Capítulo 8

ABRIELLE reprimió el impulso abrumador de escapar de la capilla entre gritos de pánico. Sabía que, salvo para un puñado de los presentes, su apariencia era serena y majestuosa, y así debía ser. El milagro por el que tanto había rezado para que la boda no llegara a celebrarse no se había producido, aunque consideró un milagro menor que hubiera sido capaz de expresar en voz alta los votos que le unirían por siempre jamás al esperpento que tenía al lado.

Por fin, y con más diligencia de la cuenta, el cura los declaró marido y mujer. Abrielle posó su mano sobre el brazo del novio. Incluso aquel tímido gesto de intimidad hizo que quisiera huir de él y se preguntó cómo conseguiría soportar las horas que le esperaban, por no mencionar la terrible noche que vendría después. Un nudo pequeño y apretado se le formó en el estómago y allí permaneció mientras su nuevo esposo y ella atravesaban el salón de banquetes para saludar a los invitados. Caballeros y damas se pusieron en pie y alzaron sus copas para brindar por la unión y expresar una miríada de buenos deseos entremezclados con bromas llenas de entusiasmo. Abrielle se concentró en mantener una apariencia de felicidad y lo consiguió hasta que al volver la cabeza sin razón atisbo a un hombre casi oculto en una esquina en sombra de la escalera. Al instante, el nudo del estómago creció y se apretó.

Raven, de pie, con los brazos cruzados sobre su ancho pecho, observaba los actos con expresión adusta y sombría. Aunque su rostro no mostraba nada de lo que pasaba por su mente, Abrielle sintió el peso de su implacable mirada tan contundente como si la hubiera puesto una mano en el hombro. Se dijo que era lógico que ante una mirada tan obstinada ella dirigiera la vista una y otra vez en aquella dirección, por muy rápido que la desviara hacia otro lado. Se aseguró a sí misma que no tenía nada que ver con lo deslumbrante que estaba Raven con su traje de cuadros escoceses en negro y su impecable camisa blanca, en contraste con sus largos rizos oscuros, que tanto le favorecía. Ni tampoco tenía que ver con lo que había ocurrido la noche anterior, ni con el zumbido que oía en su cabeza, ni con el hormigueo que sentía en el labio inferior cuando pensaba en cómo él había agachado lentamente su cabeza sobre ella y…

No podía pensar en aquello. Ni aquella noche ni nunca más. Lo hecho, hecho estaba. Pero ahora era una mujer casada, se recordó a sí misma mientras un estremecimiento la sacudía por dentro; era su deber obrar en consecuencia… y asegurarse de que Raven hiciera lo propio.

A tal fin, se puso de espaldas al rincón donde él se encontraba y, esbozando una sonrisa forzada, se entretuvo con conversaciones banales y contó hasta cien, luego se permitió lanzar una mirada fugaz más allá de los invitados congregados a su alrededor y comprobó que Raven seguía observándola. Abrielle apartó la vista, sonrió ante comentarios que apenas oía de gente que no conocía y volvió a mirar al escocés: continuaba absorto, la expresión de su rostro era inescrutable. ¿Qué le pasaría por la mente? ¿Y en qué estaría pensando ella para dejar que el descaro de él la distrajera precisamente aquella noche?

Durante el festín se sucedieron los brindis por los novios, y a cada jarra de cerveza o copa de vino que vaciaba, Desmond estaba cada vez más ebrio y su presencia resultaba cada vez menos soportable a su joven esposa. Las costosas vestiduras de Abrielle se vieron salpicadas en numerosas ocasiones, provocando las carcajadas del novio, que se afanaba en secar con energía el líquido que le manchaba el pecho y el regazo. Mantener la compostura sentada a su lado fue casi insoportable para Abrielle. Pero más duro fue aguantar sus pegajosos labios rozándole la mejilla o sus dientes mordisqueándole el cuello. Las atenciones de su nuevo esposo le recordaban a una serpiente maligna en busca de un lugar donde poder hincar el diente.

Ya en el dormitorio del hidalgo, Abrielle trató de contener los violentos temblores que la acosaban mientras intentaba prepararse mentalmente para el momento en que su esposo apareciera por la puerta. Durante la espera, fue ella quien tranquilizó a su madre, cuando era su madre quien pretendía consolarla.

