Capítulo 7

Ryan no fue el único al que atrapó un sentimiento de aversión. Yo había visto niños maltratados y muertos de hambre. Los había visto después de que fueran golpeados, violados, asfixiados, sacudidos violentamente hasta morir, pero jamás en mi vida había visto nada parecido a lo que alguien les había hecho a esos dos niños pequeños encontrados en un cobertizo de St. Jovite.

Otros también habían recibido una llamada la noche anterior. Cuando llegué, a las ocho y cuarto, varias camionetas de la prensa habían ocupado sus posiciones fuera del edificio de la SQ; los cristales de las ventanillas se veían empañados y el humo salía de los tubos de escape.

A pesar de que una jornada laboral comienza normalmente a las ocho treinta, la actividad era evidente en la sala de autopsias más grande. Bertrand ya estaba allí, junto a otro numeroso grupo de detectives de la SQ y un fotógrafo de la Section d’Identité Judiciaire, la SIJ. Ryan aún no había llegado.

El examen externo estaba en marcha y sobre un escritorio se veía un grupo de instantáneas tomadas con una Polaroid. Habían llevado el cuerpo a rayos X y, cuando entré, LaManche estaba garabateando unas notas. Dejó de escribir y alzó la vista.

—Temperance, me alegro de verla. Necesitaré ayuda para establecer la edad de los pequeños.

Asentí.

—Es posible que haya una herramienta… —buscó la palabra más adecuada con la tensión dibujada en su rostro alargado de sabueso— inusual implicada en el caso.

Volví a asentir y fui a cambiarme. Ryan sonrió y me saludó cuando nos encontramos en el corredor. Tenía los ojos lacrimosos y las mejillas y la nariz rojas, como si hubiese recorrido a pie una considerable distancia en el intenso frío de la mañana.

Una vez en el vestuario traté de prepararme para lo que me esperaba. Un par de bebés asesinados ya era una situación bastante espantosa. ¿Qué había querido decir LaManche con «una herramienta inusual»?

Los casos en los que hay niños implicados siempre son muy difíciles para mí. Cuando mi hija era pequeña, después de cada asesinato de un niño debía combatir la urgencia de atar a Katy a mí con una correa para no perderla de vista.

Ahora Katy es una mujer, pero aún siento pánico ante las imágenes de niños muertos. De todas las víctimas posibles, son las más vulnerables, las más confiadas y las más inocentes. Sufro un intenso dolor cada vez que uno de ellos ingresa en el depósito de cadáveres. La inapelable realidad del ser humano muerto me mira directamente a los ojos. Y la piedad proporciona un consuelo muy escaso.

Regresé a la sala de autopsias pensando que estaba preparada para iniciar mi trabajo. Entonces vi aquel diminuto cuerpo sobre la dura superficie de acero inoxidable.

Parecía una muñeca; ésa fue mi primera impresión. Parecía una muñeca de látex de tamaño natural que había encanecido con la edad. Cuando era pequeña tenía una, una recién nacida de color rosa y que olía a caucho dulce. Recuerdo que la alimentaba a través de un orificio pequeño y redondo que tenía entre los labios y le cambiaba el pañal cuando el agua lo mojaba.

Pero en ese momento no se trataba de un juguete. El bebé yacía sobre el vientre, con los brazos a los lados y los dedos curvados contra las palmas diminutas. Las nalgas estaban aplastadas y unas cintas blancas atravesaban el color púrpura de la espalda. La pequeña cabeza había sido cubierta por una gorra roja colocada del revés. Estaba desnudo, salvo por un brazalete de diminutos cubos de plástico alrededor de la muñeca. Tenía dos heridas cerca del omóplato izquierdo.

En la mesa adyacente había un pelele, y unos camiones rojos y azules sonreían desde la franela. Extendidos a su lado había un pañal sucio, una camiseta interior de algodón con broches de presión en la entrepierna, un jersey de mangas largas y un par de calcetines blancos. Todo estaba manchado de sangre.

LaManche comenzó a hablar en francés junto a la grabadora.

—Bebé de race blanche, bien développé et bien nourri…

«Bien desarrollado y bien alimentado pero muerto», pensé sintiendo que la cólera crecía en mi interior.

—Le corps est bien préservé, avec une légère macération épidermique…

Miré el pequeño cadáver. Sí, estaba bien conservado; sólo se veía un ligero desprendimiento de la piel en las manos.

