Capítulo 18

A las ocho de la mañana del lunes, el tráfico era muy denso en el puente Woods Memorial. El cielo estaba cubierto de nubes, y el río, picado y de color verde pizarra. El parte meteorológico de la radio preveía precipitaciones poco importantes y una máxima de veintidós grados. Ryan parecía completamente fuera de lugar con sus pantalones de lana y la chaqueta tejida, como si fuese una criatura del Ártico trasplantada a los trópicos. Ya estaba transpirando mientras conducía entre la lenta caravana de coches.

Mientras atravesábamos Beaufort le expliqué cómo funcionaba la jurisdicción en el condado. Le dije a Ryan que el Departamento de Policía de Beaufort actúa estrictamente dentro de los límites de la ciudad y le describí asimismo los otros tres municipios: Port Royal, Bluffton y Hilton Head, cada uno con su propia policía.

—El resto del condado de Beaufort no está incorporado territorialmente, de modo que es competencia del sheriff —le dije—. Su departamento también presta servicios a la isla de Hilton Head; detectives, por ejemplo.

—Suena igual que Québec —dijo Ryan.

—Lo es; sólo hay que saber qué terreno se pisa en cada momento.

—Simonnet hizo sus llamadas a Saint Helena, de modo que es jurisdicción de Baker.

—Sí.

—Me ha dicho que es un tío de confianza.

—Dejaré que se forme su propia opinión.

—Hábleme de esos tíos que desenterró en la isla.

Lo hice.

—¡Caray!, Brennan, ¿cómo hace para meterse en estas cosas?

—Es mi trabajo, Ryan.

La pregunta me irritó. En los últimos tiempos, todo lo relacionado con Ryan me irritaba.

—Pero estaba disfrutando de sus vacaciones.

Sí. Estaba en Murtry con mi hija, en efecto.

—Debe ser mi rica vida imaginaria —dije—. Invento cadáveres; luego pruebas, y allí están. Eso da sentido a mi vida.

Apreté los dientes y observé las pequeñas gotas que comenzaban a mojar el parabrisas. Si Ryan necesitaba conversación podía hablar consigo mismo.

—Puede ser que necesite que alguien me guíe por estos lugares —dijo cuando pasamos junto al campus de la Universidad de Carolina del Sur en Beaufort.

—Carteret gira a la izquierda y se convierte en Boundary. Sólo tiene que seguirla.

Giramos hacia el oeste pasando las urbanizaciones de Pigeon Point y, finalmente, atravesamos las paredes de ladrillo rojo que delimitan el National Cemetery a ambos lados de la carretera. En Ribaut, indiqué un giro a la izquierda.

Ryan asintió con la cabeza, accionó el intermitente y nos dirigimos hacia el sur. Pasamos por delante de un Maryland Fried Chicken, una estación de bomberos y la iglesia baptista del Segundo Peregrino, que quedaban a nuestra izquierda. A la derecha se extendía el centro de gobierno del condado. Los edificios de estuco color vainilla albergaban las oficinas administrativas, los tribunales, las oficinas de los procuradores, varias agencias judiciales y la cárcel del condado. Los arcos y columnas falsos procuraban un sabor típico de país bajo, aunque el complejo parecía una enorme galería comercial médica estilo art déco.

Al llegar a Ribaut y Duke, señalé una zona de aparcamiento cuyo suelo de arena se extendía bajo la sombra de un grupo de robles perennes y barbones. Ryan aparcó entre un coche-patrulla de la policía de Beaufort y el remolque Haz Mat del condado. El sheriff Baker acababa de llegar y estaba buscando algo en la parte trasera del coche-patrulla. Al reconocerme, me saludó, cerró el maletero y esperó a que nos reuniésemos con él.

Hice las presentaciones de rigor, y los hombres se estrecharon las manos. La lluvia se había reducido a una niebla fina.

—Lamento molestarle —dijo Ryan—. Estoy seguro de que ya está bastante ocupado sin necesidad de que venga alguien de fuera a complicarle el trabajo.

—No hay ningún problema —repuso Baker—. Espero que podamos ayudarle.

