Capítulo 6

AL llegar al extremo del puente levadizo, Raven desmontó del caballo y, con un gesto rápido de la mano, indicó a su padre que esperara junto a los greñudos caballos de batalla que portaban a los dos agresores y al jabalí. Varios invitados divisaron los cuerpos atados a las monturas y corrieron a acercarse para saber qué había ocurrido. Raven no les prestó atención. Solo quería hablar del asunto con un hombre concreto. Y si la conversación acababa subiendo de tono, pensó apretando los puños mientras avanzaba hacia el castillo, tanto mejor.

Después de que Raven lo sorteara, sir Colbert, un joven de linaje normando, avanzó ofendido por el puente como si fuera el representante del mismísimo rey en el condado. De hecho, ya había dado muestras de una actitud autoritaria entre sus amigos por el hecho de ser pariente lejano del hidalgo. Asimismo, había puesto de manifiesto su profundo desprecio por todo aquel que no fuera de familia normanda, con la única excepción de la joven prometida, de la que decía con entusiasmo que era la sajona más hermosa que había visto nunca. Colbert, que se había criado con unos padres que fomentaban entre amigos y familiares el desprecio hacia los clanes escoceses que habían luchado contra los de su estirpe, se plantó ante el anciano y le ordenó que dejara los cuerpos de los hombres en el puente levadizo, a la vista.

—Veamos qué lleváis ahí atado como si fueran fardos de grano, malditos escoceses. Si vuestras víctimas resultan ser amigos nuestros, os enseñaremos las consecuencias de tan insensatos crímenes. Tened por seguro que antes de que acabe el día vuestra cabeza podría estar en lo alto de una picota.

—¡Así se habla, Colbert! —gritó otro joven, al tiempo que hacía señas a sus compañeros para que se unieran a ellos—, Démosle al maldito escocés una buena lección de modales.

Cedric colocó una mano sobre la empuñadura de su espada casi con despreocupación y dirigió una pregunta al joven que había sugerido darle semejante lección.

—¿Y quién crees que va a ayudarte, muchacho? Te lo advierto por las buenas, hacen faltan más de un joven como tú y sus amigos para vencer a este anciano.

El segundo joven levantó el mentón con altiva arrogancia mientras fulminaba a Cedric con la mirada. Luego recorrió con la vista la veintena o más de conocidos y familiares que se habían congregado a su alrededor.

—Seguro que Colbert y yo no somos los únicos que nos sentimos indignados ante esta matanza de inocentes. ¿Qué decís, muchachos? ¿Acaso no hay muchos entre vosotros que desdeñan a estos detestables escoceses tanto como nosotros? ¡Démosles su merecido! El mismo que han dado ellos a estos dos.

Habiendo sido el primero en enfrentarse a Cedric, Colbert asumió la autoridad.

—¿Qué tienes que decir al respecto? —preguntó.

El anciano levantó una ceja con recelo y respondió en tono burlón:

—No tengo nada que decir, ni a ti ni a ese hatajo de jovenzuelos pueblerinos agrupados detrás de ti cual un rebaño de cabras.

—Responderéis por vuestros crímenes —aseguró Colbert en tono amenazador—, o juro por Dios que veremos vuestra cabeza en lo alto de una picota ahora mismo.

Haciendo un gesto con el brazo para reunir toda la fuerza de sus compañeros, Colbert sonrió con satisfacción al ver que todos avanzaban en masa para hacer realidad su amenaza. Supuso que entre tantos no tendrían problemas para dar al anciano su justo merecido antes de que el escocés más joven volviera del interior del torreón.

Esa vez, Cedric desenvainó poco a poco y la pesada espada sonó distinta. Pareció tomarse su tiempo para agarrar la empuñadura y adoptar una posición idónea para la lucha, reforzando su apoyo en el suelo con las piernas bien separadas. Su amplia sonrisa evidenciaba la férrea confianza que tenía en sus aptitudes. Arqueó una ceja y retó a sus jóvenes adversarios al combate:

—Y bien, ¿quién será el primero en probar el acero de mi hoja?

El grupo de jóvenes exaltados que tenía enfrente se miraron con recelo. El más inteligente de ellos no tardó en comprender que se hallaban ante un guerrero que llevaba la lucha en las venas, mientras que el mayor logro de muchos de ellos había sido competir en una justa abierta ataviados con una resistente armadura que les protegía de pies a cabeza. Fueran cuales fuesen las expectativas que habían saboreado de dar una dura lección al escocés, se desvanecieron tan rápidamente como el valor con el que se habían encarado con él. De repente, lo único que querían era retirarse.

