Capítulo 19

RAVEN, incapaz de permanecer impasible ante el llanto de una mujer, se incorporó en la cama, apartó las mantas y, poniéndose en pie, se plantó ante su esposa.

—Abrielle, esto no puede continuar así—dijo con severidad—. No puedo seguir seduciéndote por la fuerza. No volveré a poseerte de este modo. Ya es hora de que tú vengas a mí.

El hecho de que Raven asumiera con aquella facilidad el papel dominante en su vida despertó la ira de Abrielle y consiguió que sus lágrimas se secaran con la rapidez con la que habían brotado. Apartando el edredón con gesto airado, se puso de pie de un brinco y se encaró a él desde el otro lado de la cama.

—Pues ya puedes esperar sentado, Raven Seabern. Tal vez seas dueño de mi riqueza, pero no conseguirás que mi corazón y mi alma se aflijan cuando te marches.

—¿Por qué…? —Dudó, la vista de las curvas de Abrielle acentuadas por su camisón arrugado lo distrajeron, pero pestañeó, frunció el ceño y retomó la palabra—: ¿Por qué iba a marcharme?

Pero Abrielle no dijo nada más, se limitó a meterse otra vez en la cama y le dio la espalda. Raven deseó girarla hacia él para que le explicara qué había querido decir exactamente, y deseó estrecharla entre sus brazos y acostarse con ella, por mucho que acabara de decir que no volvería a poseerla hasta que ella diera el primer paso, o que creyera estar harto de esa manera de hacer el amor. Sin duda era un necio por permitir que lo desconcertara de aquel modo, pero no hasta el punto de dejarse llevar como estaba tentado de hacer en aquel momento. No le daría esa satisfacción a su exasperante esposa. Pero tampoco estaba dispuesto a negarse el placer de dormir junto a ella, aunque no pudiera tocar su cuerpo por culpa de la mal dita promesa que le había hecho. Menudo necio era, pensó míen tras se metía en la cama, colocaba los brazos detrás de la cabeza para contener el impulso de tocarla y clavaba los ojos en el techo.

 

 

 

Si en la nueva casa de los Seabern había tensión, en el resto de Inglaterra los conflictos aumentaban por momentos. Nunca antes había enviado a tantos heraldos a la vez para que entregaran despachos a distintas partes del reino. Las noticias que llevaban eran realmente graves. Durante una breve estancia en su castillo de Lyons la-Foret, adonde había acudido con la intención de cazar en el bosque que lo rodeaba, Enrique I, hijo menor de Guillermo el Conquistador, había caído enfermo y en menos de una semana había fallecido. Su muerte era el preludio no solo de un tiempo de duelo por su dolorosa pérdida sino también de una época larga y angustiosa para el reino del difunto monarca.

La primera esposa de Enrique había sido una escocesa, hermana del propio rey David, y el soberano había designado a la hija de ambos, Matilde, para que le sucediera en el trono. Años atrás su padre había recibido la promesa de todos sus nobles de que la apoyarían cuando él muriera. Si bien los nobles no veían con demasiado entusiasmo la designación de Matilde, temían que si juraban lealtad al sobrino del difunto monarca, Esteban de Blois, perderían cuanto habían obtenido durante el reinado de Enrique, bien por méritos propios, bien por medio de subterfugios.

Si el rey no hubiera estado en desacuerdo con su hija y el marido de esta en el momento de su fallecimiento, Matilde habría corrido al lado de su padre en su lecho de muerte y reclamado su derecho al trono antes de que nadie pudiera usurpárselo. En lugar de eso, en solo unos días Esteban había conseguido imponerse como rey en la mente de los nobles y no tardó en desafiar con agresividad a cualquiera que no viera con buenos ojos aquella idea. Aunque faltaban todavía varias semanas para que la coronación oficial de Esteban fuera un hecho, su autoridad parecía consolidarse con la ausencia ininterrumpida de Matilde en Inglaterra. En los días subsiguientes se puso de manifiesto que tan regios dominios se verían sumidos en el más sombrío de los conflictos, una situación muy distinta del pacífico reinado de Enrique durante los años que ocupó el trono.

