Capítulo 11

AUNQUE Abrielle creía que había dejado clara su posición delante de Thurstan, cuando a la mañana siguiente fue a visitar el poblado de los siervos para comprobar in situ los primeros efectos de los cambios, se llevó consigo al encargado del castillo como medida preventiva. Daba gusto ver lo animada que estaba la gente ya con algo de comida en el cuerpo.

Sus temores se vieron asimismo disipados cuando su nueva sirvienta, Nedda, le sugirió que sus padres podían aliviar su soledad trasladándose a las espaciosas estancias contiguas a su aposento. Abrielle y su madre se mostraron encantadas con la idea. Vachel, por su parte, estaba más que dispuesto a satisfacer todos los deseos de su hijastra ahora que se había quedado viuda, sobre todo si ello servía para que su esposa recuperara su buen talante. Elspeth había compartido en gran medida el trauma que había sufrido su hija en aquellos últimos días, y como madre deseaba prestarle toda la ayuda posible y aliviar los temores que Abrielle aún pudiera seguir albergando tras su breve unión con Desmond de Marlé.

Abrielle aprovechó que estaba cenando en privado con sus padres para sacar un tema en el que se había visto obligada a pensar a raíz del fallecimiento de Desmond.

—Ahora que me he convertido en una viuda rica, podría parecer que se repite la misma situación a la que nos enfrentamos mi madre y yo poco después de la muerte de mi padre… aunque con una diferencia evidente, pues en este caso los hombres solteros aspiran a casarse con una mujer acaudalada, y no a desnudarme por el divertimento que ello puede ofrecer a nobles aficionados a las apuestas. En cualquier caso, preferiría no tener que vérmelas con ninguno de ellos, por muchos títulos o riquezas que puedan poseer.

Vachel dejó a un lado el cuchillo que tenía en la mano y miró a Abrielle con cara de preocupación.

—Creo que has sufrido mucho por el bien de nuestra familia, Abrielle, y por ello debo disculparme… y al mismo tiempo darte las gracias por lo que has hecho por nosotros. Antes de que contrajeras matrimonio con Desmond estaba sumido en la desesperación, pues no veía la manera de mantener a mi familia. El hecho de que te mostraras dispuesta a sacrificar tu propia felicidad hace que me sienta infinitamente bendecido por tu compasión. Dudo que alguna vez pueda llegar a corresponder a tan loable acto de buena voluntad.

Abrielle lo miró a los ojos y sonrió.

—Por un compasivo golpe de la providencia me he librado de ese detestable matrimonio. Teniendo en cuenta que ahora soy rica y que probablemente haya muchos que agradezcan ese hecho y se muestren ansiosos por satisfacer su propia codicia, os sugiero que si tenéis a alguien en mente, me lo presentéis antes para que yo pueda deciros si me complace o no. Consideraré cualquier propuesta de matrimonio que recibáis de posibles pretendientes, pero debo advertiros también que ni todas las lisonjas del mundo me harán cambiar de opinión si el hombre no es de mi gusto. Desmond se convirtió en una pesadilla. No quiero volver a casarme con nadie como él.

Abrielle no quería preocupar a sus padres mencionando la extraña propuesta de matrimonio de Thurstan, de modo que guardó silencio y confió en que Thurstan no fuera tan insensato para desafiarla de nuevo.

Elspeth esbozó una sonrisa divertida mientras miraba con recelo a su marido.

—Creo que tu valía como casamentero está por los suelos.

Vachel movió la cabeza, como si se resistiera a admitir aquel fallo, pero al cabo de un instante dejó escapar una risita entre dientes.

—Al menos el matrimonio duró poco. ¿Y qué me dices de ese tal Raven Seabern? — se aventuró a preguntar Vachel, levantando una ceja con gesto burlón para encontrarse con la férrea mirada de Abrielle.

