Capítulo 6

El esqueleto de Élisabeth me preocupaba. Lo que había visto simplemente no podía ser, pero incluso LaManche lo había notado. Estaba ansiosa por resolver la cuestión; sin embargo, a la mañana siguiente un grupo de huesos diminutos junto al fregadero del laboratorio de histología exigió toda mi atención. Los portaobjetos con las muestras también estaban listos, de modo que dediqué varias horas al caso del bebé de Pelletier.

Al no encontrar ningún otro pedido sobre mi mesa, a las diez treinta llamé por teléfono a la hermana Julienne para averiguar todo lo que pudiera acerca de Élisabeth Nicolet. Le hice las mismas preguntas que al padre Ménard y obtuve los mismos resultados. Élisabeth era pure laine, pura lana quebequesa, pero no existía ningún documento que estableciera de forma directa su nacimiento o ascendencia.

—¿Qué me dice de algún lugar fuera del convento, hermana? ¿Ha comprobado otros archivos?

—¡Ah!, oui. He investigado todos los archivos de la archidiócesis. Tenemos numerosas bibliotecas en toda la provincia, y he recogido material procedente de muchos conventos y monasterios.

Yo había visto parte de ese material. La mayor parte consistía en cartas y diarios personales que contenían referencias familiares. Algunos documentos eran intentos de narrativa histórica, pero no representaban ni mucho menos lo que mi decano llamaría «el trabajo de un colega». Muchos de ellos eran descripciones puramente anecdóticas, formadas por una sucesión de testimonios de oídas.

Intenté un enfoque diferente.

—Hasta hace muy poco tiempo, la Iglesia era responsable de emitir todos los certificados de nacimiento en Quebec, ¿correcto? El propio padre Ménard me lo había confirmado.

—Sí. Hasta hace unos pocos años.

—Pero ¿no se pudo encontrar ninguno relacionado con Élisabeth?

—No. —Hubo una pausa—. A lo largo de los años sufrimos varios incendios. En 1880 las Hermanas de Notre Dame construyeron una magnífica casa matriz en la ladera de Mount Royal, pero, lamentablemente, se quemó hasta los cimientos trece años más tarde. Nuestra propia casa matriz fue destruida en 1897. A consecuencia de aquellos terribles incendios, se perdieron cientos de documentos de enorme valor.

Por un momento, ninguna de las dos habló.

—Hermana, ¿se le ocurre dónde podría encontrar más información acerca del nacimiento de Élisabeth? ¿O sobre sus padres?

—Yo… bueno, supongo que podría intentarlo en las bibliotecas seglares, o en una sociedad histórica, o quizá en alguna de las universidades. Las familias Nicolet y Bélanger han aportado importantes figuras a la historia francocanadiense. Estoy segura de que todos ellos figuran en los anales históricos.

—Gracias, hermana. Eso haré.

—Hay una profesora en McGill que ha estado realizando una investigación en nuestros archivos. Mi sobrina la conoce. Se dedica a estudiar los movimientos religiosos, pero también está interesada en la historia de Quebec. No recuerdo si es antropóloga o historiadora, o qué. Tal vez pueda ayudarla. —Dudó un momento—. Naturalmente, sus referencias serán diferentes de las nuestras.

Yo estaba segura de ello, pero no dije nada.

—¿Recuerda su nombre?

Esa vez la pausa fue mucho más larga. A través de la línea podía oír otras voces en la distancia, como ecos que se propagaran por un lago. Alguien se echó a reír.

—Ha pasado mucho tiempo. Lo siento. Podría preguntarle a mi sobrina si lo desea.

—Gracias, hermana. Seguiré sus indicaciones.

—Doctora Brennan, ¿cuándo cree que terminará de examinar los huesos de Élisabeth?

—Pronto. A menos que surja algo inesperado, debería completar mi informe el viernes. Dejaré constancia de mis evaluaciones respecto de edad, sexo y raza, y de cualesquiera otras observaciones que considere pertinentes para el caso. He hecho algunos hallazgos y los he comparado con los hechos conocidos acerca de Élisabeth. Pueden incluir lo que crean apropiado en su solicitud al Vaticano.

—¿Y nos llamará?

—Naturalmente; tan pronto como haya acabado mi trabajo.

En realidad, ya había terminado y no tenía ninguna duda acerca de lo que diría en mi informe. ¿Por qué no decirlo entonces?