Los labios de Elspeth temblaban mientras se debatía al borde del llanto, pero tras respirar hondo se prohibió llorar más de lo que ya había llorado; sabía que si comenzaba a sollozar no ayudaría a nadie. Tratando por todos los medios de controlar sus emociones, se enderezó y levantó la barbilla. Aun así, pasó un buen rato antes de que se atreviera a hablar sin temor a que se le entrecortara la voz.

—Nunca imaginé que al aceptar la propuesta de matrimonio de Vachel te obligaría a ti a unirte con Desmond de Marlé. No sabes cuánto lo lamento, querida. Cuando decidí seguir lo que me dictaba el corazón no tuve en cuenta las arduas pruebas a las que podrías verte obligada a enfrentarte por culpa de mi egoísta proceder.

Abrielle abrazó a su madre y la estrechó contra su pecho. Cuando la miró a los ojos, tuvo que contener las lágrimas que amenazaban con brotar.

—Siempre me habéis dicho que hay que mirar al futuro con esperanza, y eso es lo que debo hacer ahora, confiar en que algo bueno saldrá de mi matrimonio con Desmond. —Aunque sentía que un peso insoportable le oprimía el corazón, Abrielle se esforzó en sonreír, pero apenas lo consiguió—. Rezaré para que con el tiempo nuestra unión resulte beneficiosa. Y ahora id a la cama, madre. Estaré bien.

No más de media hora más tarde la reticencia de Abrielle se vio multiplicada por diez cuando Desmond atravesó la antecámara tambaleándose y entró en el dormitorio donde ella lo esperaba. Los ojos enrojecidos del hidalgo parecían más saltones que nunca cuando se clavaron en Abrielle, que yacía en la cama sin más prendas que un vaporoso camisón. Como si se viera saboreando ya un dulce exquisito, Desmond se pasó la lengua lentamente por los labios.

A pesar de los esfuerzos que había hecho pora convencerse da que podría soportar lo que sucediera durante su iniciación al matrimonio, Abrielle no habría imaginado que su esposo se lanzaría encima de ella y, asustada, gritó. Un torbellino de miedo la invadió cuando Desmond le desgarró el canesú de encaje del camisón y metió la mano por debajo, y prorrumpió en un quejido de dolor cuando le agarró un seno. Se mordió el labio inferior para evitar gritar y enseguida notó el sabor de la sangre.

Temió no ser capaz de sobrevivir a aquella noche, y menos aún a su primer encuentro conyugal. Teniendo en cuenta las muestras de crueldad que había dado Desmond hasta entonces, no podía menos que preguntarse a qué tortura se vería sometida si permanecía junto a su obsesionado esposo un segundo más. Por su manera de proceder, la amenaza de que acabara violándola con brutalidad parecía del todo real. Abrielle sabía que tenía que huir de aquel hombre si no quería perder el juicio, cuando no la vida.

Desmond dejó de agarrarla con tanta fuerza y comenzó a echar, a un lado el cobertor. Al ver que aquella podría ser su única oportunidad de escapar, Abrielle se zafó rápidamente de las garras de su esposo borracho y salió de la cama de un salto. Al principio no sabía adonde ir, solo la movía el apremiante deseo de huir de allí y ponerse a salvo.

El furioso bramido de Desmond puso alas a sus pies descalzos y, presa de un pánico creciente, corrió hacia la antecámara y cogió su bata de la silla donde la había dejado. Abrió la puerta de golpe y, todavía con la bata a rastras, salió corriendo al pasillo. Al mirar a la izquierda intuyó que en aquella dirección no encontraría ayuda alguna, pues no se veían más habitaciones a lo largo del corredor. Rápidamente dio la vuelta hacia el otro lado, sabía que en una corta carrera llegaría a la escalera que conducía al piso de abajo, donde se encontraban los aposentos de sus padres, el único sitio en el que parecía que podía buscar refugio.

Oyó unos pasos desiguales y tuvo la certeza de que Desmond iba tras ella. No quiso pensar siquiera en lo que le haría si conseguía atraparla. De hecho, su propia vida podría estar en peligro si le daba la oportunidad de cogerla.