—¿Un escocés? —inquirió ella, fingiendo sorpresa, pues ni siquiera ante sus propios padres estaba dispuesta a admitir la de veros que pensaba en aquel escocés en particular. Sabiendo como sabía que no era un candidato apropiado para convertirse en su marido, resultaba aún más desconcertante que su rostro fuera el primero que ella buscaba al entrar en una sala, aunque en realidad no necesitaba hacer eso, pues su oído se había vuelto tan sensible al tono ronco de su voz que podía localizarlo sin necesidad de mirar. No tenía ningún sentido, y si ni ella misma lo entendía, ¿cómo iba a intentar explicar sus turbulentos sentimientos a otra persona?

Elspeth dijo a su marido en voz baja:

—Ya hemos hablado de ese tema, querido. No es un hombre que entre dentro de sus planes.

A Abrielle no le gustó el detenimiento con el que su padrastro la estudió.

—Ahora eres una de las mujeres más ricas de la cristiandad —dijo Vachel—. Pronto tendrás a una legión de pretendientes compitiendo por tu mano.

—Tal vez no me interesen —repuso Abrielle arqueando una ceja.

—Pero te alegras de ser una viuda adinerada, ¿no es así? —inquirió Vachel levantando una ceja en un gesto atractivo mientras aguardaba la respuesta de su hijastra—. Sé sincera y dime la verdad.

—Si me dieran a elegir entre la pobreza por casarme con un hombre al que amo y respeto, y la riqueza a cambio de ser desgraciada con alguien tan despreciable como Desmond, os aseguro que preferiría ser pobre y casarme con un hombre al que amo. Por si aún no os habéis dado cuenta de ello, sir Vachel, la riqueza es un pobre sustituto del amor verdadero y la sencilla satisfacción.

—Querida mía, uno no sabe lo que es de verdad la pobreza hasta que no se ha ido a la cama hambriento o le ha faltado ropa con la que protegerse del frío —replicó Vachel. Aunque las valerosas afirmaciones de Abrielle eran las que esperaba oír en boca de alguien tan joven e inocente, en cierto modo le enojaron. Nadie que hubiera pasado hambre durante semanas olvidaba fácilmente lo que era eso. Él aún se despertaba a veces en mitad de la noche con inquietantes recuerdos que seguían vividos en su mente. Sin duda, los años en los que había luchado contra los turcos y otros habían dejado una impronta perdurable en su memoria.

Abrielle lo miró fijamente y se atrevió a preguntarle:

—¿Podéis afirmar con sinceridad que en algún momento de vuestra vida habéis pasado las penurias que describís?

Vachel se reclinó en la silla y permaneció en silencio durante un rato mientras meditaba si explicar las privaciones que había sufrido o no. Finalmente, decidió que la verdad debía ser contada.

—Si ha parecido que persigo la riqueza, Abrielle, tal vez sea porque tengo motivos para ello. Ha habido momentos de grandes apuros. Por mi condición de caballero he luchado al servicio de mi rey tanto en este país como en el extranjero, contra infieles de tierras lejanas. Durante esa época, tuve que dormir en el suelo duro y frío sin una capa que echarme por encima y con el estómago tan vacío que no dejaba de gruñir. Algunas veces habría dado lo que fuera por tener unas monedas con las que comprar algo de comer para aplacar el hambre, pero nunca había forma de conseguir dinero cuando la necesidad apremiaba, y me veía obligado a sobrellevarlo de la mejor manera posible. Como puedes ver con tus propios ojos, he sobrevivido a semejantes padecimientos, pero además he aprendido a valorar lo que es tener el estómago lleno, una cama donde dormir y una bolsa llena de monedas en el bolsillo.

Elspeth lo miró un tanto desconcertada.

—Vachel, ¿cómo es que nunca has compartido conmigo tan duras vivencias? Si no te hubiera oído explicárselas a tus primos en el funeral de tu padre, nunca habría sabido lo mucho que sufriste.

Vachel encogió sus anchos hombros con aire despreocupado.

—No pensé que pudieran interesarte, querida. Solo hablo de eso cuando me preguntan sobre las dificultades de una campaña en tierras extranjeras. A pocas mujeres les gusta escuchar esos relatos.

