Capítulo 32

Estoy mirando la vieja iglesia. Es invierno y los árboles están desnudos. Aunque el cielo tiene un color plomizo, las ramas proyectan sombras como telas de araña que se arrastran sobre la gastada piedra gris de los muros. El aire huele a nieve próxima y el silencio que precede a la tormenta crece a mi alrededor. A la distancia alcanzo a divisar un lago completamente helado.

Una puerta se abre y una figura se recorta contra la luz suave y amarilla de una lámpara. Parece dudar por un momento, luego echa a andar hacia mí, con la cabeza gacha a causa del viento. La figura se acerca y veo que es una mujer. Lleva la cabeza cubierta con un velo y cubre su cuerpo con un largo vestido negro.

Cuando la mujer se encuentra a pocos metros, comienzan a caer los primeros copos de nieve. Lleva una vela y me doy cuenta de que camina encorvada para proteger la llama. Me pregunto cómo consigue que no se apague.

La mujer se detiene y me hace señas con la cabeza. El velo está salpicado de copos. Hago un esfuerzo por reconocer su rostro, pero no logro enfocarlo, como si fuesen guijarros en el fondo de un estanque profundo.

La mujer se vuelve, y yo la sigo.

La mujer se aleja cada vez más. Comienzo a sentir miedo y me apresuro para alcanzarla, pero mi cuerpo no responde. Las piernas me pesan terriblemente y no puedo caminar más de prisa. Veo que la mujer desaparece a través de la puerta. La llamo, pero no se escucha ningún sonido.

Luego me encuentro en el interior de la iglesia, y todo está en penumbra. Las paredes son de piedra y el suelo está cubierto de suciedad. Encima de mi cabeza unas enormes ventanas cinceladas se pierden en la oscuridad. A través de ellas, veo diminutos copos que flotan en el aire como volutas de humo.

No puedo recordar por qué he venido a la iglesia. Me siento culpable porque sé que se trata de algo importante. Alguien me ha enviado, pero no puedo recordar quién ha sido.

Mientras camino a través de la penumbra bajo la vista y descubro que estoy descalza. Me siento avergonzada porque no sé dónde he dejado los zapatos. Quiero marcharme, pero no conozco el camino. Siento que si abandono mi tarea no seré capaz de salir de aquel lugar.

Oigo unas voces apagadas y me giro en esa dirección. Hay algo en el suelo, pero es oscuro; un espejismo que no soy capaz de identificar. Me acerco y las sombras se convierten en objetos separados.

Un círculo de bultos envueltos. Los miro fijamente. Son demasiado pequeños para ser cuerpos, pero tienen forma de cuerpos.

Me dirijo a uno de ellos y desato uno de los extremos. Se oye un zumbido apagado. Retiro la tela y las moscas se alzan a centenares y flotan hacia la ventana. El cristal está escarchado por el vapor y observo cómo los insectos se enjambran contra él; sé que cometen un error.

Mis ojos vuelven a posarse en aquel bulto que descansa en el suelo. No me doy prisa porque sé que no es un cadáver. A los muertos no se les envuelve ni dispone de esa manera.

Pero lo es. Y reconozco la cara. Amalie Provencher me mira y sus rasgos son una caricatura en distintos tonos de gris.

Sin embargo, no puedo apresurarme. Me muevo de uno a otro bulto, desligo la tela y envío decenas de moscas volando hacia las sombras que me rodean. Los rostros son blancos, los ojos están fijos, pero no los reconozco; excepto a uno de ellos.

El tamaño me lo dice antes de que abra la mortaja. Es mucho más pequeño que los otros. No quiero mirar, pero es imposible detenerse.

¡No! Trato de negarlo pero no funciona.

Carlie yace sobre su estómago, con las manos dobladas en dos puños orientados hacia arriba.

Luego veo otros dos, diminutos, uno junto al otro en el círculo.

Vuelvo a gritar, pero esa vez tampoco se oye ningún sonido.

Una mano se cierra alrededor de mi brazo. Alzo la vista y veo a mi guía. La mujer ha cambiado, o sólo resulta más claramente visible.

Es una monja. Tiene el hábito deshilachado y cubierto de moho. Cuando se mueve oigo el sonido de las cuentas y huelo a tierra húmeda y descompuesta.

Me pongo de pie y veo una piel oscura y cubierta de llagas rojas que supuran. Sé que es Élisabeth Nicolet.

