Capítulo 12

Cuando desperté, después de un sueño intranquilo, el sol brillaba y el silencio era absoluto. Mis neuronas habían convocado una reunión nocturna para organizar los acontecimientos de los últimos días: estudiantes perdidas, atracadores, santas, abuelas y bebés asesinados, Harry, Ryan, Harry y Ryan. La reunión acabó al amanecer con escasos resultados positivos.

Me di la vuelta hasta quedar de espaldas y una intensa punzada de dolor en el cuello me recordó la aventura de la noche anterior. Durante unos minutos me dediqué a flexionar y extender el cuello, los brazos y las piernas. Funcionaban bastante bien. A la luz de la mañana, el ataque parecía absurdo y producto de mi imaginación, pero el recuerdo del pánico era absolutamente real.

Me quedé acostada durante varios minutos, explorando los daños que tenía en el rostro y tratando de escuchar alguna señal que me indicara la presencia de mi hermana en la casa. Había zonas que me dolían en la cara y ninguna señal de mi hermana.

A las siete cuarenta me incorporé con bastante esfuerzo de la cama, cogí mi vieja bata y me calcé las pantuflas. La puerta de la habitación de invitados estaba abierta y la cama hecha. ¿Había pasado Harry la noche en casa?

Encontré un mensaje en la puerta de la nevera en el que me explicaba la ausencia de dos yogures y me decía que regresaría después de las siete de la tarde. Muy bien; había estado en casa. Pero ¿había dormido en su cama?

—¡A quién le importa! —exclamé buscando el bote que contenía el café en grano.

En ese momento, sonó el teléfono.

Cerré el bote y caminé pesadamente hasta el teléfono de la sala de estar.

—Sí.

—Hola, mamá. ¿Una noche muy movida?

—Lo siento, cariño. ¿Qué sucede?

—¿Estarás en Charlotte la semana próxima?

—Viajaré a Charlotte el lunes y me quedaré hasta abril, en que tendré las reuniones de antropología física en Oakland. ¿Por qué lo preguntas?

—Bueno, pensaba ir a pasar algunos días. Este viaje a la playa no está saliendo como yo esperaba.

—Genial. Quiero decir que es genial que podamos pasar algunos días juntas. Lamento que tu viaje no haya salido bien. —No pregunté por qué—. ¿Te quedarás conmigo o con papá?

—Sí.

—De acuerdo, de acuerdo. ¿Las clases van bien?

—Sí. Realmente estoy disfrutando de las clases de psicología anormal. El profesor es muy bueno. Y las clases de criminología también son excelentes. Nunca tenemos que entregar ningún trabajo en una fecha fija.

—¿Cómo está Aubrey?

—¿Quién?

—Supongo que eso contesta mi pregunta. ¿Cómo está el grano?

—Ha desaparecido.

—¿Cómo es que estás levantada tan temprano en sábado?

—Debo preparar un trabajo para mi clase de criminología. Estaba pensando en hacer algo relacionado con los perfiles criminales; tal vez aproveche el material que tengo de psicología anormal.

—Pensaba que no tenías que entregar ningún trabajo puntualmente.

—Era para hace dos semanas.

—¡Oh!

—¿Podrás ayudarme a elaborar un proyecto para mi clase de antropología?

—Por supuesto.

—No se trata de nada demasiado complicado. Se supone que es algo que puedo hacer en un día.

Escuché un pitido.

—Katy, tengo otra llamada. Pensaré en ese proyecto. No dejes de avisarme cuando sepas qué día llegas a Charlotte.

—Lo haré.

Pulsé el botón de llamada en espera y me sorprendió oír la voz de Claudel.

—Claudel ici.

Como de costumbre, no hubo ningún saludo y tampoco se disculpó por llamarme un sábado por la mañana. Fue directamente al grano.

—¿Ha regresado Anna Goyette a su casa?

Sentí un repentino vacío en el pecho. Claudel jamás me había llamado a casa. Anna debía de estar muerta.

Tragué con dificultad antes de contestar.

—No lo creo.

—¿Tiene diecinueve años?

—Sí.

