Capítulo 1

Si los cuerpos estaban allí, yo no podía encontrarlos.

Afuera, el viento continuaba ululando. En el interior de la vieja iglesia, sólo el ruido que hacía mi desplantador al rascar la tierra y el zumbido de un generador y un calefactor portátiles resonaban espectralmente en aquel enorme espacio. En lo alto, las ramas arañaban las ventanas cubiertas con maderas, como si fuesen dedos rugosos y deformes sobre pizarras de contrachapado.

El grupo permanecía detrás de mí, muy juntos pero sin tocarse y con las manos metidas en el fondo de los bolsillos. Podía escuchar sus breves movimientos de un lado a otro: un pie que se levantaba, y luego el otro. Las botas hacían crujir el suelo helado. Nadie hablaba. El frío nos había entumecido, sumiéndonos en un profundo silencio.

Un pequeño cono de tierra desapareció a través de la malla de red de un cuarto de pulgada mientras yo la esparcía suavemente con el desplantador. La consistencia granulosa del subsuelo había sido una agradable sorpresa. Teniendo en cuenta las características de la superficie, había esperado encontrar permafrost en toda la profundidad de la excavación. Sin embargo, las dos últimas semanas habían sido extrañamente cálidas en Quebec, de manera que la nieve se había fundido y la tierra se había ablandado. La típica suerte de Tempe. Aunque el cosquilleo de la primavera había sido barrido por otra invasión de viento procedente del Ártico, ese suave receso climático había dejado la tierra blanda y fácil de excavar; bien. La noche anterior la temperatura había descendido hasta los catorce bajo cero; no tan bien. Pese a que la tierra aún no había vuelto a congelarse, el aire era helado. Tenía los dedos tan fríos que apenas si podía doblarlos.

Estábamos cavando nuestra segunda zanja, pero en el cedazo sólo se recogían guijarros y fragmentos de roca. A esa profundidad yo no esperaba demasiado, pero nunca se sabía. Aún no había logrado completar a lo largo de mi carrera una exhumación que respondiese a las previsiones.

Me volví hacia un tipo que llevaba una parka negra y una gorra tejida calada hasta los ojos. Calzaba botas de cuero con cordones hasta la rodilla, y dos pares de calcetines asomaban sobre el borde superior. Su cara era del color de la sopa de tomate.

—Sólo unos centímetros más. —Hice un gesto con la palma hacia abajo, como si estuviese acariciando el lomo de un gato—. Lentamente; debes ir lentamente.

El tipo asintió. Luego empujó con fuerza la pala de mango largo en la estrecha zanja, gruñendo como Monica Seles al lanzar el primer servicio.

Par pouces! —exclamé cogiendo la pala con fuerza—. ¡Poco a poco! —Repetí el movimiento que le había estado enseñando durante toda la mañana, como si estuviese cortando rebanadas de pan—. Queremos extraerlo en capas finas. —Volví a decirlo en un lento y cuidadoso francés.

Estaba claro que el hombre no compartía mi sensibilidad. Tal vez fuese a causa del aburrimiento que producía aquella tarea, o tal vez la idea de estar desenterrando muertos. Sopa de Tomate sólo quería acabar el trabajo y largarse de aquel lugar.

—Por favor, Guy, ¿quieres volver a intentarlo? —dijo una voz masculina a mis espaldas.

—Sí, padre —masculló el hombre.

Guy reanudó el trabajo, sacudiendo la cabeza, pero rascando el suelo como yo le había enseñado, para luego arrojar la tierra en la fina malla del cedazo. Desvié la mirada de la tierra negra al pozo, buscando alguna señal que indicase que nos encontrábamos cerca de una sepultura.

Hacía varias horas que estábamos cavando y podía sentir que la tensión aumentaba en el grupo de personas que se encontraba detrás de mí. El balanceo de las monjas también había incrementado la cadencia de su ritmo. Me volví para darle al grupo de religiosas lo que esperaba que fuese una mirada tranquilizadora. Mis labios estaban tan rígidos que la tarea no resultaba fácil.

Seis rostros me devolvieron la mirada, con el gesto contraído por el frío y la ansiedad. Una pequeña nube de vapor apareció brevemente antes de disolverse delante de cada uno de ellos. Seis sonrisas dirigidas a mí. Podía sentir un sinfín de oraciones recitadas en silencio.

Una hora y media más tarde habíamos excavado casi un metro y medio. Al igual que sucedió con la primera, esa zanja sólo había producido tierra. Yo estaba segura de tener congelados cada dedo de los pies, y Guy parecía estar a punto de traer una retroexcavadora para acelerar el proceso. Era hora de reagruparnos.

