Capítulo 20

Después de la llamada de Kathryn, ya no fue posible recuperar la atmósfera que habíamos vivido hasta hacía pocos minutos. Aunque Ryan estaba dispuesto a intentarlo, el pensamiento racional había regresado al barco, y yo no estaba de humor. No sólo había perdido la oportunidad de hablar con Kathryn sino que sabía que tendría que vivir con la nueva sensación de la destreza sexual del Detective Polla. Si bien el orgasmo había quedado frustrado, y sin duda hubiese sido bienvenido, sospechaba que el precio ya era demasiado alto.

Le dije a Ryan que se marchara y me metí en la cama. Prescindí de la limpieza de dientes y de mi rutina nocturna. La última imagen que me visitó antes de que el sueño me venciera correspondía a séptimo grado: la hermana Luke hablando acerca del precio del pecado. Suponía que mi travesura con Ryan elevaría ese precio muy por encima del mínimo exigido.

Desperté con la luz del sol y el chillido de las gaviotas, y tuve un inmediato flashback de mi actuación en el sofá la noche anterior. Me encogí debajo de las sábanas, cubriéndome la cara con ambas manos. Me sentía como una adolescente que había rendido sus defensas en el asiento trasero de un Pontiac. «Brennan, ¿en qué estabas pensando?». Pero ésa no era la cuestión. El problema residía en con qué había estado pensando. Edna St. Vincent Millay había escrito un poema sobre eso. ¿Cómo se llamaba? «He nacido mujer y angustiada».

Sam llamó a las ocho para decirme que el caso Murtry estaba en un callejón sin salida. Nadie había visto nada inusual. En las últimas semanas, nadie había visto ninguna embarcación extraña que se acercara o se alejara de la isla. Quería saber si había tenido noticias de Hardaway.

Le dije que no. Sam me comunicó que se marchaba un par de días a Raleigh y quería asegurarse de que yo me haría cargo de todo.

¡Oh, sí!

Me explicó cómo cerrar el barco y dónde debía dejar la llave, y nos despedimos.

Estaba tirando los restos de pizza en el cubo de la basura cuando oí que alguien golpeaba en la entrada de babor. Sabía quién era y decidí ignorarle. Los golpes continuaron, incesantes como la campaña de recolección de fondos para el Ejército de Salvación y, al cabo de unos minutos, ya no pude soportarlo. Levanté la persiana y vi a Ryan exactamente en el mismo lugar que la noche anterior.

—Buenos días. —Traía una bolsa de donuts.

—¿Estás ampliando tus actividades al reparto de comida? —Si se atrevía a hacer una sola insinuación era capaz de cortarle el cuello.

Bajó la escalerilla con una sonrisa en los labios y ofreció sus presentes altos en calorías y bajos en valor alimenticio.

—Irán bien con el café.

Fui a la cocina, serví dos tazas de café recién hecho y añadí un poco de leche al mío.

—Es un día hermoso —dijo. Buscó la caja de leche.

—Mmm.

Cogí un donut cubierto de chocolate y me apoyé en el fregadero. No tenía ninguna intención de volver a sentarme en el sofá.

—Ya he hablado con Baker —dijo.

Esperé.

—Se reunirá con nosotros a las tres.

—A las tres estaré en la carretera.

Elegí otro donut.

—Creo que deberíamos hacer otra visita social —dijo Ryan.

—Sí.

—Tal vez podríamos sorprender a Kathryn a solas.

—Ésa parece ser tu especialidad.

—¿Piensas seguir así todo el día?

—Probablemente cante cuando esté en la carretera.

—Yo no vine aquí con la intención de seducirte.

Ese comentario me molestó aún más.

—¿Quieres decir que no estoy en la misma liga que mi hermana?

—¿Qué?

Bebimos el café en silencio. Luego volví a llenar mi taza y coloqué deliberadamente la jarra en su sitio. Ryan observó mi movimiento. Después se acercó al señor Café y se sirvió una segunda taza.