Nos despedimos, corté la comunicación, esperé a que regresara el tono y volví a marcar. Un teléfono sonó al otro lado de la ciudad.

—Mitch Denton.

—Hola, Mitch. Tempe Brennan. ¿Sigues siendo el jefe supremo en tu trabajo?

Mitch era el jefe de la cátedra de Antropología que me contrató para impartir clases a tiempo parcial cuando llegué a Montreal por primera vez. Nos hicimos amigos entonces. Su especialidad era el paleolítico francés.

—Sigo pegado al sillón. ¿Quieres dictar un curso para nosotros este verano?

—No, gracias. Tengo una pregunta para ti.

—Dispara.

—¿Recuerdas ese caso histórico del que te hablé? ¿En el que estoy trabajando para la archidiócesis?

—¿El de la futura santa?

—Exacto.

—Sí, lo recuerdo. Me parece mucho más interesante que la mayor parte de los trabajos que haces habitualmente. ¿La encontraste?

—Sí, pero he descubierto algo extraño y me gustaría averiguar más cosas acerca de esa mujer.

—¿Algo extraño?

—Inesperado. Una de las monjas me dijo que alguien en McGill está haciendo una investigación sobre religión y la historia de Quebec. ¿Te suena de algo?

—Seguramente se trata de nuestra Daisy Jean.

—¿Daisy Jean?

—La doctora Jeannotte para ti. Es profesora de Estudios Religiosos y la mejor amiga de los estudiantes.

—Antecedentes, Mitch.

—Su nombre es Daisy Jeannotte. Oficialmente, forma parte del cuerpo de profesores de la Facultad de Estudios Religiosos, pero también imparte algunos cursos de historia: «Movimientos religiosos en Quebec», «Sistemas de creencias antiguos y modernos»; ese tipo de cosas.

—¿Daisy Jean? —repetí la pregunta.

—Es sólo un apelativo cariñoso de uso interno. No es para todo el mundo.

—¿Por qué?

—Verás, ella puede llegar a ser un poco… extraña, para emplear tu expresión.

—¿Extraña?

—¿Inesperada? Ella es de Dixie[2], ya sabes.

Ignoré ese comentario. Mitch era un típico producto de Vermont trasplantado a Canadá. Nunca ahorraba sarcasmos relacionados con mi tierra natal.

—¿Por qué dices que es la mejor amiga de los estudiantes?

—Daisy pasa todo su tiempo libre en compañía de los estudiantes. Los lleva de paseo, los aconseja, viaja con ellos, los invita a cenar a su casa. Delante de su puerta siempre hay una cola de almas necesitadas que buscan consuelo y palabras de aliento.

—Suena admirable.

Empezó a decir algo y luego se interrumpió.

—Supongo que sí.

—¿Es posible que la doctora Jeannotte sepa algo acerca de Élisabeth Nicolet o su familia?

—Si hay alguien que pueda echarte un cable, ésa es Daisy Jean.

Me dio su número de teléfono y prometimos vernos pronto.

Una secretaria me informó de que la doctora Jeannotte estaría en su despacho entre la una y las tres, de modo que decidí pasar a verla después del almuerzo.

Para saber cuándo y dónde uno está autorizado a dejar un coche en Montreal se requiere una capacidad analítica merecedora de una licenciatura en Ingeniería Civil. La Universidad McGill se encuentra en el corazón de Centre-Ville, el centro de la ciudad, de modo que incluso si uno es capaz de entender dónde está permitido aparcar, resulta prácticamente imposible dar con un espacio libre. Encontré un lugar en Stanley en el que yo interpreté que era legal aparcar de nueve a cinco, entre el 1 de abril y el 31 de diciembre, excepto de una a dos de la tarde los martes y los jueves. No era necesario disponer de un distintivo de residente en la zona.

Después de cinco maniobras y un intenso trabajo con el volante me las arreglé para aparcar el Mazda entre una camioneta Toyota y un Oldsmobile Cutlass. No lo había hecho tan mal para tratarse de una calle en pendiente. Cuando salí del coche estaba empapada en sudor a pesar del frío reinante. Comprobé la distancia de los parachoques. Sobraban al menos sesenta centímetros en total.

