Capítulo 12

MÁS tarde, cuando se reunió con los trabajadores de la cocina a los que había enviado al poblado de los siervos con la comida, Abrielle se sobresaltó al ver allí a Raven.

El escocés estaba con un corrillo de hombres en la otra punta de la espaciosa sala, y aun así, como atraída por una fuerza mucho mayor que su propia voluntad, Abrielle no tardó un instante en centrar su mirada en él entre todos los demás. A aquellas alturas tendría que estar acostumbrada, pero aún se le encogía el corazón y se le aceleraba al ver sus anchos hombros y su porte orgulloso. Por un momento Raven pareció desviar su atención hacia otra parte y, a pesar de lo agradable que le resultaba contemplarlo, Abrielle sintió curiosidad por ver qué le parecía tan entretenido, además de ella.

Siguiendo su mirada llegó hasta lord Cedric, quien, con un niño sentado en sus rodillas, explicaba una fábula sobre un zorro hambriento que iba a la caza de un conejo y se veía engañado a cada paso. El anciano estaba rodeado de niños y con su ingenio provocaba las risas de su joven público, embelesado con las voces que daba a los distintos personajes, una habilidad para la que Cedric parecía tener un extraño talento. Abrielle no tardó en darse cuenta de que el ingenioso narrador estaba tan encantado con los niños y sus reacciones como ellos con su relato y sus agudos toques de humor. Para alegría de todos, el conejo consiguió escapar del zorro y este tuvo que conformarse con capturar una vieja rata de carne fibrosa.

Esta vez los siervos vacilaron menos a la hora de acercarse a ella y saludarla. De hecho, parecían ansiosos por expresarle su agradecimiento por lo que había hecho en su condición de nueva señora del castillo. Al recordar el recelo de la joven madre en presencia de Thurstan, Abrielle sospechó que su cambio de conducta debía de tener mucho que ver con la ausencia del hombre.

Desde su posición estratégica y cuidadosamente elegida frente .1 la puerta, Raven la vio entrar al instante. Ante las frecuentes protestas de Abrielle por sentirse objeto de su atenta mirada, Raven decidió simular que no advertía su presencia y ver si eso le gustaba más. No fue una treta fácil de llevar a cabo. Trató de mantenerse ocupado con cualquier quehacer que se le presentaba, ya fuera levantar una pesada vasija, ya fuera mover cestas que eran vaciadas casi antes de que las bajaran de la carreta. Pese a lo mucho que anhelaba estar cerca de Abrielle, le gustó la experiencia de observarla desde lejos, y a decir verdad le emocionó más verla en su nueva condición de señora del castillo que cuando la había contemplado dando vueltas en el salón de baile ataviada con encajes y joyas.

Con las mangas subidas y los rizos recogidos, Abrielle, codo con codo con los trabajadores de la cocina, distribuía las bandejas de comida que, como Raven sabía, había ordenado, no sin problemas, que llevaran hasta allí. Los siervos aceptaron entusiasmados cuanto se les ofreció y expresaron su gratitud una y otra vez. Abrielle recibía sus efusivas muestras de agradecimiento con una sonrisa tan afectuosa y alegre que cualquiera hubiera dicho que eran ellos quienes le hacían el favor. Raven vio llorar de gratitud a padres que contemplaban a sus hijos saciar su hambre en lugar de verse obligados a soportar un vacío en el estómago tan lacerante que ni siquiera el dormir les libraba de aquel tormento.

La lamentable suerte de los siervos no le había pasado desapercibida, y había que verlos ahora, alimentados por alguien cuya compasión se había hecho patente en cuanto había asumido el mando. No era de extrañar que a aquella pobre gente se le empañaran los ojos y quisieran estrechar o besar la mano de la señora al ofrecerle su más ferviente gratitud por lo que había hecho por ellos. A Raven, ver que aquellos que habían soportado durante tanto tiempo la insensibilidad y la autoridad mezquina del hidalgo eran tratados con amabilidad y generosidad le levantó el ánimo. Y le llenaba de orgullo, un orgullo que, en honor a la verdad, aún no podía atribuirse como propio, que Abrielle fuera la responsable de ello.