—¿Crees que Kathryn tiene realmente algo que decirnos? —preguntó.

—Probablemente llamó para invitarme a pastel de atún.

—¿Y ahora quién se está comportando como una pelmaza?

—Gracias por darte cuenta.

Lavé mi taza y la coloqué boca abajo, junto al fregadero.

—Mira, si estás avergonzada por lo que sucedió anoche…

—¿Debería estarlo?

—Por supuesto que no.

—Es un alivio.

—Brennan, no voy a propasarme en la sala de autopsias ni a meterte mano durante una misión de vigilancia. Nuestra relación personal no afectará en modo alguno nuestra conducta profesional.

—Hay pocas posibilidades. Hoy llevo ropa interior.

—Entiendo.

Ryan sonrió.

Fui a popa a recoger mis cosas.

Media hora más tarde habíamos aparcado delante de la granja. Dom Owens estaba sentado en el porche y hablaba con un grupo de gente. A través del tejido de malla que rodeaba el porche, resultaba imposible reconocer otra cosa que no fuera el sexo de los presentes. Los cuatro eran hombres.

Detrás del bungaló blanco, había varias personas trabajando en el jardín, y dos mujeres empujaban a unos niños en los columpios junto a las caravanas, mientras otras lavaban ropa. En el camino de entrada, había aparcada una camioneta azul, pero no había rastros de la camioneta blanca.

Observé detenidamente a las mujeres que columpiaban a los niños. Kathryn no estaba, aunque uno de los pequeños se parecía a Carlie. Una mujer vestida con una falda floreada empujaba al niño atrás y adelante en suaves arcos metronómicos.

Ryan y yo nos acercamos a la puerta y golpeamos. Los hombres dejaron de hablar y se volvieron hacia nosotros.

—¿Puedo ayudarlos? —dijo una voz aguda.

Owens alzó una mano.

—Está bien, Jason.

Se levantó, cruzó el porche y abrió la puerta con alambrera.

—Lo siento, pero creo que no me dijeron sus nombres.

—Soy el detective Ryan. Ella es la doctora Brennan.

Owens sonrió y salió a la galería. Saludé con la cabeza y le estreché la mano. Los hombres del porche estaban en silencio.

—¿Qué puedo hacer hoy por ustedes?

—Aún estamos tratando de determinar dónde estuvieron Heidi Schneider y Brian Gilbert el verano pasado. Usted pensaba preguntarle al grupo durante la hora familiar.

La voz de Ryan era fría y seca.

Owens volvió a sonreír.

—Sesión experimental. Sí, discutimos el caso. Lamentablemente, nadie sabía nada de ninguno de los dos. Lo siento mucho. Me hubiese gustado ayudarlos.

—Nos gustaría hablar con su gente, si es eso posible.

—Lo siento, pero no puedo permitirlo.

—¿Y por qué?

—Nuestros miembros viven en este lugar porque buscan paz y refugio. Muchos de ellos no quieren tener nada que ver con la obscenidad y la violencia de la sociedad moderna. Usted, detective Ryan, representa el mundo que hemos rechazado. No puedo violar su santuario pidiéndoles que hablen con usted.

—Algunos de sus miembros trabajan en la ciudad.

Owens alzó la cabeza y miró al cielo clamando paciencia. Luego miró a Ryan y volvió a sonreír.

—Una de las habilidades que fomentamos es el encapsulamiento. No todos están igualmente dotados, pero algunos de nuestros miembros aprenden a funcionar en el mundo profano y, sin embargo, permanecen encerrados, inmunes a la polución física y moral. —Nuevamente la sonrisa paciente—. Aunque rechazamos el carácter profano de nuestra cultura, señor Ryan, no somos tontos. Sabemos que el hombre no vive sólo de su espíritu. También necesitamos pan.