—Supongo que no tendremos que buscar heridas defensivas.

Bertrand había entrado en la sala y estaba a mi lado. No respondí. No estaba de humor para chistes de morgue.

—Hay otro en la nevera —continuó.

—Eso es lo que nos han dicho —contesté secamente.

—Sí, pero, por Dios, son apenas unos bebés.

Le miré a los ojos y sentí una punzada de culpa. Bertrand no trataba de ser gracioso. Parecía como si su propio hijo hubiese muerto.

—Bebés. Alguien los maltrató y luego los ocultó en un sótano. Eso es casi tan horrible como que te disparen desde un coche en la puerta de tu casa. Es probable que ese cabrón conociera a los crios.

—¿Por qué lo dice?

—Tiene sentido: dos niños y dos adultos que probablemente sean los padres. Alguien se cargó a toda la familia.

—¿Y quemó la casa para cubrirse las espaldas?

—Es posible.

—Podría ser un desconocido.

—Podría ser, pero lo dudo. Espere. Ya lo verá.

Volvió a observar el procedimiento de la autopsia con las manos firmemente enlazadas a la espalda.

LaManche dejó el dictado y le dijo algo a la técnica de autopsias. Lisa cogió una cinta de medir del mostrador de acero inoxidable y la extendió para medir el largo del cuerpo de la criatura.

—Cinquante-huit centimètres.

Cincuenta y ocho centímetros.

Ryan observaba desde el otro lado de la sala. Tenía los brazos cruzados, y el pulgar derecho arañaba la lanilla de la chaqueta sobre el bíceps izquierdo. De vez en cuando, tensaba la mandíbula, y la nuez de Adán subía y bajaba.

Lisa pasó la cinta alrededor de la cabeza, el pecho y el abdomen del bebé, y fue diciendo en voz alta las medidas. Luego alzó el cuerpo y lo colocó en una balanza colgante. En circunstancias normales, ese artilugio se emplea para pesar órganos. El platillo osciló ligeramente, y Lisa colocó una mano para estabilizarlo. La imagen era desoladora. Un bebé sin vida en una cuna de acero inoxidable.

—Seis kilos.

El niño había muerto pesando sólo seis kilos. LaManche apuntó ese peso, y Lisa retiró el pequeño cadáver y volvió a tenderlo sobre la mesa de autopsias. Cuando ella retrocedió, el aliento se me heló en la garganta. Miré a Bertrand, pero tenía los ojos clavados en sus zapatos.

En vida, ese pequeño cuerpo había sido un chico. En ese momento, yacía sobre la espalda, las piernas y los pies dislocados a la altura de las articulaciones. Los ojos eran grandes y redondos, y los iris estaban nublados por un color gris ahumado. La cabeza había caído hacia un lado y la mejilla descansaba contra la clavícula izquierda.

Debajo de la mejilla, el pecho presentaba un agujero del tamaño de mi puño aproximadamente. La herida tenía los bordes dentados y un anillo púrpura oscuro rodeaba todo el contorno. La cavidad estaba rodeada a su vez por un sinnúmero de cortes en forma de estrella y de uno a dos centímetros de longitud. Algunos eran profundos; otros, superficiales. En algunas zonas, un corte cruzaba otro, lo que formaba dibujos en L o V.

Me llevé la mano al pecho en un acto reflejo y sentí que se me endurecía el estómago. Me volví hacia Bertrand, incapaz de articular palabra.

—¿Puede creerlo? —dijo desconsoladamente—. El cabrón le arrancó el corazón.

—¿No lo han encontrado?

Negó con la cabeza.

Tragué con dificultad.

—¿El otro bebé?

Repitió el gesto.

—Justo cuando comienzas a pensar que ya lo has visto todo, te das cuenta de que no es así.

—¡Dios mío!

Un intenso frío me recorrió todo el cuerpo. Esperaba con anhelo verificar que los niños habían sido mutilados una vez que estuvieron inconscientes.

Miré a Ryan. Contemplaba la escena que se desarrollaba en la mesa y su rostro no mostraba ninguna expresión.

—¿Qué me dice de los adultos?

Bertrand sacudió la cabeza.

—Todo parece indicar que fueron apuñalados repetidas veces y les cortaron el cuello, pero nadie se llevó sus órganos.