—Bonito alojamiento —dijo Ryan, haciendo un gesto con la cabeza hacia el edificio donde se encontraba la oficina del sheriff.

Cuando cruzábamos Duke, el sheriff nos explicó brevemente el complejo.

—A comienzos de los noventa, el condado decidió que quería que todas sus agencias estuviesen bajo el mismo techo, de modo que construyó este lugar a un coste aproximado de treinta millones de dólares. Tenemos nuestras propias dependencias, al igual que las tiene la policía de la ciudad de Beaufort, pero compartimos algunos servicios, como comunicaciones, archivos y envíos.

Un par de ayudantes pasaron junto a nosotros en dirección al aparcamiento. Ambos saludaron a Baker, quien les hizo un breve gesto con la cabeza. Luego abrió la puerta vidriera y entramos en el edificio.

Las oficinas del Departamento del Sheriff del Condado de Beaufort se extienden a la derecha, tras pasar una gran vitrina de cristal con uniformes y placas. Las dependencias de la policía de la ciudad se encuentran a la izquierda, después de pasar una puerta con la leyenda «Sólo personal autorizado». Junto a esa puerta, otra vitrina exhibe retratos de los hombres más buscados por el FBI, fotografías de personas locales desaparecidas y un póster del Centro de Niños Explotados y Desaparecidos. Un poco más adelante un corredor lleva hasta un ascensor y al interior del edificio.

Cuando entramos en la oficina del sheriff una mujer estaba colgando un paraguas en el perchero. Aunque ya había dejado atrás los cincuenta años, parecía haberse escapado de un vídeo de Madonna. Tenía una cabellera negro azabache y llevaba una faja de encaje encima de un minivestido verde azulado que acompañaba de una chaquetilla corta color violeta. Los zuecos con plataforma añadían unos ocho centímetros a su estatura. Se dirigió al sheriff.

—El señor Colker acaba de telefonear. Y ayer un detective llamó media docena de veces por algo muy importante. Está sobre su mesa.

—Gracias, Ivy Lee. Éste es el detective Ryan. —Baker hizo un gesto hacia nosotros—. Y la doctora Brennan. El departamento les brindará toda la ayuda posible en un caso en el que ambos están trabajando.

Ivy Lee nos miró de arriba abajo.

—¿Quiere café, señor?

—Sí. Gracias.

—¿Serán tres entonces?

—Sí.

—¿Crema?

Ryan y yo asentimos.

Entramos en el despacho del sheriff y nos sentamos. Baker arrojó el sombrero sobre unos archivadores que había detrás de su escritorio.

—Ivy Lee puede ser muy pintoresca —dijo con una sonrisa—. Pasó veinte años con los marines y luego regresó a casa y se unió a nosotros. —Pensó un momento, rascándose la barbilla—. De eso hace ya diecinueve años. Esa mujer dirige este lugar con mucha eficacia. En este momento, está en plena fase de… —buscó la frase más adecuada— experimentación con la moda.

Baker se reclinó en su sillón y entrelazó los dedos detrás de la cabeza. El sillón de cuero resolló como una gaita.

—Muy bien, señor Ryan; dígame exactamente lo que necesita.

Ryan describió las muertes en St. Jovite y explicó el asunto de las llamadas a Saint Helena. Acababa de resumir su conversación con la obstetra de la clínica Beaufort-Jasper y con los padres de Heidi Schneider cuando Ivy Lee llamó a la puerta. Entró, colocó una jarra delante de Baker, dejó otras dos en una mesa baja entre Ryan y yo, y se marchó sin abrir la boca.

Bebí un trago y luego otro.

—¿Lo ha hecho ella? —pregunté. Si no era el mejor café que había probado en mi vida, estaba muy cerca del primero de la lista.

Baker asintió.

Bebí otra vez y traté de identificar los sabores. Escuché un teléfono que sonaba en la oficina exterior y después la voz de Ivy Lee.

—¿Qué lleva?

—En lo que concierne al café que prepara Ivy Lee es una política de «no preguntes, no hables». Le doy una asignación mensual, y ella se encarga de comprar los ingredientes. Dice que, salvo su madre y su hermana, nadie conoce la receta.

—¿Se las puede sobornar?