 

 

 

En su sexto día de matrimonio, Raven fue convocado a una reunión con el rey David para tratar las recientes tensiones existentes en la relación entre Escocia e Inglaterra. Abrielle estaba de pie junto a su madre, expuesta al frío gélido del patio, viendo cómo Raven hablaba con su padre mientras aguardaba la llegada de su escudero y de otros tres hombres armados que habían acudido con ellos desde Escocia.

Elspeth rodeó a su hija con el brazo.

—Estoy segura de que te duele verlo partir.

Abrielle asintió, sorprendida ante la veracidad de las palabras de su madre a pesar de que ella y Raven seguían enfrentados en su matrimonio. En las últimas noches habían compartido cama, pero los separaba un abismo de ira y malentendidos.

—Quizá… —añadió Elspeth despacio, observando a su hija—, esta separación os sirva para ver vuestro matrimonio con más claridad.

Abrielle se volvió para mirar a su madre; un gesto cargado de sarcasmo asomaba en las comisuras de su boca.

—¿Tan segura estáis de que tenemos cosas que aclarar entre nosotros?

—Veo sufrir a mi hija. Quiero que seas feliz, Abrielle.

Abrielle se cerró la capa alrededor del cuello y volvió a mirar con frialdad a su marido, que en aquel momento atravesaba el patio a pie junto a su caballo en dirección a ella.

—Madre, dais por sentado que dos países no van a interponerse entre nosotros. Dais por sentado que Raven valora más nuestro matrimonio que sus obligaciones para con su rey.

Elspeth abrió la boca para hablar, pero se abstuvo de decir nada ante la llegada de Raven, que se paró delante de Abrielle y la miró muy serio. La vio hermosa, orgulloso y distante, rasgos todos ellos que formaban parte de las contradicciones que definían a su espíritu.

—Adiós, Raven —dijo Abrielle en voz baja—. Regresa sano y salvo.

Raven se agachó para darle un beso en la mejilla y se impregno de su agradable fragancia. No quería marcharse sin el consuelo final de su abrazo, pero no estaba dispuesto a obligarla.

—Volveré pronto —aseguró, luego se volvió y montó a lomo de Jerjes, su fiel corcel. Tras despedirse de su padre y sus suegros con la cabeza, salió cabalgando del patio, rumbo al norte.

En los días y semanas que siguieron, una nefasta oleada de muí I te, violencia y saqueos se extendió rápidamente debido a aquello! que sacaron provecho de la situación utilizando los terribles medios que les brindaban su codicia y maldad desenfrenadas. El pillaje se convirtió en una práctica común en toda Normandía e Inglaterra, hasta el punto de que nadie estaba a salvo de sufrir uní agresión o de ser asesinado incluso en su propia casa. El problema parecía proliferar sobre todo en los caminos, donde era frecuento que gente inocente sufriera el ataque de individuos inclinados al robo y a otros graves actos de violencia.

Abrielle dio cobijo y curó a más de una víctima, e imaginaba a menudo a Raven viajando por aquellos caminos peligrosos entre los dos países. Era su marido, y ya solo por esa razón era lógico qui quisiera que regresara a casa sano y salvo. Sin embargo, pensar en él también le inspiraba pensamientos tiernos nacidos de su corazón de mujer, sentimientos que eran cada vez más fuertes pese a verse vapuleados por la tristeza, la confusión y el arrepentimiento. ¿Seria aquella la vida que le esperaba, siempre viendo partir a Raven, siempre preguntándose quién podría matarlo por su país de nacimiento? ¿O llegaría el día en que su marido se viera en la tesitura de luchar con Escocia contra la gente de Abrielle? Hubo un tiempo en que se había jurado a sí misma que no se expondría al sufrimiento de enamorarse de él; ahora se preguntaba si tendría más opción que las que había tenido al casarse con él.

 

 

 

Que uno fuera leal a Esteban o a Matilde no parecía importante; había muchos que estaban decididos a cosechar, bien por medio de la arbitrariedad, bien por la fuerza, los beneficios que pudieran obtener de la discordia que se propagaba por el reino. Los caballeros y hombres en general que habían estado en su día bajo las órdenes de Vachel acudieron una vez más a defenderlo, repartiendo sus fuerzas entre la casa de Vachel y la de Abrielle. Dichos caballeros, así como los soldados de a pie y sus respectivas familias, aceptaron la invitación de Vachel de establecer su residencia permanente dentro de los protectores muros de piedra que rodeaban la torre del homenaje. Muchos de los que vivían allí reconocían que la presencia de los caballeros apaciguaba en parte sus temores, pues más allá de las puertas del castillo estaba claro que vecinos, familiares y amigos se habían vuelto unos contra otros con brutalidad en un mundo del revés del que se había desterrado la razón.