La voz de LaManche continuó desgranando datos y describiendo la apariencia externa de las heridas. No tenía necesidad de oír lo que decía. Sabía perfectamente lo que significaba la presencia de un hematoma. El tejido sólo se magulla cuando la sangre está circulando por el cuerpo. El bebé estaba vivo cuando se produjeron los cortes.

Cerré los ojos y luché contra la necesidad urgente de abandonar aquella sala. «Contrólate, Brennan. Haz tu trabajo».

Me acerqué a la otra mesa para examinar la ropa. Todo era tan pequeño, tan familiar. Miré el pelele con sus pies incorporados y las mangas y el cuello suaves y cubiertos de lanilla. Katy había usado docenas de ellos. Recordaba haber abierto y cerrado los broches para cambiarle el pañal mientras lanzaba patadas con sus pequeñas piernas regordetas. ¿Cómo se llamaban esas cosas? Tenían un nombre específico. Intenté recordarlo, pero mi mente se negaba a hacerlo. Tal vez me estaba protegiendo, instándome a que dejara de personalizar y volviera a concentrarme en mi trabajo antes de echarme a llorar o de que me quedara simplemente paralizada.

La mayor parte de la hemorragia se había producido mientras el bebé yacía apoyado sobre su costado izquierdo. El hombro y la manga derechos del pelele estaban salpicados, pero la sangre había empapado el lado izquierdo, oscureciendo la franela de rojo y marrón. La camiseta interior y el jersey presentaban las mismas manchas.

—Tres capas —dije a nadie en particular—. Y calcetines.

Bertrand se acercó a la mesa.

—Alguien se ocupó de que el niño estuviese abrigado.

—Sí, supongo que así fue —convino Bertrand.

Ryan se reunió con nosotros mientras inspeccionábamos la ropa. Cada prenda mostraba un agujero dentado, rodeado de una estrella de pequeñas heridas, lo que reproducía las heridas que presentaba el pecho del bebé. Ryan habló primero.

—El pequeño estaba vestido.

—Sí —dijo Bertrand—. Supongo que la ropa no era un impedimento para su perverso ritual.

No dije nada.

—Temperance —dijo LaManche—, por favor, busque una lupa y acérquese. He encontrado algo.

Nos reunimos en torno al patólogo, y LaManche señaló una pequeña zona descolorida hacia la izquierda y debajo del orificio en el pecho del niño. Cuando le alcancé la lupa, se inclinó, estudió la contusión y me devolvió la lente de aumento.

Cuando me tocó el turno de examinar la zona señalada, me quedé perpleja. La mancha no mostraba las vetas desorganizadas que caracterizan una contusión normal. Bajo la lente de aumento podía apreciar un dibujo definido en la carne del bebé: un rasgo central cruciforme, con un lazo en uno de los extremos, como si fuese una cruz de Malta o una cruz egipcia, la misma que utilizaban los hippies como símbolo de vida. La figura estaba perfilada por un borde rectangular almenado. Le pasé la lupa a Ryan y miré interrogativamente a LaManche.

—Temperance, no hay duda de que se trata de una herida que responde a alguna clase de dibujo o modelo. Esta zona de tejido debe ser conservada. El doctor Bergeron no se encuentra hoy aquí, de modo que le agradecería su colaboración.

Marc Bergeron, odontólogo del LML, había desarrollado una técnica innovadora para levantar y fijar heridas en el tejido blando. Inicialmente tenía por objeto levantar las marcas de mordeduras de los cuerpos de víctimas de agresiones sexuales. Pero el método también había demostrado ser muy útil para cortar y preservar tatuajes y heridas dibujadas en la piel. Había visto a Marc hacerlo en cientos de casos y le había asistido en muchos de ellos.

Fui a buscar la caja con el instrumental de Bergeron, que estaba en un armario en la primera sala de autopsias. Cuando regresé extendí los instrumentos sobre un carrito de acero inoxidable y me puse los guantes de látex. El fotógrafo ya había acabado su tarea, y LaManche estaba preparado. Me indicó con la cabeza que podía comenzar. Ryan y Bertrand miraban sin perderse detalle.

En primer lugar, metí en un frasco de cristal cinco cucharadas pequeñas de un polvo rosado que saqué de una botella de plástico; luego añadí veinte centímetros cúbicos de un líquido incoloro monómero. Agité el frasco y, un minuto después, la mezcla se espesó hasta convertirse en una especie de arcilla rosada para modelar. Formé un anillo con la pasta, lo coloqué sobre el pecho del pequeño y rodeé completamente la contusión. Extendí el acrílico, que estaba caliente, con los dedos.