Baker se echó a reír, apoyó sus poderosos brazos sobre el escritorio y descansó el peso del cuerpo en ambos. Los hombros eran más anchos que una hormigonera.

—No querría ofender a Ivy Lee —dijo—, y mucho menos a su madre.

—Buena política —convino Ryan—. No ofender a las madres.

Abrió una carpeta marrón, buscó entre los papeles y sacó una hoja.

—El número de teléfono al que llamaron desde St. Jovite nos lleva al cuatro-tres-cinco de Adler Lyons Road.

—No hay duda de que eso está en Saint Helena —dijo Baker. Hizo girar el sillón hacia los archivadores de metal, abrió uno de los cajones y sacó un archivo. Dejó la carpeta sobre el escritorio y examinó el único documento que contenía.

—Investigamos esa dirección y no encontramos ningún antecedente. Ni una llamada en los últimos cinco años.

—¿Es una casa particular? —preguntó Ryan.

—Es probable. Esa parte de la isla está ocupada principalmente por casas pequeñas y caravanas. He vivido toda mi vida en esta zona y necesité un mapa para encontrar Adler Lyons. Algunas de esas carreteras polvorientas de la isla son poco más que caminos particulares. Puedo reconocerlos cuando los veo, pero no siempre sé sus nombres, o siquiera si tienen nombre.

—¿Quién es el dueño de la propiedad?

—No tengo esa información, pero lo comprobaremos más tarde. Mientras tanto, por qué no nos dejamos caer por ese lugar para hacerles una visita amistosa.

—Por mí perfecto —dijo Ryan, que colocó nuevamente el papel en la carpeta, asegurándola con una banda elástica.

—Y también podemos darnos una vuelta por la clínica si cree que merece la pena.

—No quiero molestarle con todo esto. Sé que está muy ocupado. —Ryan se puso de pie—. Si prefiere indicarnos el camino, estoy seguro de que llegaremos sin problemas.

—No, no. Se lo debo a la doctora Brennan por el trabajo que hizo ayer. Y estoy seguro de que Baxter Colker aún no ha terminado con ella. Por cierto, ¿les molestaría esperar un momento mientras compruebo unos datos?

Baker desapareció en una oficina contigua y regresó casi inmediatamente con un papel en la mano.

—Como sospechaba, Colker ha vuelto a llamar. Ha enviado los cuerpos a Charleston, pero quiere hablar con la doctora Brennan.

Me sonrió. Los pómulos y los arcos superciliares eran tan prominentes, y la piel tan negra y brillante, que el rostro parecía de cerámica bajo la luz del fluorescente.

Miré a Ryan. Se encogió de hombros y volvió a sentarse. Baker marcó un número, preguntó por Colker y luego me pasó el auricular. Tenía un mal presentimiento.

Colker dijo exactamente lo que yo había previsto. Axel Hardaway se encargaría de hacer las autopsias de los cuerpos de Murtry, pero se negaba a llevar a cabo ningún análisis esquelético de los cadáveres. Dan Jaffer seguía ilocalizable. Hardaway procesaría los restos en la Facultad de Medicina siguiendo cualquier protocolo que yo especificara; luego Colker trasladaría los cuerpos a mi laboratorio en Charlotte si yo hacía el examen.

Accedí a regañadientes y prometí hablar personalmente con Hardaway. Colker me dio el número y colgó.

Allons-y —les dije a Baker y Ryan.

Allons-y —repitió el sheriff, cogió el sombrero y se lo puso.

Salimos de Beaufort por la autopista 21 en dirección a Lady’s Island, cruzamos Cowan’s Creek hacia Saint Helena y continuamos durante varios kilómetros. Al llegar a Eddings Point Road, giramos a la izquierda y viajamos a lo largo de kilómetros y kilómetros de casas destartaladas y caravanas sostenidas sobre pilotes de cemento. Grandes trozos de plástico duro se extendían sobre ventanas y porches hundidos bajo el peso de poltronas carcomidas por las polillas y viejos aparatos eléctricos. En los patios de tierra, se veían un abigarrado conjunto de piezas, chasis de coches, cobertizos provisionales y tanques sépticos oxidados. Aquí y allá un cartel escrito a mano ofrecía coles rizadas, judías o cabras.

