Capítulo 33
El piso del jeep de Ryan estaba mojado por la nieve derretida. El limpiaparabrisas barría el cristal, y de vez en cuando tropezaba con un pequeño trozo de hielo. A través de los abanicos que dibujaba en el parabrisas, podía ver millones de astillas plateadas cortando los haces de luz de los faros delanteros.
Centre-Ville estaba oscuro y desierto. No había calles ni edificios iluminados, tampoco carteles de neón encendidos, y los semáforos no funcionaban. Los únicos vehículos que circulaban eran los coches-patrulla. Las cintas amarillas acordonaban las aceras junto a los rascacielos para impedir que alguien resultara herido a consecuencia de la caída de un trozo de hielo. Me pregunté cuánta gente intentaría ir ese día a trabajar. Ocasionalmente, se oía un ruido seco y, segundos más tarde, una plancha helada se estrellaba contra el pavimento. El paisaje recordaba a recientes escenas de Sarajevo e imaginé a mis vecinos acurrucados en habitaciones frías y sumidas en la oscuridad.
Ryan conducía a través de la ventisca. Tenía los hombros tensos y los dedos aferrados al volante. Mantenía la velocidad baja y constante, acelerando de forma gradual y reduciendo la marcha mucho antes de llegar a los cruces de las calles. Aun así, el coche derrapaba con frecuencia. Ryan había acertado al coger su jeep. Los pocos coches que veíamos, más que rodar, se deslizaban sobre las calles heladas.
Subimos por la calle Guy y giramos hacia el este para tomar Docteur-Penfield. Encima de nosotros se podía ver el Montreal General brillando gracias a la energía de su propio generador. Mis dedos estrangulaban el apoyabrazo de la derecha y mi mano izquierda era un puño hermético.
—Hace un frío de mil demonios. ¿Por qué no nieva? —exclamé de pronto. La tensión y el miedo comenzaban a surgir por debajo de la superficie.
Los ojos de Ryan no se apartaban del camino.
—Según la radio, hay una especie de inversión térmica, de modo que hace más calor en las nubes que en el suelo. Lo que comienza formándose como lluvia, se congela al llegar a la tierra. El peso del hielo está afectando el funcionamiento de las centrales eléctricas.
—¿Cuándo acabará la tormenta?
—El tío del tiempo dice que el sistema se encuentra fijo en el mismo lugar y no va a ninguna parte.
Cerré los ojos y me concentré en el sonido. Descongelante. Limpiaparabrisas. Viento sibilante. Los latidos de mi corazón.
El coche viró bruscamente y abrí los ojos. Conseguí mover una mano y puse la radio. La voz era seria pero tranquilizadora. La mayor parte de la provincia se encontraba sin fluido eléctrico, e Hydro-Quebec tenía a tres mil empleados trabajando para solucionar el problema. Los equipos trabajarían día y noche, pero nadie podía asegurar cuándo se restablecería el servicio.
El transformador que alimentaba Centre-Ville había explotado debido a la sobrecarga, pero se le había dado la máxima prioridad. La planta depuradora estaba paralizada y se recomendaba a la gente que hirviese el agua antes de beberla.
«Una tarea difícil sin electricidad», pensé.
Se habían habilitado refugios y la policía recorrería las casas puerta por puerta para localizar a los ancianos sin recursos. Muchas carreteras estaban clausuradas y se aconsejaba a los motoristas que se quedaran en casa.
Apagué la radio. Deseaba desesperadamente estar en mi casa con mi hermana. El pensar en Harry hizo que algo comenzara a latir con fuerza detrás de mi ojo izquierdo.
«Ignora la jaqueca y piensa, Brennan. No serás de ninguna ayuda si pierdes la concentración».
Los Goyette vivían en la zona conocida como el Plateau, de modo que nos dirigimos hacia el norte y luego giramos al este en la avenida Des Pins. En la cima de la colina, alcancé a divisar las luces del Royal Victoria Hospital. Debajo de nosotros, McGill era un manchón negro y, más allá, aparecía la ciudad y la zona de los muelles, donde la única parte visible era la plaza Ville-Marie.