La muchacha se echó a correr por el pasillo con un ímpetu fruto de la desesperación; no tuvo en cuenta los riesgos que podría comportar tratar de orientarse en un corredor mal iluminado y totalmente desconocido para ella. Al mirar un instante hacia atrás comprobó, aliviada, que su esposo avanzaba a trompicones y jadeando, de vez en cuando posaba su mano en el muro de piedra, como si necesitara un apoyo. Abrielle rezó con fervor para que no le alcanzaran las fuerzas para seguirla hasta los aposentos de sus padres o, en caso de que lo lograra, para que su padrastro tuviera más miedo de contrariar a su esposa que a su anfitrión. Dado el estado de embriaguez del hidalgo, no era descabellado contemplar dicha posibilidad. Vachel no se caracterizaba por tener demasiada paciencia con aquellos que bebían hasta límites inaceptables.

—¡Abrielle, vuelve aquí!

Para su sorpresa, la voz de su esposo sonó suave, como si a pesar de su embriaguez se diera cuenta de que si lo descubrían persiguiendo a su mujer quedaría en ridículo.

—Si no te detienes, juro por Dios que te encerraré en lo más profundo de este torreón, y ten por seguro que pagarás por lo que estás haciendo. Créeme, tu espalda no se verá tan bonita después de una buena tanda de azotes. Cuando pruebes el sabor amargo del látigo, pedirás clemencia y vendrás arrastrándote a mis pies.

Ante aquella amenaza, un escalofrío de terror le recorrió todo el cuerpo. Si bien consideraba que su esposo era completamente capaz de golpearla hasta dejarla sin sentido o algo aún peor, no podía ceder a sus exigencias. Si se detenía, no le cabía la menor duda de que tendría que someterse a la consumación forzada de su matrimonio, acto que le parecía mucho más atroz que cualquier tortura o paliza, por dolorosa que esta fuera.

Abrielle lanzó una mirada a su espalda e intentó calcular la distancia que la separaba de su perseguidor. Un instante después profirió un grito de dolor: su pie descalzo se había golpeado contra una piedra irregular. Dando un torpe traspié mientras intentaba recuperar el equilibrio, se cayó contra la pared y se dio tal golpe que a punto estuvo de perder el conocimiento.

Desmond se abalanzó hacia ella mucho más rápido de lo que Abrielle imaginaba que podría hacerlo alguien de complexión tan rolliza y con tanto alcohol en el cuerpo. La sensación de peligro traspasó la niebla que la envolvía; de repente tuvo tanto miedo que el corazón le dio un vuelco. El temor de verse atrapada de nuevo en las malévolas garras de su esposo le sirvió de acicate para recuperar los sentidos y se giró rápidamente en un intento desesperado por evitar que Desmond le diera caza. Los dedos extendidos del hidalgo echaron mano de su larga melena suelta, pero Abrielle logró zafarse de él, sacrificando en el camino unos cuantos cabellos, y echó a correr con el corazón a punto de salírsele del pecho, plenamente consciente del serio peligro que corría su vida.

El camino de huida apenas resultaba visible, solo lo iluminaba la luz de la luna que se colaba por los ventanucos de la torrecilla que se alzaba sobre la escalera de piedra. Si conseguía llegar al piso de abajo sin que Desmond acortara la distancia que lo separaba de ella, tal vez pudiera llegar a los aposentos de sus padres antes de que su marido la atrapara. Incluso era posible que Vachel pudiera razonar con el hidalgo y convencerle de que debía tener paciencia con su nueva esposa.

Abrielle miró un instante hacia atrás para ver lo lejos que se encontraba Desmond. Para su desgracia, comprobó que se hallaba mucho más cerca de lo que se había atrevido a imaginar, por lo que apenas tuvo el tiempo justo de bordear el poste de arranque de la escalera. A menos que se le ocurriera una treta para atraer o confundir a su perseguidor una vez que hubiera bajado la escalera, su huida se vería en grave peligro. Abrielle temía que en tal caso Desmond volviera a intentar cogerla del pelo, sobre todo porque aún le dolía el cuero cabelludo. Pero si así conseguía escapar de su marido, tendría que arriesgarse.

Concentrando en sus piernas toda la fuerza que pudo reunir en un intento desesperado por agrandar la distancia entre ambos, Abrielle apretó el paso en su carrera y al llegar al final del corredor se volvió y se enfrentó al ogro.