El tiempo ya no era tan gélido, pero el modesto ascenso de temperatura había llegado acompañado de un incremento de la humedad. Una nube de aire frío y húmedo se había instalado sobre la ciudad, y el cielo tenía el color de una lata vieja. Unos copos de nieve pesados y húmedos comenzaron a caer lentamente mientras echaba a andar colina abajo hacia Sherbrooke y luego giraba al este. Los primeros copos se fundieron al tocar el asfalto; los siguientes permanecieron en el pavimento amenazando con acumularse.

Ascendí la colina por McTavish y entré en McGill por la puerta oeste. El campus se extendía encima y detrás de mí. Los grandes edificios de piedra gris trepaban la colina desde Sherbrooke hasta Docteur-Penfield. La gente pasaba de prisa, con los hombros alzados para resguardarse del frío y la humedad, protegiendo los libros y los paquetes de la nieve. Pasé junto a la biblioteca y cogí un atajo por detrás del Museo Redpath. Al salir por la puerta este, giré a la izquierda y me dirigí colina arriba por la calle Universitie, sintiendo que las pantorrillas me dolían como si hubiese corrido el maratón de Boston. Al llegar a Birks Hall estuve a punto de chocar con un hombre alto y joven que caminaba con la cabeza gacha; tenía el pelo y las gafas cubiertos de copos de nieve del tamaño de mariposas nocturnas.

Birks pertenece a otra época: exterior gótico, paredes y mobiliario en roble tallado, y enormes ventanas catedralicias. Es un lugar que invita al susurro, no a la cháchara y las notas disonantes que se escuchan en la mayoría de los edificios de una universidad. La recepción del primer piso es cavernosa y de sus paredes cuelgan retratos de hombres de aspecto solemne que miran desde lo alto exhibiendo una erudita vanidad.

Añadí mis botas a las filas de calzado diverso que transportaba la nieve fundida hasta el suelo de mármol y me acerqué a contemplar con mayor detenimiento esa augusta exposición de retratos. Thomas Cranmer, arzobispo de Canterbury. Buen trabajo, Tom. John Bunyan, soñador inmortal. Los tiempos habían cambiado. Cuando yo era estudiante, si te cogían en plena ensoñación abstracta te llamaban la atención y eras humillado por no estar atento en clase.

Subí una escalera de caracol, pasé junto a dos puertas de madera en el segundo piso —una daba a la capilla y la otra a la biblioteca— y continué mi camino hacia el tercer piso, donde la elegancia del recibidor daba paso a signos inequívocos de envejecimiento. Aquí y allá faltaba una baldosa, y tanto las paredes como el techo mostraban zonas donde la pintura se había descascarado.

Al llegar al final de la escalera, me detuve para recobrar el aliento. El lugar se encontraba extrañamente silencioso y oscuro. A mi izquierda había dos puertas que se abrían a la galería de la capilla. Dos corredores partían desde allí; había puertas de madera a intervalos regulares a lo largo de cada uno de ellos. Pasé junto a la capilla y continué por el corredor de la derecha.

La última oficina a la izquierda estaba abierta, pero dentro no había nadie. Una placa encima de la puerta decía «Jeannotte» con una caligrafía delicada. Comparada con mi despacho, la habitación parecía el oratorio de St. Joseph. Era larga y estrecha, con una ventana en forma de campana en el extremo más alejado. A través del cristal emplomado alcancé a ver el edificio de la administración y el camino que llevaba al complejo médico-dental Strathcona. El suelo era de roble y las delgadas tablas mostraban un color amarillento, producto de años de pisadas estudiosas.

Las estanterías cubrían todas las paredes. Estaban colmadas de libros, revistas, cuadernos, cintas de vídeo, cajas con diapositivas y pilas de documentos y reimpresiones. Delante de la ventana había un escritorio de madera y un ordenador a la derecha.

Miré mi reloj. Eran las doce cuarenta y cinco; demasiado temprano. Regresé al corredor y me dediqué a examinar las fotografías que colgaban de la pared: Escuela de la Divinidad, licenciados de 1937, 1938 y 1939. Las posturas eran rígidas y las expresiones sombrías.

Al llegar a la clase de 1942, apareció una mujer joven caminando por el corredor. Llevaba tejanos, un jersey con cuello de cisne y una camisa de lanilla abierta que le colgaba hasta las rodillas. El pelo rubio estaba cortado geométricamente a la altura de la mandíbula, y un espeso flequillo le cubría las cejas. No llevaba maquillaje.