Fue a ese castillo adonde los tres miembros de la familia Grayson y varios de sus leales caballeros huyeron a toda prisa al abrigo de la noche. Al igual que los caballeros y soldados de a pie que habían escapado del terror que imperaba en sus tierras, los Grayson acudieron buscando refugio, llevando consigo sus posesiones más preciadas, así como baúles repletos de ropa y enseres imprescindibles. Su huida, sin embargo, no estuvo exenta de incidentes, pues una flecha lanzada por un desalmado se había clavado en el hombro de lord Grayson mientras ayudaba a los sirvientes a acomodar a su pequeña familia en un carro. Tuvieron que sacar varios artículos de valor de uno de los carros para que los codiciosos salteadores se abalanzaran sobre el botín y comenzaran a pelearse entre ellos, lo que permitió a la familia escapar de una muerte segura.

A su llegada, los sirvientes ayudaron a Reginald a entrar en el torreón, seguido de Isolde y Cordelia. Abrielle y Elspeth, puestas ya sobre aviso, tenían una cama medio preparada, con el colchón cubierto ya con sábanas blancas limpias aunque gastadas por el uso, cuando los sirvientes entraron en los aposentos con Reginald a cuestas. Isolde y Cordelia estaban visiblemente consternadas por saberlo herido, pero les alentó oír a Vachel asegurándoles que su señor tenía mucha resistencia y que no era de los que sucumbía fácilmente a la flecha de un bandido. Se instó entonces a madre e hija a que regresaran a la antecámara, donde era más recomendable que permanecieran hasta que lograran extraer la flecha. Abrielle mandó a un sirviente que trajera vino caliente para las mujeres, confiando en que la bebida bastara para disipar muchas de sus dudas y sirviera quizá para que se relajaran mientras se mantenían en vela. Pero Abrielle sí que entró en el dormitorio de Reginald. Nunca había extraído una flecha, a diferencia de Cedric, y quería ayudarlo en cuanto pudiera necesitar.

Con la ayuda adicional de una abundante dosis de cerveza fuerte para el paciente, Cedric pudo extraer la flecha y cauterizar después la herida con un atizador al rojo vivo. Superado el trance, un Reginald medio adormilado le ofreció una jarra de cerveza en señal de agradecimiento. Cuando Elspeth, Cordelia e Isolde entraron en el dormitorio se encontraron a Cedric y Reginald riendo juntos como si acabaran de contarles un chascarrillo de lo más gracioso.

La mirada de Cordelia buscaba instintivamente los intensos ojos azules del escocés mayor, que en respuesta a su atención le guiño el ojo y le dedicó una radiante sonrisa torcida, provocando con ello que las mejillas de la joven se sonrojaran de inmediato.

—Veo que las estrellas han salido para brillar en el manto de la noche que me cubre —afirmó Cedric, riendo con voz profunda— Si no es así, lo que veo ante mí es el resplandor de la sonrisa de milady.

—Podéis estar seguro de ello, señor—dijo Cordelia, agachando la cabeza con un gesto arrebatador—. Es probable que hayáis salvado la vida a mi padre, y por ello os estaré eternamente agradecida. De hecho, me gustaría elogiaros tanto a vos por vuestra destreza para extraer la flecha como a Abrielle por su eficiente ayuda.

—Os doy mi humilde gratitud por vuestros generosos elogios, milady—contestó Cedric, inclinando la cabeza brevemente en gesto de agradecimiento.

Abrielle se limitó a estrechar La mano de su amiga, incapaz de expresar con palabras lo feliz que se sentía de contar con su compañía en aquellos tiempos tan duros.

Isolde cogió la mano de su marido.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con el tono de preocupación propio de una esposa.

Reginald la miró sonriente.

