interior le salió entonces por la boca, y se sintió llena de dolor y rabia—. No sois distinto de los otros hombres que se han mostrado interesados en mí, incluido Desmond de Marlé. No os acerquéis a mí.

Raven la vio alejarse en silencio, y notó que sus instintos guerreros despertaban ante la intensidad de la pasión que sentía por ella y que el deseo de poseerla era más fuerte que nunca. La batalla por la conquista de Abrielle tal vez sería la más encarnizada de su vida, pero la conquistaría, costara lo que le costase.