Capítulo 19

Cuando llegamos a la clínica Beaufort-Jasper la niebla se había convertido ya en una fina lluvia. El agua oscurecía los troncos de los árboles y cubría de una capa brillante el asfalto de la carretera. Cuando bajé el cristal de la ventanilla, el aire olía a tierra y hierba húmedas.

Buscamos a la médica que había hablado por teléfono con Ryan, y éste le enseñó la fotografía de Heidi y Brian. La ginecóloga creyó reconocer a Heidi como la paciente que había tratado el último verano, pero no estaba del todo segura. El embarazo era normal. Le había recetado las prescripciones habituales en esos casos. Pero, aparte de eso, no podía decirnos nada más. A Brian no lo había visto nunca.

Al mediodía el sheriff Baker nos dejó para atender un asunto en Lady’s Island. Quedamos en encontrarnos en su oficina a las seis y para entonces esperaba tener más información sobre la propiedad de Adler Lyons.

Ryan y yo nos detuvimos a comer una barbacoa en Sgt. White’s Diner y luego dedicamos la tarde a mostrar la foto de Heidi por la ciudad y a preguntar por la comuna establecida en Adler Lyons Road.

A las cuatro de la tarde ya sabíamos dos cosas: nadie había oído hablar de Dom Owens y de sus seguidores, y nadie recordaba a Heidi Schneider o a Brian Gilbert.

Nos quedamos sentados en el coche alquilado de Ryan, observando la actividad en Bay Street. A mi derecha los clientes entraban y salían del Palmetto Federal Banking Center. Eché una mirada hacia las tiendas que acabábamos de recorrer enseñando la foto de la desgraciada pareja: The Cat’s Meow, Stones and Bones, In High Cotton. Sí, definitivamente Beaufort había abrazado el mundo del turismo.

Había dejado de llover, pero el cielo aún estaba oscuro y cubierto de nubes. Me sentía cansada y desalentada, y ya no estaba tan segura de que existiese una conexión St. Jovite-Beaufort. En el exterior de los almacenes Lipsitz, un hombre con el pelo grasiento y la cara como masa de pan agitaba una Biblia y gritaba algo acerca de Jesús. Marzo era temporada baja para la salvación callejera, de modo que tenía toda la tribuna para él solo.

Sam ya me había hablado acerca de su guerra particular con los predicadores callejeros. Durante veinte años no habían dejado de llegar a Beaufort; descendían sobre la ciudad como los peregrinos a La Meca. En 1993, el alcalde había hecho arrestar al reverendo Isaac Abernathy por acosar a las mujeres que llevaban pantalones cortos, llamándolas rameras y bramando sobre la condena eterna. Se presentaron demandas contra el alcalde y la ciudad, y la ACLU salió en defensa de los evangelistas argumentando los derechos amparados por la Primera Enmienda. El caso estaba pendiente de revisión en el Tribunal de Apelaciones del Cuarto Circuito en Richmond y los predicadores seguían llenando las calles de la ciudad.

El hombre continuaba desbarrando acerca de Satanás y sobre los ateos y los judíos, y yo sentí que se me erizaban los pelos de la nuca. Nunca me han gustado aquellos que se erigen en portavoces y parientes más cercanos de Dios, y me produce escalofríos la gente que interpreta el Evangelio para llevar adelante un programa político.

—¿Qué piensa de la civilización del sur? —le pregunté a Ryan sin dejar de observar al predicador.

—Parece una buena idea.

—Bueno, bueno; robando material a Gandhi —dije volviéndome hacia él con una expresión de sorpresa en el rostro. Era una de mis citas preferidas de Gandhi.

—Algunos detectives de homicidios saben leer.

Percibí cierta irritación en su voz.

«Culpable, Brennan. Aparentemente el reverendo no es la única persona que cultiva estereotipos culturales».

Vi que una mujer mayor describía un amplio círculo para evitar al predicador y me pregunté qué clase de salvación les prometía Dom Owens a sus seguidores. Eché un vistazo al reloj.