—Ahora ya no podrás escapar de mí, Abrielle —se jactó Desmond, seguro de sí mismo pese a su hablar arrastrado y las dificultades que tenía para respirar—. A tu espalda tienes la pared, y solo puedes optar por un camino… el que pasa por delante de mí.

El sudor perlaba la frente de la muchacha y caía a goterones por las coloradas mejillas de Desmond. El hidalgo se llevó una mano al costado de su hinchado vientre, como si tratara de calmar el dolor causado por el esfuerzo realizado, y luego echó a andar hacia ella con una sonrisa de suficiencia.

Abrielle se tensó mientras esperaba el momento oportuno para tratar de pasar por su lado sin que la cogiera. Sintió que los pelos se le ponían de punta al ver a su esposo caminar despacio hacia ella con la confianza propia de un tirano. Cuanto más cerca estuviera de él, pensó nerviosa, más probabilidades tendría de sortearlo. Si dejaba mucho espacio entre ellos, Desmond se daría cuenta de sus intenciones y le interrumpiría el paso.

El hidalgo se hallaba a no más de un brazo de distancia cuando Abrielle aprovechó el hueco que había entre la pared y él para escapar como si le fuera la vida en ello. Desmond extendió un brazo en el intento de cogerla, pero no sirvió de nada, pues la muchacha giró sobre sí misma cual derviche y esquivó sin problemas sus zarpas, lo que provocó que su enfurecido esposo comenzara a echar sapos y culebras por la boca.

Abrielle corrió hacia la escalera con todas sus fuerzas concentradas en las piernas. La amenaza de caer en manos de su beodo marido le servía de potente incentivo.

—Te cogeré —dijo Desmond, airado y casi sin aliento, mientras echaba a correr tras ella a trompicones—, y cuando lo haga, ten por seguro que te enseñaré a no huir de mí.

Gracias a la tenue luz de la luna que entraba por la torrecilla Abrielle vio que tenía la escalera justo delante. El hecho de que su treta hubiera funcionado tan bien le daba esperanzas, pero sabía que aún no podía cantar victoria. Seguía oyendo el pesado caminar del ogro a su espalda, más lento que antes pero aun así persistente.

Un instante después de reemprender la huida, Abrielle chocó de lleno contra un muro, un muro alto, caliente y sumamente musculoso. A causa del impacto, rebotó hacia atrás y se le nublaron los sentidos, hasta que unas manos fuertes la cogieron por los codos con delicadeza y la ayudaron a recuperar el equilibrio aturdida, levantó la cabeza y se vio ante unos ojos azules que le resultaban más que familiares.

Abrielle ahogó un grito y trató de soltarse.

—Oh, Raven, no, marchaos de aquí. ¡No debéis inmiscuiros!

—¡Vil bellaco! ¡Quitadle las manos de encima a mi mujer! —espetó Desmond de Marlé. Le costaba respirar, había hecho un esfuerzo que superaba con creces los límites de su indolencia habitual, y en la penumbra su rostro rojo y sudoroso parecía mucho más inflado que de costumbre—. Escocés insolente —dijo arrastrando las palabras, intercaladas con reiterados accesos de hipo. Blandió un puño amenazador bajo la majestuosa nariz del otro hombre y continuó con su invectiva—: Ya os habéis… entrometido bastante… en mis asuntos… Y esta vez… habéis ido… demasiado lejos. ¡Os voy a… hacer pedazos! Esta es mi mujer… y este es mi castillo… lleno de amigos míos… y de una legión de hombres… que me deben lealtad.

Raven desvió sin esfuerzo el puño rollizo de Desmond con el revés del antebrazo. Había un toque de peligroso desdén en su sonrisa indulgente. .

—¿Hombres a los que mandáis llevar a cabo vuestras inmundas acciones, como los últimos dos que perdieron la vida? ¿Y a cambio de qué, de la promesa de una mísera recompensa? ¿O es cierto que la lealtad de la que os jactáis no la conseguís con dinero sino con amenazas, viles amenazas no solo contra sus vidas sino también contra la de seres inocentes, como sus mujeres e hijos? ¿Era ese el pago que les esperaba a esos hombres si no me mataban?

