Capítulo 13
El lunes me levanté al amanecer con el propósito de preparar el desayuno para las dos. Harry declinó la oferta diciendo que tenía un día muy ajetreado. Se marchó de casa antes de las siete. Llevaba pantalones largos de footing y no se había maquillado, una visión que nunca había imaginado que experimentaría algún día.
En el mundo hay registros que identifican el lugar más frío del planeta, el más seco, el más bajo. El lugar más lúgubre es, sin duda, el departamento de obras publicadas por entregas y microfilmes de la biblioteca McLennan en la Universidad McGill. Es una sala larga y estrecha situada en el segundo piso, de hormigón armado e iluminada con tubos fluorescentes; fue adornada astutamente con un suelo rojo sangre.
Siguiendo las instrucciones de la bibliotecaria, me abrí paso a través de pilas de periódicos y publicaciones hasta llegar a unas estanterías de metal que contenían pequeñas cajas de cartón y latas redondas de metal. Encontré las que estaba buscando y las llevé a la sala de lectura. Decidí comenzar por la prensa inglesa. Saqué un rollo de microfílme y lo coloqué en la máquina de lectura.
En 1846, el Montreal Gazette era una publicación trisemanal con un formato como el New York Times actual: columnas estrechas, pocas fotografías, muchos anuncios. El visor no era muy bueno y tampoco el microfílme. Era como tratar de leer debajo del agua. Las letras se desenfocaban continuamente, y pelos y partículas de suciedad cruzaban la pantalla.
Los anuncios alababan las bondades de las gorras de piel, los artículos de escritorio británicos, las pieles de oveja sin teñir. El doctor Taylor quería que uno le comprase su bálsamo hepático; el doctor Berlin, sus píldoras contra la bilis. John Bower Lewis se anunciaba como un excelente abogado y procurador judicial. Pierre Grégoire se habría mostrado encantado de peinarlo. Leí el anuncio:
Caballero atiende a respetables clientes masculinos y femeninos. Conseguirá que su cabello luzca suave y sedoso; no importa lo seco que sea. Utiliza admirables preparados para producir bellos rizos y conseguir una excelente renovación capilar. Precios razonables. Sólo clientela selecta.
Después leí las noticias.
Antoine Lindsay murió cuando su vecino le golpeó en la cabeza con un trozo de madera. Veredicto del forense: asesinato premeditado.
Una joven inglesa, Maria Nash, recién llegada a Montreal, fue víctima de secuestro y traición. Murió en estado de demencia en el Emigrant Hospital.
Cuando Bridget Clocone dio a luz un niño en el Women’s Lying-In Hospital, los médicos descubrieron que la viuda de cuarenta años había tenido otro hijo en fecha reciente. La policía registró la casa de su patrón y encontró el cuerpo de un recién nacido oculto en una caja debajo de un montón de ropa. El bebé mostraba «marcas de violencia que parecían haber sido causadas por una fuerte presión de los dedos alrededor del cuello». Veredicto del forense: asesinato premeditado.
¡Dios mío! ¿Acaso alguna vez cambiaba algo? Luego examiné una lista de barcos que habían zarpado del puerto y una lista de pasajeros que abandonaron Montreal con destino a Liverpool. Nada importante.
Había también las tarifas del barco de vapor, los servicios de diligencia a Ontario, las noticias de cambios de domicilio. Esa semana no se había mudado mucha gente.
Finalmente, encontré lo que buscaba: nacimientos, bodas, decesos. La señora de David Mackay había tenido un varón, y la señora Marie-Claire Bisset, una hija. Ninguna mención de Eugénie Nicolet y su bebé.
Apunté la posición que ocupaba la sección de noticias de nacimientos dentro de cada periódico y pasé con rapidez a las semanas siguientes, buscando directamente esa sección. Nada. Comprobé todos y cada uno de los periódicos en ese rollo. Hasta finales de 1846 no había ninguna noticia acerca del nacimiento de Élisabeth.
Luego busqué en el resto de los periódicos ingleses y obtuve el mismo resultado. No había ninguna mención de Élisabeth Nicolet, ningún nacimiento se refería a ella. Busqué en la prensa francesa. Nada.
