Capítulo 3
El bombero voluntario nos acompañó a la planta baja, y los tres pasamos a la zona trasera de la casa. Ahí, la mayor parte del techo había desaparecido y la luz del sol se filtraba en el lóbrego interior. Partículas de polvo y hollín bailaban en el aire gélido.
Nos detuvimos al llegar a la entrada de la cocina. Hacia la izquierda podía distinguir los restos de un mostrador, un fregadero y varios aparatos eléctricos. La lavadora estaba abierta y su contenido negro y derretido. Por todas partes había maderas carbonizadas; eran las mismas estacas gigantes que había visto en las habitaciones principales.
—Será mejor que se queden junto a las paredes —dijo el bombero, e hizo un gesto con el brazo antes de desaparecer a través del quicio de la puerta.
Volvió a aparecer segundos más tarde y se dirigió hacia la parte occidental de la habitación. Detrás de él, la cubierta del mostrador estaba curvada hacia arriba como si fuese un regaliz gigante. Incrustados en esa superficie se veían fragmentos de botellas de vino hechas añicos y diferentes bulbos de distintos tamaños, imposibles de identificar.
LaManche y yo seguimos al bombero, deslizándonos junto a la pared principal. Luego, en la esquina, giramos y nos movimos a lo largo del mostrador. Nos mantuvimos lo más lejos posible del centro de la habitación, abriéndonos paso con dificultad a través de escombros calcinados, contenedores de metal que habían estallado y bombonas de propano chamuscadas.
Me detuve junto al bombero, de espaldas al mostrador, y examiné los daños causados por el incendio. La cocina y la habitación contigua habían quedado reducidas a cenizas. Los techos habían desaparecido, y la pared medianera sólo constaba de unas cuantas maderas achicharradas. Lo que antes había sido el suelo era entonces un profundo agujero negro. Una escalera extensible formaba un ángulo desde abajo en nuestra dirección. A través de la abertura, alcancé a ver un grupo de hombres provistos de cascos que apartaban los escombros y los retiraban del sótano.
—Allí hay un cuerpo —dijo mi guía, señalando la abertura con un leve movimiento de la cabeza—. Lo encontramos tras comenzar a quitar los escombros del suelo cuando cedió.
—¿Sólo uno o hay más? —pregunté.
—No lo sé. Ni siquiera parece humano.
—¿Adulto o niño?
Me miró como preguntando: «Señora, ¿es usted imbécil o qué?».
—¿Cuándo podré bajar?
Sus ojos se desviaron hacia LaManche y luego volvió a mirarme.
—Eso depende del jefe. Aún están limpiando la zona. No queremos que nada caiga sobre su bonito cráneo.
Me obsequió con lo que sin duda él creía que era una sonrisa cautivadora. Probablemente se dedicaba a practicarla delante del espejo.
LaManche, el bombero y yo seguimos observando cómo los bomberos apartaban trozos de madera y caminaban pesadamente por el sótano cargados de escombros. Desde algún lugar que quedaba fuera de nuestro campo visual pude oír que alguien decía algo divertido y el sonido de cosas que eran arrancadas y arrastradas.
—¿Han considerado la posibilidad de que tal vez estén destruyendo pruebas? —pregunté.
El bombero me miró como si yo acabara de sugerir que la casa había sido alcanzada por un cometa.
—No son más que tablas del piso y mierda que cayó desde este nivel.
—Esa mierda podría ayudarnos a establecer una secuencia —dije, con un tono de voz tan helado como los carámbanos que había en el mostrador detrás de nosotros—. O la posición del cuerpo.
El bombero tensó los músculos de la cara.
—Allí abajo todavía podría haber zonas peligrosas, señora. Usted no querría que nada le estallara en la cara, ¿verdad?
Hube de admitir que no.
—Y a ese tío ya nada puede ayudarle.
En el interior del casco podía sentir un intenso latido a lo largo de mi bonito cráneo.