—Eso no es de vuestra incumbencia —farfulló Desmond; su sonrisa de suficiencia era cada vez mayor mientras pensaba en algo que serviría aún más para aplacar su sed de castigo—. Cierto es, maldito escocés, que me encantaría ver vuestra cabeza clavada en lo alto de una picota más allá del puente levadizo de este torreón. Así, cada vez que pasara por delante de vuestro cráneo putrefacto, me reiría al recordar vuestros fútiles esfuerzos de haceros con Abrielle. —Si creéis que podéis hacerlo mejor que los dos desdichados que enviasteis a morir bajo mi espada, no conozco a nadie más necio que vos.

Ante aquel comentario provocador, a Desmond casi se le salieron sus saltones ojos de las órbitas, indicio inequívoco de que su cólera iba en aumento.

Abrielle no sabía qué hacer, no albergaba la más mínima esperanza de que aquella confrontación pudiera acabar bien. De momento, por lo menos, Desmond había desviado su atención de ella, pero no podía dejar allí a Raven y que sufriera las consecuencias de la terrible furia de Desmond. Con todos los amigos del hidalgo alojados en el castillo y dispuestos a matar a todo escocés que supusiera una molestia, Raven se exponía a una muerte segura.

Los labios de Raven se curvaron en una medio sonrisa divertida al tiempo que retomaba la palabra en tono de mofa:

—Aun así, si os empeñáis en intentar matarme vos mismo, con mucho gusto os daré la opción de elegir las armas que emplearemos. ¿O pensáis asesinarme mientras duermo, cuando no haya nadie cerca que pueda ver vuestra acción? Sois como una rata vieja y gorda que sale de su agujero por la noche y anda correteando de aquí para allá para ver qué maldad puede hacer mientras los demás duermen. Pero yo sé cómo tratar con alimañas como esas. Echar de comer sus despojos a los gatos evita tener que enterrarlas.

—¡Maldito escocés engreído! ¡Ya os enseñaré yo quién carece de ingenio! —replicó Desmond—. ¡Será con vuestros despojos con los que los gatos se darán un festín esta misma noche!

—Si estáis resuelto a realizar dicha hazaña por vuestros propios medios, señor, será mejor que tengáis en cuenta aquello en lo que vuestros hombres no pensaron. Antes de convertirme en emisario me formé como guerrero, así pues, es rara la ocasión en la que no me defiendo ante un ataque. Supongo que recordaréis eso de nuestro primer encuentro en el palacio de su majestad. Aquella vez salisteis corriendo con el rabo entre las piernas. De haber tenido un ápice de valor, os habríais adentrado vos mismo en el bosque seguido de vuestros hombres en lugar de limitaros a decirles dónde podían encontrarnos a mi padre y a mí.

Aquel comentario era demasiado insultante para que Desmond pudiera soportarlo con prudente serenidad. Cualquier razonamiento que pudiera haber sostenido antes de la boda se había esfumado después de la ingente cantidad de cerveza que había ingerido. Estaba totalmente indignado, ofendido hasta límites que escapaban a la razón, la cual en su caso, y en aquel momento, lo hacía más frágil. Un hediondo juramento salió de su garganta al tiempo que arremetía contra el escocés con las manos convertidas en garras y con el deseo de apretarlas alrededor del cuello hasta que se revolcara en el suelo entre estertores de muerte. Un segundo antes de que las manos de Desmond llegaran a su objetivo, Raven se echó a un lado con destreza y el hidalgo pasó de largo.

Desmond dejó escapar un grito agudo y aterrador que se ahogó en su garganta cuando vio ante sí la escalera de piedra por la que había empujado deliberadamente a su hermanastro meses atrás. Frente a la inminente caída, trató por todos los medios de recobrar el control de los pies y clavarlos en el suelo, pero sus esfuerzos fueron en vano. Un instante después se tambaleaba al borde del mismo precipicio al que se había visto abocado Weldon, experimentando en sus carnes el terror repentino que en su día había fantaseado que sentiría su hermanastro antes de poner en marcha su mortífero plan. Sus cortos brazos se agitaron ¡^n el aire cual aspas de molino en un intento desesperado por frenar el impulso de su cuerpo. Sin embargo, por mucho que trató de evitar la caída, no logró recuperar el equilibrio.