Pude ver claramente la cara de la hermana Julienne. No soportaba la idea de tener que decírselo.

—… caractéristiques physiques?

—Lo siento. ¿Qué ha dicho?

Claudel repitió la pregunta. No tenía ni la más remota idea de si Anna presentaba rasgos físicos inusuales.

—No lo sé. Tendré que preguntárselo a su familia.

—¿Cuándo fue vista por última vez?

—El jueves. Monsieur Claudel, ¿por qué me hace todas estas preguntas?

Tuve que esperar una de las clásicas pausas de Claudel. Podía oír el bullicio de fondo y supuse que me llamaba desde la sala de la brigada de homicidios.

—Una mujer blanca fue encontrada esta mañana, desnuda y sin identificación.

—¿Dónde?

La sensación de vacío me apretaba el esternón.

—Ille des Soeurs. En la zona posterior de la isla hay una área boscosa y un estanque. El cuerpo fue hallado —dudó un momento— en la orilla.

—¿Encontrado cómo?

Claudel me estaba ocultando algo.

El detective consideró mi pregunta durante un momento. Podía imaginarme su nariz ganchuda y sus ojos pequeños y muy juntos, entrecerrados en un gesto de profunda concentración.

—La víctima fue asesinada. Las circunstancias son… —nuevamente la vacilación— inusuales.

—Adelante.

Cambié el auricular de mano y me sequé la humedad de la palma en la bata.

—El cuerpo fue encontrado en el maletero de un viejo vehículo. Presentaba múltiples heridas. LaManche se encarga de la autopsia.

—¿Qué clase de heridas? —Me quedé observando unas manchas que tenía en la bata.

Claudel inspiró profundamente.

—Hay múltiples heridas causadas con arma blanca y señales de ligaduras alrededor de las muñecas. LaManche sospecha que también fue atacada por un animal.

Me resultaba irritante la costumbre que tenía Claudel de despersonalizar el relato: una mujer blanca, la víctima, el cuerpo, las muñecas; ningún pronombre personal.

—También es posible que la víctima fuese quemada —continuó.

—¿Quemada?

—LaManche tendrá más datos luego. Hará el examen post mortem hoy mismo.

—¡Caramba! —Aunque siempre hay un patólogo de guardia en el laboratorio, es muy raro que se lleve a cabo una autopsia durante el fin de semana. Sabía que debía de tratarse de un crimen realmente extraordinario—. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta?

—El cuerpo no estaba completamente helado, de modo que es probable que llevara menos de doce horas. LaManche tratará de deducir la hora de la muerte.

No quería hacer la siguiente pregunta.

—¿Por qué cree que podría tratarse de Anna Goyette?

—La edad y la descripción coinciden.

Sentí un leve mareo.

—¿A qué características físicas se refería?

—La víctima carece de muelas inferiores.

—¿Se las extrajeron?

Me sentí como una imbécil cuando apenas había acabado de hacer la pregunta.

—Doctora Brennan, yo no soy dentista. También tiene un pequeño tatuaje en la cadera derecha: dos figuras que sostienen un corazón entre ambas.

—Me pondré en contacto con la tía de Anna y volveré a llamarle.

—Yo puedo…

—No. Yo lo haré. Tengo que hablar de otras cuestiones con ella.

Me dio el número de su busca y colgó.

Me temblaban las manos mientras marcaba el número del convento. Veía un par de ojos asustados mirando desde debajo de un flequillo rubio.

Antes de que tuviese tiempo de pensar en la mejor forma de hacer las preguntas, la hermana Julienne estaba en el otro extremo de la línea. Dediqué varios minutos a agradecerle el que me hubiese enviado a ver a Daisy Jeannotte y le hablé de los diarios de Bélanger. Estaba eludiendo el motivo de mi llamada, y ella se dio cuenta.

—Sé que ha pasado algo.

Su voz era suave, pero la tensión resultaba inconfundible debajo de la superficie.

Le pregunté si tenía noticias de Anna. Me dijo que no.

—Hermana, han encontrado a una joven…

El suave siseo de la tela al ser rozada llegó claramente a mis oídos y supe que se estaba persignando.