—Si la víctima se encuentra tan quemada como usted sugiere, sus compañeros podrían estar destruyendo partes importantes del cuerpo.
El músculo del maxilar inferior formó un bulto en la mejilla mientras desviaba la mirada en busca de apoyo. LaManche no abrió la boca.
—De todos modos, no creo que el jefe los deje bajar —dijo.
—Necesito bajar ahora mismo para estabilizar lo que haya allí; especialmente los dientes. —Pensé en los niños. Esperaba encontrar dientes, un montón de dientes; todos de adulto—. Si es que ha quedado alguno.
El bombero me miró de arriba abajo, evaluando mi estructura de metro sesenta y ocho y cincuenta y cinco kilos. Aunque la vestimenta térmica desdibujaba mis formas y el casco ocultaba mi larga cabellera, el hombre vio lo suficiente como para convencerse de que yo no pertenecía a ese lugar.
—¿No pensará realmente bajar allí?
Miró a LaManche buscando un aliado.
—La doctora Brennan se encargará de la recuperación de los cuerpos.
—Estidecolistabernac!
Esa vez no necesité un intérprete para comprender lo que acababa de decir. El bombero macho pensaba que ese trabajo requería un buen par de cojones.
—Las zonas peligrosas no son problema —dije, mirándole fijamente a los ojos—. De hecho, habitualmente prefiero trabajar entre las llamas. Lo encuentro más cálido.
El bombero se cogió a las barandillas laterales, se balanceó sobre la escalera y, acto seguido, se deslizó hacia el sótano sin tocar en ningún momento los peldaños con los pies.
Genial: también se dedicaba a los números acrobáticos. Podía imaginarme perfectamente lo que le estaba diciendo al jefe.
—Son voluntarios —dijo LaManche, casi sonriendo—. Debo acabar mi trabajo en la planta superior, pero me reuniré con usted luego.
Le observé mientras se las ingeniaba para llegar hasta la puerta, con los hombros ligeramente encorvados en un gesto de profunda concentración. Al cabo de unos segundos, el jefe asomó la cabeza por la escalera que llevaba al sótano. Era el mismo hombre que nos había indicado la presencia de los dos cadáveres en la planta superior.
—¿Es usted la doctora Brennan? —preguntó en inglés.
Asentí, preparándome para una discusión.
—Luc Grenier. Estoy al mando de la escuadra de bomberos voluntarios de St. Jovite. —Se desabrochó la correa que sujetaba el casco y dejó que colgase. Era mayor que su misógino compañero de equipo—. Necesitaremos otros diez o quince minutos para asegurar el sótano. Fue la última sección que sofocamos, de modo que aún podría haber algunos puntos calientes. —La correa se agitaba mientras hablaba—. Esto era un infierno y no queremos que se produzca un estallido. —Señaló hacia algún punto detrás de mí—. ¿Ve cómo se ha deformado esa cañería?
Me volví para echar un vistazo.
—Eso es cobre. Para fundir el cobre es necesario que la temperatura supere los mil cien grados centígrados. —Sacudió la cabeza, y la correa del casco bailó atrás y adelante—. Un verdadero infierno.
—¿Sabe cómo se inició el fuego? —pregunté.
El hombre señaló una bombona de propano que había junto a mis pies.
—Hasta ahora hemos contado una docena de esos jodidos trastos. Alguien sabía con exactitud lo que estaba haciendo o realmente se cargó la barbacoa de la familia. —Se sonrojó ligeramente—. Lo siento.
—¿Premeditado?
El jefe Grenier se encogió de hombros y alzó las cejas.
—No me corresponde a mí decirlo. —Volvió a abrocharse la correa del casco y se aferró a ambas barandillas de la escalera—. Sólo estamos moviendo los escombros para asegurarnos de que el fuego se ha extinguido por completo. Esta cocina estaba llena de trastos. Eso proporcionó el combustible que calcinó el suelo. Tendremos mucho cuidado al limpiar la zona que rodea esos huesos. Haré sonar el silbato cuando la zona haya quedado despejada.
