Capítulo 2

Habiendo vivido en el sur durante toda mi vida adulta, nunca puede hacer demasiado calor para mí. Me encantan la playa en agosto, los bañadores, los ventiladores de techo, el olor del pelo transpirado de los niños, el sonido de los insectos contra las alambreras de las ventanas. Aun así, paso mis veranos y las vacaciones escolares en Quebec. Durante el año académico acostumbro a volar desde Charlotte, en Carolina del Norte, donde trabajo en la Facultad de Antropología, a Montreal para trabajar en el Laboratorio de Medicina Legal. Se trata de una distancia de aproximadamente dos mil kilómetros, proa al norte. Cuando es pleno invierno, a menudo mantengo algunas conversaciones conmigo misma antes de bajar del avión. «Hará frío —me recuerdo—. Hará mucho frío, pero llevarás la ropa adecuada y estarás preparada. Sí, estaré preparada». Nunca lo estoy. Siempre sufro una pequeña conmoción al abandonar la terminal del aeropuerto y respirar esa primera y sorprendente bocanada de aire.

A las seis de la mañana del décimo día de marzo, el termómetro del patio marcaba dos grados Fahrenheit, diecisiete grados bajo cero en la escala Celsius. Me había puesto todo lo que había podido: ropa interior hasta los tobillos, tejanos, dos jerséis, botas de excursionista y calcetines de lana. Dentro de los calcetines llevaba un reluciente forro aislante, cuyo fin era mantener tostados los pies de los astronautas con destino a Plutón. De hecho, vestía la misma combinación provocativa del día anterior; probablemente, me mantendría igual de caliente. Cuando LaManche hizo sonar la bocina de su coche cerré la cremallera de la parka, me puse la gorra y los guantes de esquiar, y salí disparada del vestíbulo. La misión de ese día no me entusiasmaba en absoluto, pero no quería hacer que esperara. Y, además, me estaba muriendo de calor con toda aquella ropa.

Pensé que me encontraría con el clásico sedán oscuro, pero LaManche agitó la mano a modo de saludo desde lo que probablemente podría denominarse un utilitario deportivo: rojo brillante, transmisión a las cuatro ruedas, rayas propias de un coche de carreras.

—Bonito coche —dije mientras subía y me acomodaba en el asiento del acompañante.

—Merci.

Hizo un gesto hacia un portabotes colocado en el centro del salpicadero. Contenía dos vasos de plástico y una bolsa de donuts. «Dios te bendiga». Me decidí por uno de manzana.

Mientras nos dirigíamos hacia St. Jovite, LaManche me contó lo que sabía del caso. Su relato no aportó muchos más detalles de los que me había dado a las tres de la mañana. Desde el otro lado de la calle, una pareja de vecinos había visto a los ocupantes de la casa entrar en la vivienda a las nueve de la noche. Después los vecinos se marcharon a visitar a unos amigos y regresaron relativamente tarde. Cuando volvían a casa, aproximadamente a las dos de la mañana, advirtieron un resplandor carretera abajo y luego contemplaron la casa envuelta en llamas. Otra vecina creyó escuchar unas detonaciones cerca de la medianoche, pero no estando segura se volvió a la cama. Es una zona alejada y escasamente poblada. La brigada de bomberos voluntarios llegó a las dos y media, y solicitaron ayuda al ver lo que tenían delante. Dos equipos de bomberos tuvieron que luchar durante tres horas para extinguir el fuego. LaManche había hablado nuevamente con el forense a las cinco cuarenta y cinco. Había dos muertes confirmadas y se preveía encontrar más víctimas. Algunas zonas de la casa aún estaban demasiado calientes, o resultaban excesivamente peligrosas, para continuar la búsqueda. Se sospechaba que el fuego había sido intencionado.