Mientras Owens hablaba, observé al grupo de mujeres que trabajaba en el jardín. Kathryn no estaba entre ellas.

—¿Todo el mundo es libre de entrar y salir? —pregunté volviéndome hacia Owens.

—Por supuesto. —Se echó a reír—. ¿Cómo podría detenerlos?

—¿Qué pasa si alguien decide irse para siempre?

—Se marchan y no pasa nada.

Se encogió de hombros y extendió las manos.

Por un momento, ninguno de los tres habló. El chirrido de las cadenas de los columpios llegaba desde el patio trasero.

—Pensé que su joven pareja podría haber permanecido con nosotros durante un tiempo, tal vez durante una de mis ausencias —dijo Owens—. Aunque no es muy común, ha pasado alguna vez. Pero me temo que no es el caso. Nadie aquí recuerda haberlos visto.

En ese momento, el pelirrojo de «La casa de la pradera» apareció desde detrás de la casa más pequeña. Al vernos, se detuvo. Luego dio media vuelta y regresó rápidamente en la dirección por la que había llegado.

—Aun así me gustaría hablar con algunos miembros del grupo —dijo Ryan—. Tal vez sepan alguna cosa y consideren que no es importante. Eso sucede muchas veces.

—Señor Ryan, no dejaré que acosen a mi gente. Ya les he preguntado por esa joven pareja, y nadie sabe nada de ellos. ¿Qué más puedo decirle? Mucho me temo que no puedo permitir que altere nuestra rutina.

Ryan levantó la cabeza y chasqueó la lengua.

—Pues mucho me temo que tendrá que hacerlo, Dom.

—¿Y eso por qué?

—Porque no pienso marcharme. Tengo un amigo llamado Baker. Le recuerda, ¿verdad? Y él a su vez tiene amigos que le dan unas cosas llamadas órdenes de registro y citaciones.

Owens y Ryan se miraron fijamente sin hablar. Escuché que los hombres del porche se levantaban de sus asientos y que un perro ladraba en la distancia. Luego Owens sonrió y se aclaró la garganta.

—Jason, por favor, dile a todos que acudan a los salones. —Hablaba con voz grave y tranquila.

Owens se hizo a un lado, y un hombre alto, vestido con un chándal rojo, pasó junto a él y se dirigió a la otra casa. Era blando y obeso, y se parecía ligeramente a Julia Child. Vi que se detenía un momento para acariciar un gato y después continuó su camino hacia el jardín.

—Por favor, pasen —dijo Owens, abriendo la puerta con alambrera.

Le seguimos a la misma habitación en la que habíamos estado el día anterior y nos sentamos en el mismo sillón de junco. La casa estaba silenciosa.

—Si me perdonan, volveré en seguida. ¿Les gustaría beber algo?

Le contestamos que no y abandonó la habitación. Encima de nuestras cabezas un ventilador de techo zumbaba suavemente.

De pronto escuché voces y risas, y el chirrido de la puerta del porche al abrirse. Cuando el rebaño de Owens entró en la habitación, los estudié uno por uno. Ryan hizo lo mismo.

En pocos minutos, la sala estuvo llena y sólo pude llegar a una conclusión: el grupo tenía una apariencia totalmente común. Podría haberse tratado de un grupo de estudio baptista durante la celebración de su merienda campestre anual. Todos reían y hacían bromas, y ninguno parecía sentirse oprimido.

Había bebés, adultos y al menos un septuagenario, pero ningún adolescente y tampoco niños. Hice un cálculo rápido: siete hombres, trece mujeres, tres bebés. Helen había dicho que en la comuna vivían veintiséis personas.

Reconocí al pelirrojo y a la propia Helen. Jason se apoyaba contra una pared. El se encontraba junto al arco de entrada a la habitación y llevaba a Carlie apoyado en la cadera. Me miraba fijamente. Le sonreí, recordando nuestro encuentro de la tarde anterior en Beaufort. La expresión de su rostro permaneció inmutable.