—Bastante tranquilo ahora que ha pasado lo peor. He tenido mucha suerte de que lord Cedric estuviera aquí para atenderme. Lo he pasado peor en manos de médicos que me han tratado heridas más simples. Vale la pena tener cerca a un buen hombre como él.

—Os dejaré en las competentes manos de Abrielle —dijo Cedric, dedicando a su nuera una breve reverencia—. Mi hija política es una experta sanadora. Ahora debo irme. Aún queda un buen rato de entrenamiento en el patio de justas antes de que acabe el día.

—¡Tened cuidado! —le instó Cordelia mientras Cedric atravesaba el umbral de la puerta presuroso—. Esperamos volver a veros pronto.

Cedric volvió la cabeza y guiñó un ojo a la hermosa joven.

—Volveré, milady, dadlo por hecho.

Al ver que Isolde y Elspeth comenzaban a colmar de atenciones al somnoliento Reginald, Abrielle les dejó un puñado de hierbas machacadas con las que preparar una cataplasma y se dejó arrastrar por Cordelia a la antecámara.

Las dos amigas se dieron un largo abrazo, luego Cordelia retrocedió un paso y estudió el rostro de Abrielle mientras la amarraba de los brazos.

—No has cambiado nada para estar casada con Raven.

—Oh, Cordelia, sin ti no me pareció una boda de verdad —dijo Abrielle, dando un suspiro.

—Pero seguro que la noche de bodas fue de verdad —dijo Cordelia con una sonrisa maliciosa.

Abrielle dejó escapar un quejido y se volvió de espaldas a Cordelia.

—Ni siquiera las amigas deberían hablar de cosas tan íntimas.

Cordelia le dio la vuelta, para tenerla de cara, y borró la sonrisa de su rostro.

—Abrielle… Cuando me marché de aquí tratabas a Raven como aun pretendiente más, uno al que, de hecho, habías pedido que abandonara el castillo. Y en la siguiente carta me anunciabas de sopetón que te casabas, sin más detalles.

—Es que… quería comunicarte la noticia con presteza, por eso no me entretuve escribiéndote una carta más larga.

—Es un hombre bien plantado. Así que, ¿por qué veo una sombra en tu mirada cuando hablas de él? Y no me digas que simple mente estás preocupada por él en su ausencia, porque no te crecí e.

Abrielle nunca había ocultado nada a su amiga, así pues le hizo un breve resumen de lo ocurrido desde el episodio en que los habían descubierto durmiendo juntos hasta el día de la boda.

—No debió de ser una ceremonia muy alegre… —dijo Cordelia con sequedad—. Pero seguro que Raven es mucho mejor que Desmond de Marlé.

—Si me mostrara vulnerable, Raven podría hacerme sufrir más que Desmond —susurró Abrielle, abrazándose a sí misma—. Sabes que desde el principio me ha sido imposible confiar en los motivos que ha tenido para cortejarme.

—Abrielle, eres una mujer maravillosa; cualquier hombre estaría encantado de casarse contigo solo por ti misma. Raven tiene suerte de haberte conseguido, no importa cómo, y estoy segura de que él lo sabe.

—Ojalá pudiera creerte —repuso Abrielle—. Pero aunque así fuera, es mucho más complicado que eso. Raven es escocés, Cordelia. Si entramos en guerra con ellos…

—¿Te ha pedido lealtad a su rey?

—Pues… no, pero…

—Entonces ya resolveréis eso cuando llegue el momento. Aunque los países luchen entre ellos, marido y mujer no tienen por qué hacerlo.

Abrielle se sentía tan desgarrada por las emociones, que las lágrimas consiguieron que le ardieran los ojos.

—No es tan sencillo. Si me permito amarlo y luego tiene que dejarme por una guerra, ¿cómo lo soportaré?

—Abrielle, ninguno de nosotros puede predecir el futuro. Si todos basáramos nuestras acciones en lo que podría pasar, nos quedaríamos en la cama muertos de miedo y no tomaríamos ninguna decisión. Tienes que dejar que el amor entre en tu corazón.

—No sé si puedo —respondió Abrielle finalmente.