Ryan giró al norte en St. Denis. La calle, normalmente abarrotada de turistas y compradores, estaba entonces abandonada al viento y al hielo. Todo parecía cubierto por un manto translúcido, que borraba los nombres de tiendas y bares.
En Mont-Royal volvimos a dirigirnos hacia el este, giramos hacia el sur en Christophe Colomb y una década más tarde nos detuvimos delante de la dirección que Anna me había dado. El edificio era una construcción típica de Montreal: tres pisos y una estrecha escalera metálica que llegaba al segundo piso. Ryan acercó el jeep al bordillo y lo dejó en la calle.
Cuando salimos del vehículo, el hielo se clavó en mis mejillas como si fuesen diminutos trozos de ceniza, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Con la cabeza gacha, subimos hasta el piso de los Goyette, resbalando sobre los escalones helados. El timbre estaba empotrado en un trozo de hielo sólido y gris, de modo que golpeé la puerta con fuerza. Un momento después la cortina se apartó ligeramente y apareció el rostro de Anna. A través del cristal escarchado, vi que movía la cabeza de un lado a otro.
—¡Anna, abre la puerta! —grité.
Agitó la cabeza con mayor vigor, pero yo no estaba de ánimo para negociar.
—¡Abre la jodida puerta!
Por un momento, permaneció inmóvil, y luego se llevó una mano a la oreja. Después retrocedió y temí que desapareciera. En cambio, oí el sonido de una llave que giraba en la cerradura y la puerta se abrió unos centímetros.
No esperé. Empujé con fuerza y un momento después Ryan y yo estábamos dentro, antes de que Anna pudiese reaccionar.
Anna retrocedió y se quedó con los brazos cruzados delante del pecho y las manos aferradas a las mangas de la chaqueta. Sobre una mesa de madera ardía una lámpara de aceite y proyectaba sombras que trepaban por las paredes del estrecho recibidor.
—¿Por qué no me dejáis todos en paz?
Sus ojos parecían enormes bajo la luz trémula.
—Necesito que me ayudes, Anna.
—No puedo hacerlo.
—Sí, sí que puedes.
—Le dije a ella lo mismo que le estoy diciendo a usted. No puedo hacerlo. Ellos me encontrarán.
La voz le temblaba ostensiblemente, y el terror que se dibujaba en su rostro era auténtico. Su mirada lanzó un dardo directamente a mi corazón. Había visto antes esa mirada. Había sido la de una amiga, aterrorizada por un tío que la acosaba día y noche. Yo la había convencido de que el peligro no era real, y ella murió por eso.
—¿A quién se lo dijiste?
Me pregunté dónde estaría su madre.
—A la doctora Jeannotte.
—¿Ella estuvo aquí?
Asintió con la cabeza.
—¿Cuándo?
—Hace varias horas. Yo estaba durmiendo.
—¿Qué quería?
Sus ojos se desviaron hacia Ryan y luego se clavaron en el suelo.
—Me hizo unas preguntas muy extrañas. Quería saber si yo había estado en contacto con alguien del grupo de Amalie. Creo que pensaba marcharse al campo, a ese lugar donde hicimos el taller. Yo… Ella me golpeó. Nadie me había pegado nunca de ese modo. Estaba fuera de sí. Jamás la había visto de esa manera.
En su voz había angustia y vergüenza, como si ella hubiese sido la culpable de la agresión. Parecía tan pequeña e indefensa allí, en medio de la oscuridad, que me acerqué a ella y la rodeé con mis brazos.
—No debes culparte, Anna.
Sus hombros comenzaron a temblar y le acaricié el pelo. Brillaba bajo la pálida luz de la lámpara de aceite.
—Yo la hubiese ayudado, pero no recuerdo nada. Yo… Fue una época muy mala para mí.
—Lo sé, pero quiero que regreses a esa época y pienses con todas tus fuerzas. Piensa en todo lo que recuerdes del lugar donde te llevaron.
—Lo he intentado, pero es inútil.
Tenía ganas de sacudirla, de arrancarle la información que necesitaba para salvar a mi hermana. Recordé un cursillo que había hecho sobre psicología infantil. No debía emplear conceptos abstractos, sólo preguntas directas y específicas. Con suavidad, la aparté de mí y levanté su barbilla con la mano.