Sintió el latido desenfrenado de su corazón en sus oídos y contra su pecho. En un intervalo de tiempo que cubrió el abismo existente entre la vida y la muerte, desfiló una eternidad ante el ojo de su mente. Vistas vertiginosas —comparables quizá, o acaso totalmente distintas, a aquellas que su hermanastro mayor debía de haber visto en el instante fugaz que precedió a su muerte— llenaron la mente de Desmond con un terror que crecía rápidamente. La respiración se le entrecortó de nuevo en un grito ahogado cuando el pánico cauterizó su ser con sus propias visiones en expansión de lo que parecía su sino infernal. Al fondo de la escalera solo había oscuridad, aunque con los entierros que llevaba a sus espaldas de todos aquellos a los que había matado, había aprendido a memorizar muchas de las funestas advertencias implícitas en dichos mensajes. Tenía un vivido recuerdo de los desvaríos martirizadores que había sufrido su propia madre, que había muerto retorciéndose de terror ante lo que había creado su propio delirio. Al igual que ella, Desmond tenía la sensación de ver demonios retorciéndose bajo él en una masa informe, los cuales en plena agonía levantaban los brazos con gesto lastimero y suplicante para que un ángel sublime y misericordioso los liberara de su tormento. Otros espectros de aquellas siniestras tinieblas parecían hacerle señas y aguardar su presencia con sonrisas lascivas y malévolas, como si ellos fueran los nefastos cancerberos de aquel lugar infame. Luego, como si el horror que estuviera viviendo no bastara para cauterizar todo su ser con terror, vio pasar ante el ojo de su mente unos vapores blanquecinos que formaron una imagen que le recordó a su hermanastro. La aparición fantasmal movió la cabeza de un lado a otro con tristeza y señaló el oscuro abismo que se abría a sus pies.

—Nunca quise tirarte por la escalera, Weldon —dijo Desmond lloriqueando mientras la baba le caía por la barbilla sin que él hiciera nada por impedirlo—. ¡Fue un accidente! ¡Tienes que creerme, hermano! ¡No te vengues de mí por lo que ocurrió aquella noche! ¡Déjame vivir! ¡Ten piedad de mí, te lo ruego!

Raven y Abrielle se miraron y sintieron un extraño cosquilleo en la nuca. Nunca antes habían oído tanto pavor en los gritos de una persona que se enfrentaba a la muerte como en la súplica desesperada del hidalgo.

Desmond trató con todas sus fuerzas de agarrarse a algo que frenara el impulso cada vez mayor que empujaba a su cuerpo. Por un momento apoyó el antebrazo en el muro de piedra que servía de contrafuerte, pero sus flojos músculos no pudieron sostener su peso ni un instante. De repente se vio rodando escalera abajo en una torpe caída durante la cual escaparon de su garganta una sucesión de gruñidos sordos. Su cabeza chocó contra la pared y el cuello quedó extrañamente torcido a causa del golpe. Aunque siguió cayendo al vacío en un descenso sin obstáculos, ya no salieron más sonidos de su boca. Finalmente, la mole de su cuerpo fue a parar a los pies del poste de arranque del piso de abajo y allí se quedó, con las extremidades extendidas, la boca abierta y los ojos mirando hacia arriba con expresión ausente.

En lo que pareció un lapso de tiempo extraordinariamente largo, Desmond permaneció despatarrado al pie de la escalera, donde había ido a parar tras caer boca arriba en el suelo de piedra. El tenue resplandor que proyectaban unas velas titilantes a cierta distancia dejaba entrever el lugar donde yacía el cuerpo del hidalgo. Desde el descansillo donde estaban, ante la oscuridad que se extendía bajo .sus pies, ni Raven ni Abrielle podían determinar si Desmond había quedado inconsciente a causa de la caída o si su silencio no era más que un ardid para conseguir que se acercaran, cual una araña cuando aguarda a que sus víctimas se queden enredadas en su tela antes de abalanzarse sobre ellas e inyectarles su veneno mortal. Si se trataba de esta última posibilidad, no había duda de que Desmond querría vengarse, si no de ambos, al menos sí de su joven esposa, antes de que la noche tocara a su fin.

Aquella noche había conseguido que Abrielle perdiera la serenidad, hasta tal punto que se echó a temblar de modo incontrolable al recordar a Desmond pronunciar el nombre de su hermano…

¿Habría visto el fantasma de Weldon? ¿O simplemente se habría sentido acosado por el crimen que había cometido en el pasado?