—No arroje agua sobre los restos —dije.
Me saludó con la mano y desapareció por la escalera.
Pasaron treinta minutos antes de que me permitiesen bajar al sótano de la casa. Durante ese tiempo fui a la furgoneta a buscar mi equipo y me puse en contacto con uno de los fotógrafos. Le dije a Pierre Gilbert que colocara una pantalla y un foco en el sótano.
El sótano era un espacio grande y abierto, oscuro y húmedo, y más frío que Yellowknife en enero. En el extremo más alejado había una caldera, y las tuberías se elevaban, negras y retorcidas, como si fuesen las ramas de un roble gigante muerto. Me recordó otro sótano que había visitado no hacía mucho tiempo. Aquél había ocultado a un asesino en serie.
Las paredes eran de bloques de hormigón. Los bomberos habían quitado la mayor parte de los escombros y los habían apilado contra ellas, dejando expuesto el suelo oscuro y sucio. En algunos lugares, el fuego lo había vuelto de un marrón rojizo; en otros, se veía negro y parecía duro como la piedra, como baldosas de cerámica cocidas en un horno. Todo estaba cubierto por una fina capa de escarcha.
El jefe Grenier me llevó a un lugar situado a la derecha de donde se había desplomado el piso de la cocina. Me dijo que no habían encontrado ningún cuerpo más. Esperaba que tuviera razón. La sola idea de examinar todo el sótano, pasando por el cedazo una tonelada de polvo, casi me hacía saltar las lágrimas. Después de desearme buena suerte, se alejó para reunirse con sus hombres.
La luz del sol que entraba en la cocina apenas llegaba hasta esa zona del sótano, de modo que saqué una linterna de gran potencia de la mochila y dirigí el haz de luz a mi alrededor. Un solo vistazo fue suficiente para que la adrenalina recibiera el pistoletazo de salida. Eso no era lo que había esperado.
Los restos ocupaban una longitud de al menos tres metros. En su mayor parte, habían quedado reducidos a pequeños huesos y mostraban diferentes grados de exposición al calor.
En uno de los montones había una cabeza rodeada de fragmentos de tamaños y formas diferentes. Algunos eran negros y brillantes, como el cráneo. Otros eran de color blanco gredoso y parecían a punto de desintegrarse, que era exactamente lo que pasaría si no se los manipulaba de manera correcta. El hueso calcinado es ligero como una pluma y extremadamente frágil. Sí, sería una recuperación realmente complicada.
Más o menos a un metro al sur del cráneo se veía un conjunto de vértebras, costillas y huesos largos, ordenados en una burda posición anatómica. También eran blancos y estaban totalmente calcinados. Observé la orientación de las vértebras y la posición de los huesos de los brazos. Los restos yacían boca arriba; un brazo estaba cruzado sobre el pecho, y el otro colocado encima de la cabeza.
Debajo de los brazos y del pecho había una masa negra en forma de corazón, con dos huesos largos y fracturados proyectados hacia fuera de la parte central. Era la pelvis. Un poco más allá, alcancé a ver los huesos calcinados y fragmentados de las piernas y los pies.
Me sentí aliviada, aunque también algo desconcertada. Parecía que los restos correspondían a una única víctima adulta, pero los huesos de los niños son diminutos y muy frágiles, y bien podían estar escondidos debajo. Rogué para no encontrar ninguno cuando comencé a tamizar las cenizas y los sedimentos.
Tomé notas, saqué fotografías con la Polaroid y luego comencé a apartar la tierra y las cenizas con ayuda de un pincel de cerdas blandas. Lentamente fui dejando al descubierto una mayor superficie ósea. Examiné con cuidado los restos apartados y los reuní en un pequeño montón para analizarlos más tarde.