Unos kilómetros después, el asfalto describía una cerrada curva a la izquierda y continuaba por carreteras arenosas adelante y a la derecha. Baker giró, y entramos en un túnel largo y sombreado. A ambos lados de la carretera, se alzaban robles perennes. Sus cortezas mohosas y sus enormes ramas describían un arco por encima de nosotros como la cúpula de una catedral verde. A cada lado, discurría una estrecha corriente de agua cubierta de algas.

Los neumáticos crujieron suavemente cuando pasamos junto a otras caravanas y grupos de casas ruinosas; algunas tenían tiovivos de madera o plástico, y otras, gallinas que rascaban la tierra con el pico. Excepto por los modelos de los coches y camionetas destartalados que estaban aparcados junto a las casas, toda la zona parecía haberse detenido en la década de los treinta, y los cuarenta, y los cincuenta.

Medio kilómetro más adelante, Adler Lyons se nos unió desde la izquierda. Baker giró y paró el coche-patrulla después de recorrer el camino, casi hasta el final. Al otro lado del camino, pude ver lápidas cubiertas de musgo y a la sombra de robles y magnolias. En algunas partes, las cruces de madera brillaban con un resplandor blanco entre las sombras.

A nuestra derecha, había un par de construcciones. La más grande era una granja de dos plantas y de madera pintada de verde; la más pequeña, un bungaló, antaño blanco, con la pintura entonces gris y descascarada. Detrás de ambas casas, había caravanas y unos columpios.

Una larga pared separaba las viviendas de la carretera. Estaba construida con bloques de hormigón dispuestos de forma horizontal y apilados, de modo que los centros formaban hileras y estratos de pequeños túneles. Cada orificio estaba lleno de enredaderas y otras plantas, y una glicina roja serpenteaba por todo lo largo del improvisado muro. En la entrada del camino particular un cartel de metal oxidado rezaba «Propiedad privada» en letras anaranjadas y brillantes.

El camino continuaba menos de treinta metros desde la pared para acabar en una zona elevada de hierba. Más allá de la maleza se extendía una área cubierta de agua color peltre opaco.

—Ésa debería ser el cuatro-tres-cinco —dijo el sheriff Baker mientras aparcaba el coche y señalaba la construcción más grande—. Hace algunos años era un campamento de pesca. —Hizo una seña con la cabeza en dirección al agua—. Aquello es Eddings Point Creek. Desemboca en el canal a pocos kilómetros de aquí. Había olvidado que existía esta propiedad. Lleva abandonada un montón de años.

No había duda de que ese lugar había conocido tiempos mejores. La madera de la casa principal estaba muy deteriorada y cubierta de moho. La decoración, blanca en otra época, estaba entonces descascarada y exhibía una capa inferior de color azul pálido. Un porche cubierto con tela de malla recorría todo el ancho de la primera planta, y las ventanas de gablete se proyectaban desde la tercera, con los bordes superiores imitando en miniatura el ángulo del techo.

Bajamos del coche, rodeamos la pared y echamos a andar camino arriba. La niebla parecía flotar en el aire como una nube de humo. Podía oler la inconfundible fragancia a hojas muertas y lodo y, en la distancia, la insinuación de una hoguera.

El sheriff salvó unos peldaños que llevaban a la galería de la planta baja mientras Ryan y yo esperábamos en la hierba. La puerta interior se encontraba abierta, pero estaba demasiado oscuro para ver más allá de la alambrera. Baker se apartó y golpeó el marco de la puerta. En lo alto, el canto de los pájaros se confundía con el crujir de las hojas de las palmeras. Creí escuchar el llanto de un bebé en el interior de la casa.

Baker volvió a llamar.

Un momento después oímos pasos, y luego un hombre joven apareció en la puerta. Era pelirrojo y tenía pecas; llevaba puesto un mono de tela vaquera con una camisa de tartán. Tuve la sensación de que estábamos a punto de entrevistar a un personaje de «La casa de la pradera».

—¿Sí?

Habló a través del tejido metálico de la puerta sin dejar de observarnos a los tres.