Viajamos hacia el norte en la penumbra que precede al amanecer, hacia las estribaciones de las montañas Lauréntides. LaManche hablaba poco, lo que a mí me parecía bien puesto que no soy una persona madrugadora. Sin embargo, él es un adicto al audio, y las cintas de casete se sucedían sin interrupción: música clásica, pop, incluso C&W; todos temas convertidos en una agradable colección de viaje. Tal vez fuese una música destinada a relajar al oyente, como la que se escucha en los ascensores y las salas de espera, pero a mí me atacaba los nervios.

—¿A qué distancia está St. Jovite? —pregunté mientras optaba por un donut doble de chocolate cubierto con miel.

—Nos llevará un par de horas. St. Jovite se encuentra aproximadamente a veinticinco kilómetros a este lado del monte Tremblant. ¿Ha esquiado allí?

LaManche llevaba una parka hasta las rodillas, de color verde militar y con una capucha forrada en piel. Desde el costado, sólo alcanzaba a divisar la punta de su nariz.

—¡Ajá! Un lugar maravilloso.

Cuando visité el monte Tremblant estuve a punto de congelarme. Era la primera vez que esquiaba en Quebec e iba vestida para las montañas Blue Ridge. En la cima, el viento era lo bastante frío como para congelar el hidrógeno líquido.

—¿Cómo fueron las cosas en Lac Memphrémagog?

—La tumba no estaba donde esperábamos, pero eso tampoco es una novedad. Aparentemente, el cuerpo de la monja fue exhumado y vuelto a enterrar en 1911. Lo extraño es que no haya ningún registro de esa circunstancia. —Y mientras bebía un trago de café tibio, pensé que realmente era muy extraño. En ese momento sonaba un Springsteen instrumental, Born in the USA. Intenté abstraerme de la música—. En cualquier caso, dimos con ella. Sus restos serán enviados hoy al laboratorio.

—Lamento lo de este incendio. Sé que contaba con disponer de una semana libre para concentrarse en el análisis de esos restos.

En Quebec, los inviernos pueden ser lentos para los antropólogos forenses; la temperatura raramente supera los cero grados. Una lámina de hielo cubre ríos y lagos, la tierra se convierte en una piedra dura y la nieve lo entierra todo. Los insectos desaparecen, y una multitud de carroñeros se meten bajo tierra. El resultado es que los cadáveres no se pudren al aire libre. Tampoco se extraen cuerpos que floten en el San Lorenzo, y la gente también se mete en sus madrigueras. Cazadores, excursionistas y domingueros dejan de vagar por bosques y campos, y algunos de los muertos de la estación anterior no son encontrados hasta que la primavera comienza a fundir la capa de hielo. Los casos que me son asignados, los desconocidos que necesitan un nombre, declinan en número entre noviembre y abril.

La excepción la representan los incendios que se producen en las casas. Durante los meses más fríos, el número de estos incendios aumenta notablemente. La mayoría de los cuerpos quemados se llevan al odontólogo y se los identifica a partir de sus fichas dentales. La dirección y su ocupante son generalmente conocidos, de modo que se puede recurrir a los archivos ante mortem para compararlos. Cuando aparecen desconocidos carbonizados, entonces solicitan mis servicios.

También me requieren en situaciones en las que la recuperación de los cuerpos supone una tarea complicada. LaManche estaba en lo cierto. Yo contaba con disponer de una agenda libre durante al menos una semana y no me hacía ninguna ilusión tener que viajar hasta St. Jovite.

—Quizá no habrá necesidad de que intervenga en los análisis. —Un millón de cuerdas comenzaron a interpretar I’m Sitting on Top of the World—. Es probable que tengan todos los datos de la familia.

—Es probable.

Llegamos a St. Jovite en menos de dos horas. Había salido el sol y los rayos pintaban la ciudad y la campiña con los primeros tonos helados de la mañana. Nos desviamos hacia el oeste por una sinuosa carretera secundaria de dos carriles. A los pocos minutos, dos remolques de plataforma pasaron junto a nuestro coche en dirección contraria. Uno llevaba un Honda gris bastante deteriorado; el otro cargaba un Plymouth Voyager rojo.