—¿Quién es? —pienso la pregunta, pero ella contesta.

—Toda cubierta por el tejido más oscuro.

No entiendo sus palabras.

—¿Por qué está aquí?

—Soy una renuente novia de Cristo.

Entonces, veo otra figura. Es una mujer y permanece en un segundo plano. La luz mortecina oscurece sus facciones y convierte su pelo en un manchón gris sin brillo. Sus ojos me miran y comienza a hablar, pero las palabras se pierden.

—¡Harry! —grito, pero mi voz es débil.

Harry no me oye. Extiende ambos brazos y mueve la boca, un óvalo negro en el espectro de su rostro.

Vuelvo a gritar, pero no sale ningún sonido.

Harry habla nuevamente y oigo lo que dice, aunque sus palabras parecen llegar desde muy lejos, como voces que arrastra el agua.

—Ayúdame. Me estoy muriendo.

—¡No!

Intento correr, pero las piernas se niegan a moverse.

Harry entra en un corredor que yo no había visto antes. En la entrada hay una inscripción. «Ángel guardián». Harry se convierte en sombra y se funde con la oscuridad.

La llamo pero no se vuelve. Trato de ir hacia ella, pero tengo el cuerpo paralizado. Nada se mueve salvo las lágrimas que corren por mis mejillas.

Mi compañera se transforma. Unas alas oscuras y cubiertas de plumas surgen de su espalda, y el rostro se vuelve pálido y se cubre de arrugas. Los ojos se convierten en dos piedras. Cuando los miro, los iris se vuelven más claros y el color se escurre de cejas y pestañas. Una raya blanca aparece en su pelo y se proyecta hacia atrás; separa un colgajo de cuero cabelludo y lo lanza al aire. El tejido cae al suelo, y las moscas vuelan desde la ventana y se posan sobre el amasijo sanguinolento.

—La orden no debe ser ignorada.

La voz llega desde todas partes y de ninguna.

El paisaje del sueño cambia ahora a los pantanos. Los rayos de sol caen sesgados sobre el musgo negro y las sombras gigantescas bailan entre los árboles. Hace calor y estoy cavando. Transpiro profusamente mientras retiro paladas de tierra del color de la sangre seca y la acumulo formando un montón detrás de mí.

La pala choca contra algo y cavo alrededor de los bordes, que me revelan cuidadosamente una forma enterrada. Veo una piel blanca con coágulos de arcilla roja. Sigo el arco de la espalda. Aparece una mano con uñas largas y rojas. Continúo subiendo por el brazo. Encuentro flecos de una chaqueta vaquera. Todo brilla tenuemente bajo el intenso calor.

Veo el rostro de Harry y grito.

Me senté en la cama con el corazón desbocado y el cuerpo bañado en sudor. Me llevó unos segundos volver a la realidad.

Montreal. Dormitorio. Tormenta de nieve.

La luz seguía encendida, y la habitación estaba en silencio. Comprobé el reloj. Las tres cuarenta y dos.

«Calma. Un sueño es sólo un sueño. Refleja temores y ansiedades; no la realidad».

Entonces, tuve otro pensamiento. La llamada de Ryan. ¿Estaba dormida cuando llamó?

Aparté el edredón y fui a la sala de estar. En el contestador no había ningún mensaje.

Volví al dormitorio y me quité las ropas completamente húmedas. Mientras dejaba caer los pantalones del chándal al suelo vi las marcas de las uñas en las palmas de ambas manos. Me puse unos tejanos y un jersey grueso.

No cabía la posibilidad de que pudiese volverme a dormir, de modo que fui a la cocina y puse agua a calentar. Me sentía intranquila por el sueño que había tenido hacía unos minutos. No quería recordarlo, pero aquella visión había despertado algo en mi mente y necesitaba encontrarle algún sentido a todo aquello. Llevé la taza de té al sofá.

Por regla general, mis sueños no suelen ser maravillosos ni inquietantes o grotescos. Son de dos tipos.

Habitualmente no puedo marcar un número en el teléfono, ver la carretera o coger un avión. Debo presentarme a un examen, pero jamás he asistido a clase. Está chupado: ansiedad.

Aunque con menos frecuencia, el mensaje puede ser más desconcertante. Mi subconsciente selecciona cuidadosamente el material que mi mente consciente ha acumulado y lo convierte en un cuadro surrealista. Y debo interpretar lo que mi psique intenta decirme.

