Capítulo 15

El jueves transcurrió entre una sucesión borrosa de clases y consultas de los estudiantes. Después de cenar, llamé a Pete para preguntarle si podría ocuparse de Birdie el fin de semana. Harry me llamó a las diez para decirme que el seminario había terminado. Había sido escogida para entrevistarse con el profesor y cenarían el viernes en su casa. Quería disponer de mi apartamento el fin de semana.

Le dije que podía quedarse todo el tiempo que quisiera. No le pregunté dónde se había metido toda la semana o por qué no me había llamado. Yo le había telefoneado varias veces y nunca había obtenido respuesta; incluso había hecho dos llamadas después de medianoche. Tampoco hice hincapié en esa circunstancia.

—¿Piensas encontrarte con Ryan en la tierra del algodón la próxima semana? —preguntó.

—Eso parece. —Sentí que las muelas se buscaban hasta apretarse ligeramente. ¿Cómo diablos lo sabía?

—Será divertido.

—Se trata estrictamente de una cuestión de trabajo, Harry.

—De acuerdo. Ryan sigue siendo tan mono como una trufa.

—Sus antepasados estaban entrenados para desenterrar trufas con el hocico.

—¿Qué?

—No tiene importancia.

El viernes por la mañana seleccioné varios fragmentos óseos, redacté algunas preguntas y dispuse el material de examen en varias bandejas. Alex, mi ayudante, se encargaría de colocar las fichas y los especimenes por orden numérico y, cronómetro en mano, tomaría el tiempo que tardaban los estudiantes en pasar de un grupo de huesos a otro. Se trataba del siempre popular examen sobre materiales óseos.

Katy llegó a casa a la hora prevista y, hacia el mediodía, las dos viajábamos en dirección sur. La temperatura superaba los veintipocos grados y el cielo tenía el color de los pósters que promocionan los viajes al Caribe. Nos pusimos las gafas de sol y bajamos los cristales de las ventanillas para sentir el viento en la cara. Yo conducía y Katy buscaba programas de rock en la radio.

Enfilamos la I-77 en dirección sur a través de Columbia, cortamos hacia el sureste por la I-26 y nuevamente en dirección sur por la I-95. Al llegar a Yemassee abandonamos la autopista interestatal y continuamos viaje por estrechas carreteras comarcales. Katy y yo hablábamos de miles de cosas, nos reíamos a carcajadas y parábamos cuando nos apetecía. Tomamos carne a la brasa en Maurice’s Piggy Park y tuvimos una sesión informal de fotos en las ruinas de la iglesia Old Sheldon-Prince Williams, quemada por Sherman durante su marcha hacia el mar. Me sentía maravillosamente bien al no tener que estar sometida a un horario fijo, en compañía de mi hija y viajando hacia el lugar que más amaba en el mundo.

Katy me habló de sus clases y de los muchachos con los que salía. Según sus propias palabras, ninguno cama adentro. Compartió conmigo la historia de las desavenencias, ya superadas, que habían amenazado sus planes para las vacaciones de primavera. Luego me hizo una detallada descripción de las chicas con quienes compartiría la casa en la isla de Hilton Head y reí hasta las lágrimas. Sí, ésa era mi hija, cuyo humor resultaba lo bastante negro como para contener vampiros. Nunca me había sentido más cerca de ella y, durante un momento, fui joven y libre, y me olvidé de los bebés asesinados.

En Beaufort pasamos junto a la estación marítima e hicimos una breve parada en el Bi-Lo. Luego atravesamos la ciudad y el puente Woods Memorial en dirección a Lady’s Island. Al llegar a la parte más elevada del puente, me volví para contemplar la zona de los muelles de Beaufort, un paisaje que siempre me produce un enorme placer.

