Capítulo 29

Cuando el avión despegó, cerré los ojos y me apoyé en el asiento. Estaba demasiado agotada por otra noche intranquila como para notar lo que pasaba a mí alrededor. Normalmente, disfruto al sentir la aceleración mientras me elevo y contemplo el mundo cada vez más pequeño, pero en ese momento no ocurrió tal cosa. Las palabras de un viejo asustado seguían resonando en mi cabeza.

Estiré las piernas y mis pies toparon con el bolso que había colocado debajo del asiento delantero. Viajaba con el equipaje de mano siempre a la vista. La custodia personal de los objetos puede ser muy importante.

A mi lado, Ryan hojeaba la revista del avión. Al no haber conseguido un vuelo desde Savannah, había conducido hasta Charlotte para coger el vuelo de las seis treinta y cinco. En el aeropuerto se había explayado sobre la declaración tomada en Texas.

El viejo se había largado para proteger a su perro.

«Como Kathryn —pensé—, que tenía miedo por su bebé».

—¿Dijo exactamente lo que intentaban hacer? —le pregunté a Ryan con un susurro.

La azafata hacía la demostración rutinaria de los cinturones de seguridad y las mascarillas de oxígeno.

Ryan sacudió la cabeza.

—Ese tío es una especie de zombi. Estaba en el rancho porque le dejaban un lugar para dormir y le permitían tener al perro. No participaba realmente del credo, pero se enteró de muchas cosas. —Dejó la revista sobre su regazo—. Dijo cosas muy vagas sobre energía cósmica y ángeles guardianes e inhalación poderosa.

—¿Aniquilación?

Ryan se encogió de hombros.

—Dijo que esa gente no pertenece a este mundo. Al parecer, habían estado luchando contra las fuerzas del mal y había llegado la hora de marcharse, sólo que no podía llevarse a Fido con él.

—Y entonces se escondió debajo del porche.

Ryan asintió.

—¿Quiénes son esas fuerzas del mal?

—El viejo no está seguro.

—¿Y no puede decir adónde se han ido los virtuosos?

—Al norte. No olvides que el abuelo no está en la cima de la curva de Bell.

—¿Nunca oyó hablar de Dom Owens?

—No. El líder de la tropa era un tío llamado Toby.

—Sin apellido.

—Los apellidos son de este mundo. Pero no es eso lo que le atemoriza. Aparentemente Toby y la tía que se encargaba de vigilar a las chicas estaban enrollados, y el viejo sentía verdadero pavor ante esa mujer.

¿Qué había dicho Kathryn? «No es Dom. Es ella».

Un rostro apareció fugazmente en mi cabeza.

—¿Quién es ella?

—El viejo no sabía su nombre, pero según él esa fulana le dijo a Toby que el Anticristo había sido destruido y que el día del Juicio Final había llegado. Fue entonces cuando el tren de carga comenzó a rodar.

—¿Y?

Me sentía atontada.

—El perro no estaba invitado.

—¿Nada más?

—Para el viejo, esa mujer es, sin duda, la madre superiora.

—Kathryn también habló de una mujer.

—¿Nombre?

—No le pregunté. En aquel momento, no me pareció importante.

—¿Qué más te dijo?

Repetí todo lo que fui capaz de recordar.

Ryan puso una mano sobre la mía.

—Tempe, realmente no sabemos nada de esa Kathryn, excepto que ha pasado su vida con la contracultura. Aparece en tu casa diciendo que te encontró a través de la universidad. Tú dices que tu dirección no consta en la guía. Ese mismo día cuarenta y tres de sus amigos íntimos se esfuman en dos estados, y la dama desaparece asimismo de tu casa.

Cierto. Ryan había mostrado antes su desconfianza con respecto a Kathryn.

—¿Nunca supiste quién se cargó el gato?

—No.

Retiré la mano y comencé a morderme la uña del pulgar.

Ninguno de los dos habló durante unos minutos. Entonces, recordé otra cosa.