—Padre, creo que debemos comprobar otra vez los documentos de la sepultura.

Pareció dudar un momento.

—Sí, por supuesto —dijo finalmente—; por supuesto. Y todos podríamos beber un poco de café y comer unos bocadillos.

El sacerdote se dirigió hacia unas puertas de madera que había en el extremo más alejado de la iglesia abandonada, y las monjas lo siguieron, con la cabeza gacha, desplazándose con cuidado sobre el suelo sucio y desparejo. Los velos blancos describían arcos idénticos sobre los abrigos de lana negros. Pingüinos. ¿Quién había dicho eso? Los Blues Brothers.

Apagué los focos portátiles y los seguí, con los ojos clavados en el suelo, asombrada ante los fragmentos de hueso que aparecían incrustados en la tierra. Genial. Habíamos estado excavando en el único lugar de la iglesia que no contenía ninguna sepultura.

El padre Ménard empujó una de las grandes hojas de madera de la puerta y, en fila india, salimos a la luz del día. Apenas necesitamos unos pocos segundos para adaptarnos a la súbita claridad. El cielo estaba plomizo y parecía estrechar las torres y agujas de todos los edificios que formaban el recinto del convento. Un viento helado soplaba desde las Lauréntides, haciendo flamear velos y cuellos.

Nuestro pequeño grupo se inclinó ante las fuertes ráfagas y atravesó el descampado hasta llegar a uno de los edificios próximos, construido con la misma piedra gris que la iglesia, aunque de dimensiones más pequeñas. Salvamos unos escalones antes de llegar a un porche de madera tallada y entramos en el edificio por una puerta lateral.

En el interior, el aire era cálido y seco, lo que resultó una sensación muy agradable después del frío intenso que dominaba ese día gris. Olía a té, bolas de naftalina y años de comida frita.

Sin decir una palabra, las mujeres se quitaron las botas, me sonrieron una a una y desaparecieron a través de una puerta que había a la derecha, justo en el momento en que una pequeña monja, vestida con un enorme jersey de esquiadora, entraba en el vestíbulo. Un reno marrón y velludo saltó a través de su pecho hasta desaparecer debajo del velo. Sus ojos parpadearon un par de veces a través de los gruesos cristales de las gafas y extendió la mano para coger mi parka. Dudé un momento por temor a que el peso de mi abrigo le hiciera perder el equilibrio y diese con sus huesos contra las duras baldosas del suelo. Pero la monja sacudió la cabeza con impaciencia e hizo un gesto con los dedos hacia arriba, de modo que me quité el abrigo, lo deposité sobre sus brazos y añadí el gorro y los guantes. Era la mujer más vieja que aún respirara que yo había visto en mi vida.

Un momento después seguí al padre Ménard a lo largo de un corredor, estrecho y mal iluminado, hasta llegar a un pequeño estudio. Ahí el aire olía a papel viejo y pegamento de colegio. Un crucifijo presidía un escritorio tan grande que me pregunté cómo habían conseguido pasarlo a través de la puerta. Los entablados de la pared, de roble oscuro, llegaban casi hasta el techo. Las estatuas me observaban desde la cornisa superior de la habitación; sus rostros eran tan sombríos como la figura que ocupaba el crucifijo.

El padre Ménard se sentó en una de las dos sillas de madera que estaban frente al escritorio y me hizo un gesto para que ocupase la otra. El silbido de su sotana, el sonido de las cuentas; por un momento volví a St. Barnabas, al despacho del padre. Nuevamente metida en problemas. «Basta, Brennan. Ya has superado los cuarenta y eres una profesional. Una antropóloga forense. Esta gente te ha llamado porque necesita tu experiencia».

El sacerdote cogió un libro encuadernado en cuero que había sobre el escritorio, lo abrió por una página marcada con una cinta verde y lo colocó entre ambos. Inspiró profundamente, frunció los labios y dejó escapar el aire por la nariz.

El diagrama no era nuevo para mí. Se trataba de una cuadrícula con filas divididas en parcelas rectangulares, algunas con números y otras con nombres. El día anterior habíamos pasado horas examinándolo, comparando las descripciones y los archivos de las tumbas con sus posiciones en la cuadrícula. Después, habíamos recorrido el lugar para marcar las localizaciones exactas.

La hermana Élisabeth Nicolet se encontraba, aparentemente, en la segunda fila desde la pared norte de la iglesia, la tercera parcela a partir del extremo occidental, justo al lado de la madre Aurélie. Pero no estaba allí. Y Aurélie tampoco se encontraba donde supuestamente debería haber estado su tumba.

Señalé una sepultura en el mismo cuadrante, pero varias filas hacia abajo y a la derecha.