Al bajar con cuidado por la escalera detrás de Raven, sus piernas temblorosas parecían tan inestables que temía que le fallaran en cualquier momento y se precipitara escalera abajo hasta caer en brazos de su esposo. Tanto daba que Desmond estuviera vivo o muerto. La mera idea de que aquello pudiera ocurrir hizo que se le erizara el vello de la nuca, una sensación que tuvo la certeza de que no olvidaría jamás.

—Tened cuidado, os lo ruego —pidió a Raven con voz temblorosa al ver que la mitad inferior del brazo derecho de Desmond yacía oculto bajo su cuerpo. La enorme desconfianza que le inspiraba el hombre alimentó aún más temores—. Podría tener un puñal escondido en alguna parte y estar esperando el momento en que os acerquéis. Tened por seguro que si puede, os matará.

Receloso ante aquella posible treta, Raven se detuvo en el peldaño que quedaba justo por encima del hidalgo y con la punta de la bota empujó suavemente la cadera del hombre para ver si reaccionaba. No fue así. Ni siquiera emitió un gruñido; la única reacción visible fue el movimiento de su cuerpo, que se contoneó como un áspid muerto al ser cogido por la cola.

Raven pasó de un lado al otro de la mole que yacía de forma grotesca en el suelo y se arrodilló a su lado para ponerle dos dedos en el cuello y buscarle el pulso. Al cabo de un momento vio que no hacía falta, pues de haber estado vivo, no habría podido contener la respiración lo suficiente para llevar a cabo ningún ardid. Aun así, Raven comenzó a pensar en las numerosas repercusiones que provocaría la muerte de Desmond y en la mejor manera de proteger a la dama de las desagradables sospechas de las que sería objeto.

Se puso en cuclillas, levantó la cabeza y miró a Abrielle con detenimiento.

—Si no me equivoco, milady —dijo en voz baja—, ya no tenéis nada que temer del hidalgo. Creo que se ha roto el cuello en la caída.

Abrielle dejó escapar un grito ahogado de sorpresa, se tapó la boca con una mano temblorosa y se pegó al muro de piedra, por el que resbaló sin fuerzas hasta quedar sentada en el suelo a unos centímetros de Raven. Temblaba como una hoja y el corazón le latía con tanta fuerza que le parecía que no podía respirar, y menos aún pensar.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó en un susurro desesperado. Lo único en lo que podía pensar era en el acuerdo económico que la convertiría en una mujer riquísima y, al mismo tiempo, sería fuente de todo tipo de sospechas sobre ella y sobre su padrastro—. ¿Qué voy a hacer? —repitió mientras una ráfaga de pensamientos discordantes pasaba por su mente—. ¿Cómo voy a explicar lo que ha ocurrido? —Abrielle juntó las manos y las apretó contra su pecho—. Seguro que los amigos de Desmond pensarán que de algún modo yo tengo la culpa… ¿Cómo no van a pensarlo cuando hace tan solo un rato que se reunió conmigo en nuestros aposentos y ahora estamos aquí fuera… junto a su cadáver al pie de la escalera? ¿Y si alguien me ha visto huir de él por el pasillo? ¿Cómo voy a explicarlo?

—No tendréis que explicar nada —contestó Raven.

Verla tan afligida le desgarraba el corazón, pero no tanto como para que a aquellas alturas no hubiera evaluado la situación por completo. Era poco probable que alguien hubiera presenciado lo ocurrido. El sobrino de Desmond se había encerrado en sus aposentos, como queriendo mostrar su airada protesta contra el matrimonio del hidalgo o quizá simplemente en espera del momento oportuno para echar del castillo a los dos escoceses. El resto de los invitados ya se habían marchado o retirado a sus aposentos. Raven lo sabía porque había estado vagando por los pasillos, tratando de liberar parte de la amargura que sentía tras ver a la inocente Abrielle prometer amor y respeto a De Marlé. La noche anterior su dulce inocencia y su vulnerabilidad absoluta le habían hecho entender que había cometido un error al besarla y no había podido dormir sabiendo cómo se sentiría ella en su noche de bodas. No era una casualidad que hubiera estado cerca u hubiera oído sus gritos.