—Kathryn también hizo referencia al Anticristo.

—¿Cómo?

—Ella dijo que Dom no creía en el Anticristo.

Ryan permaneció callado un momento.

—Hablé con los tíos que trabajaron en el caso de los muertos del Templo del Sol en Canadá —dijo un poco después—. ¿Sabes lo que pasó en Morin Heights? —preguntó.

—Sólo que murieron cinco personas. Yo estaba en Charlotte, y los medios de comunicación norteamericanos se concentraron, sobre todo, en lo que había sucedido en Suiza. La conexión canadiense del caso recibió escasa prensa.

—Te contaré lo que sucedió. Joseph DiMambro envió un equipo de asesinos a matar a un bebé. —Hizo una pausa para que las palabras hicieran efecto—. Morin Heights era el pistoletazo de salida de los hechos que tuvieron lugar en el extranjero. Parece que el nacimiento de ese crío no había sido aprobado por el Gran Papá, de modo que lo consideraba el Anticristo. Una vez que el niño murió, los fieles fueron libres para pasar al otro lado.

—¡Dios mío! ¿Crees que Owens realmente es uno de esos fanáticos del Templo del Sol?

Ryan volvió a encogerse de hombros.

—O podría ser un insignificante imitador. Es difícil saber lo que significa toda esa jerga de Adler Lyons hasta que los psicólogos no la descifren.

En el recinto de Saint Helena habían encontrado un texto, una especie de tratado y un mapa de la provincia de Quebec.

—Pero me importa una mierda de perro quién es el chiflado que los guía si personas inocentes van camino de la muerte. Pienso atrapar a ese cabrón y machacarlo personalmente.

Los músculos de la mandíbula se tensaron como cables mientras volvía a coger la revista.

Cerré los ojos y traté de descansar, pero las imágenes no me dejaban en paz.

Harry, animada y llena de vida. Harry sin maquillaje y con un chándal.

Sam, furioso por la invasión de su isla.

Malachy, Mathias, Jennifer Cannon, Carole Comptois, un gato calcinado, el contenido del paquete a mis pies.

Kathryn con ojos suplicantes, como si yo pudiese ayudarla, como si yo pudiese coger su vida y convertirla en algo mejor.

¿O acaso Ryan tenía razón? ¿Me habían engañado? ¿Habían enviado a Kathryn con algún propósito siniestro que yo ignoraba? ¿Era Owens el responsable de que quemasen el gato?

Harry había hablado de la orden. Su vida era un fracaso y la orden lo cambiaría todo. Kathryn también había hablado de eso. Dijo que la orden afectaba a todo el mundo. Brian y Heidi la habían quebrantado. ¿Qué orden? ¿El orden cósmico? ¿Una orden superior? ¿La orden del Templo del Sol?

Me sentí como una mosca en una jarra, golpeándome contra el cristal con un pensamiento casual tras otro, pero incapaz de sustraerme a las limitaciones cognitivas de mi propia mente confusa.

«¡Brennan, te estás volviendo loca! No hay nada que puedas hacer a diez mil metros de altitud».

Entonces, decidí evadirme retrocediendo cien años.

Abrí mi maletín, saqué uno de los diarios de Bélanger y busqué diciembre de 1844. Esperaba que las vacaciones de Navidad hubiesen mejorado el humor de Louis-Philippe.

El buen doctor disfrutó de la cena navideña en casa de los Nicolet, le gustó su nueva pipa, pero no aprobaba los planes de su hermana de regresar a los escenarios. A Eugénie la habían invitado a cantar en Europa.

Louis-Philippe compensaba con tenacidad lo que carecía de humor. El nombre de su hermana aparecía con frecuencia en los primeros meses de 1845. Él expresaba a menudo sus opiniones, pero, para irritación del médico, Eugénie no se dejó disuadir de su propósito. Partiría en abril, daría conciertos en París y Bruselas, luego pasaría el verano en Francia y regresaría a Montreal a finales de julio.