—¡Ánimo, manteneos firmes! —gritó Colbert a sus compañeros, defraudado al ver que comenzaban a alejarse con sigilo, cual corderos ante un lobo feroz—. ¡Si nos enfrentamos a él todos juntos, no podrá vencernos!

—¡Yo no estaría tan seguro! —respondió el segundo joven, que ya había echado a correr hacia el patio. Cuando llegó a las puertas exteriores del torreón estaba casi sin resuello, entró en el recinto a toda prisa y ni se molestó en cerrarlas tras él. Al ver al escocés más joven, al que habían seguido varios jóvenes movidos por la curiosidad, se pegó contra el muro exterior, cuya forma curva le brindó un pequeño refugio desde donde ver lo que sucedía entre Raven y la muchedumbre.

Thurstan estaba sentado con varios hombres mayores alrededor de una mesa de caballetes cuando Raven se abrió paso entre la concurrencia. Posando sus ojos amarillentos sobre el escocés con una expresión hierática, Thurstan levantó una ceja y, reclinándose sobre los codos, estiró las piernas.

—¿Me buscabais?

Raven se detuvo justo frente a él.

—No, buscaba a vuestro tío, pero vos me servís. —El mero hecho de tener delante al sobrino de De Marlé le hizo enfurecer, y la expresión de desdén y suficiencia que vio en el rostro de ese joven bellaco solo sirvió para confirmar sus sospechas. El impulso de ata cario con la palabra o con la espada era grande, pero Raven era un maestro en abstenerse de emplear una u otra hasta que se presentaba el momento oportuno.

—Mi padre y yo hemos traído dos hombres muertos —dijo con voz serena—. Están atados a sus monturas al final del puente levadizo, por si queréis echarles un vistazo. —¿Y por qué iba a querer hacer eso?

—¿Por mantener las apariencias? —sugirió Raven con apenas un dejo de sarcasmo—. Se me ocurre que vuestro tío tal vez quiera fingir preocupación ante el hecho de que un par de esbirros pretendieran matar a dos de sus invitados.

—¿Por qué habría de preocuparse el señor de estas tierras por lo que hayan hecho un par de ladrones? —inquirió Thurstan con frialdad.

Raven levantó las cejas.

—¿Quién ha hablado de ladrones? Esos hombres iban equipados como soldados, no como ladrones. Thurstan se encogió de hombros. —¿Estáis diciendo que dos hombres de mi tío han atacado a sus invitados?

Sin apartar la mirada del rostro de Thurstan, Raven echó hacia delante una pierna y su bota dio con tal brío en los pies que Thurstan tenía cruzados con despreocupación que a punto estuvo de caerse de la silla.

—Tratad de escucharme con más atención. Si estoy aquí es precisamente para no tener que decir nada. —¿Por qué habría de hacerlo, pensó Raven, cuando las palabras de un hombre no dichas podían resultar mucho más eficaces?

La penetrante frialdad de la expresión de Thurstan seguía reflejando la aversión que sentía por el escocés. Le habría gustado ordenar a aquel par que enterrasen a los que habían matado, pero de repente se dio cuenta de que debía guardar el decoro ante la mirada de tantos invitados respetados.

Raven siguió con diré despreocupado a Thurstan cuando este salió contrariado al puente levadizo y luego comenzó a desatar los cuerpos de los hombres muertos.

Desmond se abrió paso a empujones entre aquellos que estaban parados en el puente levadizo y, al llegar al grupo de jóvenes que había en primera fila, se encontró cara a cara con los dos escoceses. Sabía que sería difícil acabar con ellos. Sin embargo, había elegido a aquellos dos soldados porque Thurstan le había prometido que eran los más astutos y les había amenazado con que sus familias serían asesinadas si no cumplían su misión.

Ante la cara de estupor de Desmond, los escoceses se limitaron a mirarlo fijamente mientras el hidalgo trataba por todos los medios de recobrar su aplomo. Incapaz de ello, desvió la atención hacia su sobrino y frunció sus pobladas cejas con una expresión de gran enfado.