Raven podía ser un hombre paciente, en especial cuando la paciencia formaba parte de una campaña que podía conducir a la victoria, y ello a menudo para disgusto de aquellos con quienes trataba como emisario del rey David. Sus adversarios preferían verlo actuar tic forma temeraria o irreflexiva y tener así una ventaja sobre él. Pero dicha reputación estaba poniéndose aprueba en aquel momento en el poblado de los siervos, y en cuanto estos apaciguaron su hambre, Raven vio una oportunidad para acercarse a la señora del castillo. Abrielle estaba sentada junto al fuego con algunos de los niños más pequeños, y ver cómo su encantadora sonrisa daba paso a una expresión de recelo y resignación a medida que él se acercaba no le gustó nada. Aunque se tratara de una cuestión de orgullo, Raven no estaba acostumbrado a que una mujer desconfiara tanto de él. Se había atrevido a pensar que la ayuda que le prestó la noche en que murió su marido forjaría un vínculo entre ellos, pero en lugar de eso parecía haberlos separado aún más.

Raven se sentó a su lado, procurando no realizar ningún movimiento brusco. Por ridículo que pudiera parecer, no había duda de que una maniobra de aproximación lenta y suave obraba milagros con los animales asustadizos.

—Lo que estáis haciendo con esta gente es una gran cosa —le dijo en voz baja.

La sonrisa de Abrielle estaba reservada para la niña pequeña que tenía en el regazo, acurrucada contra su pecho mientras se chapaba el pulgar con satisfacción.

—Es lo justo y, por tanto, fácil de hacer.

—Se diría que habéis nacido para mandar. ¿Será porque sois hija única?

Abrielle asintió y, aunque por un momento dio la sensación de que iba a hablar, apretó los labios. En su fuero interno se disgustó consigo misma por haber estado a punto de compartir la buena nueva de Elspeth con Raven, como si fuera un amigo.

—Yo también soy hijo único— prosiguió él — Ya tenemos algo en común.

Abrielle le dedicó una mirada de cortesía, ladeó la cabeza y encogió sus delicados hombros.

—Sí —continuó él—. Mi padre me enseñó todo lo que sé, desde lucha con espada hasta diplomacia. Estoy bien enseñado.

—Sí, ya lo veo; tan bien enseñado que aún viajáis con él, como si necesitarais que os defendiera.

Raven hizo un gesto de dolor y se alegró de que los niños pudieran captar el sarcasmo de Abrielle.

—Eso me ha dolido, milady.

—Os pido perdón —dijo Abrielle fingiendo consternación-No sabía que la verdad pudiera resultaros tan dolorosa.

Sus miradas se cruzaron con tal intensidad que a Abrielle casi si le salieron los ojos de las órbitas y una expresión de susto y pánico ensombreció su rostro. Raven sabía perfectamente a qué se debía aquella reacción: Abrielle había recordado de repente la «verdad que solo ellos dos conocían, el papel que habían desempeñado ambos en la muerte del hidalgo. Y casi al mismo tiempo entendió la razón por la que, en lugar de unirlos, aquella noche solo sirvió para acrecentar la sospecha y el recelo de Abrielle hacia él.

Raven trató de tranquilizarla.

—Hay verdades —dijo en voz baja— que si las supiera todo el mundo solo sembrarían dolor. Tenéis mi palabra, y con ella mi honor, de que nunca las haría públicas, milady. —Sin añadir nada más se puso en pie y se marchó, consciente de que había salido victorioso en aquella escaramuza dentro de su campaña para conquistarla, objetivo que tarde o temprano alcanzaría.

 

 

 

Tras abandonar el poblado, Abrielle ya había comenzado a cruzar el estrecho puente que pasaba sobre el riachuelo cuando avistó a Thurstan acompañar a Mordea hasta un carro tirado por un caballo que un siervo mayor había llevado hasta el puente levadizo del castillo. Un escuadrón de al menos veinte hombres montados aguardaban en las proximidades. Thurstan lanzó un saco enorme con las pertenencias de la mujer al interior de la parte trasera del vehículo. Mordea se agachó, cogió una piedra del suelo y se la guardó en el bolsillo del delantal; solo entonces consintió que Thurstan la ayudara a sentarse en el banco del cochero.