Pasé los veranos de mi infancia cerca de Beaufort, y la mayor parte de los de mi vida adulta; y la cadena se había roto hacía muy poco tiempo, cuando comencé a trabajar en Montreal. Fui testigo privilegiada del imparable crecimiento de los locales de comida rápida y la construcción del centro del gobierno del condado, apodado Taj Mahal por la gente del lugar. Las carreteras han sido ensanchadas y el tráfico es más denso. Las islas albergan ahora urbanizaciones con campos de golf y condominios. Pero Bay Street no ha cambiado. Las mansiones siguen exhibiendo su esplendor anterior a la guerra civil bajo la sombra de robles de agua, tapizados de musgo negro. Muy pocas cosas permanecen inmutables en la vida; yo encontraba una fuente de seguridad en el lánguido ritmo de vida de Beaufort. La marea del tiempo fluye morosamente hacia el eterno mar.

Mientras descendíamos por el extremo más alejado del puente, delante y hacia la izquierda, podía ver numerosas embarcaciones amarradas en Factory Creek, un pequeño meandro de agua formado por el río Beaufort. El sol crepuscular se reflejaba en los cristales de las ventanas y lanzaba destellos blancos desde los mástiles y las cubiertas. Conduje otro kilómetro por la autopista 21 y giré para entrar en el aparcamiento del restaurante Ollie’s Seafood. A través de un bosque de robles, me dirigí hacia la parte trasera del aparcamiento y me detuve en el borde del agua.

Katy y yo recogimos las bolsas con comestibles y suministros, y cruzamos una pasarela desde Ollie’s hasta la marina de Lady’s Island. A ambos lados había bajíos, y los nuevos brotes de la primavera confundían su verde entre los rastrojos oscuros del año anterior. Los abadejos de la marisma gorjeaban sus quejas a nuestro paso y realizaban breves vuelos entre las espadañas y los juncos de agua. Aspiré la suave mezcla de agua salobre, clorofila y vegetación descompuesta, y me sentí feliz de encontrarme nuevamente en el país bajo.

La pasarela que nacía en la playa discurría como una especie de túnel a través de la administración de la marina, un edificio blanco y cuadrado con una estrecha tercera planta, que se prolongaba tanto como la extensión del techo, y un pasaje abierto a la altura del primer piso. A nuestra derecha, las puertas daban a los lavabos y la lavandería. Las oficinas de Apex Realty, un astillero, y las del capitán del puerto ocupaban el espacio que se extendía a nuestra izquierda.

Atravesamos el túnel, bajamos a una pasarela de desembarco flotante con contraescalones horizontales de madera y llegamos a la zona más alejada de los muelles. Mientras recorríamos la zona, Katy inspeccionaba todas las embarcaciones. El Ectasy era un velero de dieciséis metros construido por encargo, con casco de acero y suficiente velamen para dar la vuelta al mundo. El Hillbilly Heaven era un clásico yate de motor, de los años treinta, en otro tiempo elegante y en ese entonces deteriorado y no apto para volver a surcar los mares como en su época de esplendor. El Melanie Tess era la última embarcación que había a la derecha; Katy contempló durante unos minutos el Chris Craft de doce metros, pero no dijo nada.

—Espera un segundo —dije dejando los trastos que llevaba en el muelle.

Salté a popa, subí al puente y manipulé la combinación de una caja de herramientas que había a la derecha de la silla del capitán. Luego saqué una llave, abrí la entrada de popa, deslicé la escotilla hacia atrás y bajé los tres escalones hasta la cabina principal. Adentro el aire estaba húmedo y olía a madera, moho y desinfectante con aroma a pino. Abrí la entrada lateral. Katy me pasó las bolsas y luego subió a bordo.

Sin intercambiar una palabra, mi hija y yo dejamos todo en el salón principal y luego recorrimos la embarcación curioseando la decoración. Era una costumbre que teníamos desde que ella era pequeña. No importaba cuántos años alcanzara a vivir yo, para mí seguiría siendo la parte favorita de las estancias en lugares desconocidos. El Melanie Tess no me era exactamente desconocido, pero habían pasado cinco años desde la última vez que pisé su cubierta y sentía curiosidad por ver los cambios que Sam había descrito.