—Muy bien. Rafael parece estar aquí. —Luego deslicé el dedo hacia abajo—. Y Agathe, Véronique, Clément, Marthe y Eléonore. Ésas son las sepulturas posteriores a 1840, ¿verdad?

—C’ést ça.

Entonces señalé la parte del diagrama que correspondía a la esquina suroccidental de la iglesia.

—Y éstas son las tumbas más recientes. Las señales que encontramos coinciden con los archivos.

—Sí. Fueron las últimas, justo antes de que la iglesia fuese abandonada.

—Se cerró en 1914.

—Sí, 1914.

Tenía una forma muy extraña de repetir palabras y frases.

—¿Élisabeth murió en 1888?

C’ést ça, 1888. Y la madre Aurélie, en 1894.

Eso no tenía sentido. Cualquier prueba acerca de la existencia de esas tumbas debería estar allí. Estaba claro que aún quedaban algunos restos de los entierros de 1840. Las excavaciones realizadas en esa zona habían procurado fragmentos de madera y pequeños trozos de metal utilizados en la fabricación de ataúdes. Dado el ambiente protegido que reinaba en el interior de la iglesia y el tipo de suelo, había pensado que los esqueletos se encontrarían en muy buen estado de conservación. ¿Dónde estaban, entonces, Élisabeth y Aurélie?

La anciana monja entró en el estudio portando una bandeja con café y bocadillos. El vapor que desprendían las pequeñas jarras había empañado sus gafas, de modo que se movía con pasos cortos y desiguales, sin despegar nunca los pies del suelo. El padre Ménard se levantó para coger la bandeja.

Merci, hermana Bernard. Muy amable de su parte. Muy amable.

La monja asintió y se alejó arrastrando los pies, sin preocuparse de limpiar los cristales de sus gafas. La miré mientras me servía un poco de café. Sus hombros eran casi tan anchos como mi cintura.

—¿Qué edad tiene la hermana Bernard? —pregunté cogiendo un croissant, ensalada de salmón y lechuga marchita.

—No estamos del todo seguros. Ella ya estaba en el convento cuando yo comencé a venir por aquí, antes de la guerra, cuando era un niño. Me refiero a la segunda guerra mundial. Luego se marchó a dar clases en las misiones que la orden tenía en el extranjero. Vivió muchos años en Japón y luego en Camerún. Creemos que ha superado los noventa años. —Bebió un poco de café. Hacía ruido—. Nació en un pequeño pueblo en Saguenay y dice que se unió a la orden cuando tenía doce años. —Otro ruido—. Doce años. Los archivos no eran tan buenos en la Quebec rural de aquellos días; no eran tan buenos.

Mordí un pequeño trozo de bocadillo y luego envolví de nuevo la jarra de café con mis dedos. Noté una deliciosa sensación de calor.

—Padre, ¿existen otros registros? ¿Cartas viejas, documentos, cualquier cosa que aún no hayamos examinado?

Moví los dedos de los pies dentro de las botas. No sentía nada.

El sacerdote hizo un gesto señalando los papeles que cubrían el escritorio, y luego se encogió de hombros.

—Esto es todo lo que me entregó la hermana Julienne. Ella es la encargada de llevar el archivo del convento, como bien sabe.

—Sí.

La hermana Julienne y yo habíamos mantenido una nutrida correspondencia y también habíamos hablado extensamente. Ella era quien se había puesto en contacto conmigo para hacerme conocer el proyecto. Y yo me sentí intrigada desde el principio. Ese caso era muy diferente de mi trabajo habitual como forense, que implicaba a personas que habían muerto recientemente y que acababan en manos de los investigadores de homicidios. La archidiócesis quería que yo me encargara de exhumar y analizar los restos de una santa. Bueno, no se trataba realmente de una santa, pero ése era el quid de la cuestión. Élisabeth Nicolet había sido propuesta para la beatificación. Yo debía encontrar su tumba y verificar que los huesos fuesen los de ella. La cuestión de la santidad correspondía al Vaticano.

La hermana Julienne me había asegurado que había excelentes documentos sobre ese caso. Todas las sepulturas de la vieja iglesia estaban catalogadas y registradas en un plano. El último entierro había tenido lugar en 1911. La iglesia había sido abandonada y cerrada en 1914, después de un incendio. Se construyó una iglesia más grande para reemplazarla, y el antiguo templo nunca volvió a utilizarse. Un lugar cerrado y buena documentación: pan comido.

Entonces ¿dónde estaba Élisabeth Nicolet?

—No cuesta nada preguntar. Tal vez haya alguna cosa que la hermana Julienne no incluyera con el resto de la documentación porque pensó que no era importante.