—Es necesario que le haga algunas preguntas personales acerca de su sobrina.

—Sí —repuso de manera apenas audible.

Le pregunté por las muelas y el tatuaje.

La línea permaneció muda sólo una fracción de segundo y luego me sorprendió su risa.

—¡Oh, no!, no es Anna. ¡Oh, cielos!, no; ella jamás hubiese permitido que le hicieran un tatuaje. Y estoy segura de que Anna tiene toda su dentadura. De hecho, a menudo menciona sus dientes; por eso, lo sé. Tiene muchos problemas con ellos. Se queja de que le duelen cuando come algo frío o caliente.

Las palabras fluían como un torrente y casi podía percibir el alivio de la hermana Julienne a través de la línea.

—Pero, hermana, es posible…

—No. Conozco a mi sobrina. Tiene todos sus dientes. No es feliz con ellos, pero los tiene. —Nuevamente apareció la risa nerviosa—. Y no lleva ningún tatuaje, gracias a Dios.

—Me alegra saberlo. Es probable que esa muchacha no sea Anna, pero tal vez sería mejor que me enviara su ficha dental, sólo para asegurarnos.

—Estoy segura.

—Sí. Bueno, tal vez para que el detective Claudel esté seguro. No le hará daño a nadie.

—Supongo que no. Y rezaré por la familia de esa pobre muchacha.

Me dio las señas del dentista de Anna y llamé a Claudel.

—Está segura de que Anna no tiene ningún tatuaje.

—¡Hola, tía monja! ¿Adivina qué? ¡Me hice un tatuaje en el culo la semana pasada!

—De acuerdo. No es probable.

Claudel soltó una risotada.

—Pero está absolutamente segura de que Anna tiene la dentadura completa. Recuerda que Anna se quejaba con frecuencia de dolores dentales.

—¿Quién se hace extraer los dientes?

Lo que yo había pensado.

—No es habitual en la gente que está feliz con su dentadura —continuó Claudel.

—Así es.

—Y la tía también cree que Anna nunca se ha largado de casa sin avisar a su madre, ¿verdad?

—Al menos eso es lo que dice.

—Anna Goyette supera en ese campo al mismísimo David Copperfield. Ha desaparecido siete veces en los últimos dieciocho meses. Al menos, ésa es la cantidad de denuncias presentadas por su madre.

—¡Oh! —La sensación de vacío se extendió desde el esternón hasta la boca del estómago.

Le pedí a Claudel que me mantuviese informada y colgué.

Dudaba de que lo hiciera.

A las nueve y treinta estaba duchada, vestida y en mi despacho. Acabé de redactar el informe de Élisabeth Nicolet. Describí y expliqué mis observaciones del mismo modo como lo hubiese hecho con un caso forense. Me habría gustado incluir información de los diarios de Bélanger, pero no había tenido tiempo de examinarlos en profundidad.

Después de imprimir el informe, pasé tres horas tomando fotografías. Estaba tensa y tenía problemas para colocar los huesos en la posición correcta. A las dos de la tarde, busqué un bocadillo en la cafetería y me lo comí mientras incluía pruebas de los hallazgos hechos en el caso de Mathias y Malachy. Pero mi mente no se apartaba del teléfono y no podía concentrarse en el trabajo que tenía sobre la mesa.

Claudel vino a verme cuando me encontraba en la fotocopiadora con los diarios de Bélanger.

—No se trata de su chica.

Le miré fijamente a los ojos.

—¿Es seguro?

Asintió.

—¿Quién es? —pregunté.

—Se llamaba Carole Comptois. Cuando las fichas dentales excluyeron a Anna Goyette, comprobamos las huellas dactilares y dimos en la diana. La habían arrestado un par de veces por prostitución callejera.

—¿Edad?

—Dieciocho.

—¿Cómo murió?

—LaManche está terminando el examen en este momento.

—¿Algún sospechoso?

—Muchos.

Claudel me miró un momento, no dijo nada más y se marchó.