Nuestra inspección reveló una cocina un escalón por debajo y delante del salón principal. Disponía de dos quemadores, un fregadero y una nevera de madera con una manija antigua en el refrigerador. El suelo era de parquet y las paredes de teca. En la zona de estribor, estaba el comedor con los cojines tapizados en rosa y verde. Más allá de la cocina había una despensa, una letrina y una litera en forma de V, con espacio suficiente para dos personas.

A popa se encontraba el camarote del capitán, que tenía una cama doble y los armarios espejados. Al igual que en el comedor y el salón principal, predominaban la madera de teca y las telas de algodón con motivos florales. Katy pareció aliviada al descubrir la ducha en el baño principal.

—Esto es genial —dijo—. ¿Puedo quedarme con la litera?

—¿Estás segura? —pregunté.

—Totalmente. Parece tan cómoda que creo que me haré un nido allí y pondré mis cosas en esos estantes. —Imitó los movimientos de colocar y ordenar objetos pequeños.

Me eché a reír. La rutina de George Carlin era uno de nuestros papeles de comedia favoritos.

—Además, sólo estaré aquí dos noches. Quédate tú con la cama doble.

—Muy bien.

—Mira, una nota con tu nombre.

Cogió un sobre que había en la mesa y me lo entregó. Lo abrí y saqué una hoja de papel.

El agua y la electricidad están conectadas, de modo que no deberías tener problemas. Llámame cuando te hayas instalado.

Quiero llevarte a cenar. Que lo pases bien.

Sam

Guardamos las provisiones y luego Katy fue a ordenar sus cosas mientras yo telefoneaba a Sam.

—Hola, cariño. ¿Todo en orden?

—Hace veinte minutos que llegamos. Esto es hermoso, Sam. No puedo creer que sea el mismo barco.

—No hay nada que un poco de dinero y músculos no puedan conseguir.

—Ya se ve. ¿Te quedas alguna vez a bordo?

—¡Oh, sí! Por eso tengo teléfono y contestador. Es un poco sofisticado para ese barco, pero no puedo arriesgarme a perder mis mensajes. Puedes dar ese número sin ningún problema.

—Gracias, Sam. Realmente aprecio lo que haces por mí.

—¡Diablos!, apenas si lo utilizo. Alguien debe hacerlo.

—Bueno, gracias otra vez.

—¿Qué me dices si cenamos juntos?

—Ciertamente, no quisiera abusar de…

—¡Eh!, que yo también tengo que comer. Te diré lo que haremos. Dentro de un momento me acercaré al mercado Gay Seafood a comprar unos meros para un plato que Melanie piensa preparar mañana. Podríamos encontrarnos en Factory Creek Landing. Está a la derecha, justo después de Ollie’s y antes de llegar al puente. No es un lugar lujoso, pero preparan unas gambas excelentes.

—¿A qué hora?

—Ahora son las seis cuarenta; podríamos quedar a las siete treinta. Tengo que pasar por la tienda y recoger la Harley.

—Con una condición: pago yo.

—Eres una mujer dura, Tempe.

—No te metas conmigo.

—¿Sigue en pie lo de mañana?

—Si está bien para ti. No quisiera…

—Sí, sí. ¿Se lo has dicho a ella?

—Todavía no, pero se lo imaginará cuando se encuentren. Te veré en una hora.

Dejé el bolso sobre la cama y subí al puente. El sol se ponía detrás del horizonte y los últimos rayos teñían el mundo con un rojo cálido: encendían la marisma a mi derecha y coloreaban un ibis blanco que se encontraba entre la hierba de la orilla. La estructura oscura del puente de Beaufort destacaba contra el rosa del cielo como el espinazo de un viejo monstruo arqueado. Las embarcaciones amarradas en la marina hacían guiños a través del río hacia nuestro pequeño muelle.

Aunque comenzaba a hacer frío, el aire aún parecía satinado. Una súbita brisa levantó un mechón de pelo y lo aplastó suavemente contra mi cara.