—¿Cómo está? —preguntó Baker, saludándole con el sustituto sureño de «hola».

—Muy bien.

—Soy Harley Baker. —Su uniforme dejaba claro que no se trataba de una visita social—. ¿Podemos entrar?

—¿Por qué?

—Sólo queremos hacerle algunas preguntas.

—¿Preguntas?

—¿Vive aquí?

El joven asintió.

—¿Podemos entrar? —repitió Baker.

—¿No debería enseñarme una orden de registro o algo así?

—No.

Escuché una voz, y el joven se volvió y dijo algo por encima del hombro. Un momento después, apareció una mujer de mediana edad, con el rostro ancho y el pelo rizado. Llevaba en brazos un bebé que se apoyaba en su hombro mientras la mujer le daba palmadas y le frotaba la espalda alternativamente. La carne de su brazo se agitaba con cada movimiento.

—Es un poli —dijo el muchacho, apartándose de la puerta.

—¿Sí?

Mientras Ryan y yo escuchábamos la conversación, Baker y la mujer repitieron el mismo diálogo de película de serie B que el sheriff había mantenido con el joven.

—Aquí no hay nadie en este momento. Pueden volver otro día.

—Usted está aquí, señora —contestó Baker.

—Estamos muy ocupados con los niños.

—No tenemos intención de marcharnos, señora —dijo el sheriff del condado de Beaufort.

La mujer hizo una mueca, cambió el bebé de posición sobre su hombro y abrió la puerta. Sus movimientos producían un sonido apagado en el suelo mientras la seguíamos a través del porche hacia un pequeño salón.

En el interior de la casa, la luz era pobre y el aire olía a rancio, como la leche que se deja en un vaso durante toda la noche fuera de la nevera. Frente a nosotros, una escalera subía a la segunda planta; a derecha e izquierda, unas arcadas daban paso a amplias habitaciones, llenas de sofás y sillones.

La mujer nos condujo a la habitación de la izquierda y nos indicó un grupo de sillones de junco. Cuando nos sentamos, le dijo algo en voz baja al muchacho, y el pelirrojo desapareció escaleras arriba. Luego ella se reunió con nosotros.

—¿Sí? —preguntó con calma mientras paseaba la mirada de Baker a Ryan.

—Mi nombre es Harley Baker. —El sheriff dejó el sombrero sobre una mesilla baja y se inclinó hacia ella, con las manos apoyadas en los muslos y los brazos doblados hacia fuera—. ¿Y usted es?

La mujer colocó un brazo sobre la espalda del bebé, acunó la pequeña cabeza en su mano y alzó la otra, con la palma hacia Baker.

—No quiero parecer descortés, sheriff, pero tengo que saber qué es lo que quieren.

—¿Vive usted aquí, señora?

Dudó un momento y luego asintió con la cabeza. Una cortina se agitó en una ventana detrás de mí y sentí una brisa húmeda en el cuello.

—Sentimos curiosidad por algunas llamadas hechas a esta casa —continuó diciendo Baker.

—¿Llamadas telefónicas?

—Sí, señora. El pasado otoño. ¿Estaban aquí en esa época?

—Aquí no hay teléfono.

—¿No hay teléfono?

—Bueno, sólo un teléfono de oficina; no es para uso personal.

—Comprendo.

Baker esperó.

—Nosotros no recibimos llamadas telefónicas.

—¿Nosotros?

—Somos nueve en esta casa. Cuatro viven al lado. Y, por supuesto, también están las caravanas. Pero no hablamos por teléfono. No está permitido.

En la planta de arriba, otro bebé se echó a llorar.

—¿No está permitido?

—Somos una comunidad. Estamos limpios y no causamos problemas. No consumimos drogas; nada de eso. Seguimos nuestras creencias y no nos metemos con nadie. No hay ninguna ley contra eso, ¿verdad?

—No, señora, no hay ninguna ley contra eso. ¿Cuántos miembros tiene el grupo?

La mujer pensó un momento.

—Aquí somos veintiséis.

—¿Dónde están los demás?

—Algunos se han marchado a sus trabajos. Son los que están integrados. El resto se encuentra en una reunión matinal en la casa de al lado. Jerry y yo estamos cuidando a los bebés.

