Capítulo 7

LA mayoría de los cazadores entraron aquella noche en el gran salón con sus esposas, parientes o en compañía de viejos amigos o de nuevos conocidos. Poco después de que los invitados se acomodaran en las mesas engalanadas con guirnaldas, les sirvieron copas de vino o jarras de cerveza, dependiendo de sus preferencias personales. Muy cerca de la mesa presidencial había otra mesa reservada para los campeones de la cacería.

Si bien la mayoría de los cazadores se mostraron arrogantes y sumamente resentidos por el hecho de verse vencidos por un par de escoceses, hubo unos pocos de natural más gentil que no tuvieron inconveniente en rendir homenaje a Cedric y a su hijo cuando entraron en el salón. Dos cazadores se pusieron en pie y alzaron su jarra de cerveza para brindar por ellos con entusiasmo. Al ver que a su alrededor nadie más seguía su ejemplo, los hombres, incómodos, se apresuraron a arrellanarse en su asiento.

Aquel brindis fue para Desmond como una bofetada en la cara mientras entraba a zancadas en el salón, ataviado con prendas tan costosas como las que podría llevar cualquier gran noble del reino. Presa de unos celos tan mezquinos como su negro corazón, se lamentó de no haber podido librarse aún de los escoceses. En toda la noche le fue imposible pensar en otra cosa que no fuera saborear su venganza contra ese par.

Por ello, cuando Desmond vio que los conducían a la mesa que tenían asignada, la animadversión que sentía hacia ellos se intensificó aún más. Se vio acosado por la extraña idea de que se las habían ingeniado de algún modo para conseguir aquellos asientos con la única intención de provocarle e importunarle con su presencia.

De repente, se oyó un murmullo de admiración procedente de las mesas situadas al fondo del salón. Al ver al grupo de damas que avanzaban por el pasillo escoltadas por sus acompañantes masculinos, Desmond se sorprendió ante su belleza. La ira que le invadía no tardó en dar paso a la fascinación, y sin ser consciente de ello sonrió de complacencia ante aquella imagen. Cuando las dos damas más jóvenes inclinaron la cabeza con elegancia como muestra de respeto ante su presencia, Desmond recobró al instante el optimismo. Estaba seguro de no haber visto nunca a dos beldades como aquellas.

Mientras seguían avanzando hacia la mesa del hidalgo, Abrielle, sus padres y sus íntimos amigos, lord y lady Grayson y la hija de estos, Cordelia, acapararon la atención de todos los presentes. Los galanes más jóvenes se sintieron sobrecogidos por la belleza de las dos doncellas, aunque a decir verdad Elspeth e Isolde atrajeron otras tantas miradas entre los hombres de mayor edad, un hecho que despertó la ira de sus maridos hasta que Cordelia les rogó que consideraran aquellas miradas como un cumplido por sus refinados gustos.

El vestido de Abrielle era una combinación de numerosas capas de una vaporosa gasa dorada y adornada con delicadas cintas enjoyadas, por lo que parecía ir envuelta en una nube que ondeaba reluciente en torno a su esbelta figura. La belleza de su atuendo suscitó miradas llenas de envidia entre la mayoría de las mujeres, mientras que los hombres contemplaban boquiabiertos a la dama que lo llevaba puesto.

Brillantes capas de seda de un tono crema dejaban entrever la silueta de Elspeth en un revoloteo cautivador, lo que provocó que al menos uno de los antiguos pretendientes de la hermosa viuda presentes en la sala lamentara el hecho de que hubiera elegido a otro, envidiando a Vachel de Gerard más de lo que ya le había envidiado hasta aquel momento.

Con su cabello rubio y sus brillantes ojos azul claro, Cordelia se parecía mucho a su madre, lady Isolde. Vestidas con prendas tan bonitas como las que llevaban los otros miembros de la comitiva, atraían casi tantas miradas de admiración como la novia. A juzgar por la amplia sonrisa de lord Reginald, era evidente que estaba muy orgulloso de su pequeña familia.