El padre Ménard comenzó a decir algo, pero luego pareció cambiar de opinión.

—Estoy absolutamente seguro de que la hermana Julienne me entregó todos los documentos sobre este caso, pero se lo preguntaré de todos modos. La hermana Julienne ha dedicado mucho tiempo a esta investigación. Mucho tiempo.

Lo miré mientras se alejaba hacia la puerta, acabé mi croissant y luego me comí otro. Crucé las piernas, me senté sobre los pies y froté con fuerza los dedos. Bien; volvía a sentirlos. Mientras bebía otro sorbo de café, levanté una de las cartas del escritorio.

La había leído antes. Estaba fechada el 4 de agosto de 1885. La viruela estaba fuera de control en Montreal. Élisabeth Nicolet le había escrito al obispo Édouard Fabre, rogándole que ordenara la vacunación de los feligreses que estuviesen sanos y el uso del hospital cívico para las personas infectadas. La letra era clara y precisa; el francés, pintoresco y anacrónico.

En el convento de Nuestra Señora de la Inmaculada Concepción reinaba un silencio sepulcral. Mi mente vagaba sin cesar. Pensé en otras exhumaciones, en el policía de St. Gabriel. En aquel cementerio los ataúdes habían sido apilados en tres hileras. Finalmente, habían encontrado a monsieur Beaupré a cuatro tumbas del lugar que figuraba en los archivos, y en el fondo, no en la parte superior del trío de ataúdes. Y también pensé en aquel hombre de Winston-Salem, que no estaba en su propio ataúd. La caja estaba ocupada por una mujer con un vestido largo y con motivos florales. Eso había supuesto un problema doble para el cementerio. ¿Dónde estaba el muerto? ¿Y a quién pertenecía el cuerpo que ocupaba aquel ataúd? La familia nunca pudo volver a enterrar a su abuelo en Polonia, y los abogados ya se estaban preparando para la guerra cuando me marché.

Escuché el tañido de una campana a lo lejos y luego unos pies que se arrastraban en el corredor. La anciana monja regresaba.

Serviettes —chilló. Di un brinco, y unas gotas de café salpicaron una de mis mangas. ¿Cómo era posible que una persona con un cuerpo tan pequeño produjera ese sonido?

—Merci.

Cogí las servilletas.

La anciana me ignoró, se acercó a mí y comenzó a frotarme la manga que se había manchado de café. En la oreja derecha llevaba un pequeño pendiente. Podía sentir su respiración y ver el fino vello blanco que nacía de la barbilla. La vieja monja olía a lana y agua de rosas.

—Eh, voilà. Lávela cuando llegue a su casa con agua fría.

—Sí, hermana.

Su mirada se posó en la carta que yo sostenía en la mano. Afortunadamente, el café no la había alcanzado. Se inclinó para ver mejor.

—Élisabeth Nicolet fue una mujer admirable, una mujer de Dios. Tanta pureza, tanta austeridad. —Pureté. Austerité. Su francés sonaba como el que había imaginado para las cartas de Élisabeth si hubiesen sido habladas.

—Sí, hermana.

Yo volvía a tener nueve años.

—Élisabeth será una santa.

—Sí, hermana. Es por eso por lo que estamos tratando de encontrar sus huesos; para que puedan recibir el tratamiento adecuado.

Yo no estaba segura de cuál era el tratamiento adecuado para un santo, pero la expresión sonaba bien.

Busqué el diagrama que habíamos estado examinando con el padre Ménard y lo extendí ante ella.

—Ésta es la vieja iglesia. —Recorrí con el dedo la fila que discurría junto a la pared norte y señalé uno de los pequeños rectángulos—. Ésta es su tumba.

La vieja monja estudió la cuadrícula durante varios minutos, con las gafas a escasos milímetros del papel.

—Ella no está allí —dijo. Su voz retumbó en la estancia.

—¿Perdón?

—Ella no está allí. —Un dedo deforme y flaco golpeó ligeramente el rectángulo—. Ése es un lugar equivocado.

En ese momento regresó el padre Ménard. Le acompañaba una monja de elevada estatura y con tupidas cejas negras que formaban un ángulo sobre la nariz. El sacerdote presentó a la hermana Julienne, quien alzó las manos unidas y sonrió.

No era necesario explicar lo que la hermana Bernard acababa de decir. No había duda de que ambos habían oído las palabras de la anciana mientras se acercaban por el corredor. Probablemente, también la hubiesen oído de haberse encontrado en Ottawa.

—Ése es un lugar equivocado. Están buscando en un lugar equivocado —repitió.

—¿Qué quiere decir? —preguntó la hermana Julienne.

