Capítulo 30

Tenía los ojos enrojecidos, y su rostro estaba pálido y demacrado. Se puso tensa al reconocerme, pero no dijo nada.

—¿Cómo estás, Anna?

—Bien.

Anna parpadeó y sus pupilas agitaron ligeramente el flequillo rubio.

—Soy la doctora Brennan. Nos conocimos hace algunas semanas.

—Lo sé.

—Cuando regresé, me dijeron que estabas enferma.

—Estoy bien. Estuve fuera un tiempo.

Quise preguntarle dónde había estado, pero no lo hice.

—¿Está la doctora Jeannotte?

Anna sacudió la cabeza. Se llevó el pelo detrás de la oreja y el gesto denotó que estaba ausente.

—Tu madre andaba muy preocupada.

Se encogió de hombros con un movimiento apenas perceptible. No me preguntó por qué sabía cosas de su vida familiar.

—He estado trabajando en un proyecto con tu tía. Ella también estaba preocupada por ti.

—¡Ah!

Bajó la cabeza y no pude verle la cara.

Aproveché el momento y me lancé a fondo.

—Tu amiga me dijo que tal vez estuvieses metida en algo que te perturba.

Sus ojos se clavaron en los míos.

—Yo no tengo amigos. ¿De quién está hablando?

Su voz sonaba infantil y apagada.

—Sandy O’Reilly. Ella te reemplazaba aquel día en la oficina.

—Sandy quiere quedarse con mis horas. ¿A qué ha venido?

Buena pregunta.

—Quería hablar contigo y con la doctora Jeannotte.

—Ella no está.

—¿Podríamos hablar tú y yo?

—No hay nada que pueda hacer por mí. Mi vida es asunto mío.

Su actitud de indiferencia me producía escalofríos.

—Lo entiendo, pero, de hecho, pensé que tal vez tú podrías ayudarme a mí.

Su mirada se dirigió hacia el corredor y luego volvió a fijarse en mí.

—¿Ayudarla cómo?

—¿Quieres un café?

—No.

—¿Podríamos ir a otro sitio?

Me miró largamente con ojos inexpresivos. Luego asintió. Cogió una parka que estaba colgada en el perchero y echó a andar escaleras abajo hacia una puerta trasera. Cuando salimos al exterior del edificio, tuvimos que inclinarnos bajo la lluvia helada mientras ascendíamos la colina hacia el centro del campus. Después lo rodeamos en dirección a la parte posterior del Redpath Museum. Anna sacó una llave del bolsillo, abrió una puerta y entramos en un corredor muy poco iluminado. El aire olía ligeramente a moho y materia en descomposición.

Subimos a la segunda planta y nos sentamos en un largo banco de madera, rodeadas por los huesos de criaturas que habían muerto hacía cientos de años. Encima de nuestras cabezas, pendía un esturión, una víctima más de alguna desgracia ocurrida en el pleistoceno. Las partículas de polvo flotaban bajo la luz de los fluorescentes.

—Ya no trabajo en el museo, pero sigo viniendo a este lugar cuando necesito pensar. —Desvió la mirada hacia el alce irlandés—. Estas criaturas vivieron hace millones de años y a miles de kilómetros de distancia, y ahora están detenidas en este punto del universo, inmóviles para siempre en el tiempo y en el espacio. Eso me gusta.

—Sí. —Era una forma de ver la extinción animal—. La estabilidad es algo muy raro en el mundo actual.

Me miró de un modo extraño. Luego volvió a fijar la vista en los esqueletos. Observé su perfil mientras ella estudiaba la colección.

—Sandy me habló de usted, pero no le presté mucha atención. —Hablaba sin mirarme—. No estoy segura de qué es lo que quiere de mí.

—Soy amiga de tu tía.

—Mi tía es una bella persona.

—Sí. Tu madre pensó que podías estar metida en problemas.

En sus labios se dibujó una sonrisa irónica. Era obvio que no se trataba de un tema que le resultase agradable.

—¿Por qué la preocupa lo que pueda pensar mi madre?