Estudié las otras caras. Kathryn no estaba entre los allí presentes.

Owens regresó y todo el mundo se calló. Nos presentó y explicó al grupo el motivo de nuestra visita a la granja. Los adultos escucharon atentamente y luego se volvieron hacia nosotros. Ryan le dio la fotografía donde aparecían Heidi y Brian al tío de mediana edad que estaba a su izquierda; después resumió el caso, evitando los detalles innecesarios. El hombre miró la foto y la pasó a un compañero. A medida que la foto circulaba yo estudiaba cada rostro, buscando pequeños cambios de expresión que pudieran indicar que conocían a la pareja. Sólo percibí perplejidad y empatia.

Cuando Ryan terminó de hablar, Owens se dirigió nuevamente a sus seguidores para pedirles información sobre la pareja o las llamadas telefónicas. Nadie habló.

—El señor Ryan y la doctora Brennan han pedido permiso para entrevistaros de forma individual. —Owens los miró uno a uno—. Por favor, quiero que os sintáis libres de hablar con ellos. Si tenéis algún pensamiento, por favor, compartidlo con honestidad y compasión. Nosotros no provocamos esta tragedia, pero somos parte del todo cósmico y deberíamos hacer todo aquello que esté a nuestro alcance para poner en orden esta alteración. Hacedlo en nombre de la armonía.

Todos los ojos estaban fijos en él y sentí una extraña intensidad en la habitación.

—Aquellos de vosotros que no podáis hablar no deberíais sentir culpa ni vergüenza. —Dio un par de palmadas—. Ahora. ¡Trabajad y disfrutad! ¡Afirmación holística a través de la responsabilidad colectiva!

«Yo paso», pensé.

Cuando todos se hubieron marchado, Ryan le agradeció lo que había hecho.

—Esto no es Waco, señor Ryan. No tenemos nada que ocultar.

—Esperábamos tener la ocasión de hablar con la joven que conocimos ayer —dije.

Owens me miró un momento.

—¿Una joven?

—Sí. Entró con un bebé en los brazos. Carlie, creo que se llama.

Me miró durante tanto tiempo que pensé que tal vez no lo recordaba. Entonces, Owens sonrió.

—Debe tratarse de Kathryn. Hoy tenía una cita.

—¿Una cita?

—¿Por qué está tan interesada en Kathryn?

—Parece tener la misma edad que Heidi. Pensé que podrían haberse conocido.

Algo me decía que no debía hablar de nuestro encuentro en Beaufort.

—Kathryn no estaba aquí el verano pasado. Se había marchado de visita con sus padres.

—Comprendo. ¿Cuándo volverá?

—No estoy seguro.

La puerta del porche se abrió, y un hombre alto apareció en la entrada de la habitación. Era delgado como un espantapájaros y tenía una línea blanca que le atravesaba la ceja y las pestañas del ojo derecho, lo que le otorgaba un extraño aspecto asimétrico. Me acordaba de él. Durante la reunión había permanecido cerca del pasillo, jugando con uno de los bebés.

Owens levantó un dedo y el espantapájaros asintió y señaló hacia la parte posterior de la casa. Llevaba un voluminoso anillo que parecía fuera de lugar en su dedo largo y huesudo.

—Lo siento pero debo atender unos asuntos —dijo—. Pueden hablar con quien prefieran, pero por favor respeten nuestro deseo de armonía.

Nos acompañó hasta la puerta y extendió la mano. No podía decirse que Owens no fuese un gran estrechador de manos. Dijo que le alegraba que nos hubiésemos personado en la granja y nos deseó suerte. Luego se marchó.

Ryan y yo pasamos el resto de la mañana hablando con los fieles. Se mostraron agradables, cooperativos y totalmente armoniosos. Y no sabían nada, ni siquiera cuál era esa cita que tenía Kathryn aquel día.