Con las riendas en la mano, Mordea hizo girar al animal poco a poco, levantó una mano en un gesto de despedida y le dijo algo a Thurstan en una lengua extranjera. Luego fijó su mirada en la señora del castillo y, con una risa socarrona, fustigó al greñudo corcel para que echara a andar. Thurstan se volvió con cara de sorpresa al ver quién los observaba. Cuando el carro pasó cerca de donde Abrielle se había detenido, Mordea se apresuró a sacar del bolsillo la piedra que había cogido del suelo y se la tiró a la que había sido su señora.

Antes de que Abrielle tuviera tiempo de intentar esquivarla, Raven la agarró de la cintura, la levantó del suelo y la hizo girar bruscamente. Ella se quedó pegada contra su pecho con la cabeza echada hacia atrás, por lo que estaba mirándolo a los ojos cuando oyó que la piedra impactaba en la espalda de él con puntería certera. Raven ni se inmutó ni aflojó su abrazo. Abrielle consiguió mover la cabeza en un gesto de agradecimiento; temblaba, pues se daba cuenta de que podría haber resultado malherida si no hubiera sido por él. Lo único que deseaba en ese momento era apoyar la cabeza sobre su pecho robusto y dejar que él la protegiera del mundo durante unos segundos más, unas horas o por siempre jamás, pero la posibilidad de que Raven fuera la mayor amenaza para su seguridad la obligó a apartarse de su cuerpo pese al calor y el consuelo que le ofrecía.

Mordea agarró la fusta con la intención de que el caballo echara a trotar con brío y ella pudiera marcharse de allí a toda prisa. Mientras se alejaba, su diabólica carcajada llegó hasta ellos y a Abrielle se le erizó el vello de la nuca. Mordea blandió entonces un puño en el aire con gesto amenazador y gritó:

—Acordaos de lo que os digo; cuando menos lo esperéis, volveréis a verme. ¡Os cortaré el pescuezo, os arrancaré el corazón y me lo comeré asado! ¡Esa es la suerte que os espera, os lo aseguro!

Tras lanzarles aquella amenaza, Mordea comenzó a vociferar en la lengua que había empleado momentos antes con Thurstan, y si bien resultaba casi imposible entender lo que decía con el traqueteo de las ruedas del carro resonando en su veloz partida, Cedric escuchó con afán cada una de sus palabras. Aunque Abrielle no conocía aquel idioma, estaba convencida de que lo que salía de la boca de la anciana no era precisamente una bendición.

—Por si os interesa saberlo, milady, creo que esa vieja bruja ha dicho que os perseguirá hasta la tumba —comentó Cedric a Abrielle al llegar a la altura del puente.

Thurstan no hizo ademán de pretender reunirse con ellos, se limito a coger las riendas de su caballo, que sostenía uno de sus hombres, y dijo:

—Espero que no estéis herida, milady.

—Si no lo está es por pura suerte —repuso Raven en tono grave,

Abrielle, al ver que los dos hombres se miraban con animadversión, se apresuró a decir:

—Thurstan, aseguraos de que no vuelva a poner los pies en este castillo.

El hombre asintió.

—Y me aseguraré también de que vuestras posesiones, es decir, el carro y el caballo, os sean devueltas mañana mismo. —Thurstan respiró hondo, como si lo que se disponía a añadir le causara dolor—. Sir Raven, os doy las gracias por haber protegido a lady Abrielle del mal juicio de Mordea.

—¿Mal juicio? —repitió Raven con desdén.

Abrielle decidió hablar de nuevo antes de que la aparente hostilidad entre los dos hombres fuera a más.

—Thurstan, ¿acaso os vais sin tener la gentileza de despediros?

—No creía que desearais que me quedara.

Si Thurstan pensaba que Abrielle corregiría aquella impresión, andaba equivocado.

—Buenos días, milady —añadió fríamente antes de montar y alejarse a caballo con sus hombres.