—¿Qué significa todo este alboroto? —inquirió. Luego, al ver los cadáveres atados a lomos de sus enormes caballos, se giró hacia Cedric—. ¿Qué habéis hecho?

El escocés soltó una carcajada totalmente desprovista de humor.

—Iba a preguntaros exactamente lo mismo, señor. ¿Conocéis a estos hombres que han intentado matarnos mientras cazábamos?

—¿Los habéis provocado? —preguntó Desmond de manera cortante.

—Solo con nuestra presencia —respondió Cedric—. A decir verdad, no sabíamos que estaban en la zona hasta que cruzaron el río para atacarnos armas en mano.

—Mañana se celebra mi boda —exclamó Desmond—, y ahora nos envolvéis, en una bruma de oscuridad con estas muertes sin sentido.

—¿Sin sentido? —repitió Raven en tono de mofa—. Lo dudo. De donde yo vengo, cuando se te planta delante un hombre a quien se le ha metido en la cabeza matarte, tiene todo el sentido del mundo separarle esa cabeza del cuerpo antes de que tenga la oportunidad de que haga lo propio. Y no había duda de que estos dos pretendían acabar con nosotros. Una vez aclarado eso, solo queda descubrir sus motivos, pues ni mi padre ni yo los Conocíamos. Tras una breve pausa, añadió entono frío y especulativo—: Pensamos que vos podríais conocer qué razones tenían para ir a por nosotros.

—La promesa de un suculento premio, quizá —dijo Thurstan con sequedad—. Sigo diciendo que eran ladrones.

Raven divisó entonces por encima del hombro del hidalgo a Abrielle, Cordelia y sus madres respectivas aventurándose a salir al puente levadizo, y mirando de nuevo a Desmond de frente, le advirtió con voz apagada:

—Ahí vienen sus invitadas.

Desmond se volvió de inmediato y salió corriendo hacia las cuatro mujeres.

—Miladies, debo rogaros que regreséis a vuestros aposentos. Ha habido un problema… Los escoceses han vuelto con dos cadáveres y, aunque no es mi intención asustaros, faltaría a mi deber si no pensara en vuestra seguridad antes de investigar esta cuestión a fondo. Por tanto, os ruego que volváis a vuestros aposentos y permanezcáis allí hasta que logremos aclarar este espantoso suceso. Abrielle llevaba todo el día con un terrible presentimiento, y en ese momento veía que los escoceses eran el blanco de la ira de los seguidores de Desmond. ¿Raven y su padre se habían visto obligados a matar a dos hombres? Lo único que se le ocurría era que estos les habrían atacado primero, pero lo cierto era que tampoco lo conocía tanto. No podía permitir que un rostro atractivo le bastara para considerarlo un hombre honorable. Pero en aquel momento vio a Raven mirándola, al lado de su padre, y observó en él una expresión carente de atractivo, propia de alguien que nunca le pediría que lo creyera.

—Pero ¿a quién han matado? —preguntó a Desmond, cayendo en la cuenta demasiado tarde de que su prometido no le había quitado ojo mientras ella pensaba en Raven. ¿Qué habría visto en su expresión?, se preguntó Abrielle, sintiendo un escalofrío de preocupación cada vez mayor. Debía tener más cuidado.

—Aún no puedo explicaros cómo ha ocurrido esta tragedia—dijo Desmond—, solo que dos hombres han resultado muertos. Así pues, debo rogaros que os retiréis a vuestros aposentos hasta que este terrible suceso se haya aclarado.

Aunque le habría gustado resistirse a obedecer su orden, Abrielle inclinó levemente la cabeza, un gesto de asentimiento para apaciguar a Desmond.

—Os dejaremos pues para que resolváis este problema lo mejor posible. —Abrielle posó brevemente una mano sobre el brazo de su amiga y rozó el de las mujeres mayores mientras se disponía a encaminarse de nuevo hacia el torreón—. Vamos, señoras. Volvamos adentro y dejemos que los hombres se ocupen de esta terrible tragedia. —Ya averiguaría los pormenores más tarde, cuando nadie estuviera observándola.

Thurstan se encaró con Raven cuando este se acercó a él.

—Quizá debería echarles un vistazo, por si resulta que son de los alrededores. Luego propongo que nos los llevemos de aquí, no sea que las otras damas se aventuren a salir y los vean.

—Y vos —dijo Cedric, haciendo señas a Desmond— también deberíais echarles un vistazo, señor.