Hacia las diez me dolían los ojos, y el dolor se había extendido a través de los hombros y la espalda. Me incliné hacia atrás, extendí los brazos por encima de la cabeza y luego me hice un suave masaje en las sienes. «¿Y ahora qué?».
Al otro lado de la sala, alguien accionó el botón de rebobinado de su máquina. Era una buena idea, tan buena como cualquier otra. Retrocedería en el tiempo. Élisabeth había nacido en enero. Comprobaría el período cuando se produjo el encuentro entre el solitario espermatozoide y el paciente óvulo.
Busqué en las cajas y coloqué otro rollo en la máquina. Era de abril de 1845. Había los mismos anuncios, las mismas noticias sobre mudanzas, las mismas listas de pasajeros. Revisé la prensa inglesa y la prensa francesa.
Para cuando llegué a La Presse mis ojos enfocaban con dificultad las pequeñas letras. Eché un vistazo al reloj. Eran las once y media. Dedicaría veinte minutos más.
Apoyé la barbilla en mi puño y rebobiné la cinta. Cuando se detuvo ya estaba en marzo. Avanzaba manualmente, deteniéndome aquí y allá para examinar la mitad de la pantalla; entonces vi el nombre Bélanger.
Me incorporé en la silla y enfoqué el artículo. Era breve. Eugenie Bélanger se marchaba a París. La conocida cantante y esposa de Alain Nicolet viajaría en compañía de otras doce personas y regresaría una vez acabada la temporada. Excepto por algunos comentarios acerca de cuánto se la echaría de menos, eso era todo.
Así pues, Eugénie había abandonado la ciudad. ¿Cuándo había regresado? ¿Dónde se encontraba en abril? ¿Alain había viajado con su esposa? ¿Se reunió con ella en Europa? Volví a mirar el reloj. Mierda.
Comprobé el contenido del monedero, busqué en el fondo del bolso y luego imprimí tantas páginas como me permitieron las monedas. Rebobiné el microfilme, devolví las cajas a las estanterías y corrí a través del campus hacia Birks Hall.
La puerta del despacho de Jeannotte estaba cerrada, de modo que me dirigí a la oficina del departamento. La secretaria apartó la mirada de la pantalla de su ordenador el tiempo suficiente para asegurarme que los diarios serían entregados sin problemas. Añadí una nota de agradecimiento para Daisy Jeannotte y me marché.
Mientras regresaba andando a mi apartamento, mi mente seguía atrapada en la historia. Imaginé cómo habrían sido hace un siglo las majestuosas casas frente a las que pasaba en aquel momento. ¿Qué habrían visto sus ocupantes cuando miraban por las ventanas en dirección a Sherbrooke? Desde luego, no el Museo de Bellas Artes ni el Ritz-Carlton; tampoco las últimas creaciones de Ralph Lauren, Giorgio Armani y el taller de Versace. Me pregunté si les hubiese gustado tener a esos sofisticados vecinos. Sin duda, aquellas lujosas tiendas de ropa eran más estimulantes que el hospital de enfermedades contagiosas que había vuelto a abrir sus puertas a escasa distancia de los patios traseros. Cuando llegué a casa comprobé si había mensajes en el cóntestador; temía haberme perdido la llamada de Harry. No había ninguno. Me preparé un bocadillo, cogí el coche y me dirigí al laboratorio para firmar los informes. Antes de marcharme dejé una nota en el escritorio de LaManche recordándole la fecha de mi regreso a Montreal. Por regla general, pasaba la mayor parte de abril en Charlotte, con el acuerdo tácito de regresar inmediatamente a Montreal en el caso de tener que declarar en algún juicio o atender cuestiones urgentes. Al finalizar el semestre de primavera, vuelvo siempre a Montreal para pasar el verano.