Cuando Desmond alcanzó a ver a su futura esposa, esta caminaba junto a Cordelia, un poco por delante de sus padres. Como anonadado, se reclinó en la silla y las contempló boquiabierto. Pasó un largo momento antes de que se diera cuenta de su propio asombro y, con cierta turbación, se aclaró la garganta. Tras recorrer el salón con una mirada furtiva, comprobó aliviado que la mayoría de los hombres contemplaban a las cuatro mujeres de un modo muy similar.

Raven no estaba menos sobrecogido por la belleza de Abrielle que cualquier otro hombre presente en el salón; simplemente tenía más habilidad para disimularlo. Por desgracia, no se le daba tan bien ocultarse los sentimientos a sí mismo. A decir verdad, los fuertes latidos de su corazón corroboraban la pasión que sentía. El deseo de tener a Abrielle para él solo era tan grande que apenas lo disuadía pensar en el escándalo que provocaría si siguiera el impulso de estrecharla entre sus brazos y huir con ella hasta las tierras altas de Escocia. Si la muchacha le dirigiera una dulce mirada de ánimo, por leve que fuera, Raven se pondría en pie y correría a su lado antes de que De Marlé pudiera moverse de su silla dorada. Pero los ojos verdeazulados de Abrielle no se volvieron hacia él en ningún momento.

Ofreciéndole un brazo a su futura esposa Desmond sonrió cuando la hermosa joven posó su fina mano sobre su manga.

—Estáis más deslumbrante que cualquier dama que haya contemplado jamás, querida —afirmó—. Solo puedo pensar en cuan afortunado soy. Una vez que seáis mi esposa y sellemos nuestros lazos de unión, no habrá hombre más privilegiado que yo.

Abrielle se estremeció al pensar en aquellos precisos momentos. Incapaz de dar una respuesta adecuada, se volvió en silencio y dejó que Desmond la condujera hasta la mesa que él presidía. Por mucho que dudara de su capacidad para dedicar siquiera una sonrisa fugaz a Desmond y sus invitados, trató por todos los medios de que cuando menos sus labios adoptaran un gesto de conformidad.

Cuando se sirvió el banquete Abrielle se fijó en los hombros caídos y el semblante abatido de los hombres y las mujeres, a los que se les habían quitado las ganas de un verdadero festín. Una vez más la comida dejaba mucho que desear, solo se podía decir que estaba pasable. Si había algo que Abrielle esperaba hacer cuando fuera la señora de la casa era buscar a una cocinera mejor para que los ocupantes del castillo disfrutaran de la comida.

Al término de la cena se retiraron las bandejas y Desmond se puso en pie y alzó los brazos para llamar la atención de los invitados. Había decidido provocar cierta animadversión hacia la pareja de escoceses y estaba ansioso por avanzar hacia dicho objetivo.

—Normandos y sajones, prestad atención a mis palabras. Como ya sabrán a estas alturas todos los súbditos de Enrique, el rey ha decidido que su hija Matilde se convierta en heredera legítima del trono inglés tras la trágica desaparición de su hijo hace años en el naufragio del White Sbip, donde murió ahogado.

Aunque sus invitados tenían la impresión de que arrastraba las palabras, Desmond estaba convencido de que, al oírlo, hasta el mejor orador al servicio del rey se habría levantado del asiento en una muestra de respeto reverencial. A aquellas alturas, pensó, los escoceses esperarían una aburrida disertación sobre los miembros de la familia real.

—De expirar nuestro señor en los años venideros, la emperatriz Matilde, o Maud, como han dado en llamarla algunos de sus súbditos, reclamará el trono. Hasta el momento, todos los nobles le han prometido lealtad si un día falta su padre. Teniendo en cuenta su edad, es razonable pensar que no vivirá eternamente. También se sabe que el rey David de Escocia, tío de Matilde, ha jurado respetarla como soberana divina de esta tierra en caso de que fallezca su majestad. Por orden de Enrique, todos deberíamos prometer lealtad a Matilde y mantenernos unidos tras su muerte. Sin embargo, no puedo dejar de preguntarme si serán ciertos esos rumores que circulan por ahí últimamente, según los cuales el rey David aspira en secreto a hacerse con el trono de Inglaterra en lugar de permitir que su sobrina lo herede de su padre.

Muchos de los invitados asintieron y comenzaron a murmurar entre ellos, mirando a los escoceses con recelo.