Raven y Cedric dispusieron los cadáveres en una pequeña extensión de hierba seca que había más allá del puente levadizo. Del interior del castillo acudieron más hombres, entre ellos Vachel y Reginald, que observaban la escena con rostro adusto.

Una vez que colocaron la cabeza cortada junto al cuerpo al que había pertenecido, Thurstan dijo:

—Nunca había visto a estos hombres, ni en la propiedad de mi tío ni en la mía, a varias leguas de aquí.

—Yo tampoco —afirmó Desmond, apresurándose a apartar la vista de los cuerpos.

Cedric se dirigió a varios siervos mayores que se habían congregado a su alrededor.

—Nos vemos obligados a preguntaros si alguno de vosotros reconoce a estos hombres y puede decirnos de dónde son.

En presencia de Thurstan y Desmond, el pequeño grupo de siervos pareció optar por la cautela. Ninguno de ellos confesó que aquellos dos hombres habían salido de las tierras del hidalgo, y negaron con la cabeza cada vez que les hacían una pregunta, frustrando los intentos de los escoceses de averiguar la procedencia exacta de los muertos. Al final Cedric les indicó que se fueran y pudieron volver a sus obligaciones,

—Así pues, en vuestra opinión no son más que un par de ladrones —dijo Raven lentamente— que se han colado en vuestra cacería y han decidido al azar matar a dos hombres bien armados.

—¿Insinuáis que podría haber otra razón? —inquirió Desmond sacando pecho como un gallo.

—¿Debería hacerlo? —preguntó a su vez Raven. La calma total con la que se comportaba resultaba más amenazadora que cualquier muestra de cólera.

—¿Acaso tenéis pruebas de cualquier acusación que quisierais hacer?

—No, señor.

—En ese caso, enterrad a estos hombres y acabad con todo esto antes de que sus muertes malogren los festejos planeados —ordenó Desmond en un intento de parecer razonable—. Si pretendían matar a alguien, han pagado por ello con sus vidas.

—Muy bien —dijo Raven—, pero en caso de que tengan parientes en la zona, es justo que sepan lo que les ha ocurrido. Thurstan frunció el ceño.

—Ni mi tío ni yo los conocemos, pero si no os basta con eso, podéis dejar los cuerpos en medio de las cabañas de los siervos. Si nadie los reclama, al menos los habrán visto. Luego enviaré a unos hombres para que los entierren.

Desmond rozaba la victoria con la yema de los dedos y no podía dejarla escapar, pero sintiéndose más amenazado por Raven que por Cedric, dirigió sus comentarios al padre.

—Dudo mucho que se averigüe algo más al respecto, teniendo en cuenta que habéis dado muerte a los únicos que podían mitigar vuestro deseo de saber por qué querían mataros… si es que era eso lo que pretendían. Por supuesto, solo contamos con vuestra palabra para creer que así ha sido, vuestra palabra y la de vuestro hijo.

—Yo no he mentido —repuso Cedric con voz resonante, poniendo de nuevo la mano en la empuñadura de su espada con un ardiente brillo de ira en la mirada.

Desmond levantó una mano en el aire, un gesto que reflejaba su desinterés en la afirmación del anciano. Luego dio media vuelta y se encaminó hacia el interior del torreón. Sentía una rabia infinita al pensar que aquellos dos inútiles habían fracasado de manera tan lamentable en su cometido. En vista de sus torpes esfuerzos para comportarse como verdaderos guerreros, tendría que buscar a otro más capacitado para la tarea de eliminar a los escoceses. Sin duda habría de prometer una lucrativa suma, pero si con ello conseguía olvidarse de aquel par de indeseables, estaría dispuesto a calmar los ánimos del asesino… por lo menos hasta que hubiera hecho su trabajo.

Tras ver marchar al anfitrión, Vachel regresó al torreón para cumplir la promesa que había hecho a su familia de relatarles cuanto hubiera sucedido allí fuera. Estaba convencido de que madre e hija quedarían sumamente consternadas ante los últimos hechos y temerían que Desmond estuviera implicado en todo aquello. En la medida de lo posible, tendría que disipar sus dudas y asegurarles que el prometido de Abrielle no podía tener nada que ver con aquel intento de asesinato contra los escoceses. Aun así, una extraña sensación de frialdad envolvía su corazón cada vez con mayor intensidad, la misma que le había servido en numerosas contiendas en las Cruzadas, y le advertía que desconfiara al máximo del hidalgo. Odiaba poner aquella desagradable carga sobre los hombros de Abrielle, demasiado delicada y noble para los gustos de Desmond de Marlé. Pero el contrato de esponsales estaba firmado y sellado, y sabía que el novio no lo rompería, y dudaba que Dios lo hiciera.