—Ya casi es la hora de cenar —dije.

—Podría ser un buen momento para sorprender a esa gente comiendo hamburguesas de tofu.

—Aún faltan noventa minutos para que nos reunamos con Baker.

—¿Está preparada para una visita sorpresa, capitán?

—Es mejor que quedarse sentados aquí.

Ryan estaba a punto de poner el coche en marcha cuando su mano se detuvo en seco. Seguí la dirección de su mirada y vi que Kathryn se acercaba caminando por la acera con Carlie a la espalda. La acompañaba una mujer mayor, con trenzas largas y negras. La brisa húmeda que soplaba del mar llevaba sus faldas hacia atrás, moldeando las caderas y las piernas con la tela. Se detuvieron un momento y la compañera de Kathryn habló con el predicador antes de continuar andando en nuestra dirección.

Ryan y yo nos miramos, salimos del coche y nos acercamos a las mujeres. Al vernos, dejaron de hablar, y Kathryn me sonrió.

—¿Cómo van las cosas? —me preguntó, apartándose de la cara un mechón de rizos.

—No muy bien —dije.

—¿No han tenido suerte con esa chica desaparecida?

—Nadie la recuerda. Y es algo que resulta muy extraño, ya que pasó al menos tres meses viviendo en esta ciudad.

Esperé alguna reacción, pero su expresión no cambió.

—¿Dónde ha preguntado?

Carlie se agitó, y Kathryn se pasó una mano por encima del hombro para acomodar a su pasajero.

—Tiendas, colmados, farmacias, gasolineras, restaurantes, la biblioteca; incluso en Boombears.

—Sí, una idea genial. Si estaba embarazada es probable que en alguna ocasión entrara en una tienda de juguetes.

Carlie gimoteó, alzó ambos brazos y se arqueó hacia atrás, presionando con los pies la espalda de su madre.

—¿Adivine quién se ha despertado? —dijo Kathryn, extendiendo la mano para calmar a su hijo—. ¿Y nadie pudo reconocerla por la fotografía?

—Nadie.

Las quejas de Carlie se hicieron más estridentes, y la mujer mayor lo sacó del portabebés.

—¡Oh!, lo siento. Ésta es El. —Kathryn señaló a la mujer que la acompañaba.

Ryan y yo nos presentamos. El asintió con la cabeza, pero no dijo nada mientras intentaba calmar a Carlie.

—¿Podemos invitarlas a una coca-cola o a un café? —dijo Ryan.

—No. Esa basura estropea el potencial genético. —Kathryn frunció la nariz y luego sonrió—. Pero me gustaría beber un zumo, y a Carlie también. —Puso los ojos en blanco y cogió la mano de su hijo—. Puede ser un engorro cuando no está contento. Dom no pasará a recogernos hasta dentro de cuarenta minutos, ¿verdad, El?

—Deberíamos esperar a Dom.

La mujer habló tan suavemente que apenas si pude entender lo que había dicho.

—¡Oh!, El, ya sabes que Dom siempre se retrasa. Pidamos unos zumos y sentémonos en la terraza. No quiero hacer el viaje de vuelta a casa con Carlie llorando todo el tiempo.

El abrió la boca para contestar, pero antes de que pudiera hablar, Carlie se retorció y lanzó un chillido.

—Zumo —dijo Kathryn, cogiendo al bebé y apoyándolo en su cadera—. En Blackstone tienen una gran variedad. He visto la carta en el escaparate.

Entramos en el bar y yo pedí una coca-cola light. Los demás se decidieron por los zumos, y llevamos nuestras respectivas bebidas a un banco en el exterior del bar. Kathryn sacó una pequeña manta de la mochila, la extendió a sus pies e instaló a Carlie allí. Después sacó una botella de agua y una pequeña jarra amarilla. La jarra tenía el fondo redondeado y una tapa de quita y pon, con un pico vertedor para beber. Kathryn la llenó de zumo hasta la mitad, añadió agua y se la dio a Carlie. El pequeño cogió el recipiente con ambas manos y comenzó a chupar del pico. Al observarlo, volvieron los recuerdos y de nuevo me invadió la sensación que había experimentado en la isla.