—Pues son interesantes —insistió Elspeth—. Al menos a mí me lo parecen. Por lo que he podido saber a través de los que fueron contigo a las Cruzadas, te ganaste el respeto incluso de tus peores enemigos. En cuanto a tu valentía, un día oí decir a tu primo que te ganaste el nombre de Vachel el Impávido porque nunca te retirabas antes que el enemigo, aunque te enfrentaras a la muerte una y otra vez. Las cicatrices que cubren tu cuerpo son una clara muestra de las batallas que has librado, y aun así sé muy poco de las penurias que pasaste en esas campañas. Me consta que estuviste cautivo durante un tiempo y que pasaste hambre hasta que tus hombres te rescataron, pero sé todo eso por tu primo. ¿Por qué has sido tan reacio a contarme todas esas experiencias?

—Esos hechos no fueron tan gloriosos como mi primo los pintaba, querida —repuso Vachel—. Aquellos eran tiempos de desesperación, en los que mis hombres y yo no teníamos más opción que mantenernos firmes ante nuestros adversarios o sucumbir a la carga de su caballería. Optábamos por luchar, y eso era lo que hacíamos casi hasta el último aliento. En lugar de aniquilarnos como podría haber hecho fácilmente, el enemigo nos rendía homenaje por nuestra valentía ante las pocas probabilidades que teníamos de vencer y se retiraba del campo de batalla. Si no hubieran tenido clemencia con nosotros, hoy no estaría aquí. —Vachel alargó la mano hasta el otro lado de la mesa y estrechó la de su esposa con cariño—. ¿Cómo voy a recordar aquellos tiempos de peligro y necesidad apremiante cuando gozo de tu encantadora presencia, querida mía? Tú me haces sentir como el más rico de los príncipes tocado por una bendición eterna.

Abrielle vio cómo se miraban y reparó en que nunca antes había visto una expresión de adoración como aquella en el rostro de su madre, ni siquiera durante su primer matrimonio. Quizá los odiosos esponsales de Abrielle y su posterior enviudamiento habían obrado un efecto beneficioso en la pareja, pues en aquellos momentos era evidente que Elspeth estaba muy enamorada de Vachel, más de lo que Abrielle habría imaginado. De hecho, cuando Abrielle vio con qué afecto su madre entrelazaba sus dedos con los de Vachel, tuvo la certeza de que se adoraban. La idea le pareció increíble, pues hasta entonces tenía la impresión de que, tras la muerte de su padre, su madre había aceptado la propuesta de matrimonio de Vachel simplemente para acabar con los intentos de nobles sin escrúpulos y de sus hijos de ganar sus apuestas a costa de la virginidad de Abrielle

Elspeth dirigió la vista a su hija y se ruborizó mientras la miraba con expresión vacilante.

—Tengo que… anunciaros algo importante… a los dos.

Abrielle cruzó una mirada de curiosidad con Vachel, que parecía igual de desconcertado. Ambos miraron al mismo tiempo a Elspeth y aguardaron expectantes a que ella se aclarara la voz. Luego con un sentimiento que solo podía interpretarse de vergüenza abrumadora, encogió sus delgados hombros como una niña y dijo:

—Estoy encinta.

Vachel, completamente estupefacto ante la noticia, se reclinó en la silla con la boca abierta.

—¿Estás… segura? ¿No tienes ninguna duda?

Con una sonrisa radiante en el rostro, Elspeth alargó el brazo hasta el otro lado de la mesa y puso su fina mano sobre la de su marido.

—Al menos estoy de tres meses.

—Pero ¿por qué no nos habéis dicho nada hasta ahora? —inquirió Abrielle, encantada con la buena nueva pero un tanto preocupada por el bienestar de su madre. Después del tiempo que había transcurrido desde su nacimiento, temía que su madre tuviera dificultades en los meses venideros o durante el parto. Aunque Abrielle siempre había deseado tener un hermano, sin duda no lo quería I costa de la vida de su progenitura—. ¿Os encontráis bien? ¿No habéis tenido ningún problema?

—¡Elspeth, por favor, dinos que estás bien! —insistió Vachel, girando la mano para agarrar la de su mujer con firmeza—. Debes saber que no soportaría perderte. No he sabido lo que era el amor hasta que llegaste a mi vida.