Rayen elevó la voz para reclamar la atención de los presentes. —No me consta que mi soberano albergue deseo alguno de aspirar al trono inglés —declaró con franqueza, intuyendo la treta del hidalgo para suscitar antipatía contra los clanes escoceses y su monarca—. Por si a alguien le interesa, tengo entendido que el rey David tiene la intención de ayudar a la emperatriz en todo aquello que pueda necesitar durante su reinado y de brindarle todo el respeto que hasta ahora ha guardado al rey Enrique. Al fin y al cabo, Malcolm Canmore era el abuelo de Matilde, un hombre amado y respetado en nuestro país. Los escoceses no podríamos hacer nada mejor que jurarle lealtad. Y si intuís que alguien puede menoscabar el legítimo derecho de la emperatriz a reclamar el trono, tal vez debáis buscar a los culpables en vuestra propia tierra en lugar de tildar de traidores a los clanes escoceses. Pensar que podríamos estar en su contra no es sino una falacia.

—Entonces, ¿afirmáis que mantendríais vuestra lealtad a la emperatriz Matilde cuando esta reclame el trono de Enrique? —inquirió Desmond con una desagradable expresión de desdén.

—Mi lealtad se deberá siempre a Escocia —afirmó Raven sin vacilación—. Mucho queda por ver, pero me resisto a prever que la emperatriz Matilde pueda ser objeto de disputa por parte de nuestros clanes. Siempre la hemos considerado una de las nuestras.

—Los escoceses tenéis vuestra forma de respetar una idea y, cuando os conviene, dar la espalda a aquellos que en el pasado dijisteis haber admirado,

—Los escoceses solemos decir lo que pensamos, mientras que vos y los de vuestra clase no siempre sois capaces de ello —replicó Raven.

—¿Me estáis llamando mentiroso? —bramó Desmond, intentando levantarse de la silla a pesar de que en aquel momento toda la sala parecía hundirse y moverse a su alrededor sin lógica aparente. Agarrando una jarra de cerveza que tenía cerca, trató de llevársela a la boca, pero en lugar de ello se le escurrió de la enano, rodó por la mesa y mojó a todos los que estaban sentados a su derecha antes de que pudieran apartarse de su camino.

Desmond no se dio cuenta de que acababa de bautizar a muchos de sus invitados, pues todo su interés se centraba en fulminar con la mirada al más joven de los escoceses. Pero incluso en dicho objetivo se quedó corto. Tras haber consumido más vino y cerveza que la mayoría de los invitados, vio harto difícil cumplir su propósito ante la inquietante posibilidad de tener delante a dos adversarios, cuando un momento antes solo había un irritante bellaco llamado Raven Seabern.

—¿Me habéis… llamado… mentiroso? —repitió Desmond, arrastrando las palabras.

—Si el término os cuadra, señor, os aconsejaría que lo llamarais así —se limitó a contestar Raven.

—¿Que llame… así… el qué?

Ante la repulsión que le provocaba el estado de embriaguez del hidalgo, Raven se puso en pie y enseguida se vio acompañado por su padre, quien tomó la palabra en su propio nombre y en el de su hijo.

—Si nos disculpáis, señor, esta mañana hemos madrugado y ha resultado ser un día agotador para nosotros. Quizá nos permitáis acabar esta conversación en otro momento.

Desmond soltó una carcajada y trató de quitar importancia a la incapacidad de los dos escoceses para soportar los rigores de una cacería con el mismo aguante que habían demostrado sus otros invitados. De haber participado él en la competición, a buen seguro que les habría puesto en evidencia haciendo gala de su férrea resistencia.

—Vuestro hijo no parece muy fuerte —dijo en tono censurable, imitando el marcado acento escocés de Cedric—. ¿Acaso el gélido clima inglés ha helado vuestro lustre?

El anciano pasó por alto los insultos etílicos de Desmond y Raven esbozó una sonrisa hierática y reprimió la tentación de explicar al ebrio hidalgo lo fría que estaba el agua del riachuelo donde solía bañarse por las mañanas cerca de su casa paterna, en Escocia.