—¿Que no tendré que explicar nada? ¿Cómo no voy a hacerlo? —inquirió Abrielle, sumamente angustiada. Se abrazó con fuerza y pestañeó varias veces seguidas para tratar de contener las lágrimas que empañaban sus ojos—. Debo pensar en lo que tengo que hacer.

Raven le cogió las manos y las juntó bajo el calor de las suyas mientras se arrodillaba a sus pies.

—No penséis. Limitaos a escucharme. Regresaréis a los aposentos del hidalgo y os quedaréis allí hasta que vengan a comunicaros la noticia de su fallecimiento.

—Pero…

Raven estrechó las manos de ella entre las suyas.

—¡Chis! Haced lo que os digo y confiad en mí. —Al ver cómo Abrielle se mordía el labio inferior añadió—: Al menos confiad en mí esta noche. Teniendo en cuenta lo mucho que ha tardado el hidalgo en dirigirse a vuestro encuentro, a cualquiera le parecería razonable suponer que os habéis quedado dormida esperándolo. Convenceos de que no habéis hecho nada de lo que debáis avergonzaros. El estado de embriaguez de De Marlé y su odio hacia mí lo han llevado a su muerte, nada más. Vos sois inocente de cualquier acto reprobable, milady. ¿Creéis lo que os digo?

Abrielle se veía casi sumida en la desesperación ante el temor de lo que podría pasar si se descubrían las circunstancias en las que Desmond había muerto.

Pero yo he huido de él. No soportaba estar con él. Tenía miedo de…

—No os faltaban razones para tener miedo, milady. Era un hombre despreciable que solo se preocupaba de sí mismo. Mandó a aquellos hombres a que nos mataran pese a que carecían de la habilidad para satisfacer sus instintos asesinos. ¿Qué le importaba a él que no volvieran con vida? Lo único que buscaba era mi muerte, y tanto le daba si vivían o morían con tal de que las culpas se las llevara otro. En un ataque de furia podría haber sido muy capaz de mataros si no hubierais huido de sus aposentos. ¿Acaso no os ha amenazado con haceros daño mientras os perseguía? Quién sabe lo que podría haberos ocurrido si os hubierais quedado con él. Por el modo en que pronunció el nombre de lord Weldon, es posible que gritara presa de la culpa por su implicación en su muerte.

Sus palabras tenían sentido, y Abrielle se aferró a ellas con alivio. Sin embargo, en aquel momento le asaltaron dudas que solo tenían que ver con Raven. ¿Por qué estaba vagando por los pasillos del torreón la noche de su boda? Y ahora que sabía la verdad del terrible suceso que ella había provocado al escapar de su legítimo marido, ¿querría algo a cambio de su silencio? Abrielle recordaba cómo había flirteado con ella pese a saber que estaba a punto de ser una mujer casada. Y lo peor de todo, recordaba el beso que él le había dado y la poca resistencia que había ofrecido ella, y el nudo de preocupación y vergüenza que se le había formado en el estómago hasta sentirse realmente mal.

—Pero ¿y vos? ¿Qué haréis? —inquirió—. ¿A quién se lo contaréis?

—A nadie. —Raven la miró fijamente a través de la oscuridad—. Haré lo mismo… Volveré a mis aposentos y aguardaré la llegada de un nuevo día. Y ahora marchaos.

Abrielle dio media vuelta y, sintiendo que miles de ojos la observaban desde todos los rincones, se encaminó a toda prisa hacia los aposentos de su difunto esposo. Las palabras de Raven sobre la llegada de un nuevo día resonaban en su cabeza a cada paso que daba. Se sentía tan fría como la muerte que había encontrado Desmond al caer por la escalera. Guardaría silencio para protegerse de las sospechas. Si no había hecho nada malo, ¿por qué la embargaba la culpa? Debería sentirse aliviada por haberse librado de Desmond de Marlé. Sin embargo, ignoraba aún cómo encajarían los invitados del castillo el hallazgo del cuerpo… y lo que sospecharían de ella.

¿Y qué iba a hacer con Raven Seabern? Deseó que se marchara, que al despuntar el nuevo día del que él hablaba hubiera desaparecido, llevándose consigo lo que sabía sobre aquel terrible secreto. Al menos parte de ella lo deseó, pero sabía que probablemente la realidad no se ajustaría a sus deseos. Para bien o para mal, conocía a aquel hombre lo bastante para sospechar que no sería tan fácil librarse de él.