—Al parecer han incautado los coches —dijo LaManche.

Vi que los vehículos desaparecían del espejo lateral. El monovolumen Plymouth llevaba un portabebés enganchado en el asiento posterior y una pegatina con una cara amarilla y sonriente en el parachoques trasero. Imaginé a un niño en la ventanilla, con la lengua fuera y los dedos metidos en las orejas, haciéndole muecas al mundo. «Ojos saltones», decíamos mi hermana y yo cuando éramos pequeñas. Tal vez aquel niño yacía carbonizado y absolutamente irreconocible en una habitación de la planta alta de la casa a la que pronto llegaríamos.

Pocos minutos después se dibujó ante nuestros ojos lo que estábamos buscando. Coches patrulla, autobombas, camiones de servicio público, unidades móviles de distintos medios de comunicación, ambulancias y coches sin distintivos especiales se alineaban junto a la carretera y a ambos lados de un largo camino particular cubierto de grava.

Los periodistas formaban pequeños grupos: unos hablaban, otros ajustaban sus equipos. Algunos permanecían sentados en sus coches para mantenerse calientes mientras esperaban la historia. Gracias al frío reinante y a lo intempestivo de la hora, el número de curiosos era sorprendentemente escaso. De vez en cuando pasaba un coche, y luego regresaba lentamente para echar otro vistazo. Eran paletos de ida y vuelta. Después llegarían muchos más.

LaManche puso el intermitente y se acercó al camino de entrada a la casa, donde un policía uniformado nos hizo señas para que parásemos. Llevaba una cazadora verde oliva con el cuello de piel negra, mitones verde oscuro y una gorra también verde oliva con las orejeras levantadas. Tenía la nariz y las orejas de color rojo frambuesa y, cuando habló, una nube de vapor salió de su boca. Pensé en decirle que se cubriese las orejas, pero un segundo después me sentí como mi madre y no lo hice. «Es un chico grande. Si sus lóbulos se agrietan ya sabrá cómo arreglárselas».

LaManche exhibió su placa, y el oficial nos indicó que avanzáramos y que aparcásemos detrás del camión azul de recuperación de cadáveres. «Section d’Identité Judiciaire», decía en grandes letras negras. La Unidad de Recuperación en la Escena del Crimen también estaba allí, y supuse que igualmente estarían los chicos que investigan los incendios premeditados.

LaManche y yo nos pusimos las gorras y los guantes, y bajamos del coche. El cielo era ya de un azul celeste y la luz del sol se reflejaba en la nieve fresca de la noche anterior. El aire resultaba tan frío que parecía tener una consistencia cristalina y hacía que todo tuviese una apariencia clara y bien definida. Vehículos, casas, árboles y postes del tendido eléctrico proyectaban sombras oscuras sobre el suelo cubierto de nieve, como si fuesen imágenes de una película muy sensible.

Miré a mi alrededor. Los restos ennegrecidos de una casa, un garaje intacto y una pequeña construcción exterior de uso indefinido formaban, en el extremo del camino de grava, un conjunto fabricado en un estilo alpino, barato y sencillo. Los senderos componían un triángulo en la nieve, uniendo las tres construcciones. Un bosquecillo de pinos circundaba lo que quedaba de la casa principal; las ramas estaban tan cargadas de nieve que los extremos se curvaban hacia abajo. Alcancé a ver una ardilla que correteaba en una rama y luego se refugiaba en la seguridad del tronco. Sus movimientos provocaron una pequeña avalancha de nieve que dejó diminutas marcas en la sábana blanca que se extendía debajo.

La casa tenía un techo empinado de tejas anaranjadas, parcialmente erguido, aunque en ese momento aparecía oscurecido por el fuego y el humo y cubierto de hielo. La parte de la superficie exterior que no había resultado afectada por el fuego estaba revestida de madera de color crema. Las ventanas eran aberturas negras y vacías, los cristales estaban hechos añicos y el borde turquesa se veía quemado o cubierto de hollín.