Nuevamente en mi apartamento, estuve una hora preparando el equipaje y organizando el material de trabajo. Aunque no soy exactamente una viajera ligera, la ropa nunca supone un problema para mí. Después de años de estar cambiando de países, descubrí que resultaba más sencillo tener dos juegos de todo. Poseo la maleta rodante más grande del mundo y la lleno de libros, archivos, revistas, manuscritos, notas de conferencias y cualquier otra cosa en la que esté trabajando en ese momento. En ese viaje transportaba varios kilos de fotocopias.
A las tres treinta cogí un taxi hacia el aeropuerto. Harry no había llamado.
Vivo en el que tal vez sea el apartamento más original de Charlotte. Es la unidad más pequeña de un complejo conocido como Sharon Hall, una propiedad de dos hectáreas situada en Myers Park. La escritura no registra la función original de la pequeña estructura y, en la actualidad, a falta de un nombre mejor, los residentes la llaman el Anexo de la Cochera, o simplemente el Anexo.
La casa principal de Sharon Hall fue construida en 1913 como residencia de un magnate local de la madera. A la muerte de su esposa en 1954, la propiedad de estilo georgiano, de dos mil metros cuadrados, fue donada al Queens College. Los edificios albergaron los departamentos de música de la universidad hasta mediados de la década de 1980, cuando la propiedad fue vendida, y tanto la mansión como la cochera se convirtieron en condominios. En aquella época se añadieron alas y anexos y diez casas particulares, todo ello ajustado al estilo original de la propiedad. Los viejos ladrillos procedentes de un muro del patio fueron incorporados a las nuevas construcciones, y las ventanas, las molduras y los suelos de madera dura respondían fielmente al estilo de 1913.
A principios de los sesenta, se construyó un mirador junto al Anexo, y el diminuto edificio cumplía la función de una especie de cocina de verano. Pero finalmente cayó en desuso y, durante las siguientes dos décadas, se lo utilizó como cobertizo. En 1993 un ejecutivo del NationsBank compró el Anexo y lo convirtió en la casa más pequeña del mundo; incorporó el mirador como parte de la zona principal de la vivienda. El ejecutivo fue trasladado justo en el momento en que mi deteriorada situación matrimonial me obligó a buscar alternativas en cuanto al lugar donde vivir. Disponía de poco más de doscientos metros cuadrados distribuidos en dos plantas y, aunque el lugar era un tanto apretado, lo adoraba.
El único sonido que se escuchaba en la casa era el lento y regular tictac del reloj de pared. Pete había estado allí. Qué propio de él haberse cuidado de darle cuerda en mi ausencia. Llamé a Birdie, pero no apareció. Colgué la chaqueta en el armario del recibidor y llevé a pulso la pesada maleta por la estrecha escalera hasta mi dormitorio.
—¿Birdie?
Ningún maullido de respuesta y ninguna cara peluda y blanca apareciendo en un rincón.
Cuando volví a la planta baja encontré una nota en la mesa de la cocina. Pete aún tenía a Birdie en su casa, pero debía viajar a Denver el miércoles por un par de días y quería que pasara a recoger mi gato no más tarde de mañana. El contestador parpadeaba como una baliza.
Miré el reloj. Eran las diez treinta. No tenía ganas de volver a salir.
Marqué el número de Pete, que había sido mi número durante muchos años. Podía ver el teléfono colgado en la pared de la cocina y la muesca en forma de V en la parte derecha del aparato. Habíamos pasado buenos momentos en esa casa, especialmente en esa cocina, con la chimenea y la enorme y antigua mesa de pino. Los invitados siempre acababan en la cocina; no importaba dónde tratara de llevarlos.
Me respondió el contestador y la voz de Pete pidiendo que dejase un mensaje breve. Dejé uno. Luego llamé a Harry. La misma rutina: se accionó el contestador y oí mi voz.
Después, escuché los mensajes: Pete, el jefe de mi departamento en la facultad, dos estudiantes, una amiga invitándome a una fiesta el martes de la semana anterior, mi suegra, dos personas que habían colgado antes de dejar ningún mensaje y Ann, que es mi mejor amiga. No había ninguna mina terrestre. Siempre es un alivio cuando la serie de monólogos continúa su curso sin describir catástrofes ocurridas o en marcha.