—No olvidéis, señor, que soy de las tierras altas, donde una mañana cualquiera helaría el lustre de un extranjero, ya fuera sajón o ni normando, que se aventurara a enfrentarse a nuestro gélido clima sin la debida precaución. ¿O acaso no sabéis que estamos justo al norte de vuestros dominios?

Evitando deliberadamente una posible réplica a su comentario, Raven dio media vuelta con aire resuelto y siguió a su padre con la intención de abandonar el salón. Los invitados los observaron durante un largo rato en medio de un tenso silencio.

—¡Esperad! —se oyó gritar a alguien de repente.

Abrielle se dio cuenta demasiado tarde de que Cordelia se había puesto de pie de un brinco para ir tras los escoceses. Pero ¿qué pretendía? ¿No veía que el plan que habían concebido para engañar a Desmond ya no podía funcionar?

—¿Qué hace? —preguntó lady Grayson a Abrielle en voz baja al ver que su hija perseguía a los Seabern.

Abrielle dejó escapar un gruñido y se llevó las manos a la cara.

—Teníamos planes para… distraer a Desmond de su obsesión con los escoceses —dijo—. Pero la noche ha terminado tan mal que no habrían progresado. No pensé que Cordelia…

—Abrielle —le reprendió su madre—, no deberías haber intentado interponerte entre los dos hombres.

—Pero, madre, ¿no veis que ya lo estoy? Al menos eso es lo que piensa Desmond —añadió con desánimo.

—¿Y tú qué piensas? —inquirió Vachel en voz baja.

Abrielle lo miró con aire grave.

—Pienso que sigo teniendo muy claro cuál es mi deber.

Las facciones de Vachel reflejaron de repente un sentimiento de consternación que se apresuró en ocultar tras una máscara de impasibilidad. Elspeth posó su mano sobre la de él y Vachel no la apartó, pero Abrielle intuyó que tenía la mente en el pasado y en lo que podría haber hecho de otra manera. Sintió tanta pena por él, que puso también su mano junto a la de su madre.

Mientras tanto, no dejó de observar atentamente a Cordelia. La vio conversar animadamente con los dos hombres, que acabaron sonriendo y recobrando su buen humor. Al final se despidieron de ella con una reverencia y abandonaron el salón. Abrielle miró do soslayo a Desmond; confiaba en que, después da todo, su plan hubiera funcionado, pero para su desgracia el hidalgo estaba tan ocupado comiendo y bebiendo que ni siquiera había reparado en que Cordelia estaba con los escoceses.

Cordelia regresó a la mesa y comenzó a comerse el postre como si nada hubiera pasado.

En medio del incómodo silencio que guardaba su familia y la de su amiga comentó:

—Humm, pues esto no está tan mal.

—Es difícil echar a perder un plato de fruta —respondió Abrielle en tono adusto.

Reginald puso los ojos en blanco ante la conducta poco seria de su hija e hizo callar a su esposa, que se giró para ponerse a hablar con Elspeth.

Abrielle se inclinó hacia su amiga y le dijo en voz baja:

—No deberías haber ido, pero ya que lo has hecho, ¿qué ha dicho Raven?

—Ha sido todo un caballero, naturalmente, pero la verdad es que no he flirteado con él. Es difícil resistirse a los encantos de su padre.

Abrielle cerró los ojos mientras dejaba escapar un gruñido.

—Pero parecía que estaba flirteando con Raven, ¿no es así?

—Sí, así es —contestó Abrielle a regañadientes—. Te agradezco el esfuerzo.

—Aunque Raven ha sonreído ante las palabras que le dirigía a su padre, me ha dado la impresión de que nuestro plan no le convencía.

—Pues claro que no —replicó Abrielle—. Es uno de esos hombres que se cree invencible y capaz de enfrentarse solo a cualquier circunstancia que se le presente. Mi única esperanza es que su padre consiga hacerle entrar en razón y ver que lo superan con creces en número y que es hora de que se marchen.

Cordelia sonrió de oreja a oreja.

—Después de haber conocido a su padre solo puedo decir que tu deseo tiene pocas probabilidades de cumplirse, pues ambos son hombres orgullosos, y sin duda tan feroces guerreros como debían de serlo sus antepasados celtas.