Yo seguí con mis fotocopias. Me movía como un robot con un torbellino de emociones en el interior. El alivio que había sentido al saber que no se trataba de Anna se había convertido inmediatamente en culpa. En la sala de autopsias aún había una muchacha sobre la mesa de acero inoxidable. También había una familia a la que darle las malas noticias.

Levantar la tapa. Pasar la página. Bajar la tapa. Apretar el botón.

Dieciocho años.

No tenía ganas de presenciar la autopsia.

A las cuatro treinta ya había terminado de fotocopiar los diarios y estaba de regreso en mi despacho. Llevé los informes sobre los bebés a la oficina de la secretaria y luego dejé una nota con el cómputo de las fotocopias en el escritorio de LaManche. Cuando regresé al corredor, LaManche y Bergeron estaban hablando delante de la oficina del dentista. Los dos parecían cansados, y su expresión era sombría. Cuando me acerqué, ambos repararon en las heridas de mi rostro pero no me preguntaron nada.

—¿Muy malo? —interrogué. LaManche asintió.

—¿Qué le pasó a esa chica?

—Qué no le pasó —dijo Bergeron.

Miré a uno y luego al otro. Incluso ligeramente encorvado, el dentista superaba el metro ochenta y tenía que alzar la vista para mirarle a los ojos. Su pelo rizado y canoso estaba iluminado desde atrás por un tubo fluorescente instalado en el techo. Recordé el comentario de Claudel acerca de un ataque con animales y sospeché la razón por la cual la mañana de sábado de Bergeron también se había ido al traste.

—Al parecer, la colgaron de las muñecas y la golpearon; luego fue atacada por perros —dijo LaManche—. Marc cree que fueron al menos dos.

Bergeron asintió.

—Debieron de ser perros de razas grandes; tal vez pastores alemanes o dobermans. El cuerpo presenta más de sesenta heridas causadas por mordiscos.

—¡Dios mío!

—Un líquido hirviendo, quizá agua, fue vertido sobre su cuerpo desnudo. La piel está muy quemada, pero no he podido encontrar vestigios de nada identificable —continuó LaManche.

—¿Estaba con vida?

Se me retorcieron las entrañas al imaginarme el dolor que habría sufrido esa pobre muchacha.

—Sí. Finalmente murió a causa de múltiples cuchilladas en el pecho y el abdomen. ¿Quiere echar un vistazo a las fotografías?

Negué con la cabeza.

—¿Se defendió? —Recordé mi propio tormento con el agresor nocturno.

—No.

—¿Cuándo murió?

—Probablemente ayer a última hora. No quería conocer los detalles.

—Aún hay otra cosa. —Los ojos de LaManche reflejaban mucha tristeza—. Estaba embarazada de cuatro meses.

Pasé rápidamente junto a ellos y me metí en mi despacho. No sé cuánto tiempo estuve sentada allí. Mis ojos contemplaban los objetos familiares sin verlos. Aunque poseía cierta inmunidad emocional después de años de exposición a la crueldad y la violencia, algunas muertes conseguían traspasar aquella barrera. La reciente ola de horrores superaba con creces cualquier otra que pudiera recordar. ¿O se trataba simplemente de que mis circuitos estaban sobrecargados hasta el punto de que ya no era capaz de absorber más tragedias?

Carole Comptois no era mi caso y no pondría mis ojos sobre su cadáver, pero era incapaz de controlar las visiones que surgían de las profundidades más oscuras de mi mente. La veía en sus últimos momentos con el rostro contraído por el dolor y el terror. ¿Habría implorado por su vida? ¿Por el niño que llevaba en las entrañas? ¿Qué clase de monstruos habitaban este mundo?

—¡Maldita sea! —grité al despacho vacío.

Metí los papeles en el maletín, cogí el abrigo y cerré con fuerza la puerta tras de mí. Bergeron dijo algo cuando pasé junto a su despacho, pero no me detuve.

Cuando conducía por debajo del puente Jacques Carrier comenzaron a dar las noticias de la seis; el asesinato de Carole Comptois era la historia principal. Cambié de emisora mientras repetía mi último pensamiento.

—¡Maldita sea!