Metí una pizza congelada en el microondas, me la comí y me puse a deshacer el equipaje. Entonces, sonó el teléfono.
—¿Buen viaje?
—No estuvo mal. La misma vieja rutina.
—Birdie dice que te llevará a juicio.
—¿Por qué?
—Abandono.
—Puede ganarlo. ¿Lo representarás tú?
—Si puede pagar el anticipo por mis servicios.
—¿Qué hay en Denver?
—Una declaración. La misma vieja rutina.
—¿Podría pasar a buscar a Birdie mañana? Estoy en pie desde las seis de la mañana y no puedo con mi alma.
—He sabido que Harry te visitó en Montreal.
—No es por eso —dije bruscamente. Mi hermana siempre había sido una fuente de discusiones entre Pete y yo.
—¡Eh, eh! Relájate. ¿Cómo está ella?
—De maravilla.
—Mañana me viene bien. ¿A qué hora?
—Es mi primer día, de modo que sé que no estaré libre hasta muy tarde; probablemente, las seis o las siete.
—No hay problema. Ven después de las siete y te daré de cenar.
—Yo…
—Es por Birdie. Necesita comprobar que seguimos siendo amigos. Creo que piensa que es el culpable de lo que ha pasado.
—Muy bien.
—Estoy seguro de que no quieres verlo sometido a terapia veterinaria.
Sonreí.
—De acuerdo, pero llevaré algo.
—Por mí está bien.
El día siguiente fue más agitado de lo que había imaginado. Me levanté a la seis y estaba en el campus a las siete treinta. A las nueve ya había comprobado el correo electrónico, clasificado el correo normal y repasado las notas para mis clases.
Devolví los exámenes corregidos en mis dos clases, de modo que tuve que extender mis horas de despacho mucho más allá del horario normal. Algunos estudiantes querían discutir sus notas; otros necesitaban clemencia por haber fallado la prueba. Durante el período de exámenes, siempre muere algún familiar y ocurre toda clase de crisis personales que dejan incapacitados a los estudiantes. Ese semestre no había sido una excepción.
A las cuatro asistí a una reunión donde pasé una hora y media discutiendo si el Departamento de Filosofía podía cambiar el título de un curso de nivel superior sobre santo Tomás de Aquino. Regresé a mi despacho; la luz del contestador parpadeaba. Había dos mensajes.
Uno era de otro estudiante cuya tía había muerto. El segundo correspondía a un mensaje grabado de la seguridad del campus advirtiendo de que unos desconocidos habían entrado por la fuerza en el edificio de Ciencias Físicas.
Acto seguido, me dediqué a reunir diagramas, calibradores, moldes y una lista de materiales para que mi ayudante los tuviera preparados para un ejercicio en el laboratorio el día siguiente. Luego pasé una hora en el laboratorio asegurándome de que los especimenes que había escogido eran los apropiados.
A las seis de la tarde cerré con llave todos los armarios y la puerta del laboratorio. Los corredores del edificio Colvard estaban desiertos y silenciosos, pero cuando doblé la esquina en dirección a mi despacho me sorprendió ver a una joven apoyada contra la puerta.
—¿Puedo ayudarte?
Dio un brinco al escuchar mi voz.
—Yo… No. Lo siento. Llamé a la puerta. —Hablaba sin girar la cabeza, lo que hacía que no pudiese distinguir su rostro—. Me he equivocado de despacho. —Después se alejó por el corredor, doblé la esquina y desapareció.
De pronto, recordé el mensaje emitido por la seguridad del campus.
«Tranquila, Brennan. Es probable que esa joven sólo estuviese escuchando para comprobar si había alguien dentro de la oficina».
Giré el pomo y la puerta se abrió. Maldita sea. Estaba segura de que había echado la llave. ¿O no lo había hecho? Llevaba los brazos tan cargados que tuve que cerrar la puerta empujándola con el pie. Tal vez el cerrojo no había funcionado.
Hice un rápido inventario de la habitación. Todo parecía estar en su sitio. Busqué mi bolso en el último cajón del archivador y comprobé su contenido: dinero, llaves, pasaporte, tarjetas de crédito; todo lo que merecía la pena ser robado estaba allí.