LaManche regresó cuando yo terminaba de quitar la porquería que estaba en contacto directo con los huesos. Observó en silencio mientras yo sacaba cuatro estacas, un ovillo de hilo y tres cintas métricas retráctiles de mi caja de herramientas. Fijé una de las estacas en el suelo, justo encima del grupo de huesos craneales, y enganché los extremos de dos de las cintas métricas a un clavo en la parte superior de la estaca. Extendí una de las cintas unos tres metros hacia el sur y clavé una segunda estaca.
LaManche sostuvo esa cinta métrica en la segunda estaca mientras yo regresaba a la primera y extendía la otra cinta, de forma perpendicular, tres metros hacia el este. Con la tercera cinta medí una hipotenusa de un poco más de cuatro metros desde la estaca de LaManche hacia la esquina noreste. En el punto de intersección de la segunda y la tercera cinta clavé la tercera estaca. Gracias a Pitágoras, había conseguido un ángulo recto perfecto, con dos lados de tres metros.
Quité la segunda cinta métrica de la primera estaca, la enganché a la estaca de la esquina noreste y la extendí tres metros hacia el sur. LaManche alargó su cinta tres metros hacia el este. En el punto de unión de estas cintas procedí a clavar la cuarta estaca.
Pasé un hilo alrededor de las cuatro estacas, encerrando los restos en un cuadrado de nueve metros cuadrados con esquinas en ángulo recto. Cuando hiciera las mediciones correspondientes, lo haría formando triángulos a partir de las estacas. Si era necesario, podría dividir el cuadrado en cuadrantes, o partirlo en cuadrículas para hacer observaciones más fiables y precisas.
Dos técnicos encargados de recoger pruebas bajaron al sótano cuando yo estaba colocando una flecha que indicaba el norte en el grupo de huesos craneales. Ambos llevaban trajes polares azul oscuro con la leyenda «Section d’Identité Judiciaire» estampada en las espaldas. Sentí envidia de ellos. El frío húmedo del sótano era como un cuchillo; penetraba a través de la ropa y llegaba hasta la carne.
Ya había trabajado con Claude Martineau en alguna otra ocasión, pero el otro técnico era nuevo para mí. Nos presentamos mientras ellos colocaban la pantalla y el foco portátil.
—Llevará un poco de tiempo procesar todo esto —dije indicando el cuadrado delimitado por las estacas—. Quiero localizar cualquier pieza dental que se haya conservado y estabilizarla si es necesario. También debo tratar los extremos de las costillas y el pubis si encuentro alguno. ¿Quién se encargará de las fotos?
—Halloran está de camino —dijo Sincennes, el segundo técnico.
—Muy bien. El jefe Grenier dice que aquí abajo no hay nadie más, pero no nos hará daño examinar todo este sótano.
—Se supone que en esta casa vivían niños —dijo Martineau con una expresión sombría. Tenía dos hijos.
—Sugiero que busquemos procediendo por cuadrículas.
Miré a LaManche. Asintió.
—De acuerdo —dijo Martineau.
Él y su compañero encendieron las luces de su casco y se trasladaron al extremo opuesto del sótano. Caminarían adelante y atrás en líneas paralelas; primero de norte a sur y luego de este a oeste. Cuando hubieran acabado, cada centímetro del suelo del sótano habría sido examinado dos veces.
Tomé varias fotografías más con la Polaroid y después comencé a despejar el cuadrado. Con la ayuda de un desplantador, un pico dental y una pala de plástico para recoger la basura, aflojé y quité la suciedad que cubría el esqueleto, dejando los huesos en su lugar. Cada sustrato de tierra fue a parar al cedazo. Allí separé el cieno, la tela, las cenizas, los clavos, la madera y el plástico de los fragmentos óseos. Coloqué estos últimos en algodón quirúrgico y luego en recipientes de plástico herméticamente cerrados, apuntando su procedencia en mi cuaderno de notas. Al rato, llegó Halloran y comenzó a tomar fotos.