A las once y media, no sabíamos nada que no supiéramos cuando llegamos a la granja.

—Vamos a darle las gracias al reverendo —dijo Ryan, sacando un juego de llaves del bolsillo. Colgaban de un gran disco de plástico y no eran las del coche de alquiler.

—¿Por qué diablos vamos a darle las gracias? —pregunté. Tenía hambre y calor, y no veía la hora de largarme de aquel lugar.

—Buenos modales.

Puse los ojos en blanco, pero Ryan ya estaba cruzando el prado. Le observé mientras golpeaba la puerta del porche y hablaba con el tío de la ceja desteñida. Un momento después, apareció Owens. Ryan dijo algo y extendió la mano; como si fuesen marionetas, los tres hombres se agacharon y se levantaron rápidamente. Ryan habló de nuevo, se volvió y regresó al coche.

Después del almuerzo, probamos suerte en unas cuantas farmacias y luego regresamos a las oficinas del gobierno local. Le mostré a Ryan las oficinas del archivo y después cruzamos los terrenos que nos separaban del edificio de la policía. Un hombre negro vestido con una chaqueta de uniforme de presidiario y la cabeza protegida con un sombrero de fieltro estaba cortando el césped con un pequeño tractor; sus rodillas huesudas se proyectaban como las patas de un saltamontes.

—¿Cómo están? —dijo llevándose un dedo al ala del sombrero.

—Bien.

Respiré el aroma a hierba recién cortada y deseé que fuese verdad.

Cuando entramos en su oficina, Baker hablaba por teléfono. Nos hizo un gesto para que nos sentásemos, habló brevemente y colgó el aparato.

—Y bien, ¿cómo les ha ido? —preguntó.

—Nadie sabe nada —dijo Ryan.

—¿Cómo podemos ayudarlos?

Ryan se levantó el costado de la chaqueta, sacó una bolsa de plástico del bolsillo y la dejó sobre la mesa de Baker. En su interior, estaba el disco de plástico rojo.

—Puede examinar esto en busca de huellas.

Baker le miró.

—Lo dejé caer accidentalmente. Owens fue lo bastante amable como para agacharse a levantarlo.

Baker dudó un momento; luego sonrió y sacudió la cabeza.

—Sabe muy bien que probablemente no se pueda utilizar como prueba.

—Lo sé, pero podría decirnos quién es este sujeto.

Baker apartó la bolsa.

—¿Qué más?

—¿Qué me dice de pincharle el teléfono?

—Imposible. No tenemos pruebas suficientes.

—¿Una orden de registro?

—¿Causa probable?

—¿Las llamadas telefónicas?

—No es suficiente.

—Lo imaginaba.

Ryan suspiró y estiró las piernas.

—Entonces, tomaré el camino difícil. Comenzaré por las escrituras y los impuestos para averiguar quién es el propietario del club de campo de Adler Lyons. Comprobaré los servicios públicos y quién paga las facturas. Hablaré con los chicos que reparten el correo; veré si alguno recibe Hustler o pedidos de J. Crew. Investigaré a Owens a través del número de la Seguridad Social, una ex esposa, o cosas por el estilo. Supongo que debe tener permiso de conducción, de modo que esos datos deberían de llevarme a alguna parte. Si el reverendo ha hecho algo ilegal en su vida, le cogeré. Tal vez vigile un tiempo ese lugar, ya sabe, para ver qué coches entran y salen de la granja, y comprobar las matrículas. Espero que no le moleste si me quedó por aquí unos días.

—Señor Ryan, es usted bienvenido a Beaufort todo el tiempo que necesite. Asignaré un detective para que le ayude. Doctora Brennan, ¿cuáles son sus planes?

—Me marcho de Beaufort pronto. Debo preparar unas clases y examinar los casos de Murtry para el señor Colker.