—¿Son un grupo religioso? —preguntó Ryan.

La mujer le miró y luego miró a Baker.

—¿Quiénes son ellos?

Alzó la barbilla en dirección a Ryan y a mí.

—Son detectives de homicidios. —El sheriff la miró fijamente, con el rostro tenso y sin sonreír—. ¿Qué clase de grupo representan ustedes, señora?

La mujer pasó la mano por la manta que cubría al bebé. Escuché el ladrido de un perro en la distancia.

—No queremos problemas con la ley —dijo—. Le doy mi palabra.

—¿Acaso esperan problemas? —preguntó Ryan.

La mujer le miró de una forma rara y después echó un vistazo a su reloj.

—Somos personas que queremos paz y salud. Ya no soportamos más las drogas y el crimen, de modo que vivimos aquí, apartados de los demás. No le hacemos mal a nadie. No tengo nada más que decir. Hablen con Dom. No tardará en llegar.

—¿Dom?

—Él sabrá lo que tiene que decirles.

—Eso estaría bien. —Los ojos oscuros de Baker volvieron a empalarla—. No quisiera obligar a nadie a hacer un largo viaje hasta la ciudad.

Justo en ese momento, se escucharon voces, y los ojos de la mujer se desviaron de Baker para mirar a través de la ventana. Todos nos dimos la vuelta en la misma dirección.

A través de la protección de malla metálica, observé actividad en la puerta de la otra casa. En el porche, había cinco mujeres, dos de ellas con niños pequeños en los brazos y una tercera que se inclinaba para dejar el suyo en el suelo. El pequeño echó a andar a trompicones, y la mujer le siguió a través del prado. Uno a uno aparecieron una docena de adultos, que desaparecieron detrás de la casa. Unos segundos después, salió un hombre y se dirigió hacia nosotros.

La mujer se excusó y se fue al vestíbulo. Luego oímos el ruido de la puerta con alambrera y voces apagadas.

Vi que la mujer subía la escalera y, un momento después, el hombre que había salido de la casa entraba en el salón. Calculé que tendría poco más de cuarenta años. El pelo rubio se estaba llenando de canas, y el rostro y los brazos se veían profundamente bronceados. Llevaba pantalones de color caqui, una camisa amarilla y bambas sin calcetines. Parecía un miembro avejentado de una hermandad universitaria.

—Lo siento —dijo—. No sabía que tuviésemos visita.

Ryan y Baker comenzaron a levantarse de sus asientos.

—Por favor, por favor. No es necesario que se levanten. —Se acercó a nosotros con la mano tendida—. Soy Dom.

Todos le estrechamos la mano, y Dom ocupó uno de los sillones.

—¿Les apetece algún zumo o una limonada?

Declinamos el ofrecimiento.

—De modo que han estado hablando con Helen. Ella me ha dicho que tienen algunas preguntas relacionadas con nuestro grupo.

Baker asintió una vez.

—Supongo que formamos eso que podría llamarse una comuna. —Se echó a reír—. Pero no aquello que el término suele implicar habitualmente. Estamos muy lejos de los hippies de la contracultura de los años sesenta. Somos contrarios a las drogas y a la contaminación química del planeta, y estamos comprometidos con la pureza, la creatividad y el autoconocimiento. Vivimos y trabajamos juntos en armonía. Por ejemplo, acabamos de celebrar nuestra reunión matinal. Allí discutimos el programa de cada día y decidimos de forma colectiva lo que debe hacerse y quién debe hacerlo: preparar la comida, tareas de limpieza, el manejo de la casa sobre todo. —Sonrió—. Los lunes la reunión suele durar más porque es el día reservado para airear nuestras aflicciones —nuevamente apareció la sonrisa—, aunque raramente tenemos aflicciones.

El hombre se apoyó en el respaldo del sillón y cruzó las manos sobre el regazo.

—Helen dice que están interesados en unas llamadas telefónicas.

El sheriff se presentó.

—¿Y usted es Dom…?

—Sólo Dom. No usamos apellidos.

—Nosotros sí —dijo Baker con un tono de voz sin una sola nota de humor.