La pesadilla de esa noche era claramente del tipo críptico. Cerré los ojos para ver lo que podía descifrar. Las imágenes volvieron a mi mente como visiones fugaces a través de una cerca de estacas.

El rostro de Amalie Provencher que yo había bosquejado en el ordenador.

Los bebés muertos.

Una Daisy Jeannotte alada. Recordaba las palabras que le había dicho a Ryan. ¿Era Daisy Jeannotte realmente un ángel de la muerte?

La iglesia. Parecía el convento de Lac Memphrémagog. ¿Por qué me enviaba el cerebro esas señales?

Élisabeth Nicolet.

Harry me hacía señas en una clara llamada de socorro y luego desaparecía en un túnel oscuro. Harry, muerta con Birdie. ¿Estaba realmente Harry en un grave peligro?

Una novia renuente. ¿Qué demonios significaba eso? ¿Habían retenido a Élisabeth contra su voluntad? ¿Era ésa una parte de su piadosa verdad?

No tuve tiempo para seguir analizando el sueño porque en ese momento alguien llamó al timbre. «Amigo o enemigo», me pregunté mientras me dirigía hacia el panel de seguridad y levantaba el microteléfono.

La figura alta y desgarbada de Ryan llenó la pantalla. Pulsé el interruptor para que pudiese entrar y lo observé a través de la mirilla mientras avanzaba por el corredor. Parecía un superviviente de la travesía del desierto.

—Pareces agotado.

—Ha sido una noche muy larga y aún estamos haciendo horas extra. Estoy solo, gracias a la maldita tormenta.

Ryan se quitó la nieve de las botas y bajó la cremallera de la parka. Una cascada de hielo cayó al suelo cuando se quitó la gorra tejida. No preguntó por qué estaba vestida a las cuatro de la mañana, y yo tampoco le pregunté por qué se presentaba en mi casa a esa hora.

—Baker ha encontrado a Kathryn. Parece que cambió de idea en el último momento y abandonó a Owens.

—¿Y el bebé?

Mi corazón se aceleró.

—El pequeño está con ella.

—¿Dónde?

—¿Tienes café?

—Sí, claro.

Ryan dejó la gorra sobre la mesilla del recibidor y me siguió hasta la cocina. Me explicó lo que había pasado mientras yo molía los granos de café y llenaba de agua el recipiente de la cafetera.

—Kathryn estuvo escondida con un tío llamado Espinoza. ¿Recuerdas a la vecina que llamó a Servicios Sociales hablándoles de Owens?

—Pensé que la vecina estaba muerta.

—Lo está. Se trata de su hijo. El muchacho es uno de los fieles, pero tiene un empleo y vive carretera abajo en casa de mamá.

—¿Qué hizo Kathryn para recuperar a Carlie?

—El pequeño ya estaba allí. ¿Estás preparada para oír esto? Alguien llevó las furgonetas hasta Charleston mientras el grupo se quedaba en la casa de Espinoza. Estuvieron en la isla todo el tiempo. Entonces, cuando las cosas se enfriaron, se largaron.

—¿Cómo?

—El grupo se separó, y cada uno se marchó por su lado. Algunos fueron recogidos por una embarcación; otros se escondieron en camionetas y maleteros de coches. Parece que Owens dirige una verdadera organización clandestina. Y como perfectos capullos nosotros nos concentramos en las furgonetas.

Le alcancé una taza humeante.

—Se suponía que Kathryn debía marcharse con Espinoza y otro tío, pero le convenció para que se quedaran.

—¿Dónde está el otro tío?

—Espinoza se cerró en banda en cuanto a eso.

—¿Dónde se han ido todos?

Sentía la boca seca y tenía un nudo en la garganta. Conocía la respuesta.

—Creo que están aquí.

No dije nada.

—Kathryn no está segura del lugar adonde se dirigían, pero sabe que tenían que cruzar la frontera. Viajan en grupos de dos o tres y tienen las señas de carreteras que no están patrulladas.

—¿Dónde?

—Cree que escuchó decir algo sobre Vermont. Hemos alertado al INS y a la patrulla de autopistas, pero probablemente sea demasiado tarde. Han dispuesto de tres días al menos y Canadá no es exactamente Libia en lo que a medidas de seguridad se refiere.

Ryan bebió unos tragos de café caliente.

—Kathryn dice que no prestó demasiada atención porque nunca pensó que el grupo realmente se marcharía. Pero hay algo de lo que está segura: cuando encuentren a ese ángel guardián, todos morirán.

Comencé a pasar el paño por el mármol de la encimera aunque estaba limpio.

Los dos permanecimos en silencio durante unos minutos.

—¿Has tenido alguna noticia de tu hermana? —preguntó.

Mi estómago volvió a convertirse en una piedra.

—No.

Cuando volvió a hablar, el tono de su voz se había suavizado.

—Los muchachos de Baker encontraron algo en el complejo de Saint Helena.

—¿Qué?

El miedo me atravesó como un relámpago.

—Una carta para Owens. En ella, alguien llamado Daniel habla sobre Inner Life Empowerment. —Sentí una mano sobre el hombro—. Aparentemente esa organización era una tapadera, o bien los seguidores de Owens se infiltraron en los cursillos. Esa parte no está del todo clara, pero lo que sí está claro es que utilizaron la Inner Life Empowerment para reclutar gente.

—¡Oh, Dios mío!

—La carta lleva fecha de hace dos meses aproximadamente, pero no hay nada que indique de dónde llegó. El texto es vago, pero parece que había que cumplir con una especie de cupo, y ese tal Daniel se comprometía a hacerlo.

—¿Cómo? —Apenas sí podía hablar.

—No lo dice. No hay nada más que haga referencia a esa organización. Sólo la carta.

—¡Tienen a Harry! —dije con los labios temblorosos—. ¡Tengo que encontrarla!

—La encontraremos.

Le hablé de la llamada de Kit.

—Mierda.

—¿Cómo es posible que esta gente permanezca invisible durante años, y cuando descubrimos la piedra debajo de la que se ocultan, entonces se desvanecen?

No podía dejar de temblar.

Ryan se liberó de la taza y me hizo girar, apoyando las manos sobre mis hombros. Yo apretaba la esponja de la vajilla con tanta fuerza que se escuchaba un pequeño siseo.

—No hay rastros porque esta gente dispone de una enorme fuente de recursos clandestina. Sólo trabajan en metálico, pero no parece que estén implicados en nada ilegal.

—¡Excepto el asesinato!

Quería moverme, pero Ryan me sostenía con firmeza.

—Lo que estoy diciendo es que a estos cabrones no los podremos detener por tráfico de drogas, o robo, o estafas con tarjetas de crédito. No hay rastros del dinero y ninguna prueba de que hayan cometido ningún crimen, y es allí donde habitualmente encontramos algo. —Su mirada era dura—. Pero la han cagado al meterse en mi terreno y te prometo que voy a coger a esos fanáticos hijos de puta.

Me liberé de sus manos y arrojé la esponja a través de la cocina.

—¿Qué dijo Jeannotte?

—Intenté localizarla en su despacho y luego me aposté delante de su casa. Pero no asomó la nariz por ninguno de esos lugares. No olvides que estoy trabajando solo en este caso, Brennan. Esta jodida tormenta ha cerrado la provincia.

—¿Qué pudiste averiguar acerca de Jennifer Cannon y Amalie Provencher?

—La universidad sigue dando largas con esa mierda de la intimidad de los estudiantes. No piensan entregar ningún papel a menos que haya una orden judicial de por medio.

Era suficiente. Pasé junto a él y fui al dormitorio. Me estaba poniendo un par de medias de lana cuando apareció en el vano de la puerta.

—¿Dónde crees que vas?

—Voy a buscar algunas respuestas de Anna Goyette y luego trataré de encontrar a mi hermana.

—Vaya, la mujer exploradora. Ahí fuera hay un manto de hielo polar.

—Me las arreglaré.

—¿En un Mazda de hace cinco años?

Las manos me temblaban de tal modo que no podía colocar los cordones de las botas. Me detuve un momento, deshice el nudo y luego pasé con cuidado los cordones a través de los pequeños dientes metálicos. Repetí la operación con la otra bota, me puse de pie y me volví hacia Ryan.

—No pienso quedarme aquí sentada y permitir que esos fanáticos asesinen a mi hermana. Tal vez estén todos consumidos por esa obsesión suicida, pero no se llevarán a Harry con ellos. Pienso encontrarla, Ryan, contigo o sin ti. ¡Y pienso hacerlo ahora!

Durante un minuto se limitó a mirarme. Luego respiró profundamente, expulsó el aire por la nariz y abrió la boca para decir algo.

Fue entonces cuando las luces parpadearon, luego quedaron opacas y finalmente se apagaron.