—¿Cuando fuiste a ese taller en el campo, te recogieron en la universidad?
—No. Ellos me recogieron aquí, en casa.
—¿Qué dirección tomaron cuando salieron de aquí?
—No lo sé.
—¿Recuerdas cómo abandonaron la ciudad?
—No.
«Abstracto, Brennan».
—¿Cruzaron un puente?
Anna entrecerró los ojos y asintió.
—¿Qué puente?
—No lo sé. Espere, recuerdo que había una isla con muchos edificios altos.
—Île des Soeurs —dijo Ryan.
—Sí. —Sus ojos se abrieron como platos—. Alguien hizo una broma acerca de las monjas que vivían en las urbanizaciones. Ya sabe, soeurs, hermanas.
—Champlain Bridge —dijo Ryan.
—¿A qué distancia estaba la granja?
—Yo…
—¿Cuánto tiempo estuvisteis viajando en la furgoneta?
—Unos cuarenta y cinco minutos. Sí. Cuando llegamos el conductor se jactaba de haber llegado en menos de una hora.
—¿Qué fue lo que viste al bajar de la furgoneta?
La duda volvió a instalarse en sus ojos. Luego, poco a poco, como si estuviese describiendo una mancha de Rorschach, continuó.
—Justo antes de llegar a la granja recuerdo que había una gran torre con un montón de cables y antenas y discos. También había una casa pequeña. Probablemente, alguien la construyó para que los niños aguardasen allí la llegada del autobús escolar. Recuerdo haber pensado que estaba hecha de pan de jengibre y decorada con una capa de clara de huevo y azúcar.
En ese momento, un rostro se materializó detrás de Anna. No llevaba maquillaje y parecía pálido y brillante bajo la luz mortecina.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Por qué se presentan en mi casa en mitad de la noche?
Hablaba un inglés con un fuerte acento.
Antes de que pudiésemos contestar, la mujer cogió a Anna por la muñeca y arrastró a la joven detrás de ella.
—Quiero que dejen a mi hija en paz.
—Señora Goyette, creo que hay muchas personas que van a morir. Anna podría ayudarnos a salvarlas.
—Ella no está bien. Ahora márchense de mi casa. —Señaló la puerta—. Les ordeno que se marchen de mi casa o llamaré a la policía.
El rostro espectral. La luz mortecina. El corredor que parecía un túnel. Volvía a estar en mi pesadilla y, de pronto, lo recordé. ¡Lo sabía, y tenía que llegar allí!
Ryan comenzó a decir algo pero le interrumpí.
—Gracias. Su hija nos ha sido de gran ayuda —le dije.
Ryan me miró confuso cuando pasé junto a él y salí del apartamento. Estuve a punto de caerme al resbalar en los escalones. Ya no sentía frío mientras esperaba junto al jeep a que Ryan hablase con la señora Goyette, se calzara la gruesa gorra de lana y llegase nuevamente al nivel del suelo.
—¡Qué demonios…!
—Ryan, necesito un mapa.
—Esa pequeña lunática puede estar…
—¿Tienes un jodido mapa de esta provincia? —dije entre dientes.
Sin decir una palabra, Ryan pasó por delante del jeep, y ambos subimos al vehículo helado. Sacó un mapa del compartimiento que había en la puerta del lado del conductor, y yo cogí una linterna de mi mochila. Puso el coche en marcha mientras yo desplegaba el mapa de la provincia, y luego salió para quitar el hielo que se había acumulado en el parabrisas.
Localicé Montreal y después seguí el Champlain Bridge a través del río San Lorenzo hasta la autopista 10 Este. Con un dedo entumecido, tracé la ruta que había seguido hacía un tiempo para llegar a Lac Memphrémagog. Pude ver la iglesia, y la tumba. Vi también el poste indicador semienterrado en la nieve.
Moví el dedo a lo largo de la autopista, calculando el tiempo del viaje. Los nombres oscilaban bajo la luz de la linterna.
Marieville. St. Grégoire. Ste. Angèle-de-Monnoir.
El corazón se me detuvo al verlo.
«Dios, por favor, haz que lleguemos a tiempo».
Bajé la ventanilla y grité al viento.