—Están buscando en un lugar equivocado —repitió—. Ella no está allí.

El padre Ménard y yo nos miramos.

—¿Dónde está Élisabeth, hermana? —pregunté.

La hermana Bernard volvió a inclinarse sobre el diagrama y luego apuntó con el dedo hacia la esquina suroriental de la iglesia.

—Está allí. Con la madre Aurélie.

—Pero, her…

—Ellos las cambiaron de lugar. Las colocaron en ataúdes nuevos y las enterraron debajo de un altar especial. Allí.

La anciana señaló nuevamente la esquina suroriental del templo abandonado.

—¿Cuándo? —preguntamos al unísono.

La hermana Bernard cerró los ojos. Los labios, viejos y arrugados, se movieron en un cálculo inaudible.

—En 1911, el año en que ingresé como novicia en el convento. Lo recuerdo porque unos años más tarde la iglesia se incendió y entonces la entablaron. Yo debía entrar en la iglesia quemada y poner flores en el altar. No me gustaba nada ese trabajo. Daba escalofríos entrar allí sola. Pero era una ofrenda a Dios.

—¿Qué sucedió con el altar?

—Lo quitaron en los años treinta. Ahora está en la capilla del Santo Infante, en la nueva iglesia. —Dobló la servilleta y comenzó a recoger las cosas del café—. Había una placa que señalaba el lugar de las tumbas, pero ya no existe. Ahora nadie entra allí. Hace años que la placa desapareció.

El padre Ménard y yo volvimos a mirarnos. El sacerdote se encogió de hombros.

—Hermana —comencé a decir—, ¿cree que podría mostrarnos dónde se encuentra la tumba de Élisabeth?

—Bien sûr.

—¿Ahora?

—¿Por qué no? —Se oyó el tintinear de las jarras de porcelana sobre la bandeja.

—No se preocupe ahora por esas cosas —dijo el padre Ménard—. Por favor, busque su abrigo y las botas, hermana, y regresaremos a la vieja iglesia.

Diez minutos después estábamos nuevamente en el templo abandonado. El tiempo no había mejorado en absoluto y, tal vez, era más frío y húmedo que por la mañana. El viento seguía rugiendo. Las ramas continuaban golpeando las maderas que cubrían las ventanas.

La hermana Bernard se decidió por un sendero irregular a través de la iglesia, y el padre Ménard y yo la cogimos cada uno de un brazo. A través de las capas de ropa, la anciana parecía increíblemente frágil y ligera.

Las monjas se unieron al grupo de espectadores. La hermana Julienne llevaba una pluma y un cuaderno de notas. Guy cerraba la marcha.

La hermana Bernard se detuvo junto a un nicho en la esquina suroriental de la iglesia. Se había puesto una gorra tejida a mano y de color verde pálido sobre el velo, atado debajo de la barbilla. Giró la cabeza, buscando las marcas y tratando de orientarse. Todos los ojos se posaron en un punto de color en el deprimente interior de la iglesia abandonada.

Le hice señas a Guy para que volviera a colocar una de las lámparas. La hermana Bernard estaba concentrada en su tarea y no prestaba atención. Unos minutos más tarde se retiró de la pared. Volvió la cabeza hacia la izquierda, luego hacia la derecha y nuevamente hacia la izquierda. Arriba. Abajo. La anciana comprobó de nuevo su posición; después trazó una línea en el suelo con el tacón de la bota, o trató de hacerlo.

—Ella está aquí. —Su voz estridente rebotó en los muros de piedra.

—¿Está segura?

—Ella está aquí.

Era evidente que a la hermana Bernard no le faltaba seguridad en sí misma.

Todos miramos la marca que había hecho en el suelo.

—Están en ataúdes pequeños. No como los ataúdes corrientes. Sólo eran huesos, de modo que cabían perfectamente en ataúdes pequeños. —Alzó sus diminutos brazos para indicar las dimensiones de un niño. Uno de sus brazos temblaba. Guy dirigió el haz de luz hacia el sitio señalado, junto a los pies de la anciana.

El padre Ménard le agradeció a la hermana Bernard sus servicios y luego pidió a dos de las hermanas que la ayudaran a regresar al convento. Las observé cuando se alejaban. La hermana Bernard parecía una niña entre las otras dos religiosas; era tan pequeña que el borde del abrigo apenas rozaba el polvo del suelo.

Le dije a Guy que trasladara el otro foco al nuevo emplazamiento. Luego recuperé mi sonda de la zanja que habíamos estado cavando hasta aquella misma mañana, coloqué la punta donde la hermana Bernard había indicado y presioné el mango de perfil en T. Fue inútil. Ese lugar no se había descongelado como otras zonas del interior de la iglesia. Estaba utilizando una sonda de loza de barro para evitar daños en los objetos que pudiera haber bajo la superficie, y el extremo en forma de bola no conseguía pasar a través de la capa superior, parcialmente helada. Volví a intentarlo, esa vez con más fuerza.