 

 

 

Abrielle cerró con manos temblorosas la vidriera de colores que daba al puente levadizo, donde los escoceses se habían quedado tras la partida de Thurstan. Dio gracias a Dios de que los agitadores más jóvenes se hubieran dispersado a fin de prepararse para el acto que se celebraría en honor de los cazadores. Sin duda muchos lamentarían que la pareja de escoceses hubiera ganado ambos trofeos y hubieran dejado sin premio al resto de los participantes.

Sus pensamientos volvieron entonces a la cuestión a la que temía enfrentarse: ¿habría sido capaz Desmond de atentar contra las vidas de los escoceses? ¿Estaba a punto de unirse legalmente a un hombre que podía llegar a matar para conseguir lo que quería? El miedo a disgustar a un hombre como aquel la obligaría a obrar toda su vida con cautela.

El bienestar de los escoceses mientras permanecieran en el castillo le preocupaba. No alcanzaba a entender las razones por las que se habían quedado en la zona, pues consideraba que la presencia de ambos solo serviría para provocar intentos de asesinato similares.

Ajena al halo de vivos colores que se había creado al atravesar el brillo de la luz del sol los cristales emplomados de la vidriera, Abrielle miraba fijamente un punto indefinido del fondo de la habitación mientras trataba de imaginarse en la ceremonia de boda como si no pasara nada. En aquel momento le pareció una proeza imposible. De hecho, si hubiera caído en un oscuro pozo de desesperación del que no tuviera escapatoria no se habría sentido más abatida que entonces.

De repente, una luz alumbró la puerta de los aposentos desde fuera y Abrielle dejó escapar un grito ahogado, pues no podía menos que temer que Desmond hubiera ido a hacerle una visita. Avanzó presurosa hacia la puerta y se detuvo un instante para intentar reponerse del susto. Si era él, se excusaría diciéndole que no se encontraba bien, lo cual era cierto. El mero hecho de pensar en tener que recibir la visita de aquel hombre convertía la posibilidad en algo real.

Cerca de la puerta, Abrielle preguntó con voz apagada:

—¿Quién es?

—Cordelia —respondió en voz baja su amiga desde el otro lado.

Con gran alivio, Abrielle abrió de golpe la pesada puerta e hizo señas a su amiga para que entrara a toda prisa a los aposentos de sus padres. Antes de seguir su indicación, Cordelia lanzó una mirada cautelosa a un lado y otro y se aseguró de dejar la puerta bien cerrada antes de seguir a su amiga hasta el salón. Aunque Abrielle tomó asiento en el diván y dio unas palmaditas en los cojines para invitar a su amiga a que hiciera lo propio, Cordelia prefirió captar toda su atención sentándose en un pequeño banco que colocó justo frente a ella.

—Entonces, ¿crees que Desmond ha tenido algo que ver con el ataque que han sufrido los escoceses? —preguntó Cordelia en voz baja.

—No quiero creer eso de un hombre con el que estoy a punto de casarme. Sé que no hay pruebas que lo demuestren, pero parece que es el único que tendría motivos para ello. ¿Quién si no se molestaría en ir a por ellos?

—Thurstan, quizá.

—Creo que Thurstan está enfadado porque de un modo u otro mi familia y yo vamos a percibir gran parte de la fortuna de Desmond. Pero eso no tiene nada que ver con los Seabern. —Abrielle suspiró profundamente—. Todo esto es por mi culpa. Lo que menos me imaginaba cuando Raven Seabern me rescató aquella noche de las viles intenciones de Desmond era que a partir de entonces su vida estaría en serio peligro.

Cordelia ladeó la cabeza con curiosidad.

—Podrías tener a bien satisfacer mi curiosidad relatándome lo que ocurrió aquella noche. Hasta ahora no me has contado lo que pasó después de que te dejáramos. ¿Qué indujo a Desmond a recurrir a tan despreciables maneras?