—¿Puedo ayudarla? —preguntó en inglés. Inclinó la cabeza y el flequillo se desplazó hacia un lado.

—Sí. Estoy buscando a la doctora Jeannotte.

—La doctora Jeannotte aún no ha llegado, pero la espero en cualquier momento. ¿Puedo hacer algo por usted? Soy su ayudante. —Con un gesto rápido ocultó el pelo detrás de la oreja derecha.

—Gracias. Me gustaría hacerle a la doctora Jeannotte algunas preguntas. La esperaré si no hay problema.

—¡Oh, bien! De acuerdo. Supongo que no hay problema. Ella es, bueno, no estoy segura. No permite que nadie entre en su despacho. —Me miró, luego desvió la mirada hacia la puerta abierta y volvió a fijar sus ojos en mí—. Estaba en la fotocopiadora.

—Está bien. Esperaré aquí.

—Bueno, no. Ella aún podría demorarse un rato; a menudo llega tarde. Yo… —Se volvió para echar un vistazo al corredor que se extendía detrás de ella—. Podría esperarla en su despacho. —Repitió el gesto con el pelo—. Pero no sé si eso le gustará.

No parecía capaz de tomar una decisión.

—Aquí estoy bien. De verdad.

Sus ojos se desviaron un momento y luego volvieron a mi rostro. Se mordió el labio inferior y se acomodó nuevamente el pelo detrás de la oreja. No parecía lo bastante mayor como para ser estudiante universitaria; De hecho, aparentaba tener unos doce años.

—¿Cómo dijo que se llamaba?

—Soy la doctora Brennan. Tempe Brennan.

—¿Es profesora?

—Sí, pero no aquí. Trabajo en el Laboratorio de Medicina Legal.

—¿Es eso la policía? —Una arruga se formó debajo de sus ojos.

—No. El laboratorio lleva a cabo tareas de investigación médica.

—¡Oh! —Se humedeció los labios y después echó un vistazo a su reloj. Era la única joya que llevaba—. Muy bien, pase y tome asiento. Yo estoy aquí, de modo que supongo que no hay problema. Sólo había ido hasta la fotocopiadora.

—No quiero causar…

—No, no hay problema. —Me hizo un gesto con la cabeza para que la siguiera y entrase en el despacho de la doctora Jeannotte—. Adelante.

Entré y me indicó que me sentase en un pequeño sofá. Se dirigió al otro extremo de la habitación y comenzó a ordenar unas revistas en la estantería.

Podía oír el zumbido de un motor eléctrico, pero no veía la fuente. Miré a mi alrededor. Nunca había visto libros que ocupasen tanto espacio en una habitación. Examiné los títulos de los que estaban justo delante de mí.

The Elements of Celtic Tradition. The Dead Sea Scrolls and the New Testament. The Mysteries of Freemasonry. Shamanism: Archaic Techniques of Ectasy. The Kingship Rituals of Egypt. Peake’s Commentary on the Bible. Churches That Abuse. Thought Reform and the Psychology of Totalism. Armageddon in Waco. When Time Shall Be No More: Prophecy Belief in Modern America. Se trataba de una colección verdaderamente ecléctica.

Los minutos pasaban. La calefacción de la oficina era un punto exagerada y sentí que comenzaba a dolerme la cabeza desde la base del cráneo. Me quité la chaqueta.

Examiné una pintura que colgaba en la pared a mi derecha. Un grupo de niños desnudos se calentaba delante del fuego de una chimenea; las pieles brillaban por el reflejo de las llamas. Abajo se leía: Después del baño, Robert Peel, 1892. El cuadro me recordaba otro que tenía mi abuela en la sala de música de su casa.

Volví a echar un vistazo al reloj. Era la una y diez.

—¿Cuánto tiempo hace que trabajas para la doctora Jeannotte?

La muchacha estaba inclinada sobre el escritorio, pero se irguió súbitamente ante el sonido de mi voz.

—¿Cuánto tiempo? —Parecía sorprendida.

—¿Eres uno de sus estudiantes de posgrado?

—Aún no me he licenciado.

Su silueta se recortaba contra la luz que entraba por la ventana. No podía distinguir sus facciones, pero su cuerpo parecía tenso.