 

 

 

Teniendo en cuenta las matanzas que estaban produciéndose y la violencia generalizada en todo el reino, no era de extrañar que Thurstan de Marlé hubiera visto en ello el instrumento ideal para utilizarlo en contra de Raven Seabern. El escocés le había arrebatado lo que le pertenecía desde un principio: el torreón de De Marlé y la riqueza que lo acompañaba. Había llegado el momento de que Thurstan enviara al escocés al lugar de donde procedía… o a la tumba. Pero antes tomaría el castillo mientras su nuevo señor estaba ausente.

No le fue difícil visitar a los diversos señores de la región y sacar partido de sus preocupaciones en cuanto a la paz y la seguridad de sus hogares, tan próximos a Escocia. Thurstan animó a todos a asediar la nueva base de poder de Raven alegando que así podrían «preservar» su pertenencia a Inglaterra, y no a Escocia. No había que permitir que los escoceses se apoderaran de más territorio inglés.

Y presos de la inseguridad y del miedo, los señores del norte de Inglaterra lo escucharon y permitieron que Thurstan, pariente de Weldon de Marlé, un hombre tan respetado en vida, los dirigiera. Thurstan se vio obligado a su vez a llevar a su lado a Mordea, la hermanastra de Desmond. Seguía aferrándose a ella y alimentando su odio, en espera del día que pudiera necesitar sus malvadas habilidades.

Sin previo aviso, Thurstan y un nutrido contingente de nobles, caballeros y hombres armados a caballo llegaron a aquellas tierras con gran estruendo, haciendo que los siervos huyeran despavoridos hacia la fortificación de piedra para poner su vida a salvo. Cabalgando junto a Thurstan a lomos de un corcel greñudo iba Mordea, con sus largos y crespos cabellos revoloteando a su espalda. Llevaba los hombros cubiertos por una enorme piel de lobo gris a modo de sombría capa, bajo la cual un peto protegía su robusto torso.

Tras permitir la entrada de los aterrorizados siervos en el patio, Vachel ordenó que subieran el puente levadizo para impedir el acceso a los invasores, que les pisaban los talones. Acto seguido, seleccionó a varios dé los mejores jinetes entre los siervos y les pidió que se armaran con espadas y picas; luego dirigió al grupo por el pasadizo que conducía a la salida posterior, por donde los raptores de Abrielle y Nedda las habían sacado del castillo. Desde entonces los subterráneos de la fortaleza habían experimentado cambios beneficiosos, entre ellos la instalación de una cuadra donde, en distintos compartimientos situados cerca de la puerta exterior, se hallaban algunos de los caballos más veloces, lo que permitiría a los ocupantes del castillo salir rápidamente en persecución de cualquiera qué llevara a cabo otra tentativa de secuestro. Desde allí, Vachel envió a varios jinetes en diferentes direcciones con la esperanza de que alertaran a sus aliados y los convencieran de que acudieran prestos en su auxilio para derrotar a los agresores que, sin previa provocación, habían decidido tomar posesión del castillo. Sin embargo, la mayoría de los señores del norte recordaban bien el pasado, y lo más probable era que creyeran que había que expulsar a los escoceses de Inglaterra.

Thurstan, portando una bandera blanca y vestido completamente de negro salvo por el peto metálico que le cubría el pecho, se adelantó. Al llegar a un punto en el que podían oírle desde las almenas, detuvo su caballo.

—No tenemos nada en contra de la mayoría de los ocupantes del castillo. Si os rendís, no sufriréis ningún daño. Pero los señores de Northumberland no permitiremos esta incursión de Escocia en nuestra tierra. Queremos preservar la pertenencia de esta fortaleza a Inglaterra.

Vachel, con las piernas abiertas y los brazos en jarras, gritó:

—Hablo en nombre de lady Abrielle, ama y señora del castillo por legítimo derecho, como bien sabéis. Aunque su señor sea escocés, el castillo y sus tierras pertenecen a Inglaterra, y lady Abrielle se ha mantenido y se mantendrá firme al respecto. Así pues, exijo que pongáis fin a este acto de violencia ahora mismo, antes de que mueran hombres inocentes.

Thurstan bajó la bandera y se alejo; había intentado llegar a un acuerdo de paz. Inquieto, se dijo que se habría contentado con la rendición, pero en lo mas hondo de su ser se regocijaba ante la idea de ganárselo a pulso, de luchar por lo que creía que era suyo. Y con el modesto ejército que había logrado reunir gracias a la ayuda de sus vecinos, el asedio tendría un glorioso final.