—Me encuentro bien. De veras —les aseguró Elspeth con una sonrisa radiante—. Solo quería estar segura de mi estado antes de deciros nada. Después de tanto tiempo como ha pasado desde que nació Abrielle, tener otro hijo no parecía sino una vana esperanza. Sin embargo, en los dos últimos meses todo ha confirmado que estoy encinta. Desde hace dos semanas siento que el bebé se mueve, y cada vez lo hace con más fuerza, así que tengo plena confianza en que mis plegarias se verán atendidas dentro de unos seis meses aproximadamente.

—Aunque esto era lo último que esperaba, la noticia es con mucho la mejor que he escuchado en mucho tiempo —afirmó Abrielle con alegría y, levantándose de la silla rápidamente, bordeó la mesa y abrazó a su madre—. Ya sabéis, por mis súplicas de pequeña, que siempre he querido tener una hermana.

—Un niño estaría bien —murmuró Vachel con una sonrisa torcida—. En realidad, que más da lo que tengamos mientras el bebé esté perfecto en todos los aspectos… —Estrechando la mano de su esposa, se la llevó a los labios para besarla con ternura y le sonrió con toda la devoción que podían transmitir sus brillantes ojos llenos de afecto—. Querida mía, ya sabes lo importante que eres para mí, así que debes cuidarte. No soportaría que os ocurriera algo a ti o al bebé. Ya no soy joven, y tu anuncio no ha podido sorprenderme más, era lo último que esperaba.

Elspeth rió encantada como una niña y miró a su esposo con ojos brillantes.

—Yo también me sorprendí un poco cuando supe que estaba encinta. Creía que ya no tenía edad.

Vachel le acarició la mejilla mientras le sonreía de oreja a oreja.

—Tendré que vigilarte muy de cerca en los próximos meses.

—Yo haré todo lo posible para que no se canse —aseguró Abrielle con una sonrisa radiante que mostraba su júbilo—. Ahora que va a haber otro niño en la familia tendré la oportunidad de preocuparme por mi madre, para variar. Bastante se ha preocupado ella por mí durante todos estos años.

—¡Protesto! —exclamó Elspeth riendo al tiempo que levantaba las dos manos para frenar las ambiciosas intenciones de su marido y su hija—. Os aseguro que no soy una inválida y puedo cuidar de mí perfectamente. Al fin y al cabo, ya he pasado por esto antes.

—Claro que sí, mi vida, pero si tuvieras a bien considerar el hecho de que entonces eras mucho más joven, quizá nos permitirías mimarte durante los próximos cinco o seis meses —le instó Vachel, y luego añadió sonriendo—: Créeme, querida, puede que tú no envejezcas, pero yo desde luego sí, y necesito saber que estarás a mi lado para cuidarme cuando sea un viejo chocho.

Elspeth le dio una palmadita en el brazo.

—No te preocupes, esposo mío. Me tendrás a tu lado cuando llegue el momento… si es que llega.

Vachel alzó su copa de plata en homenaje a su hermosa esposa.

—Por nuestra cada vez mayor familia, querida. Que gocemos de paz y dicha durante todos los años de nuestra vida. Y que con la edad adquiramos también sabiduría y nos tomemos tiempo para disfrutar de las pequeñas cosas con las que el cielo nos ha bendecido. Dudo que hubiera sentido tanta felicidad de no haber contado con la bendición de tenerte como mi dulce y noble señora.

—¡Y que ambos viváis al menos cien años! —añadió Abrielle con entusiasmo, y rogó para sus adentros que su deseo se hiciera realidad.

Los temores de Vachel habían despertado en ella una ansiedad parecida. No podía ni imaginar lo que sería de ella si perdía a su madre. Elspeth siempre había sido el puntal de su vida, más que su padre, al que había querido mucho pero nunca había llegado a entender, sobre todo cuando por puro orgullo se dejó arrastrar a un duelo a muerte. Si le ocurría alguna desgracia a su madre, no tenía la menor duda de que el dolor y el vacío que sentiría serían infinitamente mayores. De hecho, tenían una forma de pensar tan parecida que sería como perder una parte de sí misma.