Abrielle, Raven y Cedric se quedaron en silencio observando la marcha del escuadrón a la zaga del carro de Mordea.

—Milady— comenzó a decir Cedric -, ¿qué razón hay para que Thurstan de Marlé escolte a esa mujer?

Abrielle dejó escapar un suspiro.

—No son parientes. Thurstan es hijo del hermano mayor de Desmond, ya fallecido. Mordea y Desmond eran hermanastros, así que es posible que Thurstan sienta que le debe lealtad.

—En ese caso, adiós a los dos y hasta nunca—concluyó Cedric.

Sin embargo, Abrielle no pudo evitar preguntarse si aquella sería realmente la última vez que los vería.

 

 

 

En la cena de aquella noche los pretendientes de Abrielle se mostraron más atrevidos. Durante la velada, la joven viuda se vio pasando de uno a otro, ya fuera para bailar, ya fuera para entablar una conversación que en la mayoría de las ocasiones consistía en vanagloriarse de sí mismos, y como siempre Raven andaba cerca. Aunque no la observara en todo momento, Abrielle estaba más segura que nunca de que su atención era absoluta. Era como un enorme tigre tumbado al sol, contento y adormilado, pero pobre del que se atreviera a acercarse demasiado al tesoro que custodiaba para intentar robarlo. Aquella imagen la dejó helada, y se preguntó si sería ella dicho tesoro. Había algo atrayente en aquella idea, lo había desde que se sentía segura y protegida. Pero también existía la aterradora posibilidad de que la única razón que tuviera Raven para protegerla fuera la de estar en situación de coger lo que ella tuviera que ofrecerle cuando se le presentara el momento oportuno. A Abrielle todo le parecía confuso y agotador; dado que Raven no consentiría en marcharse, se lamentaba de que no fuera menos atractivo para poder desentenderse de él sin más. Cuánto más fácil sería su vida si al escocés le salieran cuernos, o amaneciera con una barriga descomunal, o al menos dejara de asearse.

Finalmente, con la excusa de estar agotada, pudo escapar del gran salón. Pero antes de que le diera tiempo de llegar a la puerta se le acercó sir Colbert, uno de los caballeros normandos que habían prolongado su estancia en el castillo con la esperanza de ganar su favor.

—Lady Abrielle- la llamó entre jadeos, como si le costara respirar.

—Sir Colbert, ¿qué ocurre?

—Esta tarde he salido a pasear… y he oído a alguien… llorar cerca de las chozas de los siervos.

—¿Llorar?

—Uno de los niños… está enfermo. ¿Tenéis… conocimientos curativos?

—Sí. Permitidme que vaya por mis hierbas. El hombre abrió la boca para hablar, pero Abrielle ya había echado a correr por el pasillo. Cuando se instaló en los aposentos del amo, Nedda llevó allí todas sus cosas, y a Abrielle le fue fácil encontrar la pequeña bolsa de piel.

Al volver corriendo por el pasillo, Abrielle vio que sir Colbert miraba a ambos lados, dio un respingo ante su presencia y la saludó con un gesto de aliento.

—Vamos, milady, saldremos por la puerta del jardín de la dama. Por ahí llegaremos mucho más rápido al poblado.

Abrielle lo siguió agradecida; pensaba ya en ese pequeño que podría estar enfermo. Todos se hallaban en un estado de debilidad preocupante debido a la desnutrición. Avanzó sin fijarse en los corredores por donde la guiaba sir Colbert, pero finalmente oyó que descorría el cerrojo de una puerta y percibió el fresco olor a tierra húmeda del jardín.

Una vez allí, tomó la delantera con el fin de atravesar el jardín a toda prisa, traspasar la cerca medio tapiada, dejar atrás los altos muros del castillo y atravesar el puente que cruzaba el foso. Varios soldados que estaban de guardia la miraron con curiosidad, pero ninguno le bloqueó el paso.

Había llegado casi al riachuelo cuando sir Colbert gritó:

—¡Milady!