—¿Cuál es el programa?

—Nos encontraremos con Sam Rayburn para cenar dentro de media hora.

—¿Sam Rayburn? Pensé que estaba muerto.

—Y lo está. Éste es el alcalde de Beaufort y un viejo amigo.

—¿Cómo de viejo?

—Mayor que yo, pero aún camina. Te gustará.

—Espera un momento. —Me señaló con un dedo y pude ver el pensamiento cobrando forma en sus ojos. Luego la sinapsis—. ¿Es el tío de los monos?

Sonreí y me di unos golpecitos en la cabeza con ambas manos.

—¿Es allí a donde iremos mañana? No, no me contestes. Por supuesto que sí. Por eso la prueba de la tuberculosis y el registro de vacunación.

—Recogiste los resultados, ¿verdad?

—Puedes anular mi cama en el sanatorio —dijo extendiendo el brazo—. No tengo tuberculosis.

Cuando llegamos al restaurante, la moto de Sam estaba aparcada fuera. El último verano había añadido el Lotus, el velero y el ultraligero a su larga lista de juguetes. Nunca estoy segura de si esos juguetes son la forma que tiene Sam de mantener a raya la mediana edad o un intento de integrarse en las actividades de los seres humanos después de haber dedicado años a estudiar las actividades de los primates.

Aunque es una década mayor, Sam y yo hemos sido amigos durante más de veinte años. Cuando nos conocimos yo era estudiante de segundo año de la universidad y Sam estudiante de segundo año de posgrado. Sospecho que nos sentimos atraídos porque hasta ese momento nuestras vidas habían sido completamente diferentes.

Sam es de Texas, hijo único de una familia judía propietaria de una casa de huéspedes. Cuando Sam tenía quince años, su padre fue asesinado por defender una caja registradora que tenía doce dólares. Después de la muerte de su esposo, la señora Rayburn se hundió en una depresión de la que nunca se recuperó. Sam asumió la carga de llevar el negocio familiar al mismo tiempo que acababa el instituto y cuidaba de su madre. Tras su muerte, siete años más tarde, vendió la casa de huéspedes y se alistó en el cuerpo de marines. Estaba furioso, desasosegado y no le interesaba nada.

La vida en el ejército no hizo más que alimentar el cinismo de Sam. En el campamento de entrenamiento, las payasadas de sus compañeros le resultaban profundamente irritantes y se metió cada vez más dentro de sí mismo. Durante su estancia en Vietnam pasó horas observando los pájaros y los animales; los utilizó como una vía de escape al horror que le rodeaba por todas partes. Estaba asombrado ante la carnicería de la guerra y se sentía terriblemente culpable por su papel en ella. Por el contrario, los animales parecían criaturas inocentes; no estaban movidos por elaborados planes destinados a matar a otros miembros de su misma especie. Se sintió especialmente atraído hacia los monos, hacia el sentido del orden que regía su sociedad y la forma en que resolvían sus disputas con un mínimo de lesiones físicas. Por primera vez, Sam se sintió verdaderamente fascinado.

Cuando Sam regresó a los Estados Unidos, se matriculó en la Universidad de Illinois, en Champaign-Urbana. Acabó la licenciatura en tres años y, cuando le conocí, era ayudante en la cátedra de Introducción a la Zoología, a la que yo había sido asignada. Entre los estudiantes, tenía fama de ser un tío de carácter difícil, malhablado y que se enfadaba fácilmente, en especial con los estúpidos y con los que no preparaban sus clases. Era una persona meticulosa y exigente, pero escrupulosamente justa cuando evaluaba el trabajo de los alumnos.

Según fui conociendo a Sam, descubrí que le gustaban pocas personas, pero que era absolutamente fiel a aquellos a los que admitía en su reducido círculo. Una vez me dijo que, habiendo pasado tanto tiempo entre los primates, sentía que ya no encajaba en la sociedad humana. La perspectiva de los monos, como la llamaba, le había mostrado la ridiculez del comportamiento humano.