La mitad izquierda de la casa estaba calcinada y la zona posterior completamente destruida. En el extremo más alejado de la vivienda alcancé a ver las maderas atezadas allí donde alguna vez habían estado unidos las paredes y el techo. De alguna parte de la zona trasera de la casa seguían elevándose delgadas columnas de humo.

La parte frontal había resultado menos dañada. Un porche de madera ocupaba todo el largo de la fachada y pequeños balcones sobresalían de las ventanas superiores. El porche y los balcones habían sido construidos con estacas rosadas, redondeadas en la parte superior y con figuras de corazones recortadas a intervalos regulares.

Miré detrás de mí, a lo largo del camino de entrada a la casa. Al otro lado de la carretera se alzaba un chalet similar al que se había quemado, aunque en la decoración prevalecían el azul y el rojo. Delante de la casa había una pareja, con los brazos cruzados y las manos cubiertas con mitones y escondidas bajo las axilas. Ambos contemplaban la escena en silencio; tenían los ojos entrecerrados a causa del resplandor de la mañana, y los rostros apesadumbrados bajo sendas gorras de caza anaranjadas. Eran los vecinos que habían dado el aviso de que la casa estaba ardiendo. Examiné la carretera. Hasta donde alcanzaba la vista no se veía ninguna otra casa. Quienquiera que hubiese creído oír unas detonaciones apagadas seguramente tenía un oído muy bueno.

LaManche y yo nos dirigimos hacia la casa. Pasamos junto a docenas de bomberos, cuyos trajes amarillos, cascos rojos, cinturones azules llenos de herramientas y botas de caucho negro brindaban colorido al paisaje. Algunos llevaban tanques de oxígeno sujetos con correas a la espalda. La mayoría parecía estar recogiendo su equipo.

Nos acercamos a un oficial uniformado que se encontraba junto al porche. Al igual que el policía que nos había detenido en el camino de entrada, era de la Sûreté du Quebec, la policía provincial, probablemente de un puesto en St. Jovite o en una localidad próxima. La SQ tiene jurisdicción en cualquier parte a excepción de la isla de Montreal y aquellas ciudades que disponen de policía propia. St. Jovite es demasiado pequeña para eso, de modo que habían llamado a la SQ; tal vez lo había hecho el jefe de bomberos, tal vez el vecino del otro lado de la carretera. La SQ, a su vez, había avisado a los investigadores que se encargan de los incendios provocados, la Sección de Incendios y Explosivos de nuestro laboratorio. Me preguntaba quién había tomado la decisión de llamar al forense. ¿Cuántas víctimas habría? ¿En qué estado se encontrarían? No muy bueno; eso podía jurarlo. Mi corazón comenzó a acelerarse.

LaManche volvió a exhibir su placa, y el hombre la examinó.

Un instant, docteur, s’il vous plaît —dijo levantando una palma enfundada en un guante. Llamó a uno de los bomberos, le hizo un comentario y se señaló la cabeza. Un instante después, LaManche y yo teníamos cascos y máscaras. Nos colocamos los primeros y colgamos las últimas en los brazos.

Attention! —dijo el oficial volviendo la cabeza hacia la casa. Luego se hizo a un lado para dejarnos pasar. ¡Oh, sí! Tendría mucho cuidado.

La puerta principal estaba abierta de par en par. Cuando cruzamos el umbral, el sol quedó fuera y la temperatura descendió diez grados. En el interior, el aire era húmedo y olía a madera calcinada y plástico empapado. Una sustancia oscura y pegajosa cubría todas las superficies.

Justo delante de nosotros una escalera llevaba a la segunda planta, y a izquierda y derecha se abría el enorme espacio de lo que seguramente habían sido la sala de estar y el comedor. Lo que quedaba de la cocina estaba en la parte posterior.