Me sentía desconectada del mundo: los cuerpos encontrados en Murtry; recuerdos de cuando Katy era pequeña; Ryan en Beaufort, con su arma y su placa, y su habla de Nova Scotia. El mundo parecía un lugar extraño a mi alrededor, como si el espacio donde me movía hubiese sido transportado desde otro lugar o tiempo, y sin embargo estaba presente y era dolorosamente real.

—Háblame de tu grupo —le dije obligando a mis pensamientos a regresar a la realidad.

El me miró, pero no dijo nada.

—¿Qué es lo que quiere saber? —me preguntó Kathryn.

—¿Cuáles son vuestras creencias?

—Conocer nuestros cuerpos y mentes, y mantener limpia nuestra energía cósmica y molecular.

—¿Y qué es lo que hacéis?

—¿Hacer? —La pregunta pareció cogerla por sorpresa—. Cultivamos nuestros propios alimentos y no comemos nada que esté contaminado. —Se encogió ligeramente de hombros. Mientras la escuchaba pensé en Harry: purificación a través de la dieta—. Estudiamos, trabajamos, cantamos y practicamos juegos. A veces, tenemos conferencias. Dom es increíblemente inteligente. Es por completo…

El le dio unos golpecitos en el brazo y señaló la jarra de Carlie. Kathryn la cogió, limpió el pico vertedor con la falda y se la devolvió a su hijo. El pequeño cogió la jarra y golpeó con ella el pie de su madre.

—¿Cuánto tiempo hace que vives con el grupo?

—Nueve años.

—¿Qué edad tienes?

No podía disfrazar el asombro en mi voz.

—Diecisiete. Mis padres se unieron al grupo cuando tenía ocho años.

—¿Y antes de eso?

Kathryn se inclinó hacia adelante y orientó la jarra hacia la boca de Carlie.

—Recuerdo que lloraba mucho, pasaba mucho tiempo sola y siempre estaba enferma. Mis padres se peleaban todo el tiempo.

—¿Y?

—Cuando se unieron al grupo sufrimos una transformación gracias a la purificación.

—¿Eres feliz?

—El objetivo de la vida no es la felicidad.

El habló por primera vez. Su voz era profunda y suave; tenía un leve acento que no pude reconocer.

—¿Y cuál es entonces?

—Paz y salud en armonía.

—¿Y eso no se puede conseguir sin apartarse de la sociedad?

—Nosotros pensamos que no. —Su rostro estaba bronceado y lleno de arrugas; tenía los ojos color caoba—. En la sociedad hay muchas cosas que nos distraen: drogas, televisión, posesiones, codicia interpersonal. Nuestras propias creencias son un obstáculo.

—El expresa las cosas mucho mejor que yo —dijo Kathryn.

—Pero ¿por qué la comuna? —preguntó Ryan—. ¿Por qué no dejar de ser un grupo aislado y unirse a una orden?

Kathryn le hizo un gesto a El para que ella se encargara de contestar.

—El universo es un todo orgánico compuesto de muchos elementos interdependientes. Cada parte es inseparable de las otras y afecta recíprocamente al resto. Aunque vivimos apartados, nuestro grupo es un microcosmos de esa realidad.

—¿Le molestaría explicarme eso? —dijo Ryan.

—Al vivir apartados del mundo, rechazamos los mataderos, las plantas químicas, las refinerías de petróleo, las latas de cerveza, las pilas de neumáticos usados y las aguas no depuradas. Al vivir juntos como un grupo nos apoyamos mutuamente, nos alimentamos tanto en el plano físico como en el espiritual.

—Todos para uno.

El esbozó una sonrisa.

—Todos los viejos mitos deben ser eliminados para que el verdadero conocimiento sea posible.