 

 

 

Abrielle estaba tan consternada por toda aquella situación, que le costó un buen rato dejar de pensar en todas las formas en que podían hacer daño a Raven y conciliar por fin el sueño. Gran parte de su inquietud se debía a algo que no llegaba a entender. Como le había dicho a Cordelia, el hecho de que él no la cortejara antes de que ella se comprometiera con Desmond demostraba su falta de interés en desposarse con ella, una actitud que, Abrielle tenía la certeza, respondía a su imposibilidad de aportar una generosa dote. Pero entonces, ¿por qué se preocupaba tanto por él? Y una vez que consiguió caer en brazos de Morfeo tampoco tuvo respiro, pues sus sueños se vieron impregnados de Raven… de su mirada, su tacto, el olor a aire fresco que despedía cuando lo tenía cerca… de cosas que ella no debería saber y que haría bien en olvidar y que aun así quería recordar el resto de su vida. Abrielle dio vueltas en la cama y, poniéndose encima de los cojines, sonrió cuando en el sueño vio a Raven apartándole un rizo suelto de la cara, y suspiró cuando notó que le acariciaba la mejilla con la yema de los dedos, y de repente pasó del calor al escalofrío y del escalofrío al calor cuando se dio cuenta de que el hombre de sus sueños era él en persona. Raven Seabern estaba inclinado sobre su cama, iluminado únicamente por la luz de la luna, y ella lo tenía cogido de la nuca, de aquella nuca suya tan suave y caliente, como si… como si…

Abrielle abrió los ojos de golpe y su grito ahogado se vio acallado antes de que saliera de su garganta cuando Raven le tapó la boca con su enorme mano y le indicó con un movimiento de cabeza que no chillara. Al notar la agradable aspereza de la palma callosa de él en sus labios suaves, un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

—Hablad en voz baja, milady, a menos que queráis despertar a todo el castillo.

Cuando por fin le destapó la boca, Abrielle le apartó la mano y se incorporó, cubriéndose con el cobertor hasta la barbilla.

—¿Cómo osáis invadir mi dormitorio, señor? ¡Y en la víspera de mi boda!

Raven se sentó sobre los talones junto a la cama y la contempló con aire grave.

—He osado porque vos habéis osado ayudarme esta noche… vos y lady Cordelia. Quería devolveros el favor advirtiéndoos que no volváis a arriesgaros tanto.

—¡No lo he hecho por vos! —replicó Abrielle enseguida, demasiado rápido, pensó—. Un estallido de violencia empeoraría las cosas para todo el mundo. No podía quedarme parada, viéndoos a vos y a vuestro padre a merced de Desmond cuando os supera en número y en ventajas.

—Así que esta vez habéis venido vos en mi auxilio.

Abrielle se encogió de hombros y apartó la mirada de él.

—Simplemente no quería que vuestra terquedad y vuestra sangre derramada estropeara el día de mi boda.

Raven se llevó la mano al corazón y esbozó una sonrisa.

—Cuánto os lo agradezco, milady.

—No hace falta que me lo agradezcáis —espetó Abrielle—. Y no subestiméis a Desmond, es un hombre demasiado celoso para jugar con él.

—Sí, y lo ha demostrado de sobra estos últimos días —añadió Raven.

Abrielle pensó en los cadáveres atados a los caballos.

—Lamento muchísimo que vuestro padre y vos os vierais atacados. Cuando pienso en lo malheridos que podríais haber salido, o algo… mucho peor…

—Solo eran dos hombres —dijo Raven con total naturalidad.

—Contra dos hombres.

Raven sonrió de oreja a oreja.

—No me importaría vérmelas con dos docenas de hombres para contemplar esa mirada de ternura en vuestros ojos.

—Debéis marcharos.

—No corro ningún peligro. Mi padre está vigilando en el pasillo.

—Quiero decir que debéis marcharos de mi dormitorio… ¡y del castillo! Mañana… esta noche… ¡ahora! ¡Antes de que ocurra algo peor!

—¿Vos queréis que me vaya?

En lugar de disponerse a marcharse, Raven se acercó aún más a ella. Su voz, suave y gutural, sonaba como un ruido sordo capaz de despertar algo primario en lo más hondo de Abrielle. Sintió el impulso de expresar sus deseos, pero supo que las palabras no saldrían de su garganta. Siguió mirándolo bajo el blanco resplandor de la luna que bañaba la silueta de Raven, iluminando su cabello negro y permitiéndole ver sus ojos azules llenos de una paz que no había visto hasta entonces. ¿Por qué hacía él aquello? ¿Por qué trataba de ayudarla?