—Me preocupa que la hermana Julienne esté tan desolada por tu desaparición. Tu tía no sabe que no es la primera vez que desapareces.

Sus ojos se apartaron de los vertebrados para mirarme a la cara.

—¿Qué más sabe de mí? —Se apartó el pelo de la cara y lo sujetó detrás de las orejas.

Tal vez el frío la había revivido. Tal vez se debía al hecho de estar lejos de su mentora. Parecía un poco más animada de lo que se había mostrado en Birks.

—Anna, tu tía me rogó que te encontrase. Ella no quería husmear en tu vida; simplemente deseaba tranquilizar a tu madre.

Parecía insegura.

—Ya que aparentemente ha decidido convertirme en su experimento, también debe saber que mi madre está loca. Si me demoro diez minutos en llegar a casa, llama a la policía.

—Según los informes de la policía, tus ausencias han durado algo más de diez minutos.

Anna entrecerró los ojos.

«Bien, Brennan. Haz que se ponga a la defensiva».

—Mira, Anna, yo no quiero meterme en tu vida; pero si hay algo que pueda hacer para ayudarte, me gustaría intentarlo.

Esperé a que dijera algo; sin embargo, no abrió la boca.

«Enfócalo de otra manera. Tal vez decida bajar sus defensas».

—Quizá puedas ayudarme tú a mí. Como sabes, trabajo con el forense y recientemente hemos tenido unos casos que nos han desconcertado. Una muchacha llamada Jennifer Cannon desapareció de Montreal hace varios años. La semana pasada encontraron su cuerpo en Carolina del Sur. Era estudiante de McGill.

La expresión de Anna no se alteró un ápice.

—¿La conocías?

Se mantuvo tan silenciosa como los esqueletos que nos rodeaban.

—El 17 de marzo, una joven llamada Carole Comptois fue asesinada y abandonada en île des Soeurs. Tenía dieciocho años.

Se pasó una mano por el pelo.

—Jennifer Cannon no estaba sola. —La mano de Anna se apoyó en el regazo y luego volvió a la oreja—. Aún no hemos podido identificar a la persona que fue enterrada con ella.

Saqué el boceto que había hecho en el ordenador y se lo mostré. Anna lo cogió y apartó los ojos de mí.

El papel temblaba ligeramente mientras contemplaba el rostro que yo había creado.

—¿Es real?

—La aproximación facial es un arte, no una ciencia. Nunca se puede estar seguro en cuanto a la exactitud de los rasgos.

—¿Lo ha hecho a partir de un cráneo?

La voz de Anna temblaba levemente.

—Sí.

—El pelo está mal.

La voz era apenas audible.

—¿Reconoces el rostro?

—Amalie Provencher.

—¿La conoces?

—Trabaja en el centro de asesoramiento.

Seguía evitando mi mirada.

—¿Cuándo la viste por última vez?

—Hará unas dos semanas. Tal vez un poco más; no estoy segura. Ya me había marchado.

—¿Es estudiante de McGill?

—¿Qué fue lo que le hicieron?

Dudé un momento. No sabía cuánta información debía revelar. Los cambios de humor de Anna me hacían sospechar que era una muchacha inestable, o bien tomaba drogas. No esperó mi respuesta.

—¿La asesinaron?

—¿Quién, Anna? ¿Quiénes son ellos?

Finalmente, me miró. Sus pupilas brillaban bajo la luz artificial.

—Sandy me habló de la conversación que había tenido con usted. Ella estaba en lo cierto y, a la vez, equivocada. Aquí en el campus hay un grupo, pero no tienen nada que ver con Satán. Yo no tengo ninguna relación con ellos. Amalie sí la tenía. Ella entró a trabajar en el centro de asesoramiento porque ellos le dijeron que debía hacerlo.

—¿Es allí donde la conociste?

Anna asintió. Se pasó un nudillo por debajo de cada ojo y se los secó en los pantalones.

—¿Cuándo?