Finalmente, Sam cambió de orientación para dedicarse a la antropología física, realizó diversos trabajos de campo en África y acabó su doctorado. Después de pasar por varias universidades, llegó a Beaufort a principios de los setenta como científico a cargo del área de los primates.

Aunque la edad había suavizado a Sam, dudaba de que alguna vez cambiase su reticencia ante la interacción social. No era que no quisiera participar. Lo hace. Su cargo de alcalde lo demuestra. Es sólo que la vida no funciona para Sam como para los demás; de modo que se compra motocicletas y alas para volar. Son máquinas que proporcionan emoción y resultan muy estimulantes, pero siguen siendo predecibles y manejables. Sam Rayburn es una de las personas más complejas e inteligentes que he conocido en mi vida.

Su señoría el alcalde estaba acodado en la barra, mirando un partido de baloncesto en la tele y bebiendo cerveza de barril.

Hice las presentaciones de rigor y, como de costumbre, Sam asumió el mando, pidió otra cerveza para él, coca-cola sin calorías para mí y Katy, y luego nos condujo hasta un reservado en la parte trasera del restaurante.

Mi hija no perdió tiempo en confirmar sus sospechas en cuanto a los planes del día siguiente. Luego acribilló a Sam a preguntas.

—¿Cuánto tiempo hace que dirige el centro de primates?

—Más de lo que me preocupa pensar en ello. Hasta hace unos diez años trabajé para otros; luego compré la jodida compañía. Estuve a punto de ir a dar con mis huesos en una casa de caridad, pero me alegro de haberlo hecho. No hay nada mejor que ser tu propio jefe.

—¿Cuántos monos viven en la isla?

—Ahora mismo cerca de cuatro mil quinientos.

—¿A quién pertenecen?

—A la FDA[6]. Mi compañía es la propietaria de la isla y se encarga de los animales.

—¿De dónde vienen los monos?

—Fueron traídos a Murtry Island desde una colonia de investigación en Puerto Rico. Tu madre y yo trabajamos allí a principios de la Edad de Bronce. Pero los monos proceden originariamente de la India. Son rhesus.

—Macaca mulatta.

Katy pronunció el género y la especie con voz cantarína.

—Muy bien. ¿Dónde has aprendido taxonomía de los primates?

—Estoy especializada en psicología. Los rhesus se utilizan para muchos trabajos de investigación. Ya sabe, como Harry Harlow y su progenie.

Sam estaba a punto de decir algo cuando la camarera llegó a la mesa trayendo platos de almejas fritas y ostras, gambas al vapor y ensalada de col. Los tres nos concentramos en añadir salsas a nuestros respectivos platos, exprimimos trozos de limón y pelamos las gambas.

—¿Para qué usan los monos?

—La población de Murtry es una colonia de reproducción y cría. Algunos de los monos pequeños son enviados a la FDA. Pero si un animal no es capturado antes de que alcance determinado peso corporal, se queda aquí de por vida. El paraíso de los monos.

—¿Qué más hay por aquí?

Mi hija no tenía ningún problema para masticar y hablar al mismo tiempo.

—No mucho más. Los monos viven en libertad, de modo que pueden ir a donde les apetezca. Establecen sus propios grupos sociales y tienen sus propias reglas. Hay estaciones de alimentación y corrales para los animales capturados, pero fuera del campamento la isla les pertenece.

—¿Qué es el campamento?

—Así llamamos al área que está junto al muelle. Hay una estación de operaciones, una pequeña clínica veterinaria, fundamentalmente para atender las urgencias, algunos cobertizos donde almacenamos el alimento de los monos y una casa-remolque donde pueden quedarse los estudiantes y los investigadores.

Mojó una ostra en salsa de cóctel, echó la cabeza hacia atrás y la dejó caer en la boca.