Vachel y Cedric, uno al lado del otro, observaron desde las almenas la partida de Thurstan.

—Así que quiere preservar la pertenencia de este castillo a Inglaterra… —dijo Cedric en tono de misterio.

—No pensará que vamos a tragarnos semejante sandez —repuso Vachel—, aunque al parecer el resto de los vecinos de Abrielle sí le han creído.

—¿Os parece que el castillo está preparado?

—Podríamos haber empleado más tiempo, pero Raven lo ha preparado todo a conciencia. Sin duda intuía los conflictos que se avecinaban.

—O al menos la animadversión de los señores de esta región fronteriza —añadió Cedric, negando con la cabeza—. ¿Qué tal las mujeres?

—Bien. Elspeth y Abrielle han asignado tareas a todo el mundo para mantenerlos ocupados y reducir así las posibilidades de que cunda el pánico. Están fabricando flechas, preparándose para curar a los heridos y, por supuesto, haciendo provisión de comida y bebida para los hombres cansados. —Vachel vaciló—. ¿Pensáis que Raven volverá en medio de todo esto? Espero que no regrese hasta que todo acabe y hayamos salido victoriosos.

—Ignoro los planes que le tiene reservado el rey David —respondió Cedric—. Pero conozco a mi hijo, y si se entera del ataque de Thurstan, vendrá. Pero hasta ese momento, sabemos lo que tenemos que hacer.

—Os agradezco vuestra ayuda —le dijo Vachel. —Esta batalla afecta tanto a vuestra familia como a la mía —le respondió Cedric dándole una palmada en el hombro.

Cedric eligió a los mejores arqueros entre los que compartían el mismo rango y los dispuso en las almenas para que repelieran el avance de los soldados que trataban de atravesar el riachuelo a través de puentes flotantes. Enseguida una lluvia de flechas comenzó a caer sobre los intrusos, que corrieron a refugiarse bajo cualquier árbol, roca o muro que les ofreciera protección.

Cedric caminaba detrás de los siervos, instándoles a apuntar bien y a que cada flecha contara. Elogiaba sus habilidades; intentaba que su determinación de derrotar a los agresores pesara incluso más que su desprecio por Thurstan. Aunque actuaban en defensa del castillo, a los siervos les asustaba la idea de matar a un hombre libre, pues sabían que podían sufrir diversos grados de castigo por semejante ofensa. Por ello miraban a Cedric para que él los orientara. Con su acento tranquilizador, de efecto balsámico para muchos de ellos, les aseguraba que su nuevo señor, Raven Seabern, esperaba de ellos que protegieran sus tierras y sus familias. Su poder de convicción dio resultados visibles en el campo enemigo, que en cuestión de segundos quedó sembrado de cadáveres y hombres malheridos bajo el ataque implacable de las flechas.

Al ver que los soldados de Thurstan colocaban tablones reforzados con la intención de atravesar el foso, Vachel pensó en la forma de disuadirlos. A tal efecto, ordenó a los siervos que calentaran calderos llenos de grasa derretida para verterla sobre aquellos que no tardarían en tratar de escalar los muros de piedra. Dejó al escocés al mando de esas tareas y se fue a dirigir otras maniobras defensivas que había puesto a menudo en práctica durante las Cruzadas. Asimismo, mandó cargar con grandes piedras un par de catapultas recién construidas por si las necesitaban.

Al mismo tiempo que los ocupantes de la fortaleza preparaban su defensa, el enemigo puso de manifiesto su decisión de permanecer allí el tiempo que hiciera falta montando un campamento al abrigo de la arboleda justo pasado el claro. Instalaron arietes en la parte delantera del foso con la intención de utilizarlos en su asalto al puente levadizo. Desde el castillo veían a Thurstan dirigir a aquellos que lo habían acompañado en su incursión. Haciendo un gesto con el brazo, indicó a sus hombres que llevaran un pontón de madera dividido en dos hasta la parte delantera del foso. Tras apoyar la primera mitad en vertical en la orilla opuesta a la fortificación, la dejaron caer en el agua, donde se mantuvo a flote gracias a las numerosas vejigas de animal llenas de aire que contenía.