—He oído decir que la doctora Jeannotte está muy unida a sus estudiantes.

—¿Por qué me lo pregunta?

Extraña respuesta.

—Era sólo curiosidad. Yo nunca tengo tiempo para reunirme con mis estudiantes después de clase. Admiro a esa mujer.

El comentario pareció dejarla satisfecha.

—La doctora Jeannotte es más que una profesora para muchos de nosotros.

—¿Por qué te decidiste por los estudios religiosos?

No contestó inmediatamente. Cuando ya pensaba que no iba a responder, habló con lentitud.

—Conocí a la doctora Jeannotte cuando me apunté en su seminario. Ella… —Otra larga pausa. Resultaba difícil ver la expresión de su rostro a causa de la iluminación de fondo—. Ella fue una fuente de inspiración para mí.

—¿Cómo es eso?

Otra pausa.

—Hizo que yo deseara hacer las cosas bien, que aprendiera a hacer las cosas de la manera correcta.

Yo no sabía qué decir, pero esa vez no hubo necesidad de estimularla para que continuara hablando.

—Ella me hizo comprender que muchas respuestas ya han sido escritas; sólo tenemos que aprender a encontrarlas. —Inspiró profundamente y dejó escapar el aire—. Es difícil, es realmente difícil, pero he llegado a comprender el caos que ha provocado la gente en el mundo y que sólo unos pocos iluminados…

Se volvió ligeramente y pude ver de nuevo su rostro. Tenía los ojos muy abiertos y la boca tensa.

—Doctora Jeannotte. Sólo estábamos hablando.

En la puerta de la oficina había una mujer. No superaba el metro cincuenta. Llevaba el pelo negro estirado hacia atrás y sujeto detrás de la cabeza. La piel tenía el mismo color cáscara de huevo de la pared que había a sus espaldas.

—Antes estaba en la fotocopiadora. Sólo me ausenté de la oficina unos minutos.

La mujer permaneció absolutamente inmóvil.

—Ella no estaba aquí sola. Yo no lo hubiese permitido.

La joven se mordió el labio y bajó la vista. Daisy Jeannotte no hizo el más mínimo gesto.

—Doctora Jeannotte, ella quiere hacerle unas preguntas, de modo que pensé que podía pasar y esperarla aquí. Es investigadora médica.

La voz le temblaba ligeramente.

Jeannotte no miró en ningún momento en mi dirección. Yo ignoraba qué diablos estaba pasando allí.

—Estoy…, estoy acomodando estas revistas. Sólo hemos hablado un poco. —Su labio inferior se veía cubierto por una fina lámina de transpiración.

Por un instante, Jeannotte continuó con la mirada fija en la joven; luego, lentamente, se volvió en mi dirección.

—Me temo que ha elegido un momento poco oportuno, ¿señorita…? —Tenía un acento suave: Tennessee; tal vez Georgia.

—Doctora Brennan. —Me puse de pie.

—Doctora Brennan.

—Le pido disculpas por presentarme sin cita previa. Su secretaria me dijo que éste es su horario de consulta.

Dedicó un momento extremadamente largo para mirarme de arriba abajo. Tenía los ojos hundidos y el iris tan pálido que prácticamente carecía de color. Jeannotte acentuaba ese rasgo oscureciendo las pestañas y cejas. El pelo también era de un negro intenso, artificial.

—Bien —dijo por fin—, ya que está aquí. ¿Qué es lo que busca?

Permaneció inmóvil en la puerta. Daisy Jeannotte era una de esas personas que irradian un aire de absoluta calma.

Le hablé de la hermana Julienne y de mi interés en Élisabeth Nicolet, aunque no le revelé las razones de ese interés.

Jeannotte pensó un momento y después desvió la mirada hacia su ayudante. Sin decir una palabra, la joven dejó las revistas y abandonó con rapidez el despacho.

—Tendrá que disculpar a mi ayudante. Es una muchacha muy sensible. —Se echó a reír brevemente y sacudió la cabeza—. Pero es una estudiante excelente.

Jeannotte acercó una silla al sofá. Ambas nos sentamos.

—Normalmente, reservo este momento de la tarde para los estudiantes, pero hoy parece que no hay ninguno. ¿Quiere una taza de té?

Su voz tenía cierto matiz azucarado, como las damas de club de campo del sur.