Ryan terminó de rascar el parabrisas y abrió la puerta de su lado. Arrojó el escarbador en la parte de atrás y se situó al volante. Se quitó los guantes y le pasé el mapa y la linterna. Sin decir nada señalé un pequeño punto en el cuadrado que había doblado hacia arriba. Lo estudió un momento mientras su aliento se convertía en vapor bajo la luz amarillenta.
—Mierda.
Un cristal de hielo se derritió y se deslizó desde una de sus pestañas. Se pasó el dorso de la mano por el ojo.
—Todo encaja. Ange Gardien. No es una persona, es un lugar. Piensan reunirse en Ange Gardien. Debe de estar a unos cuarenta y cinco minutos de aquí.
—¿Cómo se te ocurrió pensar en ello? —preguntó Ryan.
No quería hablarle del sueño que había tenido.
—Recuerdo el poste indicador que vi cuando estuve en Lac Memphrémagog. Vamos.
—Brennan…
—Ryan. Sólo lo diré una vez más. Voy a buscar a mi hermana. —Hice un esfuerzo para mantener la voz tranquila—. Y pienso ir contigo o sin ti. Puedes llevarme a casa o puedes llevarme a Ange Gardien.
Dudó un momento.
—¡Joder! —dijo luego.
Salió del jeep, inclinó el respaldo de su asiento hacia adelante y buscó algo en la parte de atrás. Mientras cerraba la puerta con fuerza vi que se metía algo en el bolsillo y cerraba la cremallera de la cazadora. Después volvió a pasar el escarbador para quitar el hielo del parabrisas.
Un minuto más tarde estaba nuevamente al volante. Sin abrir la boca se ajustó el cinturón de seguridad, puso el jeep en marcha y aceleró. Las ruedas giraron, pero el coche no avanzó ni un metro. Puso la marcha atrás y luego rápidamente la primera otra vez. El jeep se mecía mientras Ryan cambiaba de marchas una y otra vez. Finalmente, consiguió liberar el vehículo de la trampa de hielo, y nos alejamos lentamente del barrio.
No dije nada mientras enfilábamos hacia el norte por Christophe Colomb y luego al oeste por Rachel. Al llegar a St. Denis, Ryan giró hacia el sur, invirtiendo el sentido de la marcha.
¡Mierda! Me llevaba a casa. Se me heló la sangre al pensar en el viaje a Ange Gardien sola.
Cerré los ojos y me recliné contra el asiento para prepararme. «Tienes cadenas, Brennan. Las pondrás en las ruedas de tu coche y conducirás exactamente como lo está haciendo Ryan, el cabronazo de Ryan».
El silencio interrumpió mis pensamientos.
—¿Dónde estamos?
—En el túnel Ville-Marie.
No dije nada. Ryan avanzó por el túnel como una nave estelar que atraviesa un agujero en el espacio. Cuando se desvió hacia la salida de Champlain Bridge sentí una mezcla de alivio y temor.
¡Sí! Ange Gardien.
Diez años luz más tarde, cruzábamos el San Lorenzo. El río parecía anormalmente denso, y los edificios de Île des Soeurs se destacaban como esculturas negras contra el cielo del amanecer. Aunque sus marcadores estaban apagados, yo conocía a los jugadores. Nortel, Kodak, Honeywell; era tan normal, tan familiar en mi mundo al final del segundo milenio. Ojalá me estuviese acercando a sus impecables oficinas en lugar de dirigirme a la locura que me esperaba unos kilómetros más adelante.
La atmósfera dentro del coche era tensa. Ryan conducía con los ojos fijos en la carretera, y yo trabajaba concienzudamente en la uña de mi pulgar derecho. Miraba a través de la ventanilla para no pensar en lo que podía esperarnos.
Viajábamos a través de un paisaje frío y ominoso, un panorama extraído de un planeta helado. A medida que avanzábamos hacia el este, el hielo aumentaba visiblemente, y despojaba al mundo de cualquier noción de textura o matiz. Los bordes eran borrosos y los objetos parecían fundirse como si formasen parte de una gigantesca escultura de yeso.