Yo había estado en muchos escenarios de incendios, pero en pocos donde la devastación fuese tan terrible. Por todas partes había tablas carbonizadas, como desperdicios lanzados contra un rompeolas. Estaban cruzadas encima de los armazones entrelazados de un sillón y un sofá, formando ángulos contra los peldaños de la escalera y a modo de espalderas contra puertas y paredes. Restos de muebles componían montones oscuros aquí y allá. De las paredes y los techos colgaban cables retorcidos y cañerías dobladas hacia dentro en los puntos de fijación. Marcos de ventanas, pasamanos de escalera, tablas, todo parecía ribeteado con un encaje negro.

La casa estaba llena de gente con cascos, hablando, tomando medidas y fotografías, grabando en vídeo, recogiendo pruebas y garabateando en tablillas con sujetapapeles. Reconocí a dos investigadores de nuestro laboratorio que se encargaban de los casos de fuegos intencionados. Sostenían entre ambos una cinta métrica, y uno de ellos permanecía acuclillado en un punto fijo mientras el otro describía círculos y apuntaba datos cada pocos pasos.

LaManche avistó a un miembro del personal del departamento forense y se dirigió hacia él. Yo le seguí, sorteando con dificultad trozos de metal retorcidos, vidrios rotos y lo que parecía un saco de dormir rojo enredado, con el relleno expuesto como si fuesen entrañas de carbón.

El forense era un hombre muy grueso y sonrosado. Al vernos se irguió ligeramente, lanzó un soplido, proyectó el labio inferior hacia fuera e hizo un gesto con su mano enfundada en un mitón, señalando la devastación que nos rodeaba.

—Bien, monsieur Hubert, ¿tenemos dos muertos?

LaManche y Hubert eran absolutamente diferentes, como tonos contrastantes en una tabla de color. El patólogo era un hombre alto y delgado, y tenía un rostro alargado de sabueso. El forense, por su parte, era redondo en todos los aspectos. Cuando pensaba en Hubert, siempre imaginaba líneas horizontales, y cuando pensaba en LaManche, líneas verticales.

Hubert asintió, y tres papadas se agitaron por encima de la bufanda.

—Arriba.

—¿Otros cuerpos?

—Todavía no, pero aún no han acabado de examinar el nivel inferior. El fuego fue mucho más violento en la parte trasera de la casa. Creen que probablemente se inició en una habitación junto a la cocina. Esa zona está completamente quemada y el suelo se ha derrumbado sobre el sótano.

—¿Ha visto los cadáveres?

—Aún no. Estoy esperando a que despejen el lugar para subir a la planta superior. El jefe de bomberos quiere estar seguro de que no hay peligro.

Compartí en silencio el criterio del jefe de bomberos.

Los tres permanecimos callados, contemplando aquel desastre. El tiempo pasaba con lentitud. Me dediqué a doblar y extender los dedos de manos y pies para mantenerlos flexibles. Finalmente, tres bomberos descendieron de la planta superior. Llevaban cascos y máscaras protectoras, y tenían aspecto de haber estado buscando armas químicas.

—Todo está controlado —dijo el último bombero, quitándose la máscara—. Ya pueden subir. Sólo deben tener cuidado en dónde pisan y no han de quitarse los cascos. Ese jodido techo podría caerse en cualquier momento, pero los suelos parecen estar bien. —Continuó su camino hacia la puerta y luego se volvió—. Están en la habitación de la izquierda.

Hubert, LaManche y yo nos abrimos paso hacia la planta superior de la casa. Miles de fragmentos de cristales y caucho calcinado crujían bajo nuestros pies. Pude sentir cómo se tensaban las paredes del estómago mientras una desagradable sensación de vacío crecía en mi pecho. Aunque se trata de mi trabajo, nunca he sido insensible a la visión de una muerte violenta.

En la planta superior se abría una puerta a la izquierda, otra a la derecha y había un cuarto de baño justo delante. Aunque el humo había hecho verdaderos estragos, en comparación con la planta inferior, ahí las cosas parecían estar razonablemente intactas.