Cuando llegué a casa la ira se había enfriado. Algunas emociones son demasiado intensas como para persistir sin debilitarse. Llamé a la hermana Julienne y le confirmé que el cuerpo hallado no era el de Anna. Claudel ya la había llamado, pero quería ponerme personalmente en contacto con la monja. «Anna volverá», le dije. «Sí», convino la religiosa. Ninguna de las dos sonó demasiado convincente.

Añadí que el esqueleto de Élisabeth estaba embalado y listo, y que estaban pasando el informe a limpio. Me dijo que los huesos serían recogidos a primera hora de la mañana del lunes.

—Muchas gracias por todo, doctora Brennan. Esperamos su informe con ansiedad.

No dije nada más; de hecho, no tenía ni idea de cómo reaccionarían en el convento ante lo que había escrito en ese informe.

Me puse unos tejanos, preparé la cena y me negué a pensar en lo que le habían hecho a Carole Comptois. Harry llegó a las siete y media, y cenamos. Hablamos de poco más que de la pasta que yo había preparado. Mi hermana parecía cansada y distraída, y aceptó mi explicación de que me había caído de bruces sobre el hielo. Yo me sentía totalmente agotada por los acontecimientos del día. No le pregunté nada sobre la noche anterior y tampoco acerca de su seminario, y ella también prefirió callar. Creo que ambas estábamos aliviadas de no tener que escuchar ni contestar.

Una vez acabada la cena, Harry leyó el material del seminario, y yo volví a mis diarios. El informe que había elaborado para las monjas estaba terminado, pero quería saber más cosas. Las fotocopias no habían mejorado la calidad técnica y encontré los diarios tan decepcionantes como el viernes. Además, Louis-Philippe no era precisamente el mejor cronista del mundo. Como médico joven, escribía largas parrafadas sobre sus días en el hospital Hôtel Dieu. En cuarenta páginas sólo encontré un par de referencias a su hermana. Parecía estar preocupado por el hecho de que Eugénie continuase cantando en público después de haberse casado con Alain Nicolet. Tampoco parecía gustarle su peluquero. Louis-Philippe me resultaba un hombre pedante y mojigato.

El domingo, Harry volvió a salir de casa antes de que yo me levantase. Hice la colada, fui al gimnasio y puse al día una clase que pensaba dar sobre evolución humana el martes. Cuando comenzó a anochecer ya estaba razonablemente concentrada en mi trabajo. Encendí la chimenea, me preparé una taza de Earl Grey y me instalé en el sofá con un montón de libros y papeles.

Comencé en el punto donde había dejado la lectura del diario de Bélanger, pero después de veinte páginas lo cambié por el libro que hablaba de la viruela. Éste era tan fascinante como aburrido el de Louis-Philippe.

En esas páginas se hablaba de las calles que yo recorría cada día. Montreal y sus pueblos cercanos tenían más de doscientos mil habitantes en la década de 1880. La ciudad se extendía desde Sherbrooke Street, en el norte, hasta el puerto fluvial, en el sur. Hacia el este la ciudad estaba limitada por el pueblo industrial de Hochelaga y, al oeste, por los pueblos de clase trabajadora de Ste. Cunégonde y St. Henri, que se alzaban justo encima del Lachine Canal. El último verano había recorrido en bicicleta toda la longitud del canal.

Entonces, al igual que ahora, la tensión se respiraba en el aire. Aunque la mayor parte de Montreal al oeste de la calle St. Laurent era de habla inglesa, en la década de 1880 el francés se había convertido en la lengua mayoritaria en la ciudad. Los franceses dominaban la política municipal, pero los ingleses controlaban el comercio y la prensa.

Franceses e irlandeses eran católicos, mientras que los ingleses profesaban la religión protestante. Los grupos permanecían separados tanto en vida como cuando fallecían. Cada uno tenía su propio cementerio en lo alto de la montaña.

Cerré los ojos y pensé en ello. La lengua y la religión aún seguían determinando muchas cosas en Montreal: las escuelas católicas, las escuelas protestantes, los nacionalistas, los federalistas. Me preguntaba de qué lado habrían estado las lealtades de Élisabeth Nicolet.