Una voz ordenó por megafonía que se colocaran los asientos en posición vertical y se sujetaran las bandejas en el respaldo del asiento delantero para el aterrizaje en Pittsburgh.

Una hora más tarde, nuevamente en vuelo, repasé las anotaciones correspondientes a la primavera de 1845. Louis-Philippe estaba ocupado con los asuntos del hospital y el ayuntamiento, pero visitaba todas las semanas a su cuñado. Alain Nicolet, al parecer, no había viajado a Europa con su esposa.

Me pregunté cómo había ido el viaje de Eugénie. Evidentemente, Louis-Philippe no lo había hecho, ya que apenas si encontré menciones a su hermana en esos meses. Entonces, una de las anotaciones me llamó la atención.

Correspondía al 17 de julio de 1845. Debido a circunstancias anormales, la estancia de Eugénie en Francia se prolongaría. Se habían hecho los arreglos necesarios, pero Louis-Philippe se mostraba poco preciso en cuanto a la naturaleza de los mismos.

Miré la extensión blanca fuera de la ventanilla. ¿Cuáles eran esas «circunstancias anormales» que habían retenido a Eugénie en Francia? Hice un cálculo sencillo. Élisabeth había nacido en enero. Vaya, vaya.

Durante el verano y el otoño Louis-Philippe sólo había hecho breves referencias a su hermana, en especial cuando recibía carta de Eugénie. Todo iba bien.

Cuando las ruedas se posaron en la pista del aeropuerto Dorval, Eugénie reapareció. Ella también había regresado a Montreal. Era el 16 de abril de 1846. Su bebé tenía tres meses.

Allí estaba.

Élisabeth Nicolet nació en Francia. Alain no podía ser su padre. Pero ¿quién entonces?

Ryan y yo bajamos del avión en silencio. Comprobó sus mensajes mientras yo esperaba el equipaje en la cinta. Cuando regresó, la expresión de su rostro me dijo que las noticias no eran buenas.

—Encontraron las camionetas cerca de Charleston.

—Vacías.

Asintió.

Eugénie y su bebé se desvanecieron en otro siglo.

El cielo era plomizo y una ligera lluvia caía ante los faros delanteros del coche mientras Ryan y yo viajábamos hacia el este por la autopista 20. Según la última información del piloto, la temperatura en Montreal era suave, de unos tres grados.

Viajamos en silencio después de haber acordado nuestros respectivos cursos de acción. Aunque yo quería llegar cuanto antes a mi apartamento para encontrar a mi hermana y liberarme de una creciente sensación de negro presentimiento, haría lo que Ryan me había pedido. Y luego seguiría con mis planes.

Aparcamos en el Parthenais, y ambos nos dirigimos hacia el edificio. En el aire se propagaba un olor a malta procedente de la cervecería Molson. El aceite formaba una delgada película en los charcos que se formaban en el pavimento desparejo.

Ryan bajó en el primer piso, y yo continué hasta mi despacho en la quinta planta. Después de quitarme el abrigo, marqué el número de una extensión interna. Habían recibido mi mensaje y podíamos empezar cuando yo estuviese lista. Me dirigí al laboratorio sin perder un minuto.

Reuní el escalpelo, la regla, el pegamento y material borrador de sesenta centímetros de largo, y lo dispuse todo sobre mi mesa de trabajo. Luego abrí mi equipaje de mano e inspeccioné su contenido.

El cráneo y la mandíbula de la víctima desconocida de Murtry habían completado su viaje sin sufrir ningún daño. A menudo me pregunto qué piensan los tíos que controlan el escáner del aeropuerto cuando ven los huesos que llevo en mi bolso. Coloqué el cráneo sobre una base de corcho en mitad de la mesa. Luego unté con pegamento la articulación temporo-mandibular y fijé la mandíbula en su sitio.