—¿Todos ellos?

—Sí.

—¿Incluso el suyo?

Ryan hizo un gesto con la cabeza, señalando al predicador.

—Todos.

Yo reconduje la conversación al punto de partida.

—Kathryn, si necesitaras información sobre alguna persona, ¿dónde preguntarías?

—Mire —me dijo—, no encontrará a esa mujer. —Volvió a coger la jarra de Carlie—. En este momento, probablemente, se encuentra en la Riviera, untando a sus bebés con protector solar.

Me quedé mirándola. No lo sabía. Dom no se lo había explicado. Kathryn se había perdido las presentaciones y no tenía la más remota idea de por qué estábamos haciendo preguntas sobre Heidi y Brian. Respiré profundamente.

—Heidi Schneider está muerta, Kathryn. Y Brian Gilbert también.

Me miró como si yo estuviera loca de remate.

—¿Muerta? Ella no puede estar muerta.

—¡Kathryn!

La voz de El restalló como un látigo.

Kathryn la ignoró.

—Quiero decir, es tan joven. Y está embarazada, o lo estaba.

Su voz era lastimera, como la de una criatura.

—Fueron asesinados hace menos de tres semanas.

—¿No han venido para llevarla a su casa? —Su mirada se paseó entre Ryan y yo. Sus iris verdes estaban moteados de diminutas pecas amarillas—. ¿No son sus padres?

—No.

—¿Están muertos?

—Sí.

—¿Los bebés?

Asentí.

Kathryn se llevó una mano a la boca y luego al regazo, como una mariposa que no sabe muy bien dónde posarse. Carlie tiró de su falda, y la mano bajó para acariciarle la cabeza.

—¿Cómo es posible que alguien haya hecho algo así? Quiero decir, no los conocía, pero ¿cómo pudo alguien matar a toda una familia? ¿Matar a unos bebés?

—Todos morimos —dijo El, pasando un brazo sobre los hombros de la muchacha—. La muerte es simplemente una transición en el proceso de crecimiento.

—¿Una transición hacia qué? —preguntó Ryan.

Pero no hubo respuesta. En ese momento, una camioneta blanca se acercó al bordillo que había delante de People’s Bank, en el otro extremo de Bay Street. El apretó los hombros de Kathryn y señaló el vehículo con la cabeza. Luego cogió a Carlie, se levantó y extendió la mano. Kathryn la cogió y se levantó a su vez.

—Les deseo la mejor de las suertes —dijo El, y las dos mujeres se alejaron hacia la camioneta.

Las observé durante un momento y tomé el resto de mi bebida. Mientras buscaba un contenedor donde dejar la lata vacía, algo que había debajo del banco me llamó la atención. La tapa de la jarra de Carlie.

Busqué una tarjeta en mi bolso, escribí un número y recogí la tapa de plástico. Ryan tenía una expresión divertida cuando eché a correr.

Kathryn subía ya a la camioneta.

—¡Kathryn! —grité desde mitad de la calle.

Ella alzó la vista, y yo agité la tapa de plástico en el aire. Detrás de ella, el reloj del banco marcaba las cinco y cuarto.

Kathryn dijo algo hacia el interior del vehículo y luego se dirigió hacia mí. Cuando extendió la mano, le entregué la tapa con mi tarjeta sujeta entre los bordes.

Sus ojos se clavaron en los míos.

—Llámame si necesitas hablar.

Se volvió sin decir palabra, regresó a la camioneta y subió a la parte trasera. Cuando desaparecieron calle arriba por Bay Street, vi la cabeza rubia de Dom detrás del volante.

Ryan y yo enseñamos la fotografía de los Gilbert en otra farmacia y en varios restaurantes de comida rápida, y luego nos dirigimos en coche a la oficina del sheriff Baker. Ivy Lee nos confió que la situación doméstica del sheriff se había complicado. Un trabajador de recolección de residuos en paro se había atrincherado en su casa, reteniendo a su esposa y a su hija de tres años, y amenazaba con disparar a todo el mundo. Baker no se reuniría con nosotros esa tarde.