—No, gracias. Acabo de comer.

—¿Es investigadora médica?

—No exactamente. Soy antropóloga forense en la Facultad de Antropología de la Universidad de Carolina del Norte, en Charlotte. Aquí trabajo como consultora para el Departamento del Forense.

—Charlotte es una ciudad encantadora. La he visitado varias veces.

—Gracias. Nuestro campus es muy diferente del de McGill; es demasiado moderno. Envidio este hermoso despacho.

—Sí, es muy acogedor. Birks data de 1931 y originariamente se llamaba Divinity Hall. El edificio pertenecía a la Joint Theological Colleges hasta que McGill lo compró en 1948. ¿Sabía que la Escuela de la Divinidad es una de las facultades más antiguas en McGill?

—No, no lo sabía.

—Por supuesto, hoy nos llamamos Facultad de Estudios Religiosos. De modo que está interesada en la familia Nicolet.

Cruzó las piernas a la altura de los tobillos y se echó hacia atrás. La ausencia de color en sus ojos me resultaba inquietante.

—Sí. Me gustaría saber, sobre todo, dónde nació Élisabeth y a qué se dedicaban sus padres en aquella época. La hermana Julienne no ha podido encontrar un certificado de nacimiento, pero está segura de que Élisabeth nació en Montreal. Ella pensó que usted tal vez pudiese darme algunas referencias.

—La hermana Julienne. —Se echó a reír nuevamente, y el sonido de su risa me recordó el agua bajando entre las piedras. Luego su rostro se serenó—. Es mucho lo que se ha escrito acerca de los miembros de las familias Nicolet y Bélanger. Nuestra biblioteca posee un valioso archivo de documentos históricos. Estoy segura de que allí podrá encontrar muchos datos de interés para su investigación. También podría intentarlo en los Archivos de la Provincia de Quebec, la Sociedad Histórica de Canadá y los Archivos Públicos de Canadá.

Los tonos suaves y sureños asumieron una característica casi mecánica. Yo era una estudiante de segundo año que trabajaba en un proyecto de investigación.

—Podría buscar información en publicaciones especializadas como Report of the Canadian Historical Society, Canadian Annual Review, Canadian Archives Report, Canadian Historical Review, Transactions of the Quebec Literary and Historical Society, Report of the Archives of the Province of Quebec o Transactions of the Royal Society of Canada. —Parecía una cinta grabada—. Y, naturalmente, hay cientos de libros. Yo conozco muy poco acerca de ese período histórico.

Mi rostro debió de reflejar lo que estaba pensando.

—No se acobarde. Sólo se necesita tiempo.

Jamás dispondría de horas suficientes para examinar semejante cantidad de material. Intenté otra táctica.

—¿Está familiarizada con las circunstancias que rodearon el nacimiento de Élisabeth Nicolet?

—En realidad, no. Como le he dicho, no es un período que haya investigado. Naturalmente sé quién es y conozco la labor que realizó durante la epidemia de viruela de 1885. —Hizo una pausa para elegir cuidadosamente las palabras—. Mi trabajo está enfocado hacia los movimientos mesiánicos y los sistemas de nuevas creencias; no contempla las religiones eclesiásticas tradicionales.

—¿En Quebec?

—No exclusivamente. —Volvió a hablar de los Nicolet—. Era una familia muy conocida en su época, así que podría resultarle más interesante consultar las historias que aparecieron en los periódicos de aquellos tiempos. Entonces se publicaban cuatro diarios en inglés: Gazette, Star, Herald y Witness.

—¿Podría encontrarlos en la biblioteca?

—Sí. Y, naturalmente, también había prensa en francés: La Minerve, Le Monde, La Patrie, L’Etendard y La Presse. Los diarios en francés eran un poco menos prósperos y tenían menos hojas que los de habla inglesa, pero creo que todos incluían los anuncios de nacimientos.

No había pensado en los periódicos de la época. Ese material parecía más abordable. Jeannotte me explicó dónde se guardaban los periódicos microfilmados y prometió confeccionar una lista de fuentes de consulta para mí. Durante unos minutos, hablamos de otras cosas. Su curiosidad acerca de mi trabajo quedó satisfecha. Comparamos experiencias; éramos dos profesoras universitarias, un mundo dominado por los hombres. Poco después, una estudiante apareció en la puerta del despacho. Jeannotte dio unos golpecitos en su reloj y levantó la mano con los cinco dedos abiertos, y la joven desapareció.