 

 

 

Aquella tarde Abrielle se presentó en la cocina para ver las vituallas que quedaban después de dar de comer a los invitados y de que la mayoría se hubieran marchado. Aunque había dispuesto que el encargado se ocupara de la alimentación de los siervos, quería tener la seguridad de que se estaba haciendo lo suficiente. Todavía veía en su mente la imagen de aquel niño enclenque al que la debilidad a causa del hambre había obligado a aprender a caminar.

Después de ver la comida que había sobrado, Abrielle comprobó que había víveres más que suficientes para mitigar el hambre de los pobres necesitados que vivían al otro lado del riachuelo. A tal fin, pidió a varios sirvientes que trabajaban en la cocina que pusieran las sobras en vasijas, teteras y cestas y cargaran los recipientes en una carretilla que, por orden de Abrielle, un joven enjuto había llevado hasta la puerta exterior, desde donde podría empujarse fácilmente por el puente hasta las viviendas de los siervos.

Sin embargo, al oír sus órdenes, una anciana gruñona de cabello negro y largo y mirada extraña le salió al paso con un andar lento y despreocupado, prueba de que estaba sobrealimentada y que era ella quien mandaba en la cocina. Los otros sirvientes se retiraron a toda prisa. La mujer olió el aire mientras sus ojos brillantes y redondos como cuentas se posaban en la comida que estaba cargada en la carretilla. Luego desvió la mirada hacia su señora y con aire pensativo se llevó una mano a su peluda barbilla.

—Cuando vine a cocinar para él, el señor De Marlé estableció que podía coger las sobras para alimentar a mis cerdos —afirmó la mujer, esgrimiendo algo parecido a una sonrisa desdeñosa—. Nunca me dijo que tuviera que compartirla con esos vagos pordioseros del otro lado del arroyo.

Teniendo en cuenta la cantidad de comida que había sobrado, Abrielle pensó en el enorme derroche que supondría destinarla en gran medida a alimentar a los cerdos y no a mitigar el hambre de los siervos. Echó un vistazo a la rolliza cocinera y supo adonde iban a parar buena parte de las sobras… a su estómago, sin duda. Abrielle arqueó una ceja y le preguntó:

—¿Cómo te llamas, buena mujer?

—Mordea —contestó la anciana, y acto seguido escupió un salivazo asqueroso en un cubo que tenía cerca.

Abrielle se apresuró a apartar la mirada y trató de controlar una náusea repentina. Tras recobrar el aplomo preguntó:

—¿Quieres decir que el señor De Marlé nunca hizo excepción en cuanto a la repartición de las sobras?

—Esa fue su norma desde el principio —afirmó la cocinera con arrogancia—. Yo superviso la comida, y tengo derecho a quedarme con las sobras que quiera antes incluso de que vayan a parar a su cerdo.

—¿Y con qué cantidad piensas quedarte? —preguntó Abrielle con curiosidad.

La mujer barrió el aire con el brazo y con una sonrisita de suficiencia contestó:

—Con todo.

Por las miradas de cautela que varios trabajadores de la cocina lanzaban a la anciana, Abrielle supo que no era una persona con la que se pudiera jugar. Había llegado el momento de que la cocinera se enterara de que, por muchas garantías que hubiera recibido por parte de Desmond, las circunstancias habían cambiado definitiva mente.

—El señor De Marlé ya no se encuentra entre los vivos, y yo soy ahora la señora del castillo. Por tanto, seré yo quien ponga las normas que han de seguir los siervos a partir de ahora, y la primera de ellas es que nadie tiene derecho a establecer ninguna regla que yo no haya autorizado personalmente o a quedarse con algo sin mi permiso. —Abrielle señaló la comida. Luego hizo un gesto a los otros sirvientes de la cocina y añadió—: Y ahora, si sois tan amables, haced lo que os he ordenado.

—¡Quietos ahí! —bramó la anciana abalanzándose contra la joven señora con las manos convertidas en garras—. ¡Es mío! ¡Todo eso es mío!