Postes indicadores, señales y vallas estaban ocultos, borrando mensajes y fronteras. Aquí y allá, a través de la brumosa oscuridad, se alcanzaban a ver las delgadas columnas de humo que escupían las chimeneas; todo lo demás parecía congelado en su lugar. Justo después de cruzar el río Richelieu, la autopista describía una curva y vi un coche que se había salido de la autopista y estaba volcado en la nieve, como si fuese una tortuga invertida, con estalactitas que colgaban de los neumáticos y los parachoques.
Llevábamos viajando casi dos horas cuando vi la señal. Estaba amaneciendo, y el cielo viraba de negro a un gris sombrío. A través del hielo pude ver una flecha y las letras «Ange Gardien».
—Allí.
Ryan redujo la velocidad y se dirigió hacia la salida de la autopista. Cuando llegamos a una intersección en T pisó el freno y el jeep se detuvo.
—¿En qué dirección?
Cogí el escarbador, bajé del coche y eché a andar hacia la señal indicadora; me resbalé una vez y me golpeé la rodilla. Mientras avanzaba con dificultad, el viento levantó mi pelo hasta dejarlo tieso y me llenó los ojos de diminutos trozos de hielo. Por encima de mi cabeza silbaba entre las ramas y sacudía los cables del tendido eléctrico con un sonido extraño.
Trataba de avanzar cortando el hielo como una demente. Finalmente, la hoja del escarbador se rompió, pero continué cavando hasta que el plástico quedó hecho pedazos. Usando entonces el mango de madera, cavé y rasqué hasta que, por fin, pude ver las letras y una flecha.
Mientras regresaba a gatas hasta el jeep sentí que había algo que no funcionaba bien en mi rodilla izquierda.
—Por allí —señalé. No me disculpé por el escarbador roto.
Cuando Ryan dio la vuelta, la parte trasera del jeep derrapó y comenzamos a girar vertiginosamente. Apoyé con fuerza las plantas de los pies contra el suelo y me cogí del asiento.
Ryan recuperó el control del vehículo y pude separar ambas mandíbulas.
—No hay pedal del freno en tu lado.
—Gracias.
—Estamos en el distrito de Rouville. Hay un puesto de la SQ a pocos kilómetros de aquí. Iremos primero allí.
Aunque lamentaba la pérdida de tiempo, preferí no discutir con él. Si nos metíamos en un nido de avispas, era mejor contar con ayuda. Y, aunque el vehículo de Ryan era muy indicado para conducir sobre hielo, no tenía radio para comunicarse con la policía.
Cinco minutos más tarde, divisé la torre, o lo que quedaba de ella. La estructura metálica no había resistido el peso del hielo y se había derrumbado. Un montón de barras y vigas estaban esparcidas por la nieve como si fuesen las piezas de un mecano gigante.
Un poco más allá de la torre caída, una carretera se abría hacia la izquierda. A pocos metros vi claramente el cobertizo de pan de jengibre que había mencionado Anna.
—¡Es aquí, Ryan! ¡Debemos coger ese camino!
—Haremos esto a mi manera o no lo haremos.
Ryan continuó la marcha sin disminuir la velocidad.
Yo estaba furiosa. Y no había ninguna posibilidad de discutir.
—Está amaneciendo. ¿Qué pasará si deciden actuar con la primera luz del día?
Pensé en Harry, drogada e indefensa mientras esos fanáticos encendían hogueras y rezaban a su dios, o lanzaban perros rabiosos contra los corderos del sacrificio.
—Primero iremos a dar parte a la policía local.
—¡Podría ser demasiado tarde!
Me temblaban las manos. No podía soportarlo. Mi hermana podía estar a pocos metros de distancia. Sentí una opresión en el pecho y me volví de espaldas a Ryan.
Un árbol lo decidió por nosotros.
Habíamos recorrido un poco más de medio kilómetro cuando vimos que un pino enorme bloqueaba nuestro camino. Con la caída, había dejado al aire unas raíces de cuatro metros y las líneas de alta tensión estaban esparcidas por el asfalto helado. Era imposible continuar en esa dirección.
Ryan golpeó el volante con la palma de la mano.
—¡Me cago en ese abedul!
—Es un pino.
El corazón amenazaba con salírseme del pecho.