De vez en cuando, echaba un vistazo a LaManche. Observaba todo lo que hacíamos con su habitual máscara solemne. Desde que conocía a mi jefe, raramente le había visto expresar alguna clase de emoción. A lo largo de los años, LaManche había sido testigo de muchas cosas y tal vez el sentimiento era demasiado caro para él. Pasados algunos minutos, habló.
—Temperance, si no hay nada que yo pueda hacer aquí, estaré arriba.
—De acuerdo —contesté pensando en el cálido sol del exterior—. Aún tardaré un poco con todo esto.
Miré mi reloj. Eran las once y diez. Detrás de LaManche podía ver a Martineau y Sincennes; se arrastraban hombro con hombro, y con los ojos fijos en el suelo, como dos mineros buscando una rica veta.
—¿Necesita alguna cosa?
—Necesitaré una bolsa para cadáveres que contenga una sábana blanca y limpia. Asegúrese de que colocan debajo una tabla rígida o una bandeja metálica. Una vez que haya separado estos fragmentos no quiero que vuelvan a mezclarse cuando los transporten al laboratorio.
—Por supuesto.
Volví a concentrarme en mi trabajo de escarbar la tierra y cribarla en el cedazo. Tenía tanto frío que me temblaba todo el cuerpo y cada pocos minutos debía interrumpir lo que estaba haciendo para calentarme las manos. En algún momento, llegó la gente del depósito de cadáveres con la bolsa de plástico y la bandeja metálica para recoger los restos. El último bombero abandonó el lugar y en el sótano se hizo el silencio.
Finalmente, todo el esqueleto quedó expuesto. Tomé notas y dibujé la disposición de las diferentes partes mientras Halloran continuaba sacando fotos.
—¿Le importa si subo a beber un poco de café caliente? —preguntó cuando terminamos.
—No. Gritaré si lo necesito. Aún me quedaré un rato metiendo los huesos en la bolsa.
Cuando Halloran se marchó comencé a trasladar los restos a la gran bolsa de plástico en la que habitualmente se colocan los cadáveres; empecé por los pies y avancé hacia la cabeza. La pelvis se encontraba en buen estado. La recogí y la coloqué sobre la sábana. Las sínfisis púbicas estaban incrustadas en tejido calcinado. No necesitarían estabilización.
Dejé los huesos de brazos y piernas encajados en el sedimento. Los mantendría unidos hasta que pudiese limpiarlos y clasificarlos en la sala de autopsias. Repetí la operación con la región torácica, levantando con sumo cuidado las secciones con una pala de hoja plana. No se había salvado nada de la parte anterior de la caja torácica, de modo que no debía preocuparme por no dañar los extremos. Por el momento, dejé el cráneo en su lugar.
Después de levantar el esqueleto, examiné los primeros veinticinco centímetros de sedimento; comencé en la estaca colocada en el suroeste y avancé hacia el noreste. Estaba acabando la labor en la última esquina del cuadrado cuando lo descubrí, aproximadamente a cincuenta centímetros al este del cráneo y a una profundidad de cinco centímetros. El estómago me dio un pequeño vuelco. ¡Sí!
Era el maxilar inferior. Con mucho cuidado aparté la tierra y las cenizas hasta dejar al descubierto un ramal ascendente derecho completo, un fragmento del ramal izquierdo y una porción del cuerpo mandibular. Este último conservaba siete dientes.
El hueso exterior aparecía cuarteado con múltiples grietas. Era fino y ligero, y de color blanco. El interior, de consistencia esponjosa, estaba descolorido y parecía muy frágil, como si cada filamento hubiese sido hilado por una araña liliputiense y luego dejado al aire libre para que se secara. El esmalte de los dientes ya se estaba astillando y sabía que todo el conjunto se desintegraría a la menor alteración.