Si nunca antes había visto a una bruja volando, Abrielle tuvo la seguridad de que en aquellos momentos tenía a una delante. Aunque esquivó sin problemas a la arpía, no pudo evitar enfurecerse al ver a la anciana como un ser demoníaco cuyo odio hacia los demás la había llevado al desvarío. No había duda de que los otros sirvientes pensaban lo mismo, pues miraban boquiabiertos el torpe avance a trompicones de la mujer.

Si bien la bruja agitaba los brazos cual aspas de molino para frenar el impulso de su cuerpo, cuanto más espacio recorría, más abajo estaba su cabeza. Un instante después su nariz y un lado de su cara se restregaban por el suelo de piedra.

—¿Qué ocurre aquí? —gritó Thurstan al entrar de improviso en la enorme cocina.

Al ver la sangre que salía a borbotones de la nariz y la boca de la mujer, Thurstan se apresuró a coger una toalla de una mesa que tenia cerca y le tapono la nariz, que se veía en carne viva y presentaba ya un oscuro tono violáceo.

—¿Quién te ha hecho esto, Mordea?

La cocinera levantó un brazo sin fuerza y señaló a Abrielle con un gesto acusador.

—Ha sido esa zorra altanera. Ella me ha tirado.

Con un ceño fruncido que daba miedo, Thurstan recorrió la estancia con la vista hasta encontrarse con la incisiva mirada de la nueva señora del castillo.

—Milady, yo…

—Nada importa lo que tengáis que decir al respecto —le interrumpió Abrielle—. Quiero que esa mujer esté fuera de aquí en menos de una hora.

Thurstan miró a Mordea con cara de pocos amigos y volvió la vista hacia Abrielle.

—Milady, el señor la trajo poco después de adquirir el castillo. Es la mejor cocinera que tenemos aquí.

Abrielle estuvo tentada de poner en entredicho aquella afirmación.

—Aun así, quiero que se vaya. No permitiré que un criado me ataque en mi propio castillo. —Y, dicho esto, extendió el brazo para señalar la puerta más cercana—. Os he dado una orden, así que cumplidla y expulsad a Mordea.

—Pero ¿no veis que es mayor? —protestó Thurstan—. ¿Cómo se las arreglará si la echáis de aquí?

—Sin duda imponiendo su voluntad a los demás, como está claro que lleva haciendo en esta cocina desde hace tiempo y como ha intentado hacer conmigo esta misma tarde. No permitiré que siga molestando ni martirizando un día más de lo necesario a aquellos que deberían obedecer sus órdenes. Que vaya a pedir clemencia a quienes ha estado desatendiendo deliberadamente.

Con un brusco ademán de desdén, Abrielle se volvió hacia los otros sirvientes y les pidió que cumplieran su orden de cargar la carretilla y llevarla al poblado de los siervos. Los criados, ansiosos por obedecerla, se empujaban unos a otros sonrientes mientras recogían la comida. Viendo su reacción no era descabellado suponer que Mordea les había hecho pasar las de Caín al frente de la cocina.

Abrielle miró un momento a su espalda y le sorprendió ver que Thurstan ayudaba a Mordea a salir de la cocina. Al oír que la anciana lo reprendía se percató de que Mordea sabía más de él qui cualquiera de los otros sirvientes que habían pasado a estar bajo .n autoridad, y le asaltó la sospecha.

—Si mi pobre madre estuviera viva, no habría consentido este terrible abuso. Habría acabado con esa mocosa sin pensárselo dos veces. Seguro que hubiera manchado de sangre el castillo entero de punta a punta para que se acordaran de ella.

—¡Chis! —exclamó Thurstan con impaciencia.

—¿Que pasa? ¿No quieres que esa zorra se entere de que casi somos parientes?

Thurstan vio la mirada de asombro de Abrielle.

—Mordea, no…

—¡Sí, Desmond de Marlé era mi hermano! —dijo a gritos la anciana—. Pero de diferente madre… y tú también podrías haber sido mi sobrino, Thurstan de Marlé, así que no pienses que eres más poderoso que yo.

Cuando salieron de la cocina, Abrielle sintió un escalofrío: la hermana de Desmond, un hombre sospechoso de tantos crímenes, los había estado alimentando. La muchacha se apresuró a salir al sol de otoño para tratar de librarse de lo que sentía ante tanta maldad.