—A Baxter le encantará saberlo. Llamó para decir que al doctor Hardaway le gustaría hablar con usted lo antes posible. De hecho, nos ha llamado tres veces hoy. ¿Quiere usar mi teléfono para hablar con él?

Nadie puede decir que no sé interpretar una indirecta.

—Por favor.

Baker le pidió a Ivy Lee que llamase a Hardaway. Un momento después, sonó el teléfono y levanté el auricular.

El patólogo ya había terminado de hacer todo lo que creía posible. Estaba en condiciones de determinar el género del cadáver del fondo de la tumba, y la raza, que probablemente era blanca. Creía que la víctima había muerto a causa de heridas cortantes, pero el cuerpo estaba demasiado descompuesto para concluir la naturaleza exacta de las mismas.

La tumba era poco profunda, y los insectos habían llegado fácilmente al segundo cadáver, tal vez utilizando el cuerpo superior como conducto. Las heridas abiertas también habían estimulado la colonización. El cráneo y el tórax contenían las colonias de gusanos más extensas que había visto nunca. El rostro no era reconocible y no podía calcular la edad. Pensaba que tal vez podría utilizar algunas huellas.

Detrás de mí, Ryan y Baker hablaban de Dom Owens.

Hardaway continuó con su exposición. El cuerpo superior estaba reducido a huesos en su mayor parte, si bien se conservaban algunos tejidos conectivos. No era mucho lo que podía hacer con ese material y me pidió que me encargara de llevar a cabo un análisis completo.

Le dije que me enviase el cráneo, los huesos de la cadera, las clavículas y los extremos torácicos de las costillas tercera, cuarta y quinta del cuerpo encontrado en el fondo de la tumba. Necesitaría todo el esqueleto del cadáver superior. También le pedí una serie de placas de rayos X de ambas víctimas, una copia de su informe y un juego completo de las fotografías tomadas durante la autopsia.

Por último, le expliqué cómo prefería que fuesen tratados los huesos. Hardaway estaba familiarizado con esa rutina y dijo que ambos grupos de restos y toda la documentación llegarían a mi laboratorio de Charlotte el viernes.

Colgué el auricular y miré el reloj. Si quería acabar con todo el trabajo antes de mi viaje a Oakland para la conferencia, tenía que empezar a moverme de prisa.

Ryan y yo nos dirigimos al aparcamiento, donde yo había dejado mi coche por la mañana. El sol calentaba bastante, y la sombra era muy agradable. Abrí la puerta y apoyé el brazo sobre el borde superior.

—Vayamos a cenar —dijo Ryan.

—Desde luego. Después me pondré un sujetador de esos que usan las bailarinas exóticas y tomaremos fotos para el New York Times.

—Brennan, durante dos días me has tratado como si fuese un chicle pegado en la acera. En realidad, ahora que lo pienso, hace ya un par de semanas que estás mosqueada por algo. De acuerdo, puedo soportarlo.

Me cogió la barbilla con ambas manos y me miró profundamente a los ojos.

—Pero quiero que sepas algo: lo que sucedió anoche no fue sólo un acto químico. Me importas y disfruté de tu compañía. No lamento lo que sucedió en el barco, y no puedo decir que no volveré a intentarlo. Recuérdalo, tal vez yo sea el viento, pero eres tú quien controla la cometa. Conduce con cuidado.

Luego apartó sus manos de mi cara y se alejó hacia su coche. Abrió la puerta del lado del conductor, arrojó la chaqueta en el asiento del acompañante y se volvió hacia mí.

—Por cierto, nunca me dijiste por qué dudas de que las víctimas de Murtry fueran traficantes de drogas.

Por un momento, sólo pude mirarle. Quería quedarme, pero también quería estar a continentes de distancia de él. Luego mi mente volvió a la realidad.

—¿Qué?

—Los cadáveres que aparecieron en la isla. ¿Por qué cuestionas la teoría de los traficantes de drogas?

—Porque las dos víctimas son chicas.