Saqué un frasco lleno de líquido de mi mochila, lo agité y me aseguré de que no quedara ningún cristal en la solución. Luego cogí un puñado de pipetas desechables de cinco mililitros.
Apoyada sobre manos y rodillas, abrí el frasco, cogí una pipeta, le quité la envoltura y la introduje en el frasco. Pellizqué el bulbo para llenar la pipeta con la solución y luego dejé que el líquido gotease sobre el maxilar inferior. Gota a gota, empapé cada fragmento del hueso, asegurándome de que el líquido penetraba profundamente. Perdí la noción del tiempo.
—Bonito ángulo —oí en inglés.
Mi mano se agitó involuntariamente, y unas gotas de Vinac cayeron sobre la manga de mi chaqueta. Tenía la espalda rígida y los tobillos y las rodillas trabados, de modo que bajar rápidamente el trasero no era una opción viable. Con lentitud, conseguí sentarme sobre mis nalgas. No tuve necesidad de mirar.
—Gracias, detective Ryan.
Se dirigió al otro extremo de la cuadrícula y se quedó observándome. A pesar de la pobre iluminación del sótano, pude comprobar que sus ojos eran tan azules como los recordaba. Llevaba un abrigo de cachemir negro y una bufanda de lana roja.
—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —dijo Ryan.
—Así es. ¿Cuándo fue eso?
—En los tribunales.
—El juicio por el caso Fortier.
Ambos esperábamos nuestro turno para testificar.
—¿Todavía sale con Perry Mason?
Decidí ignorar la pregunta. El otoño anterior había salido algunas veces con un abogado defensor a quien había conocido en mi curso de tai-chi.
—¿No cree que eso es confraternizar con el enemigo?
Tampoco respondí a esa pregunta. Obviamente mi vida sexual era un tema de interés para el grupo de homicidios.
—¿Cómo le va?
—De maravilla. ¿Y a usted?
—No puedo quejarme. Y si lo hiciera nadie me escucharía.
—Podría comprarse un perro.
—Sí, podría intentarlo. ¿Qué contiene el cuentagotas? —preguntó señalando mi mano con un dedo enfundado en un guante de cuero.
—Vinac. Es una solución compuesta por metanol y una resina de acetato de polivinilo. El maxilar inferior está muy quemado y tengo la intención de conservarlo intacto.
—¿Y con eso lo conseguirá?
—Siempre que el hueso se mantenga seco, la solución penetrará en su interior e impedirá que se resquebraje.
—¿Y si no está seco?
—El Vinac no se mezcla con el agua, de modo que permanecerá en la superficie y se volverá blanco. Los huesos tendrán el aspecto de haber sido rociados con látex.
—¿Cuánto tiempo tarda en secarse?
Me sentía como un mago.
—Se seca rápidamente a causa de la evaporación del alcohol. Tarda entre treinta y sesenta minutos, aunque el hecho de encontrarnos en el círculo polar subártico no ayuda precisamente a acelerar el proceso.
Comprobé los fragmentos del maxilar inferior, dejé caer unas cuantas gotas más de solución sobre uno de ellos y luego puse la pipeta sobre la tapa del frasco. Ryan se acercó y me tendió la mano. Se la estreché y me puse de pie. Luego me abracé el cuerpo y metí las manos bajo las axilas. No sentía los dedos y sospechaba que tenía la nariz del color de la bufanda de Ryan.
—Esto está más frío que la teta de una bruja —dijo echando un vistazo al sótano. Mantuvo un brazo a la espalda en un curioso ángulo—. ¿Cuánto tiempo hace que está aquí abajo?
Miré el reloj. No era de extrañar que estuviese hipotérmica. Era la una y cuarto.
—Más de cuatro horas.
—¡Cielos! Tendrán que hacerle una transfusión.
De pronto, lo comprendí. Ryan estaba trabajando en un homicidio.
—¿El incendio fue provocado?