—No lo sé. Hace algún tiempo. Yo me sentía fatal, de modo que pensé que no me vendrían mal algunos consejos. Cuando acudía al centro, Amalie siempre tenía un momento para hablar conmigo. Parecía realmente preocupada por lo que me estaba pasando. Jamás hablaba de ella o de sus problemas personales. Escuchaba atentamente todo lo que yo le explicaba. Teníamos muchas cosas en común, y nos hicimos amigas.

En ese momento, recordé las palabras de Red. A los reclutadores se les instruye para que busquen miembros potenciales, los convenzan de que tienen cosas en común y ganen su confianza.

—Ella me habló de ese grupo al que pertenecía. Dijo que le había cambiado la vida. Finalmente, asistí a una de sus reuniones. No estuvo mal. —Se encogió de hombros—. Alguien habló, y luego comimos algo e hicimos ejercicios de respiración, y ese tipo de cosas. A mí realmente no me interesaba demasiado aquel rollo, pero volví un par de veces más porque todo el mundo actuaba como si realmente les cayera bien.

Bombardeo amoroso.

—Luego me invitaron a ir al campo. Eso sonaba genial, de modo que los acompañé. Practicamos distintos juegos, participamos en charlas y cantamos e hicimos ejercicios. A Amalie le encantaba todo aquello, pero esa rutina no era para mí. Yo pensaba que había mucha tontería en todo aquello; sin embargo, no podías disentir. Además, nunca me dejaban sola. No pude estar ni un minuto sin compañía.

»Ellos querían que me quedase a participar en una especie de taller que debía durar algunos días y, cuando les dije que no podía, se pusieron un poco pesados. Tuve que enfadarme para conseguir que me trajeran de regreso a la ciudad. Desde entonces evitaba a Amalie, aunque de vez en cuando la veía.

—¿Cómo se llama ese grupo?

—No estoy segura.

—¿Crees que mataron a Amalie?

Se secó las palmas de las manos en los costados de los muslos.

—En aquel lugar conocí a un tío. Estaba en el grupo porque había hecho un cursillo en otra parte. En cualquier caso, cuando yo me marché, él se quedó, de modo que no volví a verlo durante varios meses, o tal vez un año. Luego le encontré en un concierto en île Notre Dame. Salimos durante algún tiempo, pero la cosa no funcionó. —Volvió a encogerse de hombros—. Para entonces, él había abandonado el grupo y me contó algunas historias terribles sobre lo que pasaba allí, aunque no quería hablar mucho de ello. Estaba bastante tocado.

—¿Cómo se llamaba?

—John no sé qué.

—¿Dónde está ahora?

—No lo sé. Creo que se marchó de la ciudad.

Se enjugó las lágrimas de los ojos.

—Anna, ¿está la doctora Jeannotte relacionada con ese grupo?

—¿Por qué me hace esa pregunta?

Su voz se quebró en la última palabra. Una delgada vena azul latía en su cuello.

—La primera vez que te vi, en la oficina de la doctora Jeannotte, te pusiste muy nerviosa cuando ella llegó.

—Ella se ha portado maravillosamente bien conmigo. La doctora Jeannotte es mucho mejor para mi cabeza que la meditación y la respiración profunda, pero también es una mujer muy exigente y siempre temo meter la pata.

—Tengo entendido que pasas mucho tiempo con ella.

Sus ojos volvieron a posarse en los esqueletos.

—Creía que estaba preocupada por Amalie y esas personas muertas.

—Anna, ¿te importaría hablar con otra persona? Lo que me has contado es muy importante, y la policía estará muy interesada en seguir esa pista. Un detective llamado Andrew Ryan está investigando esos homicidios. Es un hombre muy amable y creo que te gustará.

Su mirada parecía confusa y volvió a recogerse el pelo detrás de las orejas.

—No puedo decirle nada. John podría, pero no sé adónde se ha ido.

—¿Recuerdas dónde tuvo lugar ese seminario?