Me miró con cara de pocos amigos. Fuera, el viento gemía y lanzaba hielo contra los cristales. Vi que Ryan tensaba los músculos de la mandíbula, se relajaba y volvía a tensarlos.
—Lo haremos a mi manera, Brennan. Si digo que esperes en el jeep, aquí es donde se quedará tu culo. ¿Está claro?
Asentí. Hubiese accedido a cualquier cosa.
Dimos media vuelta y giramos a la derecha a la altura de la torre caída. La carretera era estrecha y estaba llena de árboles derribados. Algunos tenían las raíces descubiertas y otros estaban partidos en dos donde los troncos habían cedido a la fuerza de la tormenta. Ryan avanzaba describiendo una especie de slalom entre ellos. A ambos lados del camino, álamos blancos, fresnos y abedules tenían forma de U invertida, con las copas inclinadas hacia la tierra por el peso del hielo en sus ramas.
Justo detrás del refugio para los niños nacía una valla construida con troncos delgados. Ryan redujo la velocidad y continuó en paralelo a ella. En varios lugares, los árboles habían caído aplastando la valla. Entonces vi el primer signo de vida desde que salimos de Montreal.
El coche estaba de morro en un badén, con las ruedas girando en el aire y envuelto en una nube de gases que salían del tubo de escape. La puerta del lado del conductor se veía abierta y una pierna calzada con una bota se apoyaba en la nieve.
Ryan frenó y giró el volante para aparcar.
—Quédate aquí.
Comencé a protestar, pero luego lo pensé mejor y no dije nada.
Ryan bajó del jeep y se acercó al coche accidentado. Desde donde yo me encontraba, el ocupante podía ser hombre o mujer. Mientras Ryan y el conductor hablaban bajé el cristal de la ventanilla, pero no podía oír lo que decían. El aliento de Ryan salía despedido en pequeños chorros de vapor. Menos de un minuto más tarde estaba de regreso en el jeep.
—No puede decirse que sea la persona más amable del mundo.
—¿Qué te ha dicho?
—Oui y non. Vive carretera arriba, a pocos kilómetros de aquí, pero el muy cabrón no se daría cuenta aunque Gengis Khan se mudase a la casa de al lado.
Continuamos la lenta marcha hasta el final de la valla, donde comenzaba un camino particular de gravilla. Ryan apagó el motor.
Delante de una cabaña ruinosa se veían dos furgonetas y media docena de coches. Parecían jorobas redondas, hipopótamos congelados en un río gris. El hielo goteaba desde los aleros y los alféizares de las ventanas, y hacía que la superficie de los cristales fuese una mancha lechosa que impedía cualquier visión del interior de la casa.
Ryan se volvió hacia mí.
—Ahora escúchame bien. Si éste es el lugar que estamos buscando seremos tan bienvenidos como una serpiente de cascabel. —Me tocó la mejilla—. Quiero que me prometas que te quedarás aquí.
—Yo…
—Quédate aquí.
Sus ojos eran cegadoramente azules bajo la cenicienta luz del amanecer.
—Esto es una mierda —dije entre las puntas de sus dedos.
Retiró la mano y me señaló.
—Espera en el coche.
Se puso los guantes y echó a andar en medio de la ventisca. Una vez que hubo cerrado la puerta del jeep, me puse los mitones. Esperaría dos minutos.
Todo lo que sucedió después vuelve a mi mente en forma de imágenes inconexas, de fragmentos de memoria astillados en el tiempo. Vi lo que pasaba, pero mi mente se negó a comprender la escena. Registró el recuerdo y lo almacenó como datos separados.
Ryan se había alejado media docena de pasos cuando oí un ruido sordo y su cuerpo se contrajo. Levantó las manos y comenzó a girarse. Otro ruido sordo y otro espasmo; luego cayó sobre la nieve y se quedó inmóvil.
—¡Ryan! —grité al mismo tiempo que abría la puerta. Cuando salté fuera del jeep, una punzada de dolor me atravesó la pierna, y la rodilla cedió—. ¡Andy! —volví a gritar hacia su cuerpo inerte.
Entonces, un relámpago cruzó por mi cabeza y sentí que me hundía en una oscuridad más densa y profunda que el hielo.