Tal vez era verdad que se había equivocado de oficina. Quizá había echado un vistazo dentro de mi despacho, y tras comprobar que se había equivocado, se marchaba cuando yo llegué. De hecho, no la había visto abriendo la puerta.
En fin.
Metí algunas cosas en el maletín, hice girar la llave de la puerta y comprobé la cerradura. Luego me dirigí al aparcamiento.
Charlotte es tan diferente de Montreal como lo es Boston de Bombay. Una ciudad que sufre un trastorno de personalidad múltiple es al mismo tiempo el elegante Viejo Sur y el segundo centro financiero más grande del país. Es la sede del Charlotte Motor Speedway y del Nations Bank y el First Union, del teatro de la Ópera de Carolina y de Joe el Coyote. Tiene iglesias en cada esquina, con algunos bares de topless en las inmediaciones. Hay clubes de campo y asadores, autopistas atestadas y tranquilos callejones sin salida. Billy Graham creció en una granja lechera donde ahora se levanta un centro comercial, y Jim Bakker inició su meteórica carrera en una iglesia local y acabó la misma ante un tribunal federal. Charlotte es el lugar donde comenzó el transporte escolar obligatorio para alcanzar la igualdad racial en las escuelas públicas, y es la sede de numerosas academias privadas, algunas con una clara orientación religiosa y otras completamente seglares.
Hasta la década de los sesenta, Charlotte era una ciudad segregada, pero a partir de entonces un extraordinario grupo de líderes blancos y negros comenzó a trabajar hombro con hombro para llevar la integración racial a restaurantes, alojamientos públicos, lugares de entretenimiento y transporte. Cuando el juez James B. McMillan anunció en 1969 la ley del transporte escolar obligatorio para negros y blancos, no se produjeron disturbios en la ciudad. El juez tuvo que soportar personalmente una fuerte carga de animosidad, pero su orden se mantuvo y la ciudad la acató.
Siempre he vivido en la parte sureste de la ciudad: Dillworth, Myers Park, Eastover, Foxcroft. Aunque quedan a una distancia considerable de la universidad, estos barrios son los más antiguos y bonitos; forman laberintos de calles sinuosas flanqueadas por casas majestuosas y extensos prados que reciben la sombra de enormes y frondosos olmos y robles más viejos que las pirámides. La mayoría de las calles de Charlotte, como la mayor parte de su gente, son agradables y elegantes.
Bajé el cristal de la ventanilla y aspiré el aire de esa tarde de finales de marzo. Había sido uno de esos días de transición, no del todo primaverales pero sin trazas del invierno, uno de esos en que te pones y te quitas la chaqueta al menos una docena de veces. Los azafranes se asomaban a la superficie de la tierra y muy pronto el aire estaría invadido por la generosa fragancia de cerezos silvestres, ciclamores y azaleas. «Olvídate de París. En primavera, Charlotte es la ciudad más hermosa del planeta».
Para ir desde el campus de la universidad hasta mi casa tengo varias alternativas. Esa noche decidí ir por la autopista, por lo que utilicé la salida posterior a Harris Boulevard. Las autopistas interestatales I-85 e I-77 tenían un tráfico fluido, de modo que apenas en un cuarto de hora crucé la zona norte de la ciudad y me dirigí hacia el sureste por Providence Road. Me detuve un momento en Pasta and Provisions Company para comprar espaguetis, ensalada César y pan de ajo, y unos minutos después de las siete, llamaba al timbre de la casa de Pete.
Abrió la puerta vestido con unos tejanos gastados y una camiseta de rugby amarilla y azul, con el cuello abierto. Tenía el pelo ligeramente desordenado, como si se hubiese peinado con los dedos. Su aspecto era bueno. Pete siempre tiene buen aspecto.
—¿Por qué no has usado tu llave?
¿Por qué no lo había hecho?
—¿Y encontrarme a una rubia en ropa interior en el dormitorio?
—¿Está aquí ahora? —preguntó dándose la vuelta como si realmente la estuviese buscando.
—Ya te gustaría. Aquí tienes. Pon agua a calentar.