Al volverse hacia él lo vio de repente demasiado cerca. Sir Colbert dobló la espalda y se echó a Abrielle al hombro. Abrielle profirió un grito de sorpresa y, de repente, se vio sacudida con torpeza cuando el hombre comenzó a correr.

—¡Bajadme!

—Tengo el caballo ahí mismo, milady. Así llegaremos al poblado mucho antes.

El hombro de sir Colbert se le clavaba en el estómago y le cortaba la respiración.

Abrielle sabía que no tenía ninguna intención de llevarla al poblado. Le había mentido para sacarla del castillo… y tenerla sola e indefensa frente a él. Bastaría el rapto de una noche para que ella se viera obligada a casarse con él, a pesar de su crueldad. Su peor pesadilla hecha realidad.

Ante las patadas que trataba de dar a su raptor, este le sujetó las piernas para que no pudiera moverlas; Colbert ni reaccionó a las palmadas y puñetazos que le pegaba en la espalda, como si no pudiera hacerle daño. Cuando abrió la boca para gritar a voz en cuello, Abrielle le oyó decir simplemente:

—No gritéis o mi hombre se verá obligado a hacer daño a vuestra sirvienta.

«¿Nedda?», pensó Abrielle fuera de sí. ¿La habrían sacado del dormitorio de Abrielle para que no pudiera alertar a los ocupantes del castillo de la desaparición de la señora?

—¿Es este el hombre al que os referís? —inquirió una voz grave y serena que Abrielle reconoció al instante.

Raven había acudido en su auxilio una vez más, y eso provocó en ella dos sentimientos contradictorios, pues tenía tantas ganas de alegrarse como de llorar.

Colbert se detuvo a trompicones y Abrielle oyó el llanto apenas perceptible de otro hombre que imaginó tendido a los pies de Raven.

—Me temo que este hombre no será de gran ayuda—prosiguió Raven con un tono de voz a todas luces divertido y, por extraño que pareciera, tranquilizador—. Es una lástima que no hayáis pensado en todo esto con más detenimiento. Yo deseo a la dama al menos tanto como vos, así que ¿cómo iba a perderla de vista?

Colbert pasó entonces a la acción: lanzó a Abrielle en el aire para que cayera en brazos de Raven. Mientras ella trataba de desenredarse, Colbert levantó a su amigo del suelo, prácticamente lo lanzó a lomos del caballo y luego saltó detrás de él. El ruido de cascos se perdió en la lejanía.

Cuando Abrielle consiguió finalmente poner loa pies en el sui lo, se apartó de Raven con más fuerza de la necesaria, pero él se li mito a sonreír.

—De nada.

—Os doy las gracias —dijo Abrielle—, una vez más.

Al bajar la vista para contemplarla a la luz de la luna, la sonrisa de Raven desapareció de su rostro y la intensidad de su mirada la cogió por sorpresa.

—Parecéis tocada por polvo de hadas —susurró él con voz ronca.

Incapaz de hacer frente a la peligrosa debilidad que su presencia le inspiraba, Abrielle dio media vuelta y echó a correr por donde había venido. Lo oyó reírse y supo que la seguía, pero no se detuvo hasta que hubo recorrido todo el pasillo que llevaba a su dormitorio. Una vez allí, asomó la cabeza y comprobó aliviada que Nedda dormitaba en una silla junto al fuego; saber que Colbert había mentido al menos en eso la dejó más tranquila. Luego regresó al pasillo y llamó a la puerta de sus padres.

Raven aguardó paciente a que Vachel abriera la puerta. Cuando lo hizo, miró a Abrielle y luego al escocés con cara de sorpresa. Su hijastra entró en la estancia con aire resuelto y cerró la puerta en las narices de Raven.

—¡Abrielle! —exclamó su madre con desaprobación al tiempo que se acercaba a la puerta y se ajustaba la bata.

—No pasa nada, él lo entiende —contestó Abrielle con voz cansada antes de dejarse caer en un taburete.

Acto seguido, procedió a contar a sus padres todo lo sucedido. Lo que no les dijo fue lo vacía y asqueada que se sentía por dentro por el hecho de que sir Colbert ni siquiera se hubiera molestado en conversar con ella, en cortejarla como era costumbre, como si el esfuerzo no valiera la pena.