Abrielle se obligó a recordar lo que estaba en juego.

—Sí, idos —dijo con frialdad—. No quiero que vuestra muerte pese sobre mi conciencia.

—Ni yo tampoco —le aseguró—. Sin embargo, me preocupa menos cómo pueda encajar esto vuestra conciencia.

Sin más aviso ni vacilación, Raven agachó la cabeza y rozó los labios separados de ella con los suyos. La mente de Abrielle se quedó en blanco y luego explotó en un estallido de sensaciones. Su beso fue lento, cálido, dulce, un denso caudal de pura miel que la arrastró hasta el fondo de su interior, a un lugar lejano, un lugar nuevo y excitante.

Raven no se precipitó, no la presionó ni la forzó. Cuando la punta de su lengua rozó la de ella, los labios de Abrielle se abrieron un poco más sin necesidad de que ella lo pensara ni de que él la alentara. Una parte de ella, ajena a su propia voluntad o a una voluntad externa, quería más, pero Raven se limitó a dejar su boca sobre la de Abrielle unos latidos más y luego se separó de ella y retiró con suavidad las manos que ella, sin darse cuenta, había puesto sobre sus hombros.

Raven se puso en pie, parecía enorme en la pequeña habitación.

—Me voy de vuestro dormitorio, milady, pero sabed que mañana no me marcharé del castillo. Para mí es ya una cuestión de orgullo.

—¿De orgullo o de arrogancia? Sois demasiado osado, señor. Podría comenzar a gritar y…

—Podríais —le cortó Raven—, pero no lo habéis hecho. Y no la haréis. Tal vez deberíais pararos un momento a pensar por qué es así, antes de que retoméis el dulce sueño que he interrumpido.

Dicho esto, Raven se despidió de ella con una reverencia y abandonó la estancia. Por su espíritu temerario bien merecía que lo cogieran, pensó Abrielle aun cuando contuvo la respiración hasta que tuvo la certeza de que el intruso había conseguido atravesar el salón de sus padres y llegar al pasillo sin problemas. Solo entonces dejó escapar un fuerte suspiro y se desplomó en la cama, donde se quedó mirando el techo de madera con la esperanza de que Raven saliera de sus sueños como lo había hecho de su dormitorio.

Años atrás aquel traje malva con profusos bordados había vestido a Elspeth con majestuosidad con motivo de su primera boda, y en ese día serviría a su hija para el mismo fin. El hecho de que le quedara de maravilla, como confeccionado a medida de la joven, sin duda habría complacido al padre de haber sido el novio un caballero digno de su hija. Sin embargo, en aquellas circunstancias, Elspeth no pudo menos que dejar escapar un profundo suspiro de lamento al imaginar a su única hija atrapada en brazos de Desmond. La sospecha de que el hombre era tan maligno como una víbora venenosa la descorazonaba ante el acontecimiento que tendría lugar en breve.

Ya se habían realizado todos los preparativos necesarios para presentar a la novia con sus mejores galas. Llevaba su larga melena rojiza, que le llegaba hasta las caderas, recogida en la nuca y trenzada con gran número de cintas del mismo tono que el vestido. En la cabeza portaba una diadema de oro finamente labrado y un reluciente velo malva, cuyo ruedo primorosamente bordado caía con delicadeza sobre sus esbeltos hombros y su espalda. El hecho de que las mejillas de la novia presentaran una palidez inusual y de que sus finos dedos temblaran de modo incontrolable pasó inadvertido para todos salvo para su madre.

A Elspeth se le volvieron a llenar los ojos de lágrimas y a punto estuvo de derramarlas al pensar en el valeroso esfuerzo de su hija por parecer calmada.

—Rezo para que se produzca un milagro —susurró al oído de su única hija mientras fingía arreglarle el velo—. No soporto la idea de verte en brazos de Desmond, y aun así no se me ocurre nada que pueda hacerse a estas alturas para salvarte de un ser tan despreciable. Vachel confía en que serás feliz cuando te des cuenta de lo rica que eres, pero yo me temo que eso significará bien poco para ti mientras estés casada con Desmond.