«Tranquila, Brennan. No los harás felices si rompes una de las ventanillas de un ataúd, o si haces un agujero en el cráneo de la buena hermana».

Me quité las gafas, cogí con firmeza el mango de la sonda y volví a empujar con fuerza hacia abajo. Esa vez la superficie cedió y sentí que la sonda se deslizaba hacia el subsuelo. Hice un esfuerzo para reprimir la urgencia de ir más de prisa y comprobé el terreno, con los ojos cerrados, sintiendo durante varios minutos las diferentes texturas de la tierra. Una menor resistencia podía significar una burbuja de aire donde algo se había descompuesto. Una resistencia mayor a la sonda podía indicar que bajo tierra había un hueso o algún objeto. Nada. Retiré la sonda y repetí el procedimiento.

Al tercer intento, sentí que algo impedía el avance de la sonda. Extraje el instrumento de prueba y volví a introducirlo unos quince centímetros hacia la derecha. Nuevamente, noté el contacto. Había algo sólido cerca de la superficie.

Alcé ambos pulgares en dirección al sacerdote y las monjas, y le pedí a Guy que trajera el cedazo. Dejando la sonda a un lado, cogí una pala de bordes planos y comencé a extraer finas capas de tierra. Fui rebajando el suelo, centímetro a centímetro, y arrojando la tierra en el cedazo, mientras mis ojos volaban del terreno excavado a la fina trama metálica. Al cabo de treinta minutos encontré lo que estaba buscando. Las últimas paladas eran oscuras, casi negras en contraste con el material marrón rojizo que había en el cedazo.

Dejé la pala y cogí el desplantador. Me incliné sobre la zona excavada y, con mucho cuidado, rasqué el suelo; quité las partículas sueltas y nivelé la superficie. Casi de inmediato, pude ver un óvalo oscuro. La mancha tenía unos noventa centímetros de largo. Sólo podía aventurar su anchura ya que estaba parcialmente oculta debajo de una zona de terreno que aún no había excavado.

—Aquí hay algo —dije irguiéndome. Mi aliento parecía suspendido delante de mi rostro.

Como si fuesen una sola persona, el sacerdote y las monjas se acercaron para echar un vistazo al pequeño pozo que yo había excavado. Con la punta del desplantador tracé el contorno del óvalo. En ese momento, las monjas que habían acompañado a la hermana Bernard hasta el convento se reintegraron al grupo.

—Podría tratarse de una sepultura, aunque parece bastante pequeña. He cavado un poco hacia la izquierda, de modo que tendré que quitar esta parte. —Señalé el lugar donde me encontraba acuclillada—. Ahora excavaré fuera de la tumba y luego continuaré hacia abajo y hacia dentro. De esa forma tendremos una visión del contorno de la sepultura a medida que avanzamos. Y cavar de esta manera es menos pesado para la espalda. Una zanja exterior nos permitirá extraer el ataúd desde un costado si nos vemos obligados a hacerlo.

—¿Qué es esa mancha? —preguntó una monja joven con el rostro de una niña exploradora.

—Cuando algo que tiene un alto contenido orgánico se descompone, deja la tierra de un color mucho más oscuro. Podría deberse al ataúd de madera o a las flores que enterraron con él. —No quería explicar el proceso de descomposición—. Las manchas son casi siempre la primera señal de una sepultura.

Dos de las monjas se persignaron.

—¿Es la sepultura de Élisabeth o la de la madre Aurélie? —preguntó una monja un poco mayor. Uno de sus párpados inferiores se agitó levemente.

Levanté ambas manos en un gesto de «no lo sé». Acto seguido, me calcé los guantes y comencé a escarbar la tierra hacia la derecha de la mancha, extendiendo el hoyo hacia el exterior para dejar expuesto el óvalo y una franja de unos sesenta centímetros a lo largo del lado derecho.

Nuevamente, los únicos sonidos que se escuchaban en el recinto desierto eran los producidos por el desplantador y el cedazo.

—¿Eso significa algo? —preguntó una de las monjas señalando el cedazo.

Me incorporé para echar un vistazo, agradeciendo la excusa para estirar los músculos.

La monja señalaba un pequeño fragmento de color marrón rojizo.

—Puede apostar a que… Ya lo creo, hermana. Parece madera de ataúd.