Los arqueros apostados en las colmenas lanzaron una lluvia de flechas sobre los intrusos, con las que hirieron a un número elevado de enemigos antes de que lograran protegerse con los escudos que llevaban colgados a la espalda. Enseguida, otro grupo de hombres con la segunda sección del pontón a cuestas corrieron hacia el extremo opuesto de la primera mitad, desde donde la dejaron caer sobre el agua para cruzar la parte restante del foso, a solo uno o dos pasos de la estrecha lengua de tierra que quedaba al descubierto bajo el puente levadizo, entonces subido. La estructura original del puente era tan pesada y maciza que resultaba casi inmune al impacto de las hachas y armas similares. Sin embargo, una fila de hombres cargados con grandes haces de juncos secos y otras plantas combustibles atravesaron corriendo el pontón a fin de apilarlos en la tierra que quedaba bajo el puente levadizo.

Sus intenciones eran claras. Dado que el puente era demasiado pesado y macizo para traspasarlo en un período de tiempo razonable, tratarían de quemarlo y así poder entrar en el castillo. Varios de los hombres de Thurstan estaban proveyéndose ya de antorchas encendidas para ejecutar su plan.

Vachel envió a media docena de siervos a la cocina para que trajeran sin tardanza calderos de agua hirviendo. Cuando regresaron a las almenas, los invasores ya estaban prendiendo fuego a los haces de hierbas secas amontonados a los pies del puente. El contenido de las enormes ollas, transportadas entre parejas de siervos por medio de una pértiga robusta, fue vertido de inmediato tanto sobre la leña en llamas como sobre los que portaban las antorchas. Los intrusos, empapados de agua hirviendo, volvieron corriendo por los pontones entre alaridos de dolor mientras desde las almenas vertían más calderos de agua sobre las llamas.

En el interior del castillo, Abrielle, Elspeth, Isolde, Cordelia y las mujeres que trabajaban en la cocina continuaron llenando calderos enormes, esta vez de grasa derretida. Bajo las ollas ardía un fuego avivado entre todas ellas; el calor aceleró el derretimiento de la manteca y esta comenzó a borbotear y chisporrotear. Una vez líquida, la sustancia se trasvasó entonces a recipientes ligeramente ni más pequeños que los diligentes siervos procedieron a transportar con correas a las almenas, desde donde se vertió sobre los soldados que trataban de subir por las escaleras de mano. Gritos de angustia acompañaron el descenso inmediato de aquellos a los que les cayó encima el aceite hirviendo, y aunque otros trataron de ocupar sus puestos, una cascada continua de grasa líquida disuadió de su empeño a todo el que lo intentó. La única forma que tenían los agresores de aliviar en cierta medida el dolor que les producían las que- maduras consistía en zambullirse en el foso, pero algunos estaban tan malheridos que fueron incapaces de llegar a la otra orilla o de vadear el riachuelo. Muchos de ellos acabaron hundiéndose bajo la superficie del agua sin que nadie advirtiera su desaparición.

Largas pértigas con tablas en cruz fijadas a los extremos valieron a los siervos como un medio relativamente seguro para apartar las escaleras de los huecos en los que se habían encastrado temporalmente. Las sirvientas, por su parte, se apresuraron a arrojar cubos de agua sobre las flechas en llamas que se habían alojado en ciertas estructuras de madera de la fortaleza. Los invasores, como era lógico, no temieron los esfuerzos de las mujeres hasta que notaron el calor abrasador de las sustancias en ebullición a través de la ropa. Las quemaduras provocaron que muchos de ellos cayeran de las escaleras improvisadas entre gritos de dolor. El agua del foso fue casi tan eficaz como el líquido hirviendo que habían vertido sobre ellos, pues el gélido viento penetraba rápidamente sus trajes empapados mientras intentaban salir a rastras del agua.