Se produjo una larga pausa.

—Owens —dijo el hombre—. Pero hace tiempo que está muerto. No he sido Dominick Owens desde hace un montón de años.

—Gracias, señor Owens. —Baker apuntó algo en una pequeña libreta con espiral—. El detective Ryan está investigando un homicidio en Quebec y tiene razones para creer que la víctima conocía a alguien en esta dirección.

—¿Quebec? —Los ojos de Dom se abrieron como platos y revelaron diminutas rayas blancas en la piel bronceada—. ¿Canadá?

—Las llamadas fueron hechas a este número desde una casa en St. Jovite —dijo Ryan—. Es un pueblo en las montañas Lauréntides, al norte de Montreal.

Dom escuchaba a Ryan con una expresión de asombro en el rostro.

—¿Le dice algo el nombre de Patrice Simonnet?

Dom sacudió la cabeza.

—¿Heidi Schneider?

Negó nuevamente con la cabeza.

—Lo siento. —Dom sonrió y se encogió levemente de hombros—. Ya se lo he dicho: no utilizamos apellidos. Además, a menudo, los miembros del grupo se cambian los nombres de pila. Aquí cada uno es libre de elegir el nombre que le plazca.

—¿Cuál es el nombre de su grupo?

—Nombres. Etiquetas. Títulos. La Iglesia de Cristo. El Templo del Pueblo. El Camino Justo. Vaya egomanía. Decidimos no usar ninguno.

—¿Cuánto tiempo hace que su grupo vive aquí, señor Owens? —preguntó Ryan.

—Por favor, llámeme Dom.

Ryan esperó.

—Casi ocho años.

—¿Estaba usted aquí el verano y el otoño pasados?

—Sí y no. Estuve viajando bastante.

Ryan sacó una foto del bolsillo y la colocó encima de la mesa.

—Estamos tratando de averiguar todo lo que podamos sobre esta mujer.

Dom se inclinó hacia adelante y examinó la fotografía mientras alisaba los bordes con los dedos. Eran largos y finos, y tenía vello dorado entre los nudillos.

—¿Es la mujer que asesinaron?

—Sí.

—¿Quién es el chico?

—Brian Gilbert.

Dom estudió ambos rostros durante varios minutos. Cuando alzó la vista, no fui capaz de descifrar su expresión.

—Me gustaría poder ayudarlos, de verdad. Tal vez podría preguntar durante la sesión experimental que celebraremos esta tarde. En esas reuniones estimulamos la autoexploración y el movimiento hacia la conciencia interior. Creo que será un marco adecuado.

El rostro de Ryan era una piedra mientras sostenía la mirada de Dom.

—Señor Owens, en realidad, mi ánimo no es muy pastoral que digamos, y no estoy especialmente interesado en lo que usted considere momentos apropiados. Aquí están capítulo y versículo. Sé positivamente que se realizaron varias llamadas a este número desde la casa donde Heidi Schneider fue asesinada. Sé que la víctima estaba en Beaufort el verano pasado. Y voy a encontrar la conexión.

—Sí, por supuesto. Es realmente terrible. Este tipo de violencia es lo que nos obliga a vivir como lo hacemos.

Cerró los ojos como si buscara una guía celestial. Luego los abrió y nos miró fijamente.

—Permítanme explicarles una cosa. Cultivamos nuestros propios vegetales, criamos gallinas para tener huevos frescos, pescamos y recolectamos moluscos. Algunos miembros del grupo trabajan en la ciudad y contribuyen con sus salarios. Tenemos un cuerpo de creencias que nos obliga a rechazar la sociedad, pero no le deseamos mal a nadie. Llevamos una existencia sencilla y tranquila.

Inspiró profundamente.

—Aunque tenemos un núcleo integrado por miembros de larga data, hay muchos que llegan y luego se marchan. Nuestro estilo de vida no se adapta a todo el mundo. Es posible que esa muchacha nos visitara, tal vez durante una de mis ausencias. Tienen mi palabra. Hablaré con los otros —dijo Dom.

—Sí —dijo Ryan—. Yo también.

—Por supuesto. Y por favor no dejen de avisarme si hubiese cualquier otra cosa que yo pueda hacer por ustedes.