—¿Y ahora qué? —le pregunté a Ryan. Estábamos en el aparcamiento de Duke Street.

—No creo que Heidi se dedicara a las actividades nocturnas, de modo que no conseguiríamos nada mostrando su fotografía en los bares y clubes.

—No.

—Creo que podemos dejarlo por hoy. La llevaré de regreso a su barco de «Vacaciones en el mar».

—Es el Melanie Tess.

—¿Tess? ¿No es algo que comen ustedes con tortas de maíz y verduras?

—Jamón cocido con boniatos.

—¿Quiere que la lleve?

—Sí.

Viajamos en silencio la mayor parte del camino. Ryan me había resultado un fastidio todo el día y no veía la hora de librarme de él. Estábamos cruzando el puente cuando decidió romper el silencio.

—Dudo de que acudiera a salones de belleza o cabinas de bronceado.

—Eso es asombroso. Ahora comprendo por qué se hizo detective.

—Tal vez deberíamos concentrarnos en Brian. Quizá estuvo trabajando algún tiempo por esta zona.

—Ya lo ha investigado. No hay ningún dato sobre impuestos, ¿verdad?

—Nada.

—Tal vez le pagaban en metálico.

—Eso reduce las posibilidades.

Giramos al llegar a Ollie’s.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

—No creo que me guste ese hush puppy.

—Me refería a la investigación. Me temo que esta noche cenará solo. Yo pienso regresar al barco, ducharme y preparar un delicioso plato de macarrones instantáneos, en ese orden.

—¡Caray!, Brennan, esa comida tiene más conservantes que el cadáver de Lenin.

—He leído la etiqueta.

—También podría darse un atracón de residuos industriales. Estropeará su… —imitó a Kathryn—, su potencial genético.

Un pensamiento medio olvidado comenzó a filtrarse en mi mente, amorfo, como la tenue neblina del amanecer. Intenté recuperarlo, pero cuanto más lo intentaba más se desvanecía.

—… será mejor que Owens conserve sus calzoncillos puestos. Estaré tan cerca de su culo como las moscas de un pastel de fresas.

—¿Qué clase de credo piensa que predica Owens?

—Suena a una especie de combinación de apocalipsis ecológico y autosuperación a través del consumo de cereales.

Cuando frenó el coche junto al muelle, el cielo estaba empezando a escampar sobre la marisma. Una colección de franjas amarillas iluminaba el cielo.

—Kathryn sabe algo —dije.

—Como todos.

—Ryan, ¿sabe que a veces puede llegar a ser un verdadero pelmazo?

—Gracias por darse cuenta. ¿Qué le hace pensar que esa chica oculta información?

—Dijo bebés.

—¿Y?

—Bebés.

Casi podía ver la idea que se formaba en su cabeza.

—Hija de puta —dijo.

—Nunca le dijimos que Heidi estaba embarazada de gemelos.

Cuarenta minutos más tarde, escuché un golpe en la entrada de babor. Yo tenía puesta la camiseta de los Hornets que Katy había dejado, no llevaba bragas y una toalla envolvía mi cabeza en forma de turbante. Miré a través de las tablillas de la persiana de madera.

Ryan estaba en el muelle con dos cajas de seis latas cada una y una pizza del tamaño de una tapa de alcantarilla. Se había quitado la chaqueta y la corbata y llevaba las mangas enrolladas debajo de los codos.

«Mierda».

Me aparté de la ventana. Podía apagar la luz y negarme a abrir la puerta. Podía ignorarle. Podía decirle que se marchara.

Volví a atisbar a través de la ventana y me encontré mirando directamente a los ojos de Ryan.

—Sé que está ahí, Brennan. Soy detective, ¿recuerda?

Agitó una de las cajas delante de mí.

—Coca-cola sin calorías.

«Maldita sea».