La habitación comenzó a quedarse en penumbra y las lámparas se encendieron automáticamente. Continué leyendo.

A finales del siglo pasado, Montreal era un importante centro comercial. Tenía un magnífico puerto, enormes almacenes de piedra, curtidurías, fábricas y jabonerías. Ya entonces McGill era una de las universidades más prestigiosas. Pero, al igual que sucedía en otras ciudades victorianas, era un lugar de agudos contrastes: las enormes mansiones de los príncipes del comercio se alzaban sobre las chabolas de los trabajadores. A pocos metros de las amplias avenidas pavimentadas, más allá de Sherbrooke y Dorchester, se extendían cientos de callejones sucios y sin asfaltar.

En aquella época la ciudad contaba con pésimos desagües. Había excrementos y basura por todas partes, y los cadáveres de los animales se pudrían en solares desiertos. El río se utilizaba como una inmensa cloaca. Aunque se congelaban en los meses de invierno, los desperdicios apestaban al llegar el verano. Todo el mundo se quejaba de la peste que emanaba del río.

El té se había enfriado en la taza, de modo que me levanté del sofá, extendí los brazos por encima de la cabeza y fui a la cocina a preparar un poco más. Cuando volví a abrir el libro, pasé las páginas hasta llegar a un capítulo sobre higiene pública. Ésa había sido una de las recurrentes quejas de Louis-Philippe acerca del hospital Hôtel Dieu. Y, obviamente, había una referencia a nuestro hombre. Había llegado a ser miembro del Comité de Sanidad del concejo municipal.

Leí un informe fascinante sobre las discusiones que habían tenido lugar en el concejo municipal respecto del tratamiento de los excrementos. En aquellos días, la eliminación de la materia fecal era ciertamente un asunto caótico. Algunos habitantes de Montreal vertían simplemente los excrementos en las alcantarillas que desembocaban en el río. Otros utilizaban retretes de tierra; esparcían tierra sobre las heces y luego las colocaban fuera de las casas para que las recogieran los basureros. Había quienes defecaban en excusados instalados en el exterior de las viviendas.

El oficial médico de la ciudad informó de que los habitantes producían aproximadamente ciento setenta toneladas de excrementos cada día o más de doscientas quince mil toneladas al año. Y advertía de que diez mil excusados y pozos negros repartidos por la ciudad eran la principal fuente de enfermedades cimóticas, lo que incluía el tifus, la escarlatina y la difteria. El concejo decidió crear un sistema de recolección e incineración. Louis-Philippe votó a favor de esa medida. Era el 28 de enero de 1885.

El día siguiente a la votación, el tren de la Grand Trunk Railway procedente del oeste llegó a Bonaventure Station. Uno de los conductores estaba enfermo y llamaron al médico del ferrocarril. El hombre fue examinado y se le diagnosticó viruela. Al ser protestante, lo llevaron al Montreal General Hospital, pero se negaron a admitirle. Permitieron que el paciente esperase en una habitación aislada en el ala destinada al tratamiento de las enfermedades contagiosas. Finalmente, ante los ruegos del médico del ferrocarril, el enfermo fue admitido a regañadientes en el hospital católico Hôtel Dieu.

Me levanté a avivar el fuego en la chimenea. Mientras reordenaba los leños tuve una clara imagen del vetusto edificio de piedra gris que se levantaba en la avenida Des Pins y la calle St. Urbain. El Hôtel Dieu aún funcionaba como hospital. Había pasado por delante del edificio muchas veces en mi coche.

Volví a concentrarme en la lectura del libro. El estómago se quejaba ruidosamente, pero quería leer hasta que llegase Harry.

Los médicos del Montreal General Hospital pensaron que sus colegas del Hôtel Dieu comunicarían el caso de viruela a las autoridades sanitarias, y a su vez los médicos del Hôtel Dieu pensaron exactamente lo contrario. Nadie avisó a las autoridades de que en la ciudad había un enfermo de viruela y nadie se preocupó de informar al personal médico de ambos hospitales. Cuando la epidemia pudo ser controlada, más de tres mil personas habían muerto, niños en su inmensa mayoría.