En ese momento, una mujer joven irrumpió a través de la puerta con alambrera; llevaba un niño apoyado en la cadera. Reía y jugaba con el pequeño. El bebé también reía y le pegaba con sus dedos regordetes.

Las manos pequeñas y pálidas de Malachy cruzaron por mi memoria.

Al vernos, la muchacha se encogió ligeramente e hizo una mueca con la boca.

—¡Oh! Lo siento. —Se echó a reír—. No sabía que hubiese gente aquí.

El pequeño le dio un golpe en la cabeza, y ella le rascó el estómago con un dedo. El niño lanzó un chillido y agitó ambas piernas.

—Puedes pasar, Kathryn —dijo Dom—. Creo que ya hemos terminado.

Miró inquisitivamente a Baker y Ryan. El sheriff cogió su sombrero, y todos nos levantamos.

El niño se volvió hacia la voz de Dom, le vio y comenzó a agitarse. Cuando Kathryn lo dejó en el suelo, el pequeño extendió los brazos y se lanzó a trompicones hacia Dom, quien se agachó para alzarlo. Los brazos del niño parecían de un blanco lechoso alrededor del cuello de Dom, quemado por el sol.

Kathryn se acercó a nosotros.

—¿Qué edad tiene tu hijo? —le pregunté.

—Catorce meses. ¿Verdad, Carlie?

Extendió un dedo, y Carlie se aferró a él. Luego tendió ambos brazos hacia ella. Dom devolvió el pequeño a su madre.

—Discúlpennos —dijo Kathryn—, pero Carlie necesita que le cambien los pañales.

—¿Puedo hacerle una pregunta antes de que se marche? —Ryan volvió a sacar la fotografía—. ¿Conoce a alguna de estas personas?

Kathryn estudió la foto, sosteniéndola lejos del alcance de Carlie. Observé el rostro de Dom. Su expresión nunca cambiaba.

Kathryn sacudió la cabeza y le devolvió la foto a Ryan.

—No, lo siento. —Alzó una mano y arrugó la nariz—. Debo irme.

—La mujer estaba embarazada —dijo Ryan.

—Lo lamento —repuso Kathryn.

—Es un hermoso niño —dije.

—Gracias.

Kathryn sonrió y desapareció en la parte trasera de la casa.

Dom miró su reloj.

—Estaremos en contacto —dijo Baker.

—Sí. Bien. Y buena suerte.

Una vez que regresamos al coche, nos quedamos sentados un momento estudiando la propiedad. Bajé el cristal de la ventanilla, y la niebla entró en el vehículo y se asentó en mi cara.

El recuerdo de Malachy me había deprimido, y el tiempo húmedo y gris reflejaba perfectamente mi estado de ánimo.

Examiné la carretera en ambas direcciones y luego volví a echar una mirada a las casas. Había gente trabajando en un jardín detrás del bungaló. Pequeños envases de semillas fijados en estacas identificaban el contenido de cada zona de cultivo. Aparte de eso, no había ningún otro signo de vida.

—¿Qué piensa? —pregunté a nadie en particular.

—Si hace ocho años que están aquí, no hay duda de que han mantenido un perfil muy bajo —dijo Baker—. Nunca había oído hablar de ellos.

Vimos que Helen abandonaba la casa verde y se dirigía a una de las caravanas.

—Pero están a punto de ser descubiertos —añadió, poniendo el coche en marcha.

Durante varios kilómetros, ninguno de los tres abrió la boca. Estábamos cruzando el puente de acceso a Beaufort cuando Ryan rompió el silencio.

—Tiene que haber alguna clase de conexión. No puede tratarse de una coincidencia.

—A veces, las coincidencias existen —dijo Baker.

—Sí.

—Hay una cosa que me preocupa —dije.

—¿Qué es?

—Heidi dejó de acudir a la clínica cuando estaba en su sexto mes de embarazo. Sus padres dijeron que llegó a Texas a finales de agosto. ¿Correcto?

—Correcto.

—Pero las llamadas telefónicas a este número continuaron hasta diciembre.

—Sí —dijo Ryan—. Ése es un problema.