Para acelerar el proceso de endurecimiento, cubrí el anillo con un paño húmedo y esperé. En menos de diez minutos, el acrílico se había secado. Busqué un tubo de goteo y comencé a humedecer los bordes del anillo con un líquido incoloro.

—¿Qué es eso? —preguntó Ryan.

—Cianocrilato.

—Huele a pegamento.

—Lo es.

Cuando calculé que el pegamento estaba seco, lo comprobé aplastando con suavidad el anillo de pasta. Unos cuantos golpecitos más, unos minutos más de espera y el anillo quedó firmemente adherido. Entonces apunté en él la fecha, los números del caso y del depósito de cadáveres, e indiqué las zonas superior, inferior, derecha e izquierda con respecto al pecho del bebé.

—Ya está —dije, y me aparté de la mesa.

LaManche utilizó un escalpelo para cortar la piel exterior del donut acrílico; penetró profundamente para incluir el tejido adiposo interno. Cuando finalmente el anillo se despegó del cuerpo llevaba adherida la piel de la contusión, como si fuese una pintura en miniatura limitada por un marco circular rosado. LaManche metió la muestra de tejido en el frasco de líquido incoloro que yo había preparado previamente.

—¿Qué es eso? —preguntó nuevamente Ryan.

—Una solución de formalina rebajada al diez por ciento. El tejido quedará fijado en un lapso de entre diez y doce horas. El anillo asegurará que no se produzca ninguna distorsión, de modo que más tarde, si encontramos una arma, estaremos en condiciones de compararla con la herida para ver si ambos dibujos coinciden. Y, naturalmente, tendremos las fotografías.

—¿Por qué no usar sólo las fotos?

—Este procedimiento nos permite hacer transiluminación si es necesario.

—¿Transiluminación?

En realidad yo no estaba con ánimos para dictar un seminario científico, de manera que lo expliqué de un modo sencillo y comprensible.

—Se puede enfocar una luz a través del tejido para ver lo que pasa debajo de la piel. A menudo se descubren algunos detalles que no son visibles en la superficie.

—¿Qué cree que provocó esta clase de herida? —preguntó Bertrand.

—No lo sé —dije mientras cerraba el frasco herméticamente y se lo entregaba a Lisa.

Al girarme sentí una enorme tristeza y no pude resistir la tentación de alzar la pequeña mano del bebé, blanda y fría entre mis dedos. Hice girar los cubos diminutos que rodeaban la muñeca: «M-a-t-h-i-a-s».

«Lo siento mucho, Mathias».

Alcé la vista y sorprendí a LaManche observándome. Sus ojos parecían reflejar la misma desesperación que yo sentía en aquel momento. Me aparté y él comenzó el examen interno del cadáver. LaManche extraería y enviaría a la planta superior los extremos de todos los huesos cortados por el asesino, pero yo no me sentía nada optimista. Aunque nunca había buscado marcas de herramientas en víctimas de esa edad, sospechaba que las costillas de un bebé eran demasiado finas como para conservar detalles.

Me quité los guantes de látex y me volví hacia Ryan cuando Lisa practicó una incisión en forma de Y en el pecho del bebé.

—¿Están aquí las fotos de la escena del crimen?

—Sólo las copias.

Me entregó un gran sobre marrón que contenía un juego de fotos Polaroid. Las llevé al escritorio que había en una esquina de la habitación.

La primera foto mostraba la construcción exterior más grande que formaba parte de la casa de St. Jovite. El estilo era similar al de la casa principal: alpino. La foto siguiente había sido tomada en el interior, desde la parte superior de una escalera y mirando hacia abajo. El pasadizo era oscuro y estrecho, con paredes a ambos lados, barandillas de madera en los muros y trastos amontonados en los extremos de cada escalón.

Había varias fotografías de un sótano tomadas desde diferentes ángulos. La habitación estaba mal iluminada, y la única luz se filtraba a través de unas pequeñas ventanas rectangulares próximas al techo. El suelo era de linóleo y las paredes de pino nudoso. Había tinas de lavar, un calentador de agua caliente y más trastos.