—En una especie de granja. Nos llevaron en una camioneta y no presté mucha atención al paisaje porque nos tuvieron practicando juegos todo el tiempo. Y cuando regresamos a la ciudad, dormí durante todo el viaje. En aquella granja nos mantuvieron despiertos la mayor parte del tiempo. Yo estaba agotada. Excepto a John y a Amalie, nunca volví a ver al resto del grupo. Y ahora dice que ella está…

En la planta inferior se abrió una puerta y una voz llegó nítida desde abajo.

—¿Quién anda ahí?

—Genial. Ahora me quitarán la llave —susurró Anna.

—¿Se supone que no podemos estar aquí?

—No exactamente. Cuando dejé de trabajar en el museo, me quedé con la llave. Perfecto.

—Ven conmigo —dije levantándome del banco—. ¿Hay alguien ahí abajo? —llamé—. Estamos aquí.

Se oyeron pasos en la escalera, y un guardia de seguridad del campus apareció en la puerta. Su gorro tejido le llegaba hasta los ojos y una parka empapada apenas alcanzaba a cubrirle la panza. Respiraba con dificultad y los dientes tenían un tinte amarillento bajo la luz violeta.

—¡Oh, Dios!, nos alegramos tanto de verle. —Exageré mi papel—. Estábamos haciendo unos esbozos del Odocoileus virginianus y perdimos la noción del tiempo. Todo el mundo se marchó temprano debido a la helada y supongo que se olvidaron de nosotras. Nos quedamos encerradas. —Mi sonrisa no podía ser más estúpida—. Estaba a punto de llamar a seguridad.

—No pueden estar aquí. El museo está cerrado —dijo el guardia con mal disimulada irritación.

Obviamente, mi actuación no había servido de mucho.

—Por supuesto. Debemos irnos. Su esposo estará hecho un manojo de nervios preguntándose dónde diablos puede estar.

Hice un gesto hacia Anna, que asentía como un muñeco provisto de muelle.

El guardia nos miró a ambas con sus ojos acuosos, y luego hizo un gesto con la cabeza hacia la escalera.

—Andando, entonces.

Nos perdimos en un segundo.

Afuera la lluvia seguía cayendo. Las gotas eran más grandes, como los Slushes que mi hermana y yo solíamos comprar en verano. Su rostro surgió de un nicho en el interior de mi mente. ¿Dónde estás, Harry?

Una vez de regreso en Birks Hall, Anna me miró con un gesto divertido.

—¿Odocoileus virginianus?

—Se me ocurrió de repente.

—En el museo no hay ningún ciervo de cola blanca.

¿Frunció las comisuras de los labios o era simplemente el frío?

Me encogí de hombros.

Aunque con cierta reticencia, Anna me dio su dirección y su número de teléfono. Nos despedimos y le aseguré que Ryan la llamaría pronto. Mientras me apresuraba calle abajo, algo hizo que me diese la vuelta. Anna permanecía en la entrada del antiguo edificio gótico, inmóvil, como sus camaradas del cenozoico.

Cuando llegué a casa llamé al busca de Ryan. Unos minutos más tarde sonó el teléfono. Le dije que Anna había aparecido y le hice un resumen de la conversación que habíamos mantenido. Ryan me aseguró que pasaría toda la información al forense para que se iniciara una búsqueda de los registros médicos y dentales de Amalie Provencher. Llamaría inmediatamente para tratar de ponerse en contacto con Anna antes de que abandonase la oficina de la doctora Jeannotte. Después volvería a llamarme para contarme lo que había podido averiguar durante el día.

Comí una ensalada niçoise y un par de croissants, me di un largo baño y me puse un viejo chándal. Aún tenía frío y decidí encender un buen fuego en la chimenea. No me quedaba ningún leño para iniciar el fuego, de modo que utilicé bolas de papel hechas con diarios viejos y las cubrí con leña. El hielo se hacía cada vez más grueso en las ventanas mientras el fuego cobraba fuerza y yo lo contemplaba en silencio.

Eran las ocho cuarenta. Busqué los diarios de Bélanger y encendí la tele para ver Seinfeld, esperando que el ritmo de los diálogos y las risas tuviesen un efecto sedante. Si los dejaba sin control sabía que mis pensamientos comenzarían a correr como gatos en la noche; chillarían y gruñirían, y elevarían mi ansiedad a niveles que harían del todo imposible que pudiese conciliar el sueño.