Mientras el pegamento se secaba, busqué una tabla de los grosores de tejido facial correspondientes a mujeres norteamericanas blancas. Cuando la mandíbula quedó firmemente soldada en su lugar coloqué el cráneo en un soporte, ajusté la altura y lo aseguré con grapas. Las órbitas vacías me miraban directamente a los ojos mientras procedía a tomar medidas y cortaba diecisiete diminutos cilindros de goma y los pegaba sobre los huesos faciales.

Veinte minutos más tarde, llevé el cráneo a una pequeña habitación que había en el corredor. Una placa identificaba esa sección como Section d’Imagerie. Uno de los técnicos me saludó e indicó que el sistema estaba en funcionamiento.

Sin perder un minuto, coloqué el cráneo sobre una plataforma, tomé imágenes con una cámara de vídeo y las envié al PC. Luego evalué las imágenes digitalizadas en el monitor y elegí una orientación frontal. Después, utilizando un lápiz y un bloc de dibujo incorporados al ordenador, conecté los marcadores de goma que se proyectaban desde el cráneo. Mientras dirigía los hilos del retículo alrededor de la pantalla, comenzó a surgir una silueta macabra.

Cuando estuve satisfecha con el contorno facial, continué mi tarea. Con la arquitectura ósea a modo de guía, tomé muestras de ojos, orejas, narices y labios de la base de datos del programa, e incorporé esos rasgos prefigurados al cráneo.

Luego hice pruebas de cabello y añadí el que imaginé que sería el estilo menos informal. Sin saber absolutamente nada de la víctima, decidí que era mejor ser impreciso que equivocarse. Cuando estuve satisfecha con los componentes que había añadido a la imagen craneal que había creado en el ordenador, usé el lápiz para combinar los colores y sombrear la imagen y, de ese modo, conseguí que la reconstrucción fuese lo más real posible. El proceso completo me llevó menos de dos horas. Me apoyé en el respaldo del sillón y contemplé mi obra. Un rostro me miraba desde el monitor. Tenía ojos caídos, una nariz delicada y pómulos altos y anchos. Era bonito, pese a los rasgos robóticos e inexpresivos. Y me resultaba vagamente familiar. Tragué saliva. Luego, con un toque del lápiz, modifiqué el pelo. Añadí cortes irregulares y flequillo.

Contuve el aliento. ¿Se parecía mi reconstrucción a Anna Goyette? ¿O había creado simplemente una joven genérica y le había dado al pelo un corte familiar?

Devolví al pelo su estilo original y evalué el parecido. ¿Sí? ¿No? No tenía la más remota idea.

Por último, pulsé una orden en el menú de bajar información y en la pantalla aparecieron cuatro recuadros. Comparé la serie, buscando indicios de inconsistencia entre la imagen que había creado y el cráneo. Primero, confronté el cráneo y la mandíbula sin alterar; luego, una imagen pelada, con el hueso desnudo en la parte izquierda del cráneo, y rasgos cubiertos de carne y piel en la derecha; después, el rostro que había creado sobreimpreso en una transparencia fantasmal sobre los marcadores de hueso y tejido; por último, hice una aproximación facial final. Activé la última imagen para que ocupara la pantalla completa y la observé durante varios minutos. Aún no estaba segura.

Imprimí la imagen, la guardé en el disco duro y regresé rápidamente a mi oficina. Cuando me marchaba del edificio dejé unas copias del bosquejo sobre el escritorio de Ryan. La nota adjunta sólo incluía dos palabras: «Murtry. Inconnue». Desconocida. Tenía otras cosas en mente.

Cuando bajé del taxi, casi había dejado de llover, pero la temperatura había descendido vertiginosamente. Finas membranas de hielo comenzaban a formarse en los charcos y cristalizaban en los neumáticos y las ramas.

El apartamento estaba silencioso y oscuro como una cripta. Después de dejar el abrigo y las bolsas en el recibidor, fui directamente a la habitación de invitados. Los potingues de maquillaje de Harry estaban esparcidos por el tocador. ¿Los había usado esa mañana o la semana anterior? Ropa. Botas. Secador de pelo. Revistas. Mi búsqueda no dio con nada útil que pudiese indicarme dónde estaba Harry o cuándo se había marchado.