Ryan no me caía mal; de hecho, su compañía me resultaba más agradable que la de la mayoría de la gente, más de lo que me atrevía a admitir. Me gustaba su compromiso con todo lo que hacía y la compasión que mostraba hacia las víctimas y sus familias. Me gustaban su inteligencia y su ingenio. Y me gustaba la historia de Ryan, el estudiante universitario descarriado, casi degollado por un camello y luego convertido en defensor de la ley: un chico duro convertido en un poli duro. Había una especie de simetría poética.

Y definitivamente me gustaba su aspecto. Sin embargo, mi sensatez me decía que no tuviese nada que ver con ese hombre.

¡Oh!, qué diablos. Era mejor que el queso sintético y la pasta congelada.

Fui al camarote, me quité la toalla de la cabeza y me pasé el cepillo por el pelo.

Levanté la persiana y deslicé la escotilla para que entrara. Me dio las latas y la pizza, y luego se volvió y bajó de espaldas.

—Tengo mi propia coca-cola —dije mientras cerraba la escotilla.

—Nunca se tiene suficiente coca-cola.

Señalé la cocina, y Ryan dejó la pizza sobre la mesa. Cogió una lata de cerveza para él y una coca-cola sin calorías para mí, y metió el resto de las latas en la nevera. Yo saqué platos, servilletas y un gran cuchillo en tanto Ryan abría la caja de la pizza.

—¿Cree que eso es más nutritivo que los macarrones?

—Es una pizza especial de verduras.

—¿Qué es eso?

Señalé con desconfianza un trozo marrón.

—Un adorno lateral de beicon. Quería todos los grupos alimenticios.

—Llevemos todo esto al salón.

Dispusimos la comida en la mesilla baja y nos sentamos en el sofá. El olor a la marisma y la madera húmeda flotaba en el ambiente y se mezclaba con el aroma a salsa de tomate y perejil. Comimos y hablamos de los asesinatos, y sopesamos la posibilidad de que las víctimas de St. Jovite tuviesen alguna relación con Dom Owens.

Finalmente, la conversación derivó hacia temas más personales. Yo describí el Beaufort de mi infancia y compartí con Ryan algunos recuerdos de mis veranos en la playa. Hablé de Katy y sobre mi alejamiento de Pete. Ryan explicó historias de sus primeros años en Nova Scotia y me reveló sus sentimientos con respecto a una reciente ruptura sentimental.

La conversación fluía de forma natural y me encontré descubriendo más cosas de mí misma de las que nunca hubiera imaginado. Durante las pausas, escuchábamos los sonidos del agua y el susurro de la hierba en la marisma. Me olvidé de la violencia y la muerte, e hice algo que no había hecho en mucho tiempo. Me relajé.

—No puedo creer que esté hablando tanto —dije mientras comenzaba a recoger los platos y las servilletas.

Ryan se encargó de las latas vacías.

—Echaré una mano.

Nuestros brazos se rozaron y sentí una ola de calor que recorría mi piel. Sin decir una palabra, recogimos todo y lo llevamos a la cocina.

Cuando regresamos al sofá Ryan se quedó de pie un momento delante de mí; luego se sentó muy cerca, colocó sus manos sobre mis hombros y apartó mi cuerpo del suyo. Cuando estaba a punto de protestar, comenzó a masajear los músculos de la base de la nuca, los hombros y los brazos hasta la altura de los codos. Sus manos se deslizaron por mi espalda, después volvieron a subir. Los pulgares se movían en círculos opuestos a lo largo de los bordes de los omóplatos. Cuando llegó al nacimiento del pelo sus dedos repitieron los movimientos circulares en las depresiones debajo del cráneo.

Mis ojos se cerraron.

—Mmmmmm.

—Está muy tensa.

La situación era demasiado buena para arruinarla con palabras.

Las manos de Ryan descendieron hasta la región lumbar, y los pulgares masajearon los músculos paralelos a la columna vertebral, presionando en línea ascendente centímetro a centímetro. Mi respiración se hizo más lenta y sentí que me derretía.