Le di el paquete de pasta italiana.
Cuando Pete cogió la bolsa, Birdie hizo su aparición. Primero estiró una pata delantera y luego la otra; después se sentó sobre las cuatro patas formando un cuadrado perfecto. Sus ojos se clavaron en mi rostro, pero se mantuvo a distancia.
—Hola, Birdie. ¿Me has echado de menos?
El gato no se movió.
—Tienes razón. Está enfadado —dije.
Dejé el bolso sobre el sofá y seguí a Pete hasta la cocina. Las sillas en cada extremo de la mesa estaban cubiertas con pilas de cartas, la mayoría de ellas sin abrir. Lo mismo sucedía en el asiento que había debajo de la ventana y en el estante de madera que había junto al teléfono. No dije nada. Ya no era mi problema.
Pasamos una hora muy agradable, disfrutando de los espaguetis y hablando de Katy y otros parientes. Le dije que su madre me había llamado para quejarse porque la tenía abandonada. Pete contestó que representaría a su madre y al gato en el mismo caso. Le dije que la llamara; repuso que lo haría.
A las ocho treinta, llevé a Birdie al coche, y Pete vino detrás con todos los accesorios. Mi gato viaja con más equipaje que yo.
Cuando abrí la puerta del coche, Pete apoyó su mano sobre la mía.
—¿Estás segura de que no quieres quedarte?
Me apretó suavemente los dedos y con la otra mano me acarició el pelo.
¿Lo estaba? Sus caricias eran tan suaves y la cena había parecido tan normal, tan placentera. Sentí que en mi interior algo comenzaba a derretirse.
«Piensa, Brennan. Estás cansada. Estás caliente. Vete a casa».
—¿Qué pasa con Judy?
—Una alteración temporal en el orden cósmico.
—No lo creo, Pete. Ya hemos pasado por esto. He disfrutado de la cena.
Se encogió de hombros y apartó las manos.
—Ya sabes dónde vivo —dijo, y regresó a la casa.
En alguna parte leí que el cerebro humano tiene diez billones de células. Esa noche todas las mías estaban despiertas y mantenían una frenética comunicación sobre un único tema: Pete.
¿Por qué no había utilizado mi llave?
«Límites», convinieron las neuronas. No se trataba del viejo desafío: «he trazado una línea en el polvo, no te atrevas a cruzarla», sino el establecimiento de nuevos límites territoriales, tanto reales como simbólicos.
¿Por qué se había producido la ruptura? Hubo un tiempo en el que no deseaba otra cosa que casarme con Pete y vivir el resto de mi vida a su lado. ¿Qué había cambiado entre la Tempe de entonces y la de ese momento? Cuando me casé era muy joven, pero ¿era realmente una persona tan diferente de la que era esa noche? ¿O acaso los dos Pete alteraron sus rumbos? ¿Había sido tan irresponsable el Pete con el que me casé? ¿Tan poco digno de confianza? ¿Había pensado yo entonces que eso formaba parte de su encanto?
«Estás empezando a parecerte a una canción de Sammy Cahn», gritaron las neuronas.
¿Qué era lo que nos había llevado a la separación? ¿Qué elecciones habíamos hecho? ¿Las haríamos entonces? ¿Fui yo? ¿Fue Pete? ¿Qué era lo que había salido mal? ¿O había salido bien? ¿Me encontraba en un sendero nuevo pero correcto y el camino de mi matrimonio había llegado tan lejos como estaba previsto que me llevase?
«Preguntas muy difíciles», dijeron las neuronas.
¿Aún deseaba acostarme con Pete?
Obtuve un sí unánime de las neuronas.
«Pero ha sido un año magro para el sexo», argumenté.
«Una elección de palabras muy interesante —señalaron los tíos del inconsciente—. Magro. Nada de carne implica hambre».
«Estuvo ese abogado en Montreal», protesté.
«No se trata de eso —dijeron los centros superiores—. Ese tío apenas si superó el listón. Pero con éste el indicador del voltaje se encuentra en la zona roja».
No se puede discutir con el cerebro cuando está de ese humor.