Cerré el libro. Los ojos me ardían y la sangre latía en mis sienes. El reloj marcaba las siete y cuarto. ¿Dónde estaba Harry?

Fui nuevamente a la cocina, saqué de la nevera los filetes de salmón y los pasé ligeramente por el agua del grifo. Mientras mezclaba la salsa de eneldo, intenté imaginar mi vecindario a finales del siglo pasado. ¿Cómo se enfrentaba uno a la viruela en aquella época? ¿A qué medicamentos se recurría para combatir la enfermedad? Más de las dos terceras partes de los que murieron eran niños. ¿Cómo habría sido presenciar la muerte de los hijos de tus vecinos? ¿Cómo se enfrentaba uno a la horrible tarea de cuidar a un niño condenado a morir?

Lavé y pelé dos patatas y las metí en el horno. Luego lavé unas hojas de lechuga, unos tomates y unos pepinos. Aún no había señales de Harry.

Aunque la lectura del libro sobre la epidemia de viruela me había hecho olvidar por un rato a Mathias, Malachy y Carole Comptois, aún me sentía tensa y me dolía la cabeza. Me preparé un baño caliente y añadí al agua sales minerales de aroma-terapia. Luego puse un CD de Leonard Cohen y me deslicé en la bañera dispuesta a disfrutar de un baño largo y reparador.

Decidí usar a Élisabeth para mantener la mente apartada de mis recientes casos de homicidio. El viaje a través de la historia había sido fascinante, pero no había encontrado lo que realmente necesitaba saber. Ya estaba familiarizada con el trabajo realizado por Élisabeth durante los terribles días de la epidemia de viruela, gracias al material que la hermana Julienne me había enviado antes de la exhumación de los restos en la abandonada capilla del convento.

Élisabeth había sido monja de clausura durante años, pero cuando la epidemia escapó a todo control se convirtió en una ardiente defensora de la modernización médica. Escribió cartas a la Junta de Sanidad de la provincia de Quebec, al Comité de Sanidad del Ayuntamiento y a Honoré Beaugrand, alcalde de Montreal, rogándole que arbitrase las medidas necesarias para mejorar las condiciones sanitarias de la ciudad. Lanzó un auténtico bombardeo sobre los periódicos francófonos y anglófonos, exigiendo la reapertura del hospital de enfermedades contagiosas de la ciudad y reclamando una campaña de vacunación pública.

También escribió al obispo para explicarle que la fiebre se propagaba en aquellos lugares donde la gente se reunía en gran número y para rogarle que cerrase temporalmente las iglesias de la ciudad. El obispo Fabre se había negado a tal petición, afirmando que cerrar las iglesias era como reírse de Dios. El obispo, contrariamente, instó a su rebaño a acudir a la iglesia, diciéndoles que rezar en comunidad era más eficaz que rezar en solitario.

«Una excelente idea, obispo». Tal vez por esa razón los católicos franceses murieron como moscas y los protestantes ingleses sobrevivieron mejor a la epidemia. Los ateos se vacunaban y permanecían en casa.

Añadí más agua caliente al mismo tiempo que imaginaba la frustración de Élisabeth y el exquisito tacto que debió de utilizar en sus negociaciones.

Así pues, lo sabía todo acerca de su trabajo y conocía los detalles de su muerte. Las monjas del convento se habían encargado de ello. Había leído también montones de documentos relacionados con su enfermedad y con el funeral público que se había celebrado en su memoria. Pero necesitaba saber más acerca de su nacimiento.

Cogí la pastilla de jabón y la froté entre las manos hasta conseguir una cascada de espuma blanca y espesa.

No podía olvidarme de los diarios.

Pasé el jabón por los hombros.

Pero tenía las fotocopias, de modo que eso podría esperar hasta que llegase a Charlotte.

Me enjaboné los pies.

Periódicos; ésa había sido la sugerencia de Jeannotte. Sí, el lunes dedicaría el tiempo que aún me quedaba para examinar periódicos antiguos. De todos modos, debía regresar a McGill para devolver los diarios de Bélanger.