Entonces recordé a Harry, y que no llevaba bragas.

Me volví para decirle que ya estaba bien, y nuestros ojos se encontraron. Ryan dudó un instante. Luego cogió mi rostro entre sus manos y apretó sus labios contra los míos. Deslizó los dedos por mi barbilla y el pelo. Después sus brazos me rodearon los hombros y me estrechó contra su cuerpo. Empecé a apartarle de mí, pero abandoné el intento y mis manos se apoyaron sin fuerza contra su pecho. Sentía su cuerpo delgado y tenso, y los músculos moldeados sobre sus huesos.

Noté el calor de su cuerpo y el aroma de su piel, y mis pezones se endurecieron bajo la fina blusa de algodón. Abandonándome sobre su pecho, cerré los ojos y le besé. Me abrazó con fuerza y nos besamos durante varios minutos. Cuando pasé ambos brazos alrededor de su cuello, Ryan deslizó su mano debajo de la blusa y sus dedos bailaron sobre mi piel. Sus caricias eran ligeras como el roce de una telaraña y sentía descargas eléctricas que recorrían mi espalda y llegaban hasta el cuero cabelludo. Mi cuerpo formó un arco contra su pecho y le besé con fuerza, abriendo y cerrando la boca al compás de su respiración.

Él dejó caer la mano y deslizó los dedos por mi cintura y el estómago, rodeando mis pechos con la misma caricia sutil y exasperante. Sentía que mis pezones se estremecían, y una ola de fuego salía por todos los poros del cuerpo. Metió la lengua en mi boca, y mis labios se cerraron alrededor de ella. Su mano cubrió mi pecho izquierdo y luego lo acarició suavemente arriba y abajo. Después me pellizcó el pezón entre el índice y el pulgar, apretando y relajando el pequeño botón de carne mientras seguía el ritmo de nuestras bocas.

Mis dedos recorrieron la suave elevación de su columna vertebral y su mano volvió a descender hacia la curva de mi cintura. Me acarició el vientre, los alrededores del ombligo y luego enganchó los dedos por dentro de la cintura de los pantalones cortos. Sentí un relámpago eléctrico en la parte inferior del torso.

Finalmente, nuestros labios se separaron, y Ryan me besó las mejillas y jugueteó con su lengua dentro de mi oreja. Luego me recostó sobre los cojines y se tendió a mi lado; sus ojos, de un azul inclasificable, se hundieron en los míos. Colocándose de lado, me cogió de las caderas y me atrajo hacia él. Pude percibir perfectamente su dureza y volvimos a besarnos.

Después de un rato, se apartó ligeramente, dobló la rodilla y apretó el muslo entre mis piernas. Sentí un estallido en la ingle y, por un momento, me faltó el aire. Ryan deslizó nuevamente los dedos debajo de mi camiseta para acariciarme los pechos; describía movimientos circulares con la palma y me torturaba el pezón con la yema del pulgar. Mi cuerpo se arqueó sin que yo pudiera evitarlo y lancé un profundo gemido mientras el mundo se fundía a mi alrededor. Perdí toda noción del tiempo.

Momentos u horas más tarde su mano descendió nuevamente a mi entrepierna y sentí que tiraba de la cremallera. Enterré la nariz en su cuello y supe con certeza lo que iba a suceder. A pesar de Harry, no diría que no.

Entonces, sonó el teléfono.

Las manos de Ryan me cubrieron los oídos y me besó con fuerza en los labios. Yo respondí a su pasión, cogiendo un mechón de pelo de la nuca y maldiciendo a la compañía telefónica. Ignoramos el estridente aparato durante cuatro timbrazos.

Cuando el contestador se puso en marcha, la voz era muy suave y resultaba difícil oír lo que decía, como si la persona estuviese hablando desde el otro extremo de un túnel. Ambos nos lanzamos hacia el auricular, pero ya era demasiado tarde.

Kathryn había colgado.