A través de la puerta de la izquierda pude ver una silla, una estantería y el extremo de una cama. Sobre ella había un par de piernas. LaManche y yo entramos en esa habitación, y Hubert fue a comprobar la que se abría a la derecha.

La pared posterior estaba parcialmente quemada y en algunos lugares aparecían pequeños trozos de madera detrás del empapelado con motivos florales. Las vigas eran negras como el carbón; sus superficies, ásperas y cuadriculadas como la piel de un cocodrilo. «Acocodriladas», escribirían los chicos del laboratorio encargados de investigar las causas del incendio. El suelo estaba cubierto de detritus calcinados y helados, y el hollín lo cubría prácticamente todo.

LaManche contempló el lugar durante varios minutos y luego sacó un pequeño dictáfono del bolsillo. Grabó la fecha, la hora y el lugar, y comenzó a describir a las victimas.

Dos cuerpos yacían en camas gemelas, que formaban una L en la esquina más alejada de la habitación; había una pequeña mesa entre ambas. Extrañamente, parecían estar completamente vestidos, si bien el humo y el fuego habían oscurecido cualquier indicio de estilo o género. La víctima que se encontraba junto a la pared posterior llevaba bambas; la que estaba junto a la pared lateral, calcetines. Advertí que uno de los calcetines de deporte estaba parcialmente bajado y que el tobillo aparecía manchado a causa del humo. La punta del calcetín colgaba de los dedos. Ambas víctimas eran adultos. Uno de ellos parecía más robusto que el otro.

—Víctima número uno… —continuó LaManche.

Me obligué a examinar los cuerpos más detenidamente. La víctima número uno tenía los brazos levantados y flexionados, como preparados para pelear; era una pose pugilística. Aunque no había durado lo suficiente y tampoco había alcanzado un calor excesivo como para consumir toda la carne, el fuego, tras avanzar por la pared posterior, había producido suficiente calor como para asar los miembros superiores y provocar la contracción de los músculos. Debajo de los codos, los brazos se veían delgados como varillas. Trozos de tejido chamuscado colgaban de los huesos. Las manos eran muñones ennegrecidos.

El rostro me recordó a la momia de Ramsés. Los labios se habían quemado, y los dientes, con el esmalte negro y agrietado, habían quedado expuestos. Uno de los incisivos estaba delicadamente perfilado en oro. Los orificios de la nariz, quemada y aplastada, apuntaban hacia arriba como el hocico de un murciélago frugívoro. Podía ver las fibras musculares rodeando las órbitas e invadiendo los pómulos y el maxilar inferior, como una línea trazada en un texto de anatomía. Cada cuenca conservaba un globo ocular seco y arrugado como una uva pasa. El pelo había desaparecido, al igual que la parte superior de la cabeza.

La víctima número dos estaba menos destrozada. Parte de la piel se había ennegrecido y abierto, pero en su mayor parte aparecía simplemente ahumada. Finas y diminutas líneas blancas partían de la comisura de los ojos, y la zona interior de las orejas estaba descolorida, igual que la parte oculta de los lóbulos. El pelo había quedado reducido a un casquete rizado. Uno de los brazos descansaba junto al cuerpo y el otro estaba extendido como si hubiese querido alcanzar a su compañero en el momento de la muerte. La mano abierta había quedado reducida a una garra huesuda y negra.

El monótono relato de LaManche continuó sin variaciones, describiendo la habitación y a sus inertes ocupantes. Yo le escuchaba a medias, aliviada de que no me necesitaran. ¿O no sería así? Se suponía que en la casa había niños. ¿Dónde estaban? A través de la ventana abierta podía ver la luz del sol, los pinos y la brillante blancura de la nieve. En el exterior de la casa, la vida continuaba.