Dejé que el agua caliente me llegase hasta la barbilla y pensé en mi hermana. Pobre Harry. Ayer prácticamente la había ignorado. Estaba agotada, pero ¿fue por eso? ¿O fue Ryan la verdadera causa? Harry tenía todo el derecho del mundo a acostarse con él si le apetecía. ¿Por qué me había mostrado tan fría entonces? Decidí que esa noche me mostraría más amable y cariñosa.

Me estaba secando cuando oí el pitido de la alarma de seguridad. Me puse un camisón de franela con motivos de Disney que Harry me había regalado la última Navidad.

La encontré en la sala de estar, con la chaqueta, los guantes y el sombrero todavía puestos y los ojos fijos en algo que se encontraba a millones de kilómetros de distancia.

—Diría que ha sido un día muy largo.

—Sí.

Volvió al presente y me sonrió a medias.

—¿Tienes hambre?

—Supongo que sí. Dame unos minutos.

Dejó caer la mochila sobre el sofá y se desplomó a su lado.

—Claro. Quítate la chaqueta y descansa un rato.

—Sí. ¡Diablos!, sí que hace frío en esta ciudad. Me siento como un polo salido del metro.

Unos minutos después oí ruidos en la habitación de invitados y luego se reunió conmigo en la cocina. Mientras Harry se encargaba de poner la mesa, yo asé los filetes de salmón a la parrilla y preparé la ensalada.

Cuando nos sentamos a comer le pregunté por su día.

—Estuvo bien.

Cortó la patata, la convirtió en puré y le añadió nata agria.

—¿Bien? —La alenté a que siguiera hablando.

—Sí. Cubrimos un montón de temas.

—Parece que hayas recorrido sesenta kilómetros de carretera en mal estado.

—Sí. Estoy hecha polvo.

No sonrió a pesar de que yo había utilizado una de sus frases favoritas.

—¿Qué hicisteis?

—Un montón de ejercicios y charlas. —Puso sobre el pescado un poco de salsa—. ¿Qué son estas pequeñas fibras verdes?

—Eneldo. ¿Qué clase de ejercicios?

—Meditación. Juegos.

—¿Juegos?

—Cuentos. Calistenia. Cualquier cosa que nos pidieran que hiciéramos.

—¿Haces cualquier cosa que te pidan?

—Lo hago porque elijo hacerlo —dijo con cierta brusquedad.

Me callé. Harry muy pocas veces me contestaba de aquella forma.

—Lo siento. Sólo estoy cansada.

Comimos en silencio durante unos minutos. En realidad, yo no estaba interesada en su terapia sensorial, pero volví a intentarlo.

—¿Cuánta gente hay en el grupo?

—Somos bastantes.

—¿Alguien interesante?

—Tempe, no hago esto para formar nuevas amistades. Estoy aprendiendo a ser responsable, a hacerme cargo de mis cosas. Mi vida es un desastre y estoy tratando de encontrar alguna manera de hacer que funcione.

Clavó el tenedor en la ensalada. No recordaba cuándo la había visto tan deprimida.

—¿Y esos ejercicios te ayudan?

—Tempe, es necesario intentarlo personalmente. Yo no puedo decirte exactamente lo que hacemos o cómo funciona.

Removió la salsa de eneldo y comió otro bocado de salmón.

No dije nada.

—De todos modos, dudo que lo entendieras. Eres demasiado dura.

Recogió su plato y lo llevó a la cocina. Eso me pasaba por mostrarme interesada. Me reuní con ella junto al fregadero.

—Creo que me iré a la cama —dijo apoyando una mano en mi hombro—. Hablaremos mañana.

—Me marcho por la tarde.

—¡Ah! Te llamaré.

Una vez en la cama, repasé la conversación. Nunca había visto a Harry tan apática ni tan susceptible. Seguramente, estaba agotada. O quizá la causa fuese Ryan, o su ruptura con Striker.

Más tarde me preguntaría por qué no había sido capaz de advertir las señales. Todo podría haber sido muy diferente.