—Después de que tú y tus padres regresarais a casa, Desmond quiso hacerme suya en el palacio, pero Raven nos oyó forcejear e intervino antes de que lograra su objetivo. Desmond consiguió escapar ileso, así que todo apunta a que está enfadado porque Raven frustró sus planes de violarme. Lo mejor sería que padre e hijo regresaran a su tierra cuanto antes y que no asistieran a los festejos que ponen punto y final a la cacería. Si tardan mucho en irse, podrían darles muerte mientras duermen.

—¿Y ese es el único motivo por el que los ha invitado a la boda? ¿Cómo se puede ser tan cruel?

—No estoy segura de que Desmond quisiera matarlos en un principio. Cuando vi llegar a los escoceses, supuse que los habría invitado para mostrar a Raven que me había conseguido.

Cordelia se dio golpecitos con el índice en la barbilla con aire pensativo.

—Si Desmond está decidido a deshacerse de los escoceses, probablemente no le importe quién muera si al final consigue su objetivo. Está claro que piensa que los soldados están para obedecer su: órdenes, aunque estas impliquen matar a una persona a la que él desprecia. ¿Pensará acaso que Raven pretende hacerse contigo de algún modo?

—¡Pero si tenemos un contrato de esponsales! A estas alturas no puede romperse. Sus celos no tienen sentido.

—No olvides que estamos hablando de Desmond.

Abrielle suspiró.

—Tiene que haber una manera de demostrarle que Raven no está interesado en mí. De ese modo se aplacarían sus celos, tanto si responden a instintos asesinos como si no. Quizá si Raven se mostrara interesado en otra mujer… ¿en ti, tal vez?

Cordelia se puso derecha.

—¿Te refieres a hacer de algún modo que vaya detrás de mí?

—No, pero si se le viera flirteando contigo, puede que eso disipara las sospechas de Desmond.

—¿Y cómo podríamos convencerle para que flirteara conmigo?

—Pues… tú tendrías que dar el primer paso, claro, en el banquete de esta noche. Por el cargo que ocupa está acostumbrado a moverse entre reyes, así que estoy segura de que no tardaría en darse cuenta de tu propósito…

—¿No deberías explicarle…?

—¡No! —replicó Abrielle con excesiva energía—. No puedo arriesgarme a estar a solas con él.

—¿No confías en ti? —inquirió Cordelia con picardía.

Abrielle dio un grito ahogado.

—Hablas de esto como si no tuviera importancia, cuando podría representar la muerte para ambos escoceses y para otros, en el caso de que a algún joven se le calentara la sangre, como suele suceder.

Cordelia le puso una mano en el hombro.

—Mi querida amiga, solo pretendo aliviar tus preocupaciones, aligerar de algún modo tu pesada carga. No veas en mis bromas nada más que eso. Sabes que haría lo que fuera para ayudarte, y que puedes contar conmigo para distraer a Desmond en lo que a Raven respecta.

Abrielle abrazó a Cordelia con fervor.

—Salvar a tu familia de este modo es un acto que te ennoblece, aunque el precio que debes pagar por ello es sin duda muy alto —dijo Cordelia con sentida conmiseración—. Desde luego no te envidio. Realmente es mucho más razonable imaginar a Raven Seabern como tu pretendiente que a esa bestia despreciable con la que estás prometida.

—Por el amor de Dios, Cordelia, ninguna de las dos conocemos de verdad a Raven. Por su cara y sus formas Desmond no deja lugar a dudas sobre su naturaleza, pero el atractivo, la elegancia y el encanto del escocés bien podrían ser las armas de las que se vale para conseguir lo que quiere. A pesar de su galantería, y de la intensidad de su mirada cuando la dirige hacia mí, no puedo olvidar que no intentó cortejarme antes de que me comprometiera con Desmond, que nunca acudió a mi padrastro para que fuéramos presentados como es debido. Me apena confesarte lo que pienso al respecto, pero creo que va en busca de una esposa con una dote generosa, con propiedades para ofrecerle, y creo que una mujer en mi situación solo le interesa para coquetear. Yo sola, sin riquezas que me acompañen, no soy suficiente. —Cuando oyó las palabras que habían salido de su boca, por mucho que lo intentó, no pudo evitar que se le llenaran los ojos de lágrimas—. Oh, Cordelia —exclamó, llorando—, ¿por qué no soy suficiente?