—Creíamos que te habías ido a la cama —dijo Vachel; no dejaba de dar vueltas por la habitación movido por la ira.

—Oh, Abrielle, ¡qué miedo habrás pasado! —exclamó Elspeth, abrazándola.

 

—No me ha dado tiempo de pasar miedo —contestó ella con desánimo—. C lomo siempre, Raven venía siguiéndome.

—¡Gracias a Dios! —dijo su madre con una expresión de alivio que le salió del alma y que hizo que Abrielle se sintiera aún peor, pues significaba que no podía confiar siquiera en controlar su propio destino.

Sin duda el semblante de la joven inspiraba el pesar de sus padres, pero las palabras de su padrastro pusieron de manifiesto que su suerte no estaba en las manos de Abrielle, sino en las de otros, concretamente en manos de hombres.

—No puedo permitir que esto siga así —concluyó Vachel; se detuvo y las miró con el ceño fruncido en un gesto sombrío—. Tal vez Colbert no quisiera hacerte daño, pero es posible que el próximo bellaco que lo intente pierda los estribos ante tu negativa. Abrielle, tienes que casarte pronto, de lo contrario seguirás en peligro.

—Pero, Vachel, no he encontrado a nadie que me atraiga. Sabéis que deseo elegir al que será mi esposo.

—Y desde luego no quiere vivir con una escolta armada pegada a sus faldas —añadió Elspeth,

—¿Por qué no echamos del castillo a todos los hombres casaderos? —propuso Abrielle con entusiasmo—. Así podría vivir en paz, por lo menos durante un tiempo.

—¿Y ver el castillo sitiado por mozos desesperados? —inquirió Vachel—. Creo que no. Se me ha ocurrido una idea para acabar con todo esto rápidamente. Celebraremos un torneo donde se darán cita todos los jóvenes nobles para exhibir sus habilidades y tratar de ganar tu favor.

—Pero muchos ya se han marchado a petición nuestra —repuso Abrielle con voz quejumbrosa—. ¿Y ahora vamos a hacerles volver?

—Así es, pero solo a los que den la talla, por supuesto. Los participantes permanecerán en el castillo varios días, y al final del torneo habrás tenido ocasión de conocer a los hombres suficientes para tomar una decisión.

—¿Varios días? —preguntó Elspeth.

—Invitaremos también a las familias de los jóvenes. Tendrás tantas propuestas que no sabrás qué hacer con ella. Podrás descubrir el carácter de todo hombre que te interese.

Abrielle dejó escapar un suspiro.

—Acepto. Esto tiene que terminar.

—El torneo comenzará dentro de tres días —anunció Vachel frotándose las manos.

—¿Tres días? —repitió Elspeth, imaginando ya lo difícil que sería encontrar una nueva cocinera en tan poco tiempo.

—¿Tres días? —repitió Abrielle, preguntándose si su padrastro se habría vuelto loco—. Pero ¿cómo lo haremos?

—Hoy mismo enviaremos a los heraldos. Si celebramos el torneo con tan poco margen de tiempo solo se animarán a asistir los señores del norte. Supongo que no querrás un marido que solo haya vivido en el canal de la Mancha y que no sepa cómo manejarse con los escoceses…

—Y hablando de escoceses… —dijo Elspeth mirando a su hija.

Abrielle se desplomó en la cama.

—Raven competirá por mí con tanto ahínco como el que más. Y ganará el premio, como ya hizo en la cacería.

—Quizá deberíamos ofrecer algo más que un premio al vencedor —sugirió su padrastro con una expresión astuta en su mirada—. Algo que fomente la competencia.

Abrielle torció el gesto.

—Temo preguntaros a qué os referís.

—Podría ganar… un beso.

 

 

 

Colbert cabalgó sin descanso en la oscuridad de la noche hasta encontrar la acogida que esperaba. Thurstan de Marlé abrió las puertas de su morada al joven, le ofreció cobijo… y alimentó su odio hacia el escocés que había frustrado su plan perfecto para quedarse con Abrielle.