No funcionó. Jerry y Kramer lo hacían de maravilla, pero yo era incapaz de concentrarme.

Mis ojos se desviaron hacia el fuego que consumía lentamente la leña. Las llamas se habían convertido en unas lenguas dispersas que envolvían el leño inferior. Busqué más diarios, hice unas cuantas bolas de papel y las arrojé entre las llamas.

Estaba acomodando los leños cuando lo recordé de golpe.

¡Diarios!

¡Me había olvidado por completo del microfilme!

Fui al dormitorio, saqué las páginas que había copiado en McGill y las llevé conmigo al sofá. Me llevó sólo un momento encontrar el artículo que había aparecido en La Presse.

La historia era tan breve como la recordaba. El 20 de abril de 1845 Eugénie Nicolet se marchaba a Francia. Tenía previsto cantar en París y Bruselas, pasar el verano en el sur de Francia y regresar a Montreal en julio. También figuraban los nombres de los miembros de su compañía y las fechas de sus próximos conciertos. Se añadía un breve resumen de su carrera y varios comentarios sobre cuánto la echarían de menos.

Continué leyendo hasta el 26 de abril. Revisé todo el material que había impreso, pero el nombre de Eugénie no volvía a aparecer en ninguna parte. Entonces, releí todas y cada una de las páginas, examinando minuciosamente cada noticia y cada anuncio.

El artículo había aparecido el 22 de abril.

En París aparecería alguien más, pero el talento de ese caballero no estaba en la música, sino en la oratoria. Realizaba un ciclo de conferencias, denunciaba la venta de seres humanos y alentaba el comercio con África occidental. Nacido en Costa de Oro, antiguo nombre de Ghana, se había educado en Alemania y era profesor de Filosofía en la Universidad de Halle. Acababa de completar un ciclo de conferencias en la Escuela de la Divinidad de McGill.

Repasé la historia. En 1845 la esclavitud estaba en pleno auge en Estados Unidos, pero había sido prohibida en Francia e Inglaterra. Canadá seguía siendo una colonia británica. La iglesia y los grupos de misioneros imploraban a los africanos que dejasen de exportar a sus hermanos y hermanas y, como alternativa, alentaban a los europeos para que se comprometiesen a un comercio legal con África occidental. ¿Cómo lo llamaban? El «comercio legítimo».

Leí el nombre del pasajero con creciente excitación.

Y el nombre del barco.

Eugénie Nicolet y Abo Gabassa habían hecho el viaje en el mismo barco.

Me levanté para avivar el fuego.

¿Era eso? ¿Había tropezado con un secreto que había permanecido oculto durante ciento cincuenta años? ¿Eugénie Nicolet y Abo Gabassa? ¿Un romance?

Me puse los zapatos, fui hasta la puerta trasera, hice girar el pomo y empujé. La puerta estaba trabada por el hielo acumulado. Apoyé con fuerza la cadera, hice fuerza y la puerta cedió.

La pila de leña estaba helada y me llevó algún tiempo desprender uno de los leños con ayuda de una pala. Cuando finalmente volví a entrar en la casa, temblaba como una hoja y estaba cubierta con delgadas láminas de hielo. Un sonido súbito me dejó paralizada mientras me dirigía hacia el hogar encendido.

El timbre de la puerta principal no suena como los timbres normales, sino que produce una especie de chirrido. Y eso hacía en ese momento, aunque luego el sonido cesó abruptamente, como si alguien hubiese cambiado de idea.

Dejé el leño junto a la chimenea, fui hasta la caja de seguridad y pulsé el botón del vídeo. En la pantalla vi una figura familiar que desaparecía delante de la puerta principal.

Cogí las llaves, corrí hacia el pasillo y abrí la puerta que daba al vestíbulo. La puerta exterior estaba en su sitio. Hice chasquear la lengua y la abrí de par en par.

Daisy Jeannotte estaba tendida sobre los escalones de la entrada.