Busqué unas bolsas de papel entre mis cosas. Marqué una con la fecha, el lugar y toda la información pertinente; la coloqué en el cedazo y dejé el resto en el suelo. Sentía los dedos completamente entumecidos.

—Hermanas, es hora de ponerse manos a la obra. Hermana Julienne, apunte todo lo que encontremos. Escríbalo en la bolsa y que conste en el registro, como ya hemos hablado. —Eché un vistazo al agujero—. Nos encontramos aproximadamente en el nivel de los sesenta centímetros. Hermana Marguerite, ¿quiere tomar unas fotos, por favor?

La hermana Marguerite asintió y levantó la cámara.

Las religiosas comenzaron a trabajar con ahínco, con la ansiedad propia de quien ha estado observando durante horas. Yo me afanaba con el desplantador; las hermanas Párpado y Niña Exploradora se encargaban del cedazo. La cantidad de fragmentos aumentaba sobre la malla de alambre y muy pronto pudimos ver un perfil en el suelo manchado. Era madera y estaba muy deteriorada. Mala señal.

Con ayuda del desplantador y las manos desnudas continué dejando al descubierto lo que esperaba que fuese un ataúd. Aunque la temperatura era muy baja y los dedos de las manos y los pies ya no sentían nada desde hacía un buen rato, yo transpiraba profusamente dentro de la parka. «Por favor, que sea ella», pensé. ¿Y en ese momento quién era la que estaba rezando?

Mientras ensanchaba el orificio hacia el norte, fue quedando al descubierto una mayor porción de madera; el objeto aumentaba de tamaño. Lentamente, el contorno surgió de la tierra: hexagonal. Era la forma de un ataúd. Tuve que hacer un esfuerzo para no gritar «¡Aleluya!», una expresión muy religiosa pero nada profesional, me dije.

A continuación, procedí a apartar la tierra, puñado a puñado, hasta que la parte superior del objeto quedó completamente expuesta. Se trataba de un ataúd pequeño y lo había desenterrado empezando por los pies y siguiendo en dirección a la cabeza. Dejé el desplantador a un lado y cogí un pincel. Mis ojos se encontraron con los de una de mis ayudantes. Sonreí. Ella sonrió. Su párpado derecho se movió con un leve espasmo.

Pasé el pincel una y otra vez sobre la superficie de madera, quitando décadas de tierra incrustada. Todo el mundo dejó lo que estaba haciendo para contemplar mi trabajo. Gradualmente, fue apareciendo en la tapa del ataúd un objeto en relieve, justo encima del punto más ancho y exactamente en el lugar donde debería encontrarse una placa. El corazón golpeaba con fuerza dentro de mi pecho.

El pincel continuó su tarea sobre la deteriorada madera hasta que el objeto quedó a la vista. Era ovalado y metálico, y el borde estaba adornado con filigranas. Con ayuda de un cepillo de dientes limpié suavemente la superficie. Aparecieron las letras.

—Hermana, ¿podría alcanzarme mi linterna? Está en la mochila.

Nuevamente, las monjas se inclinaron como si fuesen una sola persona. Pingüinos en una charca. Dirigí el haz de luz hacia la placa. «Élisabeth Nicolet, 1846-1888. Femme contemplative».

—Ya la tenemos —dije a nadie en particular.

—¡Aleluya! —exclamó la hermana Niña Exploradora. Y resultó suficiente en cuanto a etiqueta religiosa.

Durante las dos horas siguientes, exhumamos los restos de Élisabeth. Las monjas, incluso el padre Ménard, se entregaron a la tarea con el ánimo de un grupo de estudiantes universitarios en su primera excavación. Hábitos y sotanas se arremolinaban a mi alrededor mientras la tierra pasaba por el cedazo, las bolsas eran llenadas, rotuladas y apiladas, y todo el proceso quedaba registrado en película. Guy también ayudaba, aunque todavía con cierta reticencia. Era el equipo más extraño que yo había dirigido en mi vida.

No fue fácil extraer el ataúd. Aunque era pequeño, la madera estaba muy dañada y el interior de la caja se había llenado de podredumbre, de forma que el peso había aumentado considerablemente. La zanja lateral fue una buena idea, aunque subestimé el espacio que sería necesario. Tuvimos que ensanchar la zanja unos sesenta centímetros para deslizar una lámina de madera contra chapada debajo del ataúd. Finalmente, pudimos levantar todo el conjunto utilizando una cuerda de polipropileno tejida.