Lo esperaba; sin embargo, lo que no esperaba fue la sensación de alarma que se apoderó de mí mientras recorría las habitaciones.

Comprobé el contestador. Ningún mensaje.

«Relájate». Tal vez Harry había telefoneado a Kit.

Negativo.

¿Charlotte?

No había noticias de Harry, pero Red Skyler me había llamado para decirme que se había puesto en contacto con la Cult Awareness Network, una organización que se dedicaba a controlar los movimientos de las sectas. No tenían nada sobre Dom Owens, pero sí un archivo de Inner Life Empowerment. Según la CAN, se trataba de una organización legal. Operaba en varios estados, ofreciendo seminarios de autoconocimiento, que eran inútiles, pero también inofensivos. «Confronta tu yo íntimo y el otro íntimo», y cosas por el estilo. Basura, pero probablemente inocua, y no debía preocuparme demasiado. Si quería más información, podía llamarle a él, o bien a la CAN. Me dejó ambos números.

Casi no presté atención a las otras voces: Sam me pedía noticias; Katy me avisaba de su regreso a Charlottesville.

De modo que Inner Life Empowerment no era una organización peligrosa. Probablemente, Ryan tuviese razón. Harry había vuelto a desaparecer. La ira hizo que me ardiesen las mejillas.

Como si fuese un robot, colgué el abrigo en el armario y arrastré la maleta hasta el dormitorio. Luego me senté en el borde de la cama, apreté con fuerza las sienes y dejé vagar mis pensamientos. Los dígitos verdes del reloj de la mesilla de noche señalaban el paso de los minutos.

Esas últimas semanas habían sido de las más difíciles de toda mi carrera. La tortura y las mutilaciones que las víctimas habían tenido que soportar superaban con creces cualquier cosa que hubiese visto hasta entonces. Y no recordaba cuándo había tenido que trabajar con tantas muertes en tan poco tiempo. ¿Cómo se relacionaban los asesinatos cometidos en St. Jovite con los de la isla de Murtry? ¿Había sido asesinada Carole Comptois por la misma y monstruosa mano? ¿Había sido la matanza de St. Jovite sólo el principio? ¿Habría en ese momento algún maníaco que estuviera tramando un baño de sangre demasiado terrible de contemplar?

Harry tendría que encargarse de Harry.

Yo sabía lo que iba hacer. Al menos, sabía por dónde comenzaría.

Llovía otra vez y el campus de McGill estaba cubierto por una costra fina y helada. Los edificios se alzaban como siluetas negras y las ventanas eran la única fuente de luz en aquella inquietante y húmeda oscuridad. Aquí y allá una figura se movía en un rectángulo iluminado como un títere diminuto en un teatro de sombras chinas.

Una cubierta de hielo poroso crujía bajo mis pies mientras subía la escalinata de entrada a Birks Hall. El edificio estaba desierto; sus ocupantes lo habían abandonado ante la proximidad de la tormenta. No había impermeables en los percheros ni botas que dejaran un reguero de agua contra las paredes. Las impresoras y fotocopiadoras estaban silenciosas; el único sonido que se escuchaba era el repicar de las gotas de lluvia sobre los cristales emplomados.

Mis pasos resonaron con un ruido sordo mientras subía al tercer piso. Desde el corredor principal, pude ver que la puerta de la oficina de Jeannotte estaba cerrada. En realidad, no esperaba encontrarla en su despacho, pero había decidido que merecía la pena intentarlo. Para ella sería una sorpresa, y la gente suele decir cosas muy curiosas cuando se la coloca fuera de su rutina habitual.

Cuando giré en la esquina del corredor vi que una luz amarilla se proyectaba por debajo de la puerta. Llamé sin saber muy bien qué esperar.

Cuando la puerta se abrió, no pude evitar una expresión de enorme sorpresa.