Varias fotos mostraban el calentador en primer plano y luego el espacio que había entre éste y la pared. El rincón estaba lleno de lo que aparentemente eran alfombras viejas y bolsas de plástico. El resto de las fotos mostraba esos objetos alineados sobre el linóleo; primero cerrados y luego extendidos para exponer el contenido.

Los adultos habían sido envueltos en grandes trozos de plástico transparente; después, habían sido enrollados en alfombras y colocados detrás del calentador. Los cuerpos mostraban la piel desgarrada y el abdomen abultado, pero estaban bien conservados.

Ryan se acercó a mí.

—El calentador debía de estar apagado —dije pasándole la foto—. De otro modo, el calor hubiese provocado un mayor grado de descomposición en los cuerpos.

—No creemos que utilizaran esa construcción.

—¿Por qué?

Se encogió de hombros.

Volví a examinar las fotografías.

El hombre y la mujer estaban vestidos, aunque descalzos. Alguien les había cortado el cuello, y la sangre había empapado sus ropas y había manchado las mortajas de plástico. El hombre yacía con una mano echada hacia atrás y presentaba profundas heridas en la palma. Eran heridas producidas mientras se defendía. Había tratado de salvar su vida, o la de su familia.

¡Oh, Dios! Cerré los ojos un instante.

Con los bebés, el envoltorio había resultado mucho más sencillo. Los habían envuelto en plásticos, colocado en bolsas de basura y luego habían sido apilados encima de los adultos.

Miré las manos pequeñas y los hoyuelos en los nudillos. Bertrand tenía razón: en los bebés no habría ninguna herida que mostrase una acción defensiva. La ira y el dolor se mezclaron dentro de mí.

—Quiero a ese hijo de puta. —Miré a Ryan fijamente a los ojos.

—Sí.

—Quiero cogerle, Ryan. Hablo en serio. Quiero a ese cabrón antes de que veamos otro bebé destripado. ¿Cuál es el bien que podemos hacer si no somos capaces de detener esta carnicería?

Los ojos azul eléctrico me devolvieron la mirada.

—Le cogeremos, Brennan. De eso no hay duda.

Pasé el resto del día viajando en el ascensor entre mi oficina y las salas de autopsias. Llevaría al menos dos días completarlas, ya que LaManche se encargaba de las cuatro víctimas. Se trata de un procedimiento habitual en los casos de asesinatos múltiples. El hecho de que intervenga un único patólogo da coherencia al caso y asegura la consistencia del testimonio si llega a juicio.

Cuando eché un vistazo a uno de los relojes, Mathias había sido trasladado nuevamente al congelador del depósito de cadáveres y se estaba llevando a cabo la autopsia del segundo bebé. Se repetía la escena que habíamos representado aquella misma mañana. Los actores eran los mismos, al igual que el decorado. La víctima también parecía la misma, pero llevaba un brazalete en el que podía leerse «M-a-l-a-c-h-y».

Hacia las cuatro treinta, el vientre de Malachy había sido cerrado, se había repuesto el casquete craneal y el rostro estaba en su sitio. Salvo por las incisiones en forma de Y y la mutilación sufrida en el pecho, los bebés estaban listos para ser enterrados. Hasta ese momento no teníamos ni la menor idea de dónde tendría lugar, o de quién se encargaría de hacerlo.

Ryan y Bertrand también habían pasado el día en idas y venidas. Se habían tomado huellas de los pies de ambos bebés, pero las manchas borrosas que aparecen en los registros de nacimiento de los hospitales son absolutamente ininteligibles, y Ryan no se mostraba muy optimista en cuanto a conseguir una identificación positiva.

Los huesos de la mano y la muñeca representan más del veinticinco por ciento del esqueleto. Un adulto posee veintisiete en cada mano, pero un bebé tiene muchos menos; depende de la edad. Examiné las muestras de rayos X para comprobar qué huesos estaban presentes y qué grado de desarrollo habían alcanzado. Según mis cálculos, Mathias y Malachy tenían alrededor de cuatro meses cuando los asesinaron.

Esa información fue transmitida a los medios de comunicación, pero, aparte de los chiflados habituales, la respuesta fue escasa. Nuestra mayor esperanza radicaba en los dos cadáveres adultos que en ese momento aguardaban en el congelador del depósito. Estábamos razonablemente seguros de que cuando se conocieran las identidades del hombre y la mujer, las de los niños no tardaría en desvelarse. Por el momento, los niños eran Bebé Malachy y Bebé Mathias.