Hacia las diecisiete treinta estábamos bebiendo café en la cocina del convento, agotados y sintiendo cómo se descongelaban lentamente las manos, los pies y la cara. Élisabeth Nicolet y su pequeño ataúd estaban en la parte posterior de la furgoneta de la archidiócesis, junto con mi equipo. Al día siguiente, Guy la llevaría al Laboratorio de Medicina Legal de Montreal, donde trabajo como antropóloga forense para la provincia de Quebec. Puesto que los muertos históricos no cumplen los requisitos para ser considerados casos forenses, fue necesario obtener una autorización especial del Departamento del Forense para que el análisis de los restos pudiera ser realizado en sus instalaciones. Tendría dos semanas para trabajar con esos huesos.

Apoyé mi taza en la mesa y me despedí varias veces. Las hermanas me agradecieron lo que había hecho y, aunque sonreían, sus rostros tensos denotaban el nerviosismo que les había producido mi hallazgo. Eran por naturaleza muy sonrientes.

El padre Ménard me acompañó hasta el coche. La tarde había dejado paso a las primeras sombras de la noche y caía una fina nevada. Los copos parecían extrañamente calientes sobre mis mejillas.

El sacerdote me preguntó una vez más si no prefería pasar la noche en el convento. La nieve brillaba detrás de él mientras caía iluminada por la luz del porche. Decliné la invitación nuevamente. Después de un par de últimas indicaciones para no equivocarme de carretera, emprendí el regreso.

Tras veinte minutos circulando comencé a lamentar la decisión que había tomado. Los copos de nieve, que hasta entonces habían flotado casi con indolencia delante de los faros del coche, formaban en ese momento una cortina diagonal que parecía cortar el aire. La carretera y los árboles a ambos lados estaban cubiertos por una membrana blanca que se volvía cada vez más opaca.

Aferré el volante con ambas manos, sintiendo las palmas húmedas y frías dentro de los guantes. Reduje la velocidad a sesenta, y luego a treinta y cinco. Cada pocos minutos probaba los frenos. A pesar de que hacía años que vivía en Quebec, nunca había logrado acostumbrarme a conducir en invierno. Me obligo a pensar que soy capaz de hacerlo, pero nada más me pongo al volante de un coche sobre la nieve y soy la Princesa Miedica. Aún tengo la típica reacción de un sureño ante las tormentas de nieve: «¡Oh!, la nieve. Entonces, naturalmente, hoy no saldremos». Los québéçois me miran y se echan a reír.

El miedo tiene una cualidad compensadora: elimina la fatiga. A pesar del agotamiento que sentía, me mantuve alerta, con los dientes apretados, el cuello estirado y los músculos rígidos. La autopista municipal del este estaba un poco mejor que las carreteras secundarias, pero no mucho. El viaje en coche desde Lac Memphrémagog hasta Montreal no dura más de dos horas; yo tardé casi cuatro.

Poco después de las diez de la noche me encontraba en la oscuridad de mi apartamento, exhausta pero feliz de estar en casa, en mi hogar de Quebec. Había estado en Carolina del Norte casi dos meses. «Bienvenue». Mi proceso mental ya había cambiado al francés.

Encendí la calefacción y comprobé las existencias de la nevera. Estaba vacía. Metí un burrito helado en el microondas y conseguí que llegase al estómago con una cerveza sin alcohol a temperatura ambiente. No era alta cocina, pero me llenó.

Había dejado el equipaje en el dormitorio y no consideré la posibilidad de abrir las maletas en ese momento. «Mañana», me dije. Me dejé caer en la cama con la firme intención de dormir al menos nueve horas. El teléfono me despertó en menos de cuatro.

Oui, sí —farfullé, con la transición lingüística en el limbo.

—Temperance. Soy Pierre LaManche. Lamento molestarla a estas horas.

Esperé. En los siete años que llevaba trabajando para él, el director del laboratorio jamás me había llamado a las tres de la mañana.

—Espero que todo haya ido bien en Lac Memphrémagog. —Carraspeó ligeramente—. Acabo de recibir una llamada de la oficina del forense. Hay un incendio en St. Jovite. Los bomberos aún están tratando de controlar las llamas. Los investigadores de incendios premeditados acudirán a primera hora de la mañana, y el forense nos quiere allí. —Volvió a aclararse la garganta—. Un vecino dice que los que viven en la casa aún están dentro. Los coches permanecen en el camino de entrada.

—¿Para qué me necesita? —pregunté en inglés.

—Aparentemente el fuego es muy violento. Si hay cadáveres, estarán terriblemente quemados; tal vez reducidos a huesos y dentaduras calcinadas. Podría resultar muy difícil recuperarlos.

«Maldita sea. Mañana no».

—¿A qué hora?

—Pasaré a recogerla a las seis.

—De acuerdo.

—Temperance, podría ser un asunto muy feo. En la casa vivían varios niños.

Puse la alarma del despertador a las cinco y media.

«Bienvenue».