Poco después, otra ráfaga de flechas en llamas comenzó a atacar las almenas y la pasarela que rodeaba el castillo con la intención de prender fuego al aceite que los ocupantes del torreón arrojaban sobre sus adversarios. Una ola tras otra de flechas bombardearon las almenas, así como las defensas que se erigieron rápidamente para garantizar la seguridad de quienes estaban refugiados dentro del recinto amurallado. A pesar de las incesantes órdenes y exigencias que Thurstan imponía a sus hombres, los siervos demostraron ser más tenaces en su defensa del castillo. Bajo la eficiente dirección de Vachel y Cedric, llegaron a creer que tenían posibilidades de derrotar al enemigo y conseguir que Thurstan se retirara con el rabo entre las piernas. Estaban motivados para seguir luchando hasta la muerte si era necesario. Era mejor pelear con valor y morir intentando defenderse que verse sometidos a los crueles castigos que a Thurstan y Mordea se les ocurriera infligirles si tomaban el torreón.

Finalmente cayó la noche, y la oscuridad impuso el cese de las hostilidades. Ambos bandos aprovecharon para atender a sus heridos y rearmarse. Dentro del castillo reinaba el optimismo, pues eran pocos los que habían resultado gravemente heridos, y contaban con víveres y pertrechos suficientes para varias semanas, por no decir meses. Transcurrieron tres días más de la misma forma, con el ataque de las fuerzas de Thurstan, y Vachel y Cedric al frente de la defensa.

La cuarta noche el optimismo de Abrielle pasó a ser pura apariencia ante los suyos, que tras la última jornada de asedio reposaban ya con el estómago lleno. Ella se veía incapaz de conciliar el sueño, pues cada vez le resultaba más difícil vencer el miedo y la tristeza que la acosaban. Salió al patio y subió a las almenas, por encima de los muros de cerramiento. Desde allí las estrellas eran puntos de luz repartidos por el firmamento, y la luna colgaba baja en el horizonte como una blanca sonrisa que se reía de ellos.

Vachel estaba patrullando las pasarelas con los soldados, animando a sus hombres sin perder de vista al enemigo acampado a cierta distancia de la fortaleza. Al ver a Abrielle, se acercó a ella y la arropó con su capa. Ella ni siquiera se había dado cuenta de que tenía frío hasta que la envolvió aquel calor tan reconfortante.

—Deberías estar descansando, querida —dijo Vachel.

—Y vos también. —Abrielle dejó que Vachel la rodeara con el brazo y la estrechara contra su pecho, pero la presencia de su padrastro no podía aliviar el dolor que sentía en su corazón—. Por mi culpa están muriendo hombres inocentes en ambos bandos —musitó con la garganta seca y al borde del llanto, por sorprendente que pareciera.

—No, eso no es cierto, hija mía. Los hombres están muriendo por culpa de la codicia de un hombre que ha convencido a un montón de necios para que apoyen una causa falsa. Son incapaces de ver más allá de su miedo.

Abrielle se acercó a una tronera para ver la campiña que se ex tendía ante sus ojos sumida en la oscuridad. Docenas de hogueras salpicaban el horizonte.

—¿Cuánto creéis que durará esto?

—Hasta que los señores del norte recobren el juicio y vean las verdaderas intenciones de Thurstan—respondió Vachel, encogiéndose de hombros.

Ya entrada la noche, cuando el fragor de la batalla no era mas que un lejano recuerdo, se impuso el silencio de una paz engañosa. Lo único que oía Abrielle era un murmullo de voces masculinas que le traía el viento, el susurro del agua del riachuelo… y un choque de armas apenas perceptible.

Su cuerpo se tensó de inmediato, al igual que el de su padrastro.

—¿Que es eso? —preguntó.

—Una lucha—respondió Vachel en tono grave—. Pero ¿de noche? Y no suena cerca de nuestros muros. ¿Habrá atacado alguien a nuestros enemigos?

Uno tras otro los soldados se apostaron junto a las almenas para escudriñar el horizonte y hacer conjeturas con voces cautelosas. A Abrielle le dolían los ojos de tanto forzar la vista para intentar distinguir algo, pero le pareció percibir que los sonidos se acercaban cada vez más. En más de una ocasión llegó a ver la chispa producida por el choque del metal y oyó gritos.

Luego siguió el estrépito de unos cascos de caballo y el grito de un hombre que se acercaba al castillo.

Abrielle no necesitó ver al que había gritado para saber quién avanzaba en medio de la oscuridad y el peligro al que se había enfrentado para llegar a su lado.

—¡Raven! —exclamó.