Ambas nos levantamos a la vez. Le agradecí el tiempo que me había dedicado y la información que me había suministrado, y me puse la chaqueta, el sombrero y la bufanda. Estaba a medio camino de la puerta cuando una pregunta me detuvo en seco.

—¿Profesa usted alguna religión, doctora Brennan?

—Fui educada en la fe católica, pero actualmente no pertenezco a ninguna iglesia.

Sus ojos espectrales se clavaron en los míos.

—¿Cree en Dios?

—Doctora Jeannotte, hay días en los que no creo en la mañana siguiente.

Cuando me marché del despacho de la doctora Jeannotte fui directamente a la biblioteca y pasé una hora hojeando libros de historia; examiné superficialmente los índices en busca de Nicolet o Bélanger. Encontré varios libros en los que aparecían uno u otro apellido y decidí llevármelos a casa, agradeciendo el hecho de tener todavía privilegios como profesora universitaria.

Cuando abandoné la biblioteca comenzaba a anochecer. La nieve caía suavemente y obligaba a los peatones a caminar por la calle, o bien a seguir estrechos senderos trazados en las aceras, colocando con mucho cuidado un pie delante del otro para evitar las zonas donde la nieve era más profunda. Eché a andar detrás de una pareja; la chica iba delante, y el chico, detrás, apoyaba las manos sobre los hombros de ella. Las correas de sus mochilas oscilaban de un lado a otro cuando las caderas giraban para mantener los pies dentro del sendero libre de nieve. De vez en cuando la chica se paraba para coger un copo con la lengua.

La temperatura había descendido al mismo ritmo que la luz y, cuando llegué al coche, el parabrisas estaba cubierto con una capa de hielo. Cogí un rascador y quité el hielo, maldiciendo todo el tiempo mis instintos migratorios. Cualquier persona con un mínimo de sentido común estaría disfrutando en la playa en aquel momento.

Durante el corto trayecto hasta mi casa, reproduje la escena que había contemplado en el despacho de Jeannotte; trataba de desvelar la curiosa conducta de la joven ayudante. ¿Por qué se había puesto tan nerviosa? Parecía sentir terror ante Jeannotte; era algo más que el temor reverente que siente un estudiante que aún no se ha licenciado. Había mencionado en tres ocasiones su viaje a la fotocopiadora, pero cuando nos encontramos en el corredor no llevaba nada en las manos. Me di cuenta también de que no sabía su nombre.

Luego pensé en Jeannotte. Se había comportado de un modo condescendiente y muy sereno, como si estuviese acostumbrada a controlar cualquier audiencia. Recordé los ojos penetrantes, que contrastaban abiertamente con su cuerpo diminuto y su pronunciación suave y cortés. Había conseguido que me sintiese como una estudiante inexperta. ¿Por qué? Entonces lo recordé. Durante nuestra conversación la mirada de Daisy Jean no se había apartado en ningún momento de mi rostro. Nunca había interrumpido el contacto visual. Esa circunstancia y sus iris espectrales formaban una combinación desconcertante.

Al llegar a casa, encontré dos mensajes. El primero me produjo una moderada ansiedad. Harry había comenzado el famoso curso y se estaba convirtiendo en una gurú de la moderna salud mental.

El segundo hizo que sintiese un escalofrío en el alma. Escuché atentamente cada palabra mientras contemplaba cómo se amontonaba la nieve contra la pared del jardín. Los nuevos copos caían sobre la masa gris inferior, como la inocencia recién nacida sobre los pecados del año anterior.

—Brennan, si está en casa, coja el teléfono. Esto es muy importante. —Pausa—. Ha habido novedades en el caso de St. Jovite. —La voz de Ryan estaba teñida de tristeza—. Cuando entramos en la construcción exterior, encontramos otros cuatro cuerpos debajo de una escalera. —Podía oírle mientras metía una bocanada de humo hasta el fondo de los pulmones y lo dejaba escapar lentamente—. Dos adultos y dos bebés. Aunque no están quemados, es algo espantoso. Nunca he visto nada igual. No quiero entrar en detalles, pero éste es un partido completamente diferente y resulta una verdadera mierda. La veré mañana.