—Madre, no lloréis, os lo ruego —le pidió Abrielle en voz baja mientras se le empañaba la vista—. Si os veo llorar no seré capaz de soportar esta noche sin sucumbir yo misma al llanto. Debemos tratar de ser valientes y mantener la calma.

Al ver que se acercaban sus amigas, Elspeth se apresuró a secarse las mejillas con un pañuelo y dedicó a las mujeres una temblorosa sonrisa.

—Ten ánimo, Elspeth —le susurró Isolde en tono compasivo mientras le pasaba un brazo sobre los hombros—. El día no ha llegado a su fin, aún podría ocurrir un milagro; no sería la primera vez, como bien sabes. Rezo para que Dios se apiade de ti y de Abrielle, pero tanto si eso sucede en breve como si tarda años en ocurrir, no me cabe duda de que podréis soportar lo que os depare el futuro y de que tarde o temprano gozaréis de la bendición de un milagro. Elspeth sonrió pese al dolor que la embargaba. Nunca antes se había dado cuenta de que su mejor amiga podía ser tan optimista. —Sé que debo tratar de animarme, querida amiga, pero falta tan poco para la celebración de la boda, que cuesta creer que pueda ocurrir algo que cambie a tiempo el curso de los acontecimientos. Por mucho que Vachel pueda necesitar lo que Desmond ofrece, no soporto la idea de que ese ogro pretenda casarse con mi hija. ¡Es tan despreciable…!

—No os preocupéis por mí, madre. Estaré bien —afirmó Abrielle con valor mientras estrechaba la fina mano de su madre contra su mejilla y fingía sonreír—. No tenéis por qué estar tan preocupada. Estoy segura de que Desmond me tratará bien.

Elspeth dedicó a su hija una sonrisa temblorosa, pero, incapaz de hablar con entereza, solo consiguió decir con un hilo de voz:

—Parece que ha llegado la hora de que nos reunamos con los demás.

Isolde posó una mano sobre el brazo de su amiga.

—Cordelia y yo nos adelantaremos. Reginald nos espera en la capilla.

Elspeth le estrechó la mano.

—Iremos enseguida.

Isolde les dio un breve abrazo y aguardó a que Cordelia hiciera lo mismo. Madre e hija se volvieron después hacia sus amigas para sonreírles a modo de despedida y, enjugándose las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas, se alejaron con tristeza.

Vachel estaba esperando a Elspeth y Abrielle en la estancia contigua y, al ver el rostro de su esposa, se preguntó si habría sido acertado dejar que su hijastra hiciera semejante sacrificio por la familia.

—Estás preciosa, querida —dijo en voz baja, cogiendo la mano de Abrielle.

—Desmond estará preguntándose dónde estamos —musitó ella tratando de transmitir cierta apariencia de entusiasmo. Mantuvo la voz firme y contuvo el temblor de su cuerpo, pues sabía cuan doloroso era aquel día para su padrastro.

Vachel miró de reojo a su esposa en el preciso instante en que ella se apresuraba a tapar sus labios temblorosos con un pañuelo ribeteado de encaje. Si alguna vez en su vida se había sentido mala persona, sin duda fue en aquel momento. Aun así, sabía lo mucho que sufriría su pequeña familia viéndose sumida en la pobreza; sus vidas serían insoportables, y su precaria situación tendría consecuencias mucho más dolorosas de lo que prometía ser el matrimonio de su hijastra con Desmond.

¿Qué iba a hacer él? ¿Qué podía hacer? Se sintió como si estuviera de espaldas contra un muro de piedra y con un cuchillo en el cuello a la espera del momento de arrebatarle la vida. La feliz unión que había llegado a saborear con todo su corazón probablemente no volvería a darse de nuevo, pensó ante la imagen de su mujer consumiéndose de dolor por su hija.

Elspeth le tocó una manga.

Deberíamos salir ya, Vachel. Desmond nos aguarda —le recordó.

Vachel suspiró abatido. En aquel momento el hidalgo era la última persona a la que deseaba ver.

—No lo dudo.