—Probablemente.
Hizo aparecer una bolsa blanca que había mantenido oculta a la espalda y de ella sacó un vaso hermético de plástico y un bocadillo de máquina, y los agitó delante de mí.
Me lancé hacia ellos. Ryan retrocedió.
—Quedará en deuda conmigo.
—Estoy trabajando en ello.
El salchichón estaba pastoso, y el café, tibio, pero me parecieron maravillosos. Hablamos mientras yo comía.
—Dígame por qué piensa que el incendio fue provocado —dije mientras masticaba.
—Dígame qué ha encontrado aquí.
Muy bien; me llevaba un bocadillo de ventaja.
—Una persona. Podría ser joven, pero no era un niño pequeño.
—¿Ningún bebé?
—Ningún bebé. Le toca a usted.
—Parece que alguien empleó el viejo e infalible método. El fuego se extendió entre las tablas del piso. Eso implica el uso de un catalizador líquido; probablemente, gasolina. Encontramos docenas de latas de gasolina vacías.
—¿Eso es todo? —pregunté mientras daba el último mordisco al bocadillo.
—El fuego se originó en varios puntos. Una vez declarado se extendió como un hijo de perra, porque hizo estallar la mayor colección de bombonas de propano del mundo. Se fueron produciendo explosiones a medida que el fuego avanzaba: cada bombona, una explosión.
—¿Cuántas?
—Catorce.
—¿El fuego se inició en la cocina?
—Y en la habitación contigua, hubiese lo que hubiese allí. Ahora resulta difícil decirlo.
Me quedé pensando en lo que acababa de decir.
—Eso explica la cabeza y el maxilar inferior.
—¿Qué pasa con la cabeza y el maxilar inferior?
—Estaban aproximadamente a un metro y medio del resto del cuerpo. Si una de las bombonas de propano cayó al sótano junto con la víctima y estalló más tarde, eso podría haber provocado que la cabeza se quemase lejos del tronco. Y lo mismo pudo pasar con el maxilar inferior.
Acabé el café deseando tener otro bocadillo.
—¿Es posible que las bombonas se incendiaran accidentalmente?
—Todo es posible.
Sacudí unas migas que habían quedado en la chaqueta y pensé en los donuts de LaManche. Ryan pescó en la bolsa y me alcanzó una servilleta.
—Muy bien. El fuego se originó en varios focos y hay pruebas de que se usó un catalizador. Fue provocado. ¿Por qué?
—¡Me ha cogido! —Señaló la bolsa que contenía los restos calcinados—. ¿Quién es?
—¡Me ha cogido!
Ryan regresó a la planta superior y yo a mi trabajo de reconstrucción. El maxilar inferior no estaba completamente seco, de modo que me concentré en el cráneo.
El cerebro contiene gran cantidad de agua. Cuando se le expone al fuego, comienza a hervir y provoca una gran presión hidrostática en el interior de la cabeza. Con calor suficiente, la cavidad craneal puede agrietarse o incluso explotar. Esa persona estaba en bastante buen estado. Aunque el rostro había desaparecido y el hueso exterior se había quemado y escamado, grandes segmentos del cráneo permanecían intactos. Considerando la intensidad del fuego, esta circunstancia me sorprendió.
Cuando quité del cráneo la suciedad y las cenizas, y lo examiné más detenidamente, comprendí por qué. Por un momento sólo contemplé lo que tenía delante de mí. Luego hice girar el cráneo e inspeccioné el hueso frontal.
¡Dios mío!
Trepé por la escalera y asomé la cabeza en la cocina. Ryan estaba junto al mostrador hablando con el fotógrafo.
—Será mejor que baje —dije.
Ambos alzaron las cejas y se señalaron el pecho.
—Los dos.
Ryan dejó el vaso de café que sostenía en la mano.
—¿Qué ocurre?
—Es posible que no estuviera vivo cuando empezó el fuego.