—En el siglo pasado, había una plantación. —Pequeñas gotas de salsa colgaban de su barba—. Pertenecía a la familia Murtry; de ahí, el nombre de la isla.

—¿Quién puede entrar allí?

Katy peló otra gamba.

—Nadie. Esos monos no tienen ningún virus y cuestan una pasta. Cualquier persona, y me refiero a cualquiera, que ponga un pie en la isla debe contar con mi aprobación. Ha de estar absolutamente inmunizada, lo que incluye una prueba de tuberculosis negativa realizada en los últimos seis meses.

Sam me miró inquisitivamente, y yo asentí.

—Pensaba que ya nadie cogía la tuberculosis.

—La prueba no es para tu protección, jovencita. Los monos son muy sensibles a la tuberculosis. Un brote de la enfermedad podría destruir la colonia antes de lo que imaginas.

Katy se volvió hacia mí.

—¿Tus estudiantes tienen que hacerse la prueba?

—Siempre.

Al principio de mi carrera, antes de que decidiera orientarme hacia los estudios forenses, el curso de mis investigaciones precisó el empleo de monos para profundizar en el proceso de envejecimiento del esqueleto. Había completado todos los cursos de primatología en la UNCC, incluido un estudio de campo en Murtry Island. Durante catorce años, había llevado a mis estudiantes a visitar ese lugar.

—¡Hmmm! —dijo Katy, dejando caer una almeja en su boca—. Esto será fabuloso.

A la siete treinta de la mañana siguiente estábamos en un embarcadero en la punta norte de Lady’s Island, ansiosas por llegar a Murtry. El paseo había sido como viajar por un terrario. Una densa niebla parecía cubrirlo todo; desdibujaba los contornos y ponía el mundo fuera de foco. Aunque Murtry estaba a menos de dos kilómetros, mi mirada se perdía en la nada más allá del espejo de agua. Cerca de nosotros, un ibis levantó el vuelo con sus largas y finas patas suspendidas detrás.

El personal que trabajaba en la isla ya había llegado y estaban cargando los dos botes del centro. Acabaron a los pocos minutos y se marcharon. Katy y yo bebíamos café mientras esperábamos la señal de Sam. Por fin, lanzó un silbido y nos hizo señas de que nos podíamos acercar. Aplastamos los vasos de plástico y los arrojamos en un tambor de petróleo convertido en contenedor de basura y nos dirigimos a la parte inferior del muelle.

Sam nos ayudó a subir a bordo. Luego desató el cabo y saltó a la embarcación. Le hizo un gesto con la cabeza al hombre que se encontraba al timón y zarpamos.

—¿Cuánto dura el viaje? —preguntó Katy a Sam.

—La marea está alta, de modo que iremos por Parrot Creek, después por el riachuelo de atrás y cortaremos por la marisma; así pues, unos cuarenta minutos.

Katy se sentó con las piernas cruzadas en el fondo de la embarcación.

—Será mejor que te levantes y te apoyes contra el borde —sugirió Sam—. Cuando Joey reduce la velocidad, este trasto comienza a dar brincos. La vibración es suficiente para machacarte las vértebras.

Katy se levantó, y Sam le alcanzó un cabo.

—Cógete a esto. ¿Quieres un chaleco salvavidas?

Katy sacudió la cabeza. Sam me miró.

—Es una buena nadadora —le aseguré. En ese momento, Joey le dio gas al motor, y la embarcación cobró vida. Atravesamos a buena velocidad una zona de aguas abiertas; el viento agitaba cabellos y ropas, y se llevaba las palabras de los labios. En un momento dado, Katy dio unos golpecitos a Sam en el hombro y señaló una boya.

—Trampas para cangrejos —gritó Sam. Más adelante, le mostró un nido de águilas pescadoras construido en la parte superior de un marcador del cauce. Katy asintió alegremente.

Poco después, dejamos las aguas abiertas y entramos en la marisma. Joey conducía la barca con los pies separados y los ojos fijos delante de la proa mientras maniobraba con el timón, pilotando a través de estrechos senderos de agua. En ninguno de los riachos parecía haber más de dos metros de espacio libre. Nos inclinamos hacia la izquierda, y luego hacia la derecha, serpenteando a través del atajo en tanto la barca lanzaba un fino rocío sobre la hierba a ambos lados.

Katy y yo nos cogíamos a la barca y entre nosotras, sintiendo que nuestros cuerpos obedecían a la fuerza centrífuga en los giros bruscos; reíamos y disfrutábamos de la emoción de la velocidad y la belleza del día. Pese a lo mucho que amo Murtry Island, creo que siempre he amado más el viaje hasta la isla.

Cuando llegamos a Murtry, la niebla se había disipado. Los rayos del sol calentaban el muelle y moteaban el cartel que indicaba la entrada a la isla. Una suave brisa movía las hojas, enviando manchones danzarines de luz y sombra, que cambiaban de forma sobre las palabras «Propiedad del gobierno. Entrada prohibida».

Cuando descargaron los botes y todo el mundo estuvo dentro de la estación, Sam presentó a Katy al resto del personal. Yo conocía a la mayoría de ellos, aunque había algunas caras nuevas. Joey había sido contratado hacía dos veranos. Fred y Hank aún estaban en fase de formación y aprendizaje. Mientras hacíamos las presentaciones, Sam nos brindó un resumen de la operación.

Joey, Larry, Tommy y Fred eran técnicos y su trabajo principal consistía en el mantenimiento día a día de las instalaciones y el transporte de suministros. También se encargaban de la pintura y las reparaciones, limpiaban los corrales y las estaciones de alimentación, y se cuidaban de que los animales contaran con alimentos y agua.

Jane, Chris y Hank participaban más directamente en todo lo relacionado con los monos; controlaban a los diferentes grupos para recabar datos.

—¿De qué tipo? —preguntó Katy.

—Embarazos, nacimientos, muertes, problemas veterinarios. Mantenemos un control estricto de la población. Y también desarrollamos proyectos de investigación. Jane trabaja actualmente en un estudio relacionado con la serotonina. Sale cada día para registrar determinados tipos de comportamiento y comprobar qué monos son más agresivos, más impulsivos. Luego confrontamos esos datos con sus niveles de serotonina. También estudiamos su jerarquía. Los monos de Jane llevan collares telemétricos que emiten una señal y, de ese modo, están siempre localizables. Probablemente descubrirás alguno.

—La serotonina es un compuesto químico presente en la sangre, en el cerebro y en la mucosa gástrica —añadí.

—Sí —dijo Katy—, un neurotransmisor que, según algunos estudios, puede estar relacionado con las manifestaciones agresivas.

Sam y yo intercambiamos una sonrisa. ¡Vaya con la niña!

—¿Cómo se dan cuenta de que un mono es impulsivo? —preguntó Katy.

—Porque asume más riesgos. Los saltos del macho de un árbol a otro son más largos. Y abandona la familia a una edad más temprana.

—¿El macho?

—Es un estudio piloto. Nada de chicas.

—Puedes ver a uno de mis chicos en el campamento —dijo Jane, sujetando a la cintura una caja provista de una larga antena—. J-7. Está en el grupo O, que siempre anda por aquí.

—¿Es el cleptómano? —preguntó Hank.

—Así es. Coge cualquier cosa que no esté clavada al suelo. El otro día se llevó otro bolígrafo, y el reloj de Larry. Pensaba que a Larry le iba a dar un infarto mientras lo perseguía para recuperar el reloj.

Cuando todos tuvieron sus equipos preparados, comprobaron las tareas asignadas y se marcharon. Sam llevó a Katy a dar un paseo por la isla. Yo fui con ellos, y comprobé que mi hija se convertía en una observadora de monos. Mientras recorríamos los senderos sinuosos de la isla, Sam iba señalando las estaciones de alimentación y describía los grupos que frecuentaban cada una de ellas. Hablaba de territorios y jerarquías dominantes y líneas maternas en tanto Katy se llevaba los prismáticos a los ojos y escrutaba los árboles.

En la estación de alimentación E, Sam arrojó algunos granos de maíz contra el techo de metal corrugado.

—Quedaos quietas y observad —dijo.

Pocos segundos después, escuchamos el siseo de las hojas al moverse y vimos un grupo que se acercaba. En pocos minutos, estábamos rodeados de monos; había algunos en los árboles y otros saltaban a tierra para coger los granos de maíz. Katy estaba fascinada.

—Es el grupo F —dijo Sam—. Es pequeño, pero está dirigido por una de las hembras de mayor jerarquía que hay en la isla. Esa mona es una maravilla.

Cuando regresamos nuevamente a la estación principal, Sam ya había ayudado a Katy a diseñar su proyecto. Ella organizó sus notas mientras Sam buscaba una bolsa de maíz. Katy la cogió y volvió a marcharse. La vi desaparecer a través de un túnel de robles. Los binoculares se mecían sobre su cadera.

Sam y yo nos quedamos en el porche cubierto y hablamos durante un buen rato. Luego se fue a trabajar y yo saqué mis notas del maletín para continuar el trabajo para la universidad. Aunque lo intenté, me resultó difícil concentrarme. Los modelos del seno resultaban poco atractivos cuando podía alzar la vista y ver el estuario iluminado por el sol y oler el aire con aroma a sal y pino.

El personal de la estación regresó al mediodía, y Katy entre ellos. Después de comer unos bocadillos, Sam volvió a sus datos, y Katy, al bosque.

Retomé mi trabajo, pero fue inútil. Me quedé dormida en la tercera página.

Me despertó un sonido familiar.

¡Tunk! Rat a tat a tat a tat a tat a tat a tat. ¡Tunk! Rat a tat a tat tat tat.

Dos monos habían saltado desde un árbol y corrían sobre el techo del porche. Tratando de hacer el menor ruido posible, abrí la puerta con tejido de alambre y salí al exterior. El grupo O había entrado en el campamento y se había instalado en las ramas que se proyectaban sobre la estación. La pareja que me había despertado saltó desde el techo de la estación a la casa-remolque y se acomodó a ambos lados del techo.

—Es él. —No había oído que Sam se había acercado hasta que se colocó detrás de mí—. Mira.

Me dio los prismáticos.

—Puedo ver los tatuajes —dije leyendo el pecho de cada uno de los monos—. J-7 y GN-9. J-7 tiene un collar.

Le devolví los prismáticos a Sam y observó a la pareja de nuevo.

—¿Qué diablos lleva en la mano? ¿No tendrá todavía el reloj de Larry?

Me pasó los prismáticos.

—Es algo brillante. Parece de oro cuando refleja la luz del sol.

En ese momento, GN-9 se lanzó contra J-7 con la boca abierta en señal de clara amenaza. J-7 lanzó un chillido y abandonó el techo de la casa-remolque; se lanzó de rama en rama hasta quedar fuera de nuestro campo visual. Su tesoro se deslizó por el techo y cayó en el canal de desagüe.

—Veamos de qué se trata.

Sam acercó una escalera y la apoyó contra la casa-remolque. Apartó unas telarañas, comprobó la resistencia del primer escalón y luego subió.

—¿Qué demonios?

—¿Qué?

—Hijo de puta.

—¿Qué es?

Hizo girar algo entre las manos.

—Que me cuelguen.

—¿Qué es?

Intenté ver qué era lo que el mono había dejado caer, pero el cuerpo de Sam me lo impedía.

Sam permanecía inmóvil en el extremo de la escalera con la cabeza inclinada.

—Sam, ¿qué es?

Sin decir una palabra bajó los peldaños y me entregó el misterioso objeto para que lo examinara. Supe al instante de qué se trataba y lo que significaba, y sentí que el sol se apagaba.

Miré a Sam, y ambos permanecimos en silencio.