El silencio interrumpió mis pensamientos. LaManche había dejado de dictar su informe y había reemplazado los guantes de lana por otros de látex. Comenzó a examinar a la víctima número dos, le abrió los párpados y miró dentro de la nariz y la boca. Luego hizo girar el cuerpo hacia la pared y levantó el faldón de la camisa.

La capa exterior de la piel se había separado y los bordes se curvaban hacia atrás. La epidermis parecía transparente, como la delicada película en el interior del huevo. Debajo, los tejidos tenían un color rojo brillante, con manchas blancas donde habían estado en contacto con las sábanas arrugadas. LaManche presionó con un dedo el músculo de la espalda, y un punto blanco apareció en la carne roja.

Hubert se reunió con nosotros. LaManche estaba colocando nuevamente el cuerpo en la posición supina. Ambos le miramos con una pregunta en los ojos.

—Vacía.

LaManche y yo no cambiamos nuestra expresión.

—En la habitación hay un par de cunas. Debe de ser la habitación de los niños. Los vecinos dicen que en la casa había dos bebés. —Respiraba con dificultad—. Gemelos. Varones.

Pero no están allí.

Hubert sacó un pañuelo y se enjugó el rostro. El sudor y el viento polar no son una buena combinación.

—¿Qué tenemos aquí?

—Naturalmente será necesaria una autopsia completa —contestó LaManche en tono grave y melancólico—, pero, basándome en mis exámenes preliminares, diría que estas personas estaban vivas cuando comenzó el incendio; al menos ésta lo estaba.

Señaló a la víctima número dos.

—Me quedaré aquí otros treinta minutos aproximadamente; luego, se los pueden llevar.

Hubert asintió y abandonó la habitación para informar a los miembros de su equipo encargados del transporte.

LaManche se acercó al primer cuerpo y después regresó junto al segundo. Yo le observaba en silencio, tratando de calentarme las manos lanzando el aliento cálido a través de los mitones. Finalmente, acabó su trabajo. No tuve necesidad de preguntarle.

—Humo —dijo—. Alrededor de los orificios de la nariz, en la nariz y en las vías respiratorias. —Me miró.

—Aún respiraban mientras la casa se incendiaba.

—Sí. ¿Algo más?

—La lividez. El color rojo cereza. Eso sugiere la presencia de monóxido de carbono en la sangre.

—¿Y…?

—La piel blanca cuando presionó la espalda con el dedo. La lividez aún no se ha fijado. La decoloración de la piel sólo se produce unas horas después de que se haya desarrollado la lividez.

—Así es. —LaManche miró su reloj—. Pasan unos minutos de las ocho. Esta persona podría haber estado con vida a las tres o cuatro de la mañana. —Se quitó los guantes de látex—. Sin embargo, la brigada de bomberos llegó aquí a las dos y treinta, de modo que la muerte se produjo antes de esa hora. La lividez es extremadamente variable. ¿Qué más?

La pregunta quedó sin respuesta. Abajo se escuchó una pequeña conmoción y luego ruidos de pasos que subían apresuradamente la escalera. Un bombero apareció en la puerta de la habitación, respirando agitadamente.

—Estidecolistabernac!

Repasé mentalmente mi léxico quebequés. No encontré nada. Miré a LaManche. Antes de que pudiera traducirme la extraña expresión, el bombero continuó hablando.

—¿Hay aquí alguien llamado Brennan? —le preguntó a LaManche.

La sensación de vacío se extendió hacia mis entrañas.

—Hemos encontrado un cuerpo en el sótano. Dicen que vamos a necesitar los servicios de ese tío Brennan.

—Yo soy Tempe Brennan.

El bombero me dedicó una larga mirada. Llevaba el casco bajo el brazo y tenía la cabeza inclinada. Luego se limpió la nariz con el dorso de la mano y volvió a mirar a LaManche.

—Puede bajar tan pronto como el jefe le autorice a hacerlo. Y será mejor que traiga una cuchara. No